Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, 1929 - Londres, 2005)

En el gran ecbó
Así en la paz como en la guerra
(La Habana: Ediciones R, 1960)



      Llovía. La lluvia caía con estrépito por entre las columnas viejas y carcomidas. Estaban sentados y él miraba al mantel.
       —¿Qué van a comer? —preguntó el camarero.
       «Menos mal que no dijo: ¿Qué vas a comer?», pensó él. «Debe ser por el plural.»
       Le preguntó a ella:
       —¿Qué quieres?
       Ella levantó los ojos del menú. En las tapas del cartón oscuro se leía «La Maravilla».
       Sus ojos parecían más claros ahora con la luz nevada que venía del parque y de la lluvia. «La luz universal de Leonardo», pensó él. Oyó que ella hablaba con el camarero.
       —¿Y usted? —el camarero hablaba con él. «¡Ah! ¿De manera que también en el singular? Bien educado el hombre.»
       —Algo simple. ¿Hay carne?
       —No. Es viernes.
       «Estos católicos. Gente de almanaque y prohibiciones.»
       Lo pensó un momento.
       —¿No hay dispensa? —preguntó.
       —¿Cómo dijo? —preguntó el camarero.
       —Me va a traer costillas de cordero.
       Grillé. Y puré de papas. ¡Ah!, y una malta.
       —¿Usted va a tomar algo, señorita?
       «¿Y por qué tan seguro?»
       Ella dijo que cerveza. «Toda una mujer.»
       Mientras traían el almuerzo la miró.
       Ahora le parecía otra mujer. Ella levantó los ojos del mantel y lo miró:
       «Siempre desafiante», pensó él. «¿Por qué no tienes cara de vencida hoy? Debías tenerla.»
       —¿En qué piensas? —preguntó ella y su voz sonó curiosamente dulce, tranquila.
       «Si tú supieras.» Dijo:
       —En nada.
       —¿Me estudiabas? —preguntó ella.
       —No. Te miraba los ojos.
       —Ojos de cristiana en una cara judía —citó ella.
       Él sonrió. Estaba ligeramente aburrido.
       —¿Cuándo crees que escampe? —preguntó ella.
       —No sé —dijo él—. Posiblemente dentro de un año. Tal vez dentro de un momento.
       Nunca se sabe en Cuba.
       Él hablaba siempre así: como si acabara de llegar de un largo viaje al extranjero, como si estuviera de visita, fuera un turista o se hubiera criado afuera. En realidad nunca había salido de Cuba.
       —¿Crees que podremos ir a Guanabacoa?
       —Sí. Ir sí. Aunque no sé si habrá algo.
       Llueve mucho.
       —Sí. Llueve mucho.
       Dejaron de hablar. El miraba al parque más allá de las columnas heridas, por sobre la calle que aún conservaba los adoquines y la vieja iglesia tapiada por las trepadoras: al parque de árboles flacos y escasos.
       Sintió que ella lo miraba.
       —¿En qué piensas? Recuerda que juramos que siempre nos íbamos a decir la verdad.
       —No, si te lo iba a decir de todas maneras.
       Se detuvo. Se mordió los labios primero y luego abrió desmesuradamente la boca, como si fuera a pronunciar palabras más grandes que su boca. Siempre hacía ese gesto. Él le había advertido que no lo hiciera, que no era bueno para una actriz.
       —Pensaba —la oyó y se preguntó si ella había comenzado a hablar ahora o hacía un rato— que no sé por qué te quiero. Eres exactamente el tipo de hombre contrario al que yo soñé, y, sin embargo, te miro y siento que te quiero. Y me gustas.
       —Gracias —dijo él.
       —¡Oh! —dijo ella, molesta. Volvió a mirar al mantel, a sus manos, a las uñas sin pintura.
       Ella era alta y esbelta, y con el vestido que llevaba ahora, con su largo escote cuadrado, lucía hermosa. Sus pechos en realidad eran pequeños, pero la forma de su tórax combado la hacía aparecer como si tuviera un busto grande. Llevaba un largo collar de perlas de fantasía y se peinaba el cabello en un moño alto. Tenía los labios parejos y carnosos y muy rosados. Tampoco usaba maquillaje, excepto quizás una sombra negra en los ojos, que los hacía más grandes y más claros. Ahora estaba disgustada. No volvió a hablar hasta que terminaron de comer.
