Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, 1929 - Londres, 2005)

La Habana para un infante difunto (1979)
(Barcelona: Seix Barral, 1979, 711 p)


A M, mi móvil


«Trivia ride tra le ninfe etterne.»
Paradiso, Canto XXIII<


CARL DENHAM (after taking a good
look at the natives):
“Blondes seem to be pretty
scarce around here”.
King Kong


«El cine es un buen lugar
para cogerse las manos.»
PRESTON STURGES



La casa de las transfiguraciones

      Era la primera vez que subía una escalera: en el pueblo había muy pocas casas que tuvieran más de un piso y las que lo tenían eran inaccesibles. Éste es mi recuerdo inaugural de La Habana: ir subiendo unas escaleras con escalones de mármol. Hay la memoria intermedia de la estación de ómnibus y el mercado del frente, la plaza del Vapor, arcadas ambas, colmadas de columnas, pero en el pueblo también había portales. Así mi verdadero primer recuerdo habanero es esta escalera lujosa que se hace oscura en el primer piso (tanto que no registro el primer piso, sólo la escalera que tuerce una vez más después del descanso) para abrirse, luego de una voluta barroca, al segundo piso, a una luz diferente, filtrada, casi malva, y a un espectáculo inusitado. Enfrente (para este momento mi familia había desaparecido ante mi asombro) un pasillo largo, un túnel estrecho, un corredor como no había visto nunca antes, al que se abrían muchas puertas, perennemente abiertas, pero no se veían los cuartos, el interior oculto por unas cortinas que dejaban un espacio, largo, arriba y otro tramo, corto, abajo. El aire movía los telones de distintos colores que no dejaban ver las funciones domésticas: aunque era pleno verano, temprano en la mañana había fresco y una corriente venía del interno. El tiempo se detuvo ante aquella visión: con mi acceso a la casa marcada Zulueta 408 había dado un paso trascendental en mi vida: había dejado la niñez para entrar en la adolescencia. Muchas personas hablan de su adolescencia, sueñan con ella, escriben sobre ella, pero pocos pueden señalar el día que comenzó la niñez extendiéndose mientras la adolescencia se contrae —o al revés. Pero yo puedo decir con exactitud que el 25 de julio de 1941 comenzó mi adolescencia. Por supuesto que seguiría siendo un niño mucho tiempo después, pero esencialmente aquel día, aquella mañana, aquel momento en que enfrenté el largo corredor de cortinas, contemplando la vista interior que luego asustaría hasta un veterano de la vida bohemia, el pintor primitivo Cherna Bue, que visitó la casa mucho tiempo después y se negó de plano a quedarse en ella un momento siquiera, espantado por la arquitectura de colmena depravada que tenía el edificio, aquel a cuya formidable entrada había un anuncio arriba que decía: «Se Alquilan Habitaciones —Algunas con Días Gratis— Apúrense mientras quedan», ese día preciso terminó mi niñez. No sólo era mi acceso a esa institución de La Habana pobre, el solar (palabra que oí ahí por primera vez, que aprendería como tendría que aprender tantas otras: la ciudad hablaba otra lengua, la pobreza tenía otro lenguaje y bien podía haber entrado a otro país: tiempo después, cuando llegaron las etimologías, aprendí que solar era una mera degradación de casa solariega, la palabra cortada, el edificio transformado en falansterio) sino que supe que había comenzado lo que sería para mí una educación.
       Avanzamos todos juntos ahora, intimidados, por el largo pasillo hasta la única puerta cerrada, que enfrentaba otro pasillo más largo (el interior del edificio estaba diseñado como una alta T con un rasgo al final y a la izquierda, una suerte de serife donde luego encontraríamos los baños y los inodoros colectivos, nociva novedad), esa puerta era la nuestra —por un tiempo. Mi madre había logrado que una familia del pueblo, que regresaban por el verano, nos prestaran el cuarto por un mes. Mi padre (aunque debía haber sido mi madre quien lo hiciera) abrió la puerta y nos asaltó un olor que siempre asociamos con aquel cuarto, con aquella familia, que nunca habíamos sentido cuando visitábamos su gran casa en el pueblo, en reuniones comunistas. Mi madre descubrió que era producido por unos polvos misteriosos que usaban, aunque nunca supimos para qué. Ese olor, como el perfume que llevaba la primera prostituta con quien me acosté, era típicamente habanero y aunque el perfume de la puta tenía el aroma de lo prohibido, resultaba tentador y grato, este otro olor memorable que salía del cuarto podía ser llamado ofensivo, malvado, un hedor —el tufo del rechazo. Ambos olores son el olor de la iniciación, el incienso de la adolescencia, una etapa de mi vida que no desearía volver a vivir —y sin embargo hay tanto que recordar de ella.
       Nos instalamos con nuestro equipaje (en realidad cajas de cartón amarradas con sogas) en el cuarto caótico dominado por el vaho exótico y mi madre, con su obsesión por la limpieza, comenzó a poner el caos en orden. Recuerdo la vida de entonces, del mes que vivimos allí, como una interminable sucesión de tranvías (yo estaba fascinado por los tranvías, vehículo para el que no conocía igual, con su paso rígido por sobre raíles cromados por el tránsito continuo, su aspecto de vagón de ferrocarril abandonado a su suerte, sus largas antenas dobles que al contacto con los cables arriba, paralelos a las vías, producían chispas como breves bengalas) por el día y por la noche la iluminación azul y rojo intermitente que originaba el letrero luminoso colgado afuera, ahí mismo junto a nuestro balcón, que decía alternativamente «DROGUERÍA SARRÁ-LA MAYOR». Ese letrero en dos tonos de continuo coloreaba mis sueños, poblados de tranvías alternativamente azules y rojos —pero ésa era la infravida de medianoche. La gran aventura comenzada sucedía más temprano, en La Habana de noche, con sus cafés al aire libre, novedosos, y sus inusitadas orquestas de mujeres (no sé por qué las orquestas que amenizaban los cafés del Paseo del Prado, al doblar del edificio, eran todas femeninas, pero ver una mujer soplando un saxofón me producía una inquietante hilaridad) y la profusa iluminación: focos, faros, bombillas, reflectores, letreros luminosos: luces haciendo de la vida un día continuo. Yo venía de un pueblo pobre y aunque la casa de mis abuelos quedaba en la calle Real no había más que un bombillo de pocas bujías en cada esquina que apenas alumbraba el área alrededor del poste, haciendo más espesa la oscuridad de esquina a esquina.
