Gabriel
García Márquez
(Aracataca, Colombia 1928 - México DF, 2014)
Sólo vine a hablar por teléfono
Doce cuentos peregrinos (1992)
Una tarde de lluvias primaverales,
cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un automóvil alquilado,
María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los
Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años
antes había tenido un cierto nombre como actriz de variedades. Estaba
casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel
día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora
de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban
raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se
compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba lejos.
—No importa—
dijo María—. Lo único que necesito es un teléfono.
Era cierto, y sólo
lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las
siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de
estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el
percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que
viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le
dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de
secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de
encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina de
asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que quedaban
secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su
voz resonó más que la lluvia y el traqueteo del autobús. La mujer la
interrumpió con el índice en los labios.
—Están dormidas—
murmuró.
María miró por
encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de
edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con
mantas iguales a la suya. Contagiada de su placidez, María se enroscó en
el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando despertó era de
noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la
menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se
encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud alerta.
—¿Dónde
estamos?— le pregunto María.
—Hemos llegado—
contestó la mujer.
El autobús estaba
entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que
parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las
pasajeras, alumbradas apenas por un farol del patio, permanecieron
inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un
sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores,
y se movían con tal parsimonia en la penumbra del patio que parecían
imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran
monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las
recibieron en la puerta del autobús, y les cubrían la cabeza con las
mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas
sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de
despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero
ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio y la
devolviera en la portería.
—¿Habrá un
teléfono?— le preguntó María.
—Por supuesto—
dijo la mujer—. Ahí mismo le indican.
Le pidió a María
otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado.”En el camino
se secan” le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el
estribo, y casi le gritó:”Buena suerte”. El autobús arrancó sin
darle tiempo de más.
María empezó a
correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla
con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso:”¡Alto,
he dicho!”. María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de
hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el
zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde
había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con
palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos muy dulces:
—Por aquí,
guapa, por aquí hay un teléfono.
María siguió con
las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final, entró en un
dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y
empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le
pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila
comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían
escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a
María se sorprendió de que no llevara su identificación.
—Es que sólo
vine a hablar por teléfono— le dijo María.
Le explicó a toda
prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido,
que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir
tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle que no estaría
a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la
casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su
demora. La guardiana pareció escucharla con atención.
—¿Cómo te
llamas?— le preguntó.
María le dijo su
nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de
repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y
ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.
—Es que sólo
vine a hablar por teléfono— dijo María.
—De acuerdo, maja
–le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura
demasiado ostensible para ser real—, si te portas bien podrás hablar
por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.
Algo sucedió
entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres
del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad,
estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio el sombras, con gruesos
muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de
enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de
llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la
atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra.
María la miró de través paralizada por el terror.
—Por el amos de
Dios— dijo—. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por
teléfono.
Le bastó con verle
la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena
de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la
encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto
estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por
descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El
segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la
próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que
aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una
turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.
Para que María
durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes
del amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada
por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a
sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona
ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues
la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.
No supo cuánto
tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces, el mundo era un
remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una
andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros
le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.
Antes de decirle
nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo
dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir
el llanto.
—Aprovecha ahora
para llorar cuanto quieras— le dijo el médico, con una voz adormecedora—
No hay mejor remedio que las lágrimas.
María se desahogó
sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los
tedios después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los
dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el
laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no
había soñado jamás. Era, por la primera vez en su vida, el prodigio de
ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin
esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga,
desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a
su marido.
El médico se
incorporó con toda la majestad de su rango. “Todavía no, reina”, le
dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido
nunca. “Todo se hará a su tiempo”. Le hizo después una bendición
episcopal, y desapareció para siempre.
—Confía en mí—
le dijo.
Esa misma tarde
María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un
comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre
su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra
del director: agitada.
Tal como María lo
había previsto, el marido salió de su modesto departamento del barrio de
Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la
primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión
libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las
lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir
dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.
En la primera
fiesta, con todos los niños disfrazados, prescindió del truco estelar de
los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El
segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en
silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus
últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan
contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las
suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en
un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un
grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se
negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por
teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María contestara. En
la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había
ocurrido.
De regreso a casa
en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de
la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el
pensamiento aciago de cómo podría ser la ciudad sin María. La última
esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en
la puerta. Restaba tan contraído que se olvidó de darle comida al gato.