       —No escampa.
       —No —dijo él.
       —¿Algo más? —dijo el camarero.
       Él la miró.
       —No, gracias —dijo ella.
       —Yo quiero café y un tabaco.
       —Bien —dijo el camarero.
       —Ah, y la cuenta, por favor.
       —Sí, señor.
       —¿Vas a fumar?
       —Sí —dijo él. Ella detestaba el tabaco.
       —Lo haces a propósito.
       —No, sabes que no. Lo hago porque me gusta.
       —No es bueno hacer todo lo que a uno le gusta.
       —A veces, sí.
       —Y a veces, no.
       La miró y sonrió. Ella no sonrió.
       —Ahora me pesa —dijo ella.
       —¿Por qué?
       —¿Cómo que por qué? Porque me pesa. ¿Tú crees que todo es tan fácil?
       —No —dijo él—. Al contrario, todo es difícil. Hablo en serio. La vida es un trabajo difícil.
       —Vivir es difícil —dijo ella. Sabía por dónde venía. Había vuelto a lo mismo. Al principio no hablaba más que de la muerte, todo el día, siempre. Luego él la había hecho olvidar la idea de la muerte. Pero desde ayer, desde anoche exactamente, ella había vuelto a hablar de la muerte. No era que a él le molestase como tema, pero no le interesaba más que como tema literario y, aunque pensaba mucho en la muerte, no le gustaba hablar de ella. Sobre todo con ella.
       —Lo que es fácil es morir —dijo ella, finalmente.
       «Ah, ya llegó», pensó él, y miró a la calle. Todavía llovía. «Igual que en Rashomon», pensó. «Sólo hace falta que aparezca un viejo japonés diciendo: No lo comprendo, no lo comprendo…»
       —No lo comprendo —terminó diciendo en voz alta.
       —¿Qué cosa? —preguntó ella—. ¿Qué no le temo a la muerte? Siempre te lo he dicho.
       Sonrió.
       —Te pareces a la Mona Lisa —dijo ella—. Siempre sonriendo.
       Miró sus ojos, su boca, el nacimiento de sus senos y —recordó. Le gustaba recordar.
       Recordar era lo mejor de todo. A veces creía que no le interesaban las cosas más que para poder recordarlas luego. Como esto: este momento exactamente: sus ojos, las largas pestañas, el color amarillo de aceite de sus ojos, la luz reflejada en el mantel que tocaba su cara, sus ojos, sus labios: las palabras que salían de ellos, el tono, el sonido bajo y acariciante de su voz, sus dientes, la lengua que a veces llegaba hasta el borde de la boca y se retiraba rápida: el murmullo de la lluvia, el tintineo de las copas, de los platos, de los cubiertos, una música distante, irreconocible, que llegaba de ninguna parte: el humo del tabaco: el aire húmedo y fresco que venía del parque: le apasionaba la idea de saber cómo recordaría exactamente este momento.
       Había terminado. Todo estaba allí. Como estaba todo lo de anoche.
       —Nos vamos —dijo.
       —Todavía llueve —dijo ella.
       —Va a llover toda la tarde. Ya son las tres. Además el carro está ahí mismo.
       Corrieron hasta el auto y entraron. El sintió que le sofocaba la atmósfera dentro del pequeño automóvil. Se ubicó con cuidado y encendió el motor.
       Pasaron y quedaron detrás las estrechas, torcidas calles de La Habana Vieja, las casas viejas y hermosas, algunas destruidas y convertidas en solares vacíos y asfaltados para parqueo, los balcones de complicada labor de hierro, el enorme, sólido y hermoso edificio de la aduana, el Muelle de Luz y la Alameda de Paula, hecha un pastiche implacable, y la iglesia de Paula, con su aspecto de templo romántico a medio hacer y los trozos de muralla y el árbol que crecía sobre uno de ellos y Tallapiedra y su olor a azufre y cosa corrompida y el Elevado y el castillo de Atares, que llegaba desde la lluvia, y el Paso Superior, gris, de hormigón, denso, y el entramado de vías férreas, abajo, y de cables de alta tensión y alambres telefónicos, arriba, y finalmente la carretera abierta.