       Pero en La Habana había luces dondequiera, no sólo útiles sino de adorno, sobre todo en el Paseo del Prado y a lo largo del Malecón, el extendido paseo por el litoral, cruzado por raudos autos que iluminaban veloces la pista haciendo brillar el asfalto, mientras las luces de las aceras cruzaban la calle para bañar el muro, marea luminosa que contrastaban las olas invisibles al otro lado: luces dondequiera, en las calles y en las aceras, sobre los techos, dando un brillo satinado, una pátina luminosa a las cosas más nimias, haciéndolas relevantes, concediéndoles una importancia teatral o destacando un palacio que por el día se revelaría como un edificio feo y vulgar. De día las anchas avenidas ofrecían una perspectiva ilimitada, el sol menos intenso que en el pueblo: allá rebotaba su luz contra la arcilla blanca de las calles, haciéndolas implacables, aquí estaba el asfalto, —el pavimento negro para absorber el mismo sol, el resplandor atenuado además por la sombra de los altos edificios y el aire que soplaba del mar, producido por la cercana corriente del Golfo, refrescaba el verano tropical y luego crearía una ilusión de invierno imposible en el pueblo: ese paisaje habanero libre solamente compensaba la estrechez de vivir en un cuarto, cuando en el pueblo, aun en los tiempos más pobres, vivimos siempre en una casa. Esa puerta siempre cerrada (mi madre no había aprendido todavía el arte de utilizar la cortina como partición) me, nos, forzaba hacia el balcón, la única abertura libre, aunque sirvió también de sitio de terror, pues mi madre había continuado su costumbre, tan vieja como yo podía recordar, de lograr el clímax de una discusión doméstica cualquiera (el que mi hermano hubiera tiznado accidentalmente sus pantalones blancos, por ejemplo) con la amenaza de suicidarse, esta vez concretada en una acción: «¡Me tiro por el balcón y acabo ya de una vez!». Pero no es de la vida negativa que quiero escribir (aunque introducirá su metafísica en mi felicidad más de una vez) sino de la poca vida positiva que contuvieron esos años de mi adolescencia, comenzada con el ascenso de una escalera de mármol impoluto, de arquitectura en voluta y baranda barroca.
       La primera persona que conocí en La Habana fue singular: un hombre que mi padre nos llevó a conocer, y aun la forma de conocerlo fue desusada. Según mi padre era una criatura extraordinaria. «Es todo un personaje», explicó pero no nos preparó lo suficiente. Ocurrió a los pocos días de llegar a la ciudad y el lugar del encuentro fue típicamente habanero y por tanto inusitado. Caminamos todos hasta lo que luego conocería como la esquina de los Precios Fijos (Águila, Reina y Estrella) y allí nos detuvimos a esperar no a una persona sino a un vehículo, un ómnibus que se había convertido en las palabras de mi padre, evidentemente habanizado, en una guagua y como guagua conoceríamos al ómnibus en el futuro. (Esta palabra, a la que algunos filólogos del patio atribuyen un origen indio —¡imagínense a los sifilíticos siboneyes o a los tarados taínos viajando en sus vehículos precolombinos, ellos que ni siquiera conocían la rueda!—, viene seguramente de la ocupación americana al doblar del siglo, cuando se establecieron los primeros carruajes colectivos, tirados por mulas y llamados a la manera americana wagons. Los wagons se convirtieron en La Habana en guagons y de ahí no fue difícil asimilarlos a la voz indígena guagua y el género femenino estuvo determinado no sólo por la terminación sino porque todo vehículo en inglés es femenino. El hecho de que en Chile, Perú y Ecuador llamen guaguas a los bebés llegaría a producir para un cubano momentos de un surrealismo descacharrante, como la frase, leída en un libro chileno, «Sacó la guagua del río y la cargó en sus brazos» —¡se necesita otro Hércules, quizás a otro Atlas, para encontrar a alguien capaz no sólo de sacar un ómnibus de un río sino cargarlo en vilo en los brazos!) Esperamos la guagua pero no sería una guagua cualquiera sino una perteneciente a la ruta 23 y de ésta un número dado que mi padre sabía. Después de un rato llegó la guagua indicada, mi padre le hizo la señal de parada, que era un cruce entre un saludo y la temerosa seña nazi: siempre me recordaría a esa mano adelantada con que se comprueba si todavía llueve o ha dejado de llover. Ante el perentorio aviso de mi padre (temeroso, como nunca después, de que se le fuera la guagua: era la guagua) el compacto, coloreado vehículo se detuvo y montamos La Guagua.
       Resultó que la persona que mi padre nos llevaba a conocer era el conductor de la guagua, el cobrador, eso que se llamaba en La Habana un guagüero, un empleo no sólo humilde sino que conllevaba una particular psicología: una manera de ver la vida y de comportarse y de hablar, un oficio nada alto en la estratificada esfera social habanera. Pero por supuesto yo no conocía estas distinciones entonces y miré al amigo familiar como se mira a un héroe: de abajo arriba, casi con reverencia, y un héroe escandinavo parecía: era alto, rubio, de ojos zarcos, en marcado contraste con mi padre que nos presentaba a Eloy Santos, un nombre que le convenía. De hecho se parecía mucho a William Demarest, comediante del cine.