Sólo ahora que lo
escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad,
porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional:
Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social
irredimible, pero el tacto u la gracia que le hacían falta le sobraban a
María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esa comunidad de grandes
misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por
teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno
lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así es que esa
noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida
le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo.
No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el
cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de
sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a
dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.
Lo había hecho
tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco
años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de
conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto
de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la
casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era
suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual
decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor
desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un
condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas
siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años de
amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a
buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometió mucho
más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una
determinación invencible. “Hay amores cortos y amores largos”, le
dijo ella. Y concluyó sin misericordia: “Este fue corto”. Él se
rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al
volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la
encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la
larga cola de espuma de las novias vírgenes.
María le contó la
verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la
disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había
dejado vestida y esperándolo en el altar. Sus padres decidieron hacer la
fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los
mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos
tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.
No estaba en casa,
pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las
escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin
concesiones. “¿Y ahora hasta cuándo”?, le preguntó él. Ella le
contest´con un verso de Vinicius de Moraes:”El amor es eterno mientras
dura”. Dos años después, seguía siendo eterno.
María pareció
madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en
el oficio como en la cama. A fines del año anterior habían asistido a un
congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron Barcelona. Les
gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que
habían comprado un apartamento en el muy catalán bario de Horta, ruidoso
y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la
felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un
automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa
de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves
todavía no había dado señales de vida.
El lunes de la
semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó
por teléfono a la casa para preguntar por María. “No sé nada” dijo
Saturno. “Búsquenla en Zaragoza”. Colgó. Una semana después un
policía de civil fue a la casa con la noticia de que habían hallado el
automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos
kilómetros del lugar en que María lo abandonó. El agente quería saber
si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al
gato, y apenas si lo miró para decirle sin más vueltas que no perdieran
el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con
quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió
incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró
cerrado.
El recelo de que
María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Fliorida
en Cadaqués, adonde Rosa Regás lo había invitado a navegar a vela.
Estábamos en el Maritím, el populoso y sórdido bar de la gauche
divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas
mesas de hierro con sillas de hiero donde sólo cabíamos seis a duras
penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de
cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo
escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió
paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin
mirar a quien, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y
lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le
daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la
tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de pijama
callejero de algodón crudo, y unas abarcas de labrador.
No volvieron a
verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de la Barcloneta,
con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la
cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo
como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno
lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas.
Días después encontró un nombre nuevo y un número de teléfono
escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez
de los celos le reveló de quien eran. El prontuario social del intruso
acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de una familia de
ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un
prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas.
Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa.
Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada
dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada
siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El
hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.
Al cuarto día le
contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. “El señorito
se ha ido”, le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no
resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la
señorita María.
—Aquí no vive
ninguna María— le dijo la mujer –el señorito es soltero.
—Ya lo sé –le
dijo él—. No vive, pero a veces va. ¿O no?
La mujer se
encabritó.
—¿Pero quién
coño habla ahí?
Saturno colgó. La
negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no
era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el
control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los
conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó
la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los
trasnochadores impenitentes de La gauche divine, y le contestaban
con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió
hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e
impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de
darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la
determinación de olvidar a María
A los dos meses,
María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía
picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al
mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general
Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio
se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines,
laudes, vísperas y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte
del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a
trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas
atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana
fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas,
decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban
por integrarse a la comunidad.
La falta de cigarrillos, resuelta
en los primeros días por la guardiana que los vendía a precio de oro,
volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se
consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas
reclusas fabricaban con las colillas recogidas en la basura, pues la
obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono.
Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales
le permitieron un alivio efímero.
Lo más duro era la
soledad en las noches. Muchas recusas permanecían despiertas en la
penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna
velaba también en el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin
embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con vos suficiente
para que oyera su vecina de cama:
—¿Dónde
estamos?
La voz grave y
lúcida de la vecina le contestó:
—En los profundos
infiernos.
—Dicen que esta
es tierra de moros—dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del
dormitorio—. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se
oyen los perros ladrándole a la mar.
Se oyó la cadena
de las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La
cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo,
empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se
sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.
Desde su primera
semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin
rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono
de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por
lo que fuera. “Tendrás todo”, le decía, trémula. “Serás la reina”.
Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba
papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en
los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz
de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada
a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.
Cuando estuvo
convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó ala
cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas,
mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yertos,
las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de
María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir más lejos.
María le soltó entonces un golpe con el revés de la ,mano que la mandó
contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del
escándalo de las reclusas alborotadas.