       —Quisiera ver las fotos de nuevo —dijo ella, al cabo.
       —¿Ahora?
       —Sí.
       Él sacó su cartera y se la alargó. Ella miró en silencio las fotos. No dijo nada cuando devolvió la cartera. Luego, después que dejaron la carretera y entraron al camino, dijo:
       —¿Por qué me las enseñaste?
       —Hombre, porque las pediste —respondió él.
       —No me refiero a ahora —dijo ella.
       —¡Ah! No sé. Supongo que fue un pequeño acto de sadismo.
       —No, no fue eso. Fue vanidad. Vanidad y algo más. Fue tomarme por entero, asegurarte que era tuya más allá de todo: del acto, del deseo, de los remordimientos. De los remordimientos sobre todo.
       —¿Y ahora?
       —Ahora vivimos en pecado.
       —¿Nada más?
       —Nada más. ¿Quieres algo más?
       —¿Y los remordimientos?
       —Donde siempre.
       —¿Y el dolor?
       —Donde siempre.
       —¿Y el placer?
       Se trataba de un juego. Ahora se suponía que ella debía decir dónde residía el placer exactamente, pero ella no dijo nada. El repitió:
       —¿Y el placer?
       —No hay placer —dijo ella—. Ahora vivimos en pecado.
       El corrió un poco la cortina de hule y arrojó el tabaco afuera.
       Luego le indicó:
       —Abre la gaveta
       Ella lo hizo.
       —Saca un libro que hay ahí.
       Ella lo hizo.
       —Ábrelo por la marca.
       Ella lo hizo.
       —Lee eso.
       Ella vio que en letras mayores decía: Neurosis y sentimiento de culpabilidad. Y cerró el libro y lo devolvió a la gaveta y la cerró.
       —No tengo que leer nada para saber cómo me siento.
       —No —dijo él—. Si no es para saber cómo te sientes, sino por qué te sientes así.
       —Yo sé bien por qué me siento así y tú también.
       Él se rió.
       —Claro que lo sé.
       El pequeño automóvil saltó y luego se desvió a la derecha.
       —Mira—dijo él.
       Delante, a la izquierda, por entre la lluvia fina, apareció deslumbrante un pequeño cementerio, todo blanco, húmedo, silvestre. Había en él una simetría aséptica que nada tenía que ver con la corrupción y los gusanos y la peste.
       —¡Qué bello! —dijo ella.
       Él aminoró la marcha.
       —¿Por qué no nos bajamos y paseamos por él un rato?
       La miró fugazmente, con algo de burla.
       —¿Sabes qué hora es? Son las cuatro ya. Vamos a llegar cuando se haya acabado la fiesta.
       —¡Ah!, eres un pesado —dijo ella refunfuñando.
       Esa era la segunda parte de su personalidad: la niña. Era un monstruo mitad mujer y mitad niña. «Borges debía incluirla en su zoología», pensó. «La hembra–niña. Al lado del catoblepas y la anfisbena.»
       Vio el pueblo y, en una bifurcación, detuvo el auto.
       —Me hace el favor, ¿dónde queda el stadium? —preguntó a un grupo y dos o tres le ofrecieron la dirección, tan detallada que supo que se perdería. Una cuadra más allá le preguntó a un policía, que le indicó el camino.
       —¡Qué servicial es todo el mundo aquí! —dijo ella.
       —Sí. Los de a pie y los de a caballo.
       Los villanos siguen siendo serviciales con el señor feudal. Ahora la máquina es el caballo.
       —¿Por qué eres tan soberbio?
       —¿Yo?
       —Sí, tú.
       —No creo que lo sea en absoluto. Simplemente, sé lo que piensa la gente y tengo el coraje de decirlo.
       —El único que tienes…
       —Quizás.
       —No, sin quizás. Tú lo sabes…
       —Está bien. Yo lo sé. Te lo dije desde el principio.
       Ella se volvió y lo miró detenidamente.
       —No sé cómo te quiero siendo tan cobarde —dijo.
       Habían llegado.
       Corrieron bajo la lluvia hasta el edificio.
       Al principio pensó que no habría nada: porque no vio —por entre unos ómnibus urbanos y varios autos— más que muchachos vestidos de pelotero, y la lluvia no dejaba oír.
       Cuando entró, sintió que había penetrado en un mundo mágico:

había cien o doscientos negros vestidos de blanco de pies a cabeza: camisas blancas y pantalones blancos y medias blancas y la cabeza cubierta con gorros blancos que les hacían parecer un congreso de cocineros de color y las mujeres también estaban vestidas de blanco y entre ellas varias blancas de piel blanca y bailaban en rueda al compás de los tambores y en el centro un negro grande ya viejo pero todavía fuerte y con espejuelos negros de manera que sólo se veían sus dientes blancos como parte también de la indumentaria ritual y que golpeaba el piso con un largo bastón de madera que tenía tallada una cabeza humana negra en el puño y con pelo de verdad y era el juego de estrofa y antistrofa y el negro de espejuelos negros gritaba olofi y se detenía mientras la palabra sagrada rebotaba contra las paredes y la lluvia y repetía olofi y cantaba luego tendundu kipungulé y esperaba y el coro repetía olofi olofi y en la atmósfera turbia y rara y a la vez penetrada por la luz fría y húmeda el negro volvía a cantar naní masongo silanbasa y el coro repetía naní masongo silanbasa y de nuevo cantaba con su voz ya ronca y levemente gutural sese maddié silanbaka y el coro repetía sese maddié silanbaka y de nuevo

      Ella se pegó a él y susurró al oído:
       —¡Qué tiro!
       «La maldita jerga teatral», pensó él, pero sonrió, porque sintió su aliento en la nuca, la barbilla descansando en el hombro.

       El negro cantaba olofi y el coro respondía olofi y él decía tendundu kipungulé y el coro repetía tendundu kipungulé y mientras marcaban el ritmo con los pies y sin dejar de dar vueltas formando un corro apretado y sin sonreír y sabiendo que cantaban a los muertos y que rogaban por su descanso y la paz eterna y al sosiego de los vivos y esperaban que el guía volviese a repetir olofi para repetir olofi y comenzar de nuevo con la invocación que decía sese maddié.

       —Olofi es Dios en lucumí —le explicó él a ella. Ella sonrió.
       —¿Qué quiere decir lo demás?
       «¡Si casi no lo sé lo que quiere decir Olofi!», pensó.
       —Son cantos a los muertos. Les cantan a los muertos para que descansen en paz.
       Los ojos de ella brillaban de curiosidad y excitación. Apretó su brazo. La rueda iba y venía, incansable. Había jóvenes y viejos. Un hombre llevaba una camisa blanca, toda cubierta de botones blancos al frente.
       —¡Mira! —dijo ella a su oído—. Ése tiene más de cien botones en la camisa.
       —Ssu —dijo él, porque el hombre había mirado.

       silanbaka bica dioko bica ñdiambe y golpeaba rítmicamente el bastón contra el suelo y por los brazos y la cara le corrían gruesas gotas de sudor que mojaban su camisa y formaban parches levemente oscuros en la blancura inmaculada de la tela y el coro volvía a repetir bica dioko bica ñdiambe y en el centro junto al hombre otros jerarcas bailaban y repetían las voces del coro y cuando el negro de los espejuelos negros susurró ¡que la cojan! uno a su lado entonó olofi sese maddié sese maddié y el coro repitió sese maddié sese maddié mientras el negro de los espejuelos negros golpeaba contra el piso su bastón y a la vez enjugaba el sudor con un pañuelo también blanco.