       Eloy Santos nos recibió con gran alborozo a todos, pero sobre todo a mi madre. De más está decir que no pagamos el pasaje. (Esta generosidad con el dinero de la empresa le costaría el puesto a Eloy Santos años después: muchas veces no marcaba en el reloj los pasajes pagados y se embolsillaba los cinco centavos cada vez que podía, justificando el embolso con un verso evidentemente suyo: «Robar al capital / es justicia social», y como robaba al rico, la empresa, para dar al pobre, a sí mismo, se veía como un Robin Hood rodante). Eloy Santos, como mis padres, había sido fundador del partido comunista clandestino, aunque lo había sido años antes en La Habana. Entonces Eloy Santos era sargento de la marina de guerra y había propuesto al partido organizar un motín en el barco en que (teóricamente) navegaba, uno de los pocos buques de guerra capaces de hacerse a la mar, aunque nunca la teoría naval se ponía en práctica marinera. Eloy Santos planeaba tomar el mando del barco, hacerlo salir del embarcadero en Casablanca, enfilar por la estrecha entrada del puerto, enderezar su rumbo unas cuadras (ni siquiera se podía hablar de nudos o millas náuticas), barloventear frente al Malecón, poner la nave al pairo, encañonar el Palacio Presidencial y bombardear al tirano hasta hacerlo capitular o huir. Como se ve, su plan era una mezcla de mitos revolucionarios rusos que envolvía el motín del acorazado Potemkin y la rebelión del crucero Aurora, el dictador Machado compuesto por sesenta partes del zar Nicolás II con cuarenta porciones de Kerensky. Su teoría amotinada sin embargo nunca se convirtió en práctica de tiros. El partido (que planeaba en esos días llegar a un acuerdo político con Machado) prohibió expresamente cualquier «movimiento sedicioso» (palabras del partido —¿o palabras de Eloy Santos?) y Eloy Santos, que opuso argumentos contundentes en favor del motín, cayó en una especie de desgracia que lo mantuvo, una vez que huyó Machado, y él dejó la marina (por motivos que nunca explicó), en una suerte de limbo político. Todavía era comunista (lo seguiría siendo toda su vida: es más, era un rusófilo acérrimo que se empeñaba, años después, en que yo leyera las más ortodoxas producciones del realismo socialista: por su insistencia y para no decepcionarlo tuve que leerme la execrable novela soviética Noches y días, pero me negué resueltamente a celebrar la arquitectura stalinista, de la que mostraba fotos y que él exaltaba al tiempo que denostaba las casas coloniales cubanas, calificándolas de decadentes, y cuando, más cayentes que decadentes, el ciclón de 1944 derribó un hermoso palacio de La Habana Vieja, explicó: «Eso no pasa nunca en la Unión Soviética», y fue tan críptico que al no decir nada más jamás supe si se refería a la arquitectura o a los huracanes) pero su actual categoría política era incierta: ciertamente nunca figuró en el panteón de los padres del partido, aunque los conocía a todos por sus nombres y sus alias políticos: para él, por ejemplo, el nombre formidable de Blas Roca, secretario general, siempre se reducía a un decaído Paco Calderío. Este Eloy Santos era el mejor amigo habanero (verdaderamente habanero: su acento me pareció enseguida la manera más cómica de hablar el español que había oído) de mi padre, y sus cuentos eran de la materia que está hecha la leyenda. Con él, en su vehículo temporal, viajamos todo el trayecto de la ruta 23, desde Águila y Reina y Estrella hasta El Vedado. No sé qué conversaron mi padre y mi madre con Eloy Santos, ya que todo el tiempo estuve ocupado en ver pasar a los lados el petrificado paisaje urbano. Recuerdo que no hicimos todo el viaje hasta el paradero de El Vedado sino que nos bajamos en el parque Maceo, dejando a Eloy Santos completar su ruta, erizada de dificultades internas, él trabado en lucha incierta en ver cómo marcaba lo menos posible el reloj, el metro del pasaje y evadiendo la contabilidad exacta de los inspectores que subían al vehículo en los sitios más inesperados. Esa tarde, más bien casi esa noche, se confunde con otro paseo con Eloy Santos, esta vez a pie, reducida su estatura pero no su leyenda, contando cuentos mientras paseábamos por el Malecón a la altura del parque Maceo. Ese día Eloy Santos contó a mi madre (pero sobre todo a mí, que lo estaba recogiendo en mi memoria) cómo regresó de entre los muertos. Tuvo una chiquita (era la primera vez que oía este diminutivo habanero para llamar a una muchacha) que era en realidad una prostituta (palabra de Eloy Santos que no comprendí muy bien y tal vez fuera una de las primeras veces que lo oyera referirse a temas escabrosos con el más cuidado lenguaje, empleando eufemismos cada vez que debía decir una vulgaridad, sí ocurrió que fue a él a quien le oí la novedosa palabra pederasta y la usó para humillar personalmente a la aristocracia: «Todos los aristócratas son unos depravados. Lord Byron, por ejemplo, era un pederasta», tuve que buscar en un diccionario qué quería decir pederasta, pero más tiempo me tomó identificar a Lord Byron, ya que Eloy Santos había dicho: «Lor Birion era un pederasta»). «Esa chiquita me quemó», añadió Eloy Santos. Años después vine a entender que quemar quería decir en argot habanero contagiar una enfermedad venérea. Pero lo memorable de esa narración no es el lenguaje sino el relato increíble que contó Eloy Santos. Se dio cuenta demasiado tarde de que estaba sifilítico y cuando fue al médico estaba muy enfermo. «Cuatro cruces», dijo él que fue el diagnóstico aunque para mí era un enigma. Trataron de curarlo pero ni el salvarsán podía salvarlo. «Me morí», dijo él sencillamente aunque eran palabras alarmantes para mí porque se veía que no estaba contando un cuento. Dado por muerto fue llevado al «cuarto de las papas» (léase morgue o necrocomio adjunto a la sala del hospital) y sólo su suerte hizo que pasara un interno, un médico haciendo su aprendizaje, y notara con ojo preciso un leve movimiento del dedo gordo del pie, la sola parte visible de Eloy Santos muerto, única porción viva de su cuerpo. El médico joven hizo que lo sacaran del necrocomio y lo llevaran a la sala de operaciones y comprobó que Eloy Santos estaba más muerto que vivo pero estaba algo vivo. Más como experimento que con experiencia el médico en cierne intentó resucitarlo, usando un método desesperado. Estaban haciendo reparaciones en el hospital o tal vez construyeran otra sala, pero de alguna manera había un soplete de acetileno cercano y el médico inmaduro hizo que se lo trajeran al quirófano que se iba a convertir en pirófano. Puso a funcionar el soplete y aplicó la llama directamente sobre el corazón de Eloy Santos, hasta producirle quemaduras de tercer grado. Contaba Eloy Santos que le contaban que la peste a carne quemada era insoportable. Después de una o dos aplicaciones (no muchas pues podía arder el mismo corazón) el mediquillo aplicó su estetoscopio (me imagino que el crujir de la carne hecha chicharrón produciría interferencias) y pudo oír, latiendo, el corazón de Eloy Santos, que siguió latiendo hasta el día que nos contaba el cuento. «Nada», fue su corolario, «que volví del otro lado». Pero la sífilis había hecho más estragos que la llama del soplete (que había dejado una cicatriz a lo ancho del pecho que Eloy Santos enseñaba para probar que su cuento era cierto) y Eloy Santos había perdido la visión de un ojo, el otro ojo dañado parcialmente —eso explicaba los ojos glaucos, escandinavos de Eloy Santos, pero no disminuía su estatura de héroe.