—Hija de puta—
gritó—. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas
loca por mí.
El verano llegó
sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de
emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la
misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al
espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por
las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de
protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en
una oficina abandonada, y con un teléfono que repicaba sin cesar con un
timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y
sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:
—Son las cuarenta
y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos—
—Maricón— dijo
María.
Colgó divertida.
Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una
ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y
tanta prisa, que no estuvo segura de que fuera el número de su casa.
Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre familiar con su tono
ávido y triste, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del
hombre de su vida en la casa sin ella.
—¿Bueno?
Tuvo que esperar a
que pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.
—Conejo, vida
mía –suspiró.
Las lágrimas la
vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y
la voz, enardecida por los celos escupió la palabra:
—¡Puta!
Y colgó en seco.
Esa noche, en un
ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del
generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del
jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobro rabia para
enfrentarse a golpes con los guardianes que trataron de someterla, son
lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con
los brazos cruzados, mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron
hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera
de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para
caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no
había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel
infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se
levantó en puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.
El precio de
María, exigido por ella de antemano, fue llevare un mensaje a su marido.
La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto
absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.
—Si alguna vez
sabe, te mueres.
Así que Saturno el
Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de
circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona
lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra,
y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de la esposa. Nadie sabía
de dónde llegó, n cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso
era el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una
investigación iniciada el mismo día no había concluido en nada. En todo
caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero
de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.
—Me lo informó
la compañía de seguros del coche— dijo.
El director se
sintió complacido. “No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo”,
dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de
asceta, y concluyó:
—Lo único cierto
es la gravedad de su estado.
Estaba dispuesto a
autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el mago le
prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le
indicara. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en
sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.
—Es raro –dijo
Saturno— Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.
El médico hizo un
ademán de sabio. “Hay conductas que permanecen latentes durante muchos
años, y un día estallan”, dijo. “Con todo, es una suerte que haya
caído aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura”.
Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el
teléfono.
—Sígale la
corriente— dijo.
—Tranquilo,
doctor— dijo Saturno con un aire alegre— Es mi especialidad.
La sala de visitas,
mezcla de cárcel y confesionario, era el antiguo locutorio del convento.
La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran
podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una
mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba
lista para irse, con su lamentable abrigo color de fresa y unos zapatos
sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible,
estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al
esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los
estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.
—¿Cómo te
sientes?— le preguntó él.
—Feliz de que al
fin hayas venido, conejo –dijo ella—. Esto ha sido la muerte.
No tuvieron tiempo
de sentarse, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de
las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar
los ojos por el terror.
—Ya no sé
cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido
peor que el otro –dijo, y suspiró con el alma—: Creo que nunca
volveré a ser la misma.
—Ahora todo eso
pasó— dijo él acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices
recientes de la cara – Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más,
si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.
Ella fijó en los
ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le
contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión
dulcificada de los pronósticos del médico. “En síntesis”,
concluyó, “aún te faltan algunos días para estar recuperada por
completo”. María entendió la verdad.
—¡Por Dios,
conejo! –dijo atónita—. ¡No me digas que tú también crees que
estoy loca!.
—¡Cómo se te
ocurre! –dijo él, tratando de reír— Lo que pasa es que sería mucho
mas conveniente para todos que sigas por un tiempo aquí. En mejores
condiciones, por supuesto.
—¡Pero si ya te
dije que sólo vine a hablar por teléfono!— dijo María.
El no supo como
reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Esta aprovechó
la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar
la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a
Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al
cuello del marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de
encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le
saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una
llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor
del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:
—¡Váyase!
Saturno huyó
despavorido.
Sin embargo, el
sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al
sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del
gran Leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que
parecía para volar. Entró con la camioneta de feria hasta el patio del
claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las
reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones
inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir
al marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió
herido de muerte.
—Es una reacción
típica— lo consoló el director—. Ya pasará.
Pero no pasó
nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno
hizo lo imposible por que le recibiera un carta, pero fue inútil.
Cuatro veces la
devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió
dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin
saber siquiera si le llegaban a María, hasta que lo venció la realidad.
Nunca más se supo
de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse
de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita
casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a
María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla
visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el
balandrán anaranjado de alguna secta oriental, encinta a más no poder.
Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María,
siempre que pudo, y resolviéndole algunas urgencias imprevistas, hasta un
día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un
mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida
la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz
del claustro. Ese día le llevó también el gato, porque ya se le había
acabado el dinero que saturno le dejó para darle de comer.
Abril 1978
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