       —¿Por qué se visten de blanco? —preguntó ella.
       —Están al servicio de Obbatalá, que es la diosa de lo inmaculado y puro.
       —Entonces yo no puedo servir a Obbatalá —dijo ella, bromeando.
       Pero él la miró con reproche y dijo:
       —No digas tonterías.
       —Es verdad.
       Lo miró y luego, al volver su atención a los negros, dijo, quitándole toda intención a lo que había dicho antes:
       —De todas maneras, no me quedaría bien. Yo soy muy blanca para vestirme de blanco.

       y a su lado otro negro se llevaba rítmicamente y con algo indefinido que rompía el ritmo y lo desintegraba los dedos a los ojos y los abría desmesuradamente y de nuevo volvía a señalarlos y acentuaba los movimientos lúbricos y algo desquiciados y mecánicos y sin embargo como dictados por una razón imperiosa y ahora el canto repercutía en las paredes y se extendía olofi olofi sese maddié sese maddié por todo el local y llegaba hasta dos muchachos negros con uniformes de pelotero y que miraban y oían como si todo aquello les perteneciese pero no quisieran recogerlo y a los demás espectadores y ahogaba el ruido de las botellas de cerveza y los vasos en el bar del fondo y bajaba la escalinata que era la gradería del estadio y saltaba por entre los charcos formados en el terreno de pelota y avanzaba por el campo mojado y entre la lluvia llegaba a las palmeras distantes y ajenas y seguía hasta el monte y parecía como si quisiese elevarse por encima de las lomas lejanas y escalarlas y coronar su cima y seguir más alto todavía olofi olofi bica dioko bica dioko ñdiambe bica ñdiambe ñdiambe y olofi y olofi y olofi y más sese maddié y más sese maddié y más sese y más sese...

       —A ése le va a dar el santo —dijo él señalando al mulato que llevaba sus dedos a los ojos botados.
       —¿Y le da de verdad? —preguntó ella.
       —Claro. No es más que un éxtasis rítmico, pero no lo saben.
       —¿Y me puede dar a mí?
       Y antes de decirle que sí, que a ella también podía ocurrirle aquella embriaguez con el sonido, temió que ella se lanzase a bailar y entonces le dijo:
       —No creo. Esto es cosa de ignorantes. No para gente que ha leído a Ibsen y a Chéjov y que se sabe a Tennessee Williams de memoria, como tú.
       Ella se sintió levemente halagada, pero le dijo:
       —No me parecen ignorantes. Primitivos, sí, pero no ignorantes. Creen. Creen en algo en que ni tú ni yo podemos creer y se dejan guiar por ello y viven de acuerdo con sus reglas y mueren por ello y después les cantan a sus muertos de acuerdo con sus cantos. Me parece maravilloso.
       —Pura superstición —dijo él, pedante—. Es algo bárbaro y remoto y ajeno, tan ajeno como África, de donde viene. Prefiero el catolicismo, con toda su hipocresía.
       —También es ajeno y remoto —dijo ella.
       —Sí, pero tiene los evangelios y tiene a San Agustín y Santo Tomás y Santa Teresa y
       San Juan de la Cruz y la música de Bach…
       —Bach era protestante —dijo ella.
       —Es igual. Los protestantes son católicos con insomnio.
       Ahora estaba más aliviado, porque se sentía ingenioso y capaz de hablar por encima del murmullo de los tambores y las voces y los pasos, y porque había vencido el miedo de cuando entró.

       y sese y más sese y olofi sese olofi maddié olofi maddié maddié olofi bica dioko bica ñdiambe olofi olofi silanbaka bica dioko olofi olofi sese maddié maddié olofi sese sese y olofi y olofi olofi