       Desde el Malecón se veían los anuncios luminosos que enfrentaban el parque Maceo por su flanco occidental y aunque no se podían comparar con los anuncios lumínicos del Parque Central (especialmente con la bañista de luces que se lanzaba desde el trampolín intermitente al agua radiante, todo luces, anunciando trusas, ingrávida de Jantzen) los otros anuncios que iluminaban la acera de enfrente le prestaban a la noche habanera un sortilegio único, inolvidable: todavía recuerdo ese primer baño de luces, ese bautizo, la radiación amarilla que nos envolvía, el halo luminoso de la vida nocturna, la fosforescencia fatal porque era tan promisoria: la vía con días gratis. Pero la fosforescencia de La Habana no era una luz ajena que venía del sol o reflejada como la luna: era una luz propia que surgía de la ciudad, creada por ella, para bañarse y purificarse de la oscuridad que quedaba al otro lado del muro. Desde esa curva del Malecón se veía toda la vía, la que da al paisaje de La Habana, de día y de noche, su calidad de única, la carrera que recorrería después tantas veces en mi vida sin pensar en ella como ámbito, sin reflexionar en su posible término, imaginándola infinita, creyéndola ilusoriamente eterna —aunque tal vez tenga su eternidad en el recuerdo. Caminamos desde el parque Maceo hasta el encuentro de Malecón y Prado, junto al castillo de La Punta, donde la noche se hacía más luminosa en la vida pero no en el recuerdo y enfilamos Prado arriba, paseando más que caminando por debajo de los árboles que hacen una comba vegetal sobre el paseo central amurallado. Era la primera vez que advertía esta transformación del día volviéndose un largo crepúsculo eléctrico. En el pueblo no había más que el día y la noche, el día cegador, la noche ciega. La Habana (haciendo cierto el aserto, el viejo adagio que era más bien un allegro: «La Habana, quien no la ve no la ama» y yo la veía tal vez demasiado, la ciudad entrándome no sólo por los ojos sino por los poros, que son los ojos del cuerpo) era fascinante— pero no me hacía perder al menos (nostalgia en la nostalgia, ese recuerdo entre estos recuerdos) al pueblo natal, a mi perro dejado detrás, a mi abuela que muchas veces fue mi madre, al mar que estaba mucho más presente en el pueblo que en este puerto tan poco marino, a pesar del Malecón donde el mismo muro era una muralla contra el mar, y finalmente o principalmente me faltaba el campo al que salía a menudo con mi abuela. Estaba además para acentuar la añoranza nuestra reclusión en el cuarto. Pronto tendríamos menos que eso.
       A los pocos días de estar en La Habana se apareció la primera visita del pueblo. Mejor dicho, casi del pueblo porque era un campesino, un guajiro, de la zona de Potrerillo, en las inmediaciones del central azucarero cercano al pueblo. Como hombre de campo, era cetrino pero tenía unos ojos amarillos transparentes que lo vedan —o al menos miraban— todo. Era uno de los guajiros que mi madre en su celo de ganar prosélitos había convertido al comunismo, pero yo me temía que estaba en La Habana no por cuestiones de partido sino detrás de mi madre, que era entonces una belleza comunista. Este guajiro encontró en la ciudad un nuevo deporte: como nosotros, nunca había conocido la altura y ahora desde el balcón se ocupaba en tratar de escupir a los viandantes que pasaban abajo. Afortunadamente sus escupidas eran inexpertas pero a pesar de su mala puntería insistía en practicar cada vez que veía acercarse alguien por la acera. Mi madre no logró convencerlo nunca de que eso no se hacía (era un verdadero guajiro macho, frase que revela la naturaleza primitiva en su esplendor), que podía traernos problemas con alguien que resultara escupido. A lo que el guajiro macho respondió que él lo retaba, queriendo decir que lo desafiaría a un duelo a machete, tan frecuente en el campo cubano. Se había olvidado de que había dejado el machete en el bohío oriental pero igualmente lo hubiera retado a una pelea a trompadas —estaba hecho de la materia que están hechos los gauchos y los vaqueros y los rancheros mexicanos: machos a todo.
       Sin embargo este guajiro resultó providencial, un enviado de los dioses, de Juno pero también de Eros. Mi padre trabajaba entonces en el recién creado periódico Hoy (él de nuevo fundador), órgano del partido comunista. Pero, contaminados, pagaban como si fueran canallas capitalistas: tres pesos a la semana, que aunque eran el equivalente de tres dólares entonces no dejaban de ser una miseria. El periódico Hoy significaba otro descenso para mi padre: de ser casi la cabeza del periódico del pueblo, de secretario de prensa del partido local, que escribía los discursos que pronunciaba la secretaria general, de redactor impecable con una gramática perfecta lo habían convertido en auxiliar de una periodista incapaz, asignado a tareas subalternas. Ni el descubrimiento de lo que luego sería mi hábitat diurno y nocturno, la redacción de un periódico, ni el conocimiento inmediato de esa maravilla mecánica —después de la prensa plana del pueblo— que es una rotativa, gallina autómata, los periódicos saliendo de debajo de ella como huevos ilustrados, me hizo olvidar la afrenta de la ignominia a que era sometido mi padre a diario, él preso político por la causa comunista, creyente en Marx y en Engels y en Lenin y hasta en Stalin, disciplinado hasta la obediencia ciega, devoto hasta parecer humilde y militante hasta ser indiscernible en las filas del partido —es esta calidad partidaria lo que hacía que no repararan en él: era tan buen comunista que había logrado hacerse invisible. Pero nosotros éramos visibles y ni siquiera con su familia en La Habana consiguió mi padre un aumento. Así llegó el día final en que debíamos dejar el cuarto, devolverlo a sus dueños que regresaban del pueblo y encontrar nuestra propia habitación. Pero mi padre no tenía un centavo. Fue mi madre a quien se le ocurrió pedir dinero prestado (mejor dicho, regalado: ¿cómo y cuándo se lo iba a devolver?) al guajiro que nos visitaba diariamente a probar la suerte de una escupida certera. Fue de esta manera, de noche (¿por qué de noche? Nunca se me ocurrió preguntar por qué no pudimos dejar el cuarto de día: ¿por qué el dramatismo de una fuga de último minuto?) que salimos de aquella casa extraña —a la que fatalmente íbamos a volver un día: estábamos destinados a ella, como una condena que hay que cumplir.
       Salimos a buscar donde pasar la noche, munido mi padre del dinero del guajiro (que desapareció en la noche y de nuestras vidas para siempre: más nunca lo volví a ver y no creo que mi padre le devolviera el dinero: durante muchos años por venir seríamos de los que siempre piden prestado (dinero, sal, azúcar) y de los que jamás pagan), tratando de encontrar un hotel por la vecindad. Nos dirigimos no hacia el Prado luminoso sino en dirección contraria, hacia Monserrate tenebrosa, donde abundaban los hoteles baratos, dejando detrás el café Castillo de Farnés, (de A. Dumas e Hijo), bajando por Obrapía, pasando por la esquina de Bernaza (donde un día, muchos días, haría guardia erótica debajo de un balcón, esperando a tener siquiera un atisbo de Gloria Graña, la extraña trigueña de ojos azules, ella tan desdeñosa que se convertiría en mi primer amor lejano en La Habana, mi ideal amoroso, hasta el día vengador en que la vi vulgar, Dulcinea llevando a Aldonza Lorenzo al dorso) y un poco más abajo en Obrapía encontramos el hotel cuyo precio nos convenía, adecuado a nuestras finanzas fijas. Subimos la escalera ornamentada de azulejos, tan lustrosos que me dieron ganas de pasar la mano por su superficie brillante, hasta que mi madre de un manotazo me aconsejó dulcemente que no lo hiciera. Pasamos a nuestra habitación, los cuatro acomodados en una cama, incómodos. Por lo menos en el cuarto del solar (estoy adelantándome lingüísticamente: en mi vocabulario todavía no existía la palabra solar: ya me he adelantado antes, pero era la introducción, mientras que ahora estamos in media res) dormíamos en dos camas. Pero como ya no era un niño no había manera de quejarme. Así decidí dormirme. No bien lo intenté fui despertado (mejor dicho, no llegué a dormirme, no que padeciera de insomnio —ese mal es un hábito adquirido de adulto— sino que nos habíamos acostado demasiado temprano) por unos extraños ruidos, difíciles de definir. Eran humanos pero parecían animales, como de grandes gatos. Los maullidos se disolvían en improbables sollozos, luego volvían a surgir por otra parte: estábamos rodeados de gritos. Más bien de gritones, aunque tengo que decir que en un momento logré identificarlos específicamente como gritonas. Eran mujeres las que ululaban, pero a veces los maullidos de las mujeres eran acompañados por mugidos de hombres. También oía palabras sueltas, frases que no podía identificar, dichas tal vez en otro idioma. Los mugidos y los maullidos duraron la mayor parte de la noche que estuve despierto. Recordé la horrorosa película mexicana La llorona, en la que un alma en pena viene a perturbar a los vivos y aterrorizar a los espectadores. Pensé en el zoológico que había visto frente al parque Maceo, con sus animales exóticos. Pero ni recuerdo ni pensamiento pudieron explicarme la serie de sonidos oídos esa noche. ¿Seria el viento?
       Al otro día abandonamos el hotel bien temprano. Mi padre estaba contrariado pero mi madre parecía divertida. Es más, se estaba riendo. Ambos sentimientos y reacciones de mis padres estaban dirigidos no uno al otro sino al edificio: mi madre se reía del hotel, mi padre estaba molesto con la fachada. Años después vine a enterarme de que habíamos pasado esa noche en lo que se llama en La Habana una posada: en un hotel de passe, un hotelito, una casa de citas. Mi padre estaba amoscado, contrariado por su elección: era evidente que la noche y la premura lo confundieron y lo hicieron elegir un hotelito como hotel para familias, confusión explicable no sólo porque los términos son cercanos y las arquitecturas similares sino porque mi padre no conoció nunca una posada: no era hombre de citas en casa de citas por razones marxistas, es decir económicas. Mi madre estaba divertida con la aventura de la posada porque ella era mucho más liberal que mi padre, que usaba una mala palabra cuando tenía necesidad y en su juventud consumía novelas entonces eróticas, como las escritas por José María Carretero, autor español que se hacía llamar por el escandaloso nombre de Caballero Audaz. Fue ella quien me contó el incidente del hotelito confundido con hotel. Es más, para contrariedad de mi padre, lo contó a todos los amigos habaneros, cuando los tuvimos, y a los amigos del pueblo, cuando vinieron a reunirse con nosotros, emigrados también a La Habana —que fue más pronto de lo que se pueda imaginar.
       De la posada que sonaba como cueva eólica fuimos a dar, no sé cómo, al otro lado de La Habana, al barrio de Lawton, en los suburbios, en lo que yo no sabía que era una de las barriadas más pobres de la ciudad, a vivir —¿con quién si no?— con Eloy Santos. No era la suya la morada de un héroe: era otro cuarto, esta vez en los bajos y al fondo de una casa, en una pequeña cuartería cerca del paradero de la ruta 23. Allí tocamos fondo, aunque yo nunca lo supe ni siquiera lo sospeché, pero no podíamos ser más pobres: de allí en adelante no podíamos hacer otra cosa que subir —teóricamente.
       Esa estancia en la casa de Lawton la recuerdo por haber emprendido una aventura nueva: entré a formar parte de una pandilla juvenil local. Yo había visto pandillas juveniles en el cine (en Callejón sin salida, por ejemplo, o en la misteriosa El demonio es un pobre diablo, intrigante porque falló la corriente eléctrica en el pueblo a mediados de la película y nunca supe cuál fue el final de aquellos muchachos audaces y románticos) pero no había pandillas en el pueblo: ésa fue otra institución habanera, como el barrio de las putas o la función continua en el cine. Así entré alborozado en las filas de la pandilla de Lawton. No puedo recordar qué fue de mi hermano en ese tiempo. Él que era tan ubicuo antes, tanto que se entrometía en mis asuntos, echaba a perder mis juegos dé escondite y era un apéndice inseparable, de pronto se esfumó. Lo busco en el recuerdo y no lo encuentro: por lo menos no estaba cuando la pandilla me puso a prueba en una incursión iniciática. Juntos fuimos todos los muchachos a robar guayabas a una finca cercana, a la que se llegaba después de subir una loma empinada, que era para mí casi la Escarpa Mutia, junto a unos tanques de gasógeno, obviamente a punto de estallar y engolfarme en llamas, y de allí se bajaba a una suerte de precipicio —que yo por supuesto no bajé. Me las arreglé para que me dejaran de centinela en aquella cumbre peligrosa, que daba vértigos, pero mucho más vertiginoso era el descenso al abismo sembrado de guayabas. Desde mi atalaya vi a los otros muchachos ocupados cosechando guayabas ajenas. Lo que no vi fue al guardián de la finca, que de pronto estaba persiguiendo a los ladrones entre los árboles, ellos haciendo eses y zetas por el guayabal, luego corriendo a campo abierto hacia la loma, trepando por la cuesta ágilmente, alpinistas apresurados, llegando todos sanos y salvos pero sin una sola guayaba a donde yo estaba de espectador más que de guardia —para echarme la culpa del fracaso de la incursión. Allí mismo terminaron mis días de pandillero local, por mutuo consenso. El resto del tiempo que estuvimos en casa de Eloy Santos lo pasé en el cuarto en silencio o sentado silente en la acera, viendo cruzar un automóvil ocasional, viejo, ya que ni siquiera había tranvías electrizados que admirar en los predios de la ruta 23. Solamente de noche, ya tarde, podía oír, como un radio lejano, pitar un tren poco puntual.
       Esos días no fueron memorables por tener que dormir en el suelo (mi padre y yo y Eloy Santos, camarada sin cama ya que en la suya única dormían mi hermano, mi madre y la mujer de Eloy Santos, recién casados o amancebados como él decía, pues no creía en el matrimonio legal y mucho menos religioso: olvidé decir que el nombre de guerra de Eloy Santos no era una copia cubana, como el de Blas Roca, de Lenin o Stalin: Eloy Santos se había bautizado Iconoclasta y eso era él exactamente: un hereje que negaba todas las imágenes, sagradas o profanas) sino porque Eloy Santos, que odiaba las imágenes, nos llevó a mi hermano y a mí al cine y fue una inauguración: fui al cine de día, asistí al acto maravilloso de pasar del sol vertical de la tarde, cegador, a entrar al teatro cegado para todo lo que no fuera la pantalla, el horizonte luminoso, mi mirada volando como polilla a la fuente fascinante de luz. Vimos un programa doble, esa otra novedad: en el pueblo siempre exhibían una sola película. Pero hubo una revelación que fue un misterio. En un momento la película se repetía, obsesiva, y Eloy Santos murmuró: «Aquí llegamos», y se levantó como si fuera el fin de la tanda. No entendíamos ni mi hermano ni yo. «Es una función continua» explicó Eloy Santos. «Hay que irse». «¿Por qué?», preguntó mi hermano casi fresco. «Porque la película se repite». «¿Y eso qué tiene de malo?», quiso saber mi hermano. «Son las reglas del juego», dijo Eloy Santos. «Hay que irse». ¡Vamos!, y como sonó como una orden, nos levantamos y nos fuimos.
       Ese domingo de velaciones y revelaciones (tuvo que ser domingo y si no lo fue el recuerdo declara el día festivo) vimos, vi, Sólo siete se salvaron, historia de un naufragio, y, más importante, The Whole Town’s Talking, de la que luego supe el nombre propio en inglés, olvidando el inadecuado título en español, y que entonces significó el encuentro doble con un actor que se convertiría en uno de mis favoritos, Edward G. Robinson. Más que el inolvidable Paul Muni de Caracortada, Robinson vendría a personificar al gángster, tanto como a su revés: el hombre ingenuo: uno todo sabiduría del mal, el otro todo ignorancia en el bien —y aquí estaban los dos a un tiempo, el malvado y su doble que es su contrario. Fuimos, fui, al cine San Francisco, que fue el primer cine en que estuve en La Habana pero al que nunca volvería. Sin embargo, lo recordaré siempre con su arquitectura de pequeño palacio del placer, cine de barrio, cine amable y ruidoso, cine sin pretensiones dedicado a ofrecer su misa movie magnífica, pero cogido entre dos épocas, todavía sin ser el templo art decó que fueron los cines construidos en los finales de los años treinta que luego descubriría en el centro de La Habana, y sin la pretenciosa simplicidad de los cines de los finales de los años cincuenta, los últimos cines comerciales que se construyeron en Cuba. El San Francisco fue un lugar ideal para la iniciación. Podía haber sido mejor el cine Los Ángeles, que no estaba muy lejos, o todavía mejor el Hollywood, al que nunca fui. Pero el San Francisco, recordando en su nombre una de mis películas preferidas del pueblo, fue un regalo de Eloy Santos, quien a pesar de su pobreza y abrumado por la súbita visita que le cayó del cielo astronómico, no teológico, tuvo la delicadeza de invitarnos, de invitarme, de iniciarme al cine en La Habana ese domingo fausto de agosto del 41. Años más tarde Eloy Santos sería introductor de otra iniciación, tal vez más importante pero no más inolvidable.
       Mis padres desaparecían durante el día. Mi padre a su trabajo y mi madre recorriendo incansable las calles de La Habana buscando desesperada donde mudarnos. Pronto sin embargo encontró lo que era para ella un lugar ideal: un cuarto en una accesoria frente al Mercado único en Monte 822. Una accesoria, otra palabra nueva, era en La Habana una variante del solar. La accesoria estaba situada por lo regular en un pasaje. El pasaje era por supuesto un pasadizo que iba de una calle a otra pero con casas a ambos lados, mientras que el nombre de accesoria significaba que en vez de casas había cuartos a los lados del pasaje. Este cuarto nuestro (no sé de dónde sacó dinero mi padre para pagar el mes de alquiler adelantado y el mes en fondo que exigían) estaba situado a la entrada de la accesoria pero en una cuartería en el primer piso y se accedía a él por (otro descubrimiento en ascensos) una escalera de caracol de hierro mohoso. (Al principio me costó trabajo aprender a subir y bajar la estrecha espiral, pero pronto fui experto en ganarla corriendo, cogiendo sus volutas a gran velocidad). El cuarto era interior pero tenía una ventana que daba a un cajón de aire, ¡sorpresa!, del cine Esmeralda. Tomó tiempo el que mi padre pudiera pagarme el cine pero muchos días me contenté con los ruidos que subían por el ventilador, órgano con arias de la nueva ópera: inigualables retazos de bandas sonoras, exóticos murmullos de actores americanos, música de película. No sé tampoco de dónde sacó mi padre una cama —se estaba convirtiendo en un mago del préstamo: en algún lugar de La Habana había una chistera dadivosa de la que extraía fondos. Sí sé de dónde salió la mesa de comer: Eloy Santos conocía a un negro carpintero, también comunista, que trajo unas tablas evidentemente partes de cajones de embalaje y otros maderos gruesos y ante nuestros ojos de espectadores, los de mi hermano y los míos, construyó una mesa en la que comimos mucho tiempo. Monte 822 tenía otras ventajas que estar frente a un mercado (nunca me molestó el olor, mezcla de frutas podridas, pescado pasado y aromas de especie —nunca me han molestado los olores animales o vegetales, es el hedor humano que me ofende—, y una diversión de sábado bohemio, muchos años más tarde, cuando trabajaba en Carteles y ganaba un sueldo que me habría parecido de muchacho no sólo fabuloso sino improbable, era ir al Mercado único con varios amigos artistas a comer la deliciosa sopa del humilde restaurante chino, más bien fonda, que había en el primer piso) donde las compras eran más baratas sino que quedaba a pocas cuadras del periódico y al doblar, en la misma manzana, estaba el colegio que yo creí que se llamaba Rosa In pero en realidad era Rosaínz, la escuela pública más famosa de La Habana por su nivel de educación. Aún sin llegar septiembre mi padre nos inscribió a mi hermano y a mí en ese colegio que para bendición, tentación y desespero era mixto. Pero para mí lo que hacía perfecta la ubicación de nuestra casa (nunca se me quitarla esa costumbre de llamar casa a los cuartos en que vivimos) era su vecindad, puerta con puerta, del Esmeralda, donde hice ese gran descubrimiento del sueño como peripecia: las series de episodios de los años cuarenta. Yo era viejo (es un decir) conocedor de las series de los años treinta, la más memorable de ella ya mencionada en otra parte. Pero pronto sería un fanático de El avispón verde (en que me enamoré, por primera vez, de un automóvil, la cuña que usaba el Avispón), El arquero verde (continuando la incomprensible adicción al color verde —en el cine en blanco y negro) y ya de despedida de las series, del Esmeralda y del barrio, El capitán Maravilla —¡Shazam! Todo eso sin embargo vendría después. Al principio de vivir en la cuartería lo único que me llegaba de la pantalla del Esmeralda eran los rumores, espectador del cine del ciego.
       A mi padre, consideración comunista, le aumentaron por fin el sueldo en el periódico: cinco pesos a la semana ganaba ahora, un sueldo de miseria pero que nos permitió cambiar de cuarto, cuando se desocupó el primero, que era mucho más grande y en vez de la ventana de bartolina tenía una puerta al interior de la casa y otra que daba a una pequeña terraza amurallada: del otro lado del muro estaba la vasta azotea de la accesoria norte. Enfrente, cruzando el pasaje y haciendo pendant con nuestra cuartería, había una comunidad china. No eran chinos cubanos, que habrían hecho una familia, sino chinos de China, aislados y silenciosos. Apenas si conversaban y se les veía salir a su azotea, vestidos con túnicas y llevando sandalias, y por las ventanas era posible observarlos fumando unas cañas de bambú cortas y gordas de las que extraían un humo apenas visible. Para escándalo de mi padre, mi madre dijo que seguramente fumaban opio: «El humo que más que hacer dormir, hace soñar». Este conocimiento, la frase, debía de haberlos sacado mi madre de sus lecturas del Caballero Audaz. Pronto se reunieron con nosotros dos tíos, hermanos de mi madre, que hicieron el nuevo cuarto tan reducido como el anterior pero la vida se hizo más animada. Uno de mis tíos, Toñito, que era carpintero, tenía extrañas pesadillas ambulatorias: solía perseguir dormido imaginarios ladrones por el cuarto, la casa y la azotea a medianoche. Parecería que no había nada que robar en la casa, pero mientras menos se tiene más se hace su tenencia un tesoro y una tentación para los que los periódicos llamaban cómicamente cacos. Cuando vivíamos en el otro cuarto, mi madre recibió una caja de viandas de mi abuela del pueblo. Como estaban verdes puso a madurar un racimo en nuestra ventana y del piso de arriba, al lado, desde una ventana que daba al cajón de aire y a la escalera del edificio, nos robaron el racimo de plátanos limpiamente, para enojo perpetuo de mi madre y para asombro mío, intrigado con aquellos ladrones tan hábiles. Solía explicarle a mi hermano las más complejas teorías de cómo se llevó a cabo el robo, adelantándome a las lecturas de Poe: la mano robada. Mi otro tío, llamado para siempre el Niño por ser el menor hermano de mi madre, me descubrió el Zoológico, el verdadero no el simulacro del parque Colón frente al parque Maceo. Para ir al Zoológico había que caminar hasta el bosque de La Habana, subiendo por la calle Monte hasta la Calzada del Cerro y bajar hasta su final en Ciénaga. Pero valía la pena la caminata pues ahí estaban casi al alcance de la mano los leones fieros entrevistos en el pueblo y no vistos de veras por falta de dinero para pagar la entrada al circo, la pantera, amenaza negra vista desde lejos, temida a pesar de la distancia y de las barras, pasando enjaulada en una parada publicitaria de otro circo por el pueblo, con los dromedarios (un álbum de postalitas de animales salvajes me había hecho familiares todas las bestias y me ayudó a distinguir los camellos de los dromedarios: una joroba, dos jorobas —o al revés), los elefantes nunca vistos y los cocodrilos inmóviles y por ello mismo más amenazantes que cuando perseguían tenaces a Tarzán en el agua. Había muchos animales fascinantes en el Zoológico, como el león de melena negra más imponente que el león de melena dorada, tal vez porque el otro, ya conocido, era una piel dorada uniformemente cubierta de moscas en el pueblo y aquí la melena oscura era un adorno real. Pero ningún animal más hermoso y terrible en esta arca en tierra que el leopardo, solitario y feroz en su jaula, prisionero renuente que se movía arriba y abajo de la celda incesante amarillo y moteado, y su solo movimiento era amenazador —bella bestia de ojos verdes que sólo ven la selva.
       Regresábamos siempre a través del bosque a orillas del Almendares para salir a El Vedado con sus ricas mansiones (los rascacielos estaban confinados en La Habana propia y ya los había visto en el mes que viví allá: su verticalidad me dio vértigo invertido) y las avenidas interminables, rectas, abiertas, tan diferentes de las calles sinuosas de La Habana Vieja. También con mi tío el Niño exploré el litoral, que era un escaso arrecife del otro lado del muro del Malecón, al que había que bajarse con riesgos que me parecieron enormes y allí ocurrían aventuras marinas, entre pilones y bloques el mar profundo, muy diferente a ir a las suaves playas del pueblo.
       Sin saber cómo ni cuándo (al menos no lo anotó mi memoria: debieron llegar de noche) aparecieron gentes del pueblo no sólo en La Habana (la ciudad no era mía) sino en la misma cuartería de Monte 822, con lo recóndita que era, situada dentro del pasaje de la accesoria, guardada bajo los portales de la calle que en el letrero se llamaba Máximo Gómez y no Monte, toda ella guarnecida de columnas, más toscas que toscanas. Llegaron mágicamente. Entre estos visitantes del mundo exterior, muchos vinieron no de visita sino para quedarse, entre ellos una familia de cierta distinción en el pueblo (vivían abajo junto al parque principal y eran diferentes a los que vivíamos en la loma —las alturas eran allí un descenso—, donde estaba la casa de mis abuelos, nuestro último refugio en la alta loma: vivir abajo era como vivir en un barrio bien, el Vedado del pueblo) ocupó las mejores habitaciones que tenían un balcón que daba a la calle (no exactamente a la calle sino a los portales de Monte, que interponían el ancho corredor y las columnas), ocupación que me pareció una forma de destino. Componían esta familia María Montoya (cuyo nombre era fuente de chacotas y de rimas obscenas para los graciosos del pueblo), viuda y por tanto jefa de la casa, su hijo Marianín, invariablemente llamado Marianín Montoya aunque su apellido era otro, Otero, y su hija Socorrito. María y Marianín eran buenos amigos de mis padres y Socorrito, que era sólo un poco mayor que yo, era la primera muchacha que yo había visto que usaba espejuelos (los espejuelos entonces eran para los hombres y los viejos), los que apenas disimulaban su bizquera. También vino a vivir a la cuartería, en uno de los cuartos más pobres, Rubén Fornaris, un mulato carpintero que estaba en la tradición del negro decente, más allá de ella de bueno y de inocente que era. Su inocencia fue tal vez mermada (nunca podría ser eliminada del todo) por mi madre. Rubén vivía en su cuarto pero solamente dormía allí, ya que no sabía cocinar. De alguna manera logró un acuerdo con María Montoya (los Montoya todos eran bastante racistas) en que él comería con ellos pagando una cantidad que debió ser razonable (o tal vez escasa) para María Montoya pero excesiva para el salario de Rubén. María Montoya se las arregló para no tener a Rubén comiendo con su familia (tal vez fuera sugerido por el propio Rubén) y Rubén comería siempre más tarde. El arreglo funcionó a satisfacción de todos. Pero sucedió que un día otra vecina, llamada Victoria, habanera, una mulata clara, delgada, que padecía según ella misma decía de «debilidad pulmonar», sin admitir nunca la tuberculosis evidente en su tos y aspecto tísico, le dijo a mi madre que quería enseñarle algo y la llevó a la cocina —pero no fue para darle una lección de cómo cocinar. Allí le mostró a mi madre unos platos con restos de comida y le dijo: «Eso es lo que le sirve María a tu amigo Rubén, y todo porque es un pobre mulato». En realidad mi madre era más amiga