       La música y el canto y el baile cesaron de golpe, y ellos vieron cómo dos o tres negros agarraron por los brazos al mulato de los ojos desorbitados, impidiéndole que golpeara una de las columnas con la cabeza.
       —Ya le dio —dijo él.
       —¿El santo?
       —Sí.
       Todos lo rodearon y lo llevaron hasta el fondo de la nave. El encendió dos cigarrillos y le ofreció uno a ella. Cuando terminó de fumar y llegó hasta el muro y arrojó al campo mojado la colilla, vio a la negra, que venía hacia ellos.
       —¿Me permite, caballero? —dijo ella.
       —Cómo no —dijo el hombre, sin saber qué era lo que tenía que permitir.
       La anciana negra se quedó callada. Podía tener sesenta o setenta años. «Pero nunca se sabe con los negros», pensó él. Su cara era pequeña, de huesos muy delicados y de piel reluciente y con múltiples y menudas arrugas alrededor de los ojos y de la boca, pero tirante en los pómulos salientes y en la aguda barbilla.
       Tenía unos ojos vivos y alegres y sabios.
       —¿Me permite el caballero? —dijo ella.
       —Diga, diga —dijo él y pensó: «Usted verá que ahí viene la picada».
       —Yo desearía hablar con la señorita —dijo ella. «Ah, cree que ella es más sensible al sablazo. Hace bien, porque yo soy enemigo de toda caridad. No es más que la válvula de escape de los complejos de culpa que crea el dinero», fue lo que pensó antes de decir—:
       Sí, ¡cómo no! —y antes de retirarse un poco y mucho antes de preguntarse, inquieto, qué querría la vieja en realidad.
       Vio que ella, la muchacha, escuchaba atentamente, primero, y que luego bajaba los ojos atentos de la cara de la negra vieja para mirar al suelo. Cuando terminaron de hablar, se acercó de nuevo.
       —Muchas gracias, caballero —dijo la vieja.
       Él no supo si tenderle la mano o inclinarse ligeramente o sonreír. Optó por decir:
       —Por nada. Gracias a usted.
       La miró y notó que algo había cambiado.
       —Vámonos —dijo ella.
       —¿Por qué? Todavía no ha acabado. Es hasta las seis. Los cantos duran hasta la puesta de sol.
       —Vámonos —repitió ella.
       —¿Qué es lo que pasa?
       —Vámonos, por favor.
       —Está bien, vámonos. Pero antes dime qué es lo que pasa. ¿Qué ha pasado? ¿Qué te ha dicho la negrita esa?
       Ella lo miró con dureza.
       —La negrita esa, como tú dices, ha vivido mucho y sabe mucho y si te interesa enterarte, acaba de darme una lección.
       —¿Sí?
       —¡Sí!
       —¿Y se puede saber qué te ha dicho la pedagoga?
       —Nada. Simplemente me ha mirado a los ojos y con la voz más dulce, más profunda y más enérgicamente convincente que he oído en mi vida, me ha dicho: «Hija, deja de vivir en pecado». Eso es todo.
       —Parca y profunda la anciana —dijo él. Ella arrancó a caminar hasta la puerta, abriéndose paso con su gentileza por entre los grupos de santeros, tamboreros y feligreses.
       La alcanzó en la puerta.
       —Un momento —dijo él—, que tú has venido conmigo.
       Ella no dijo nada y se dejó tomar del brazo. El abría la máquina cuando se acercó un muchacho y dijo:
       —Docto, por una apuejta, ¿qué carro e ése? ¿Alemán?
       —No, inglés.
       —No e un renául, ¿veddá?
       —No, es un MG.
       —Ya yo desía —dijo el muchacho con una sonrisa de satisfacción, y se volvió al grupo de donde había salido.
       «Como siempre», pensó él. «Sin dar las gracias. Y son los que tienen más hijos.»
       Había escampado y hacía fresco y condujo con cuidado hasta encontrar la salida a la carretera. Ella no había dicho nada más y cuando él miró, vio que estaba llorando, en silencio.
       —Voy a parar para bajar el fuelle —dijo.
       Se echó a un lado de la carretera y vio que se detenía junto al breve cementerio. Cuando bajó la capota y la fijó detrás de ella, tuvo intención de besar su nuca desnuda, pero sintió que desde ella subía un rechazo poderoso.
       —¿Estabas llorando? —le preguntó.
       Ella levantó la cara y le mostró los ojos, sin mirarlo. Estaban secos, pero brillaban y tenían un toque rojo en las comisuras.
       —Yo nunca lloro, querido. Excepto en el teatro.
       Le dolió y no dijo nada.
       —¿Dónde vamos? —le preguntó.
       —A casa —dijo ella.
       —¿Tan definitiva?
       —Más definitiva de lo que puedas pensar —dijo ella.
       Entonces abrió la guantera, sacó el libro y se volvió hacia él.
       —Toma —dijo, a secas.
       Cuando miró, vio que ella le alargaba los dos retratos —el de la mujer con una sonrisa y los ojos serios, y el del niño, tomado en un estudio, con los ojos enormes y serios, sin sonreír— y que él los aceptaba maquinalmente.
       —Están mejor contigo.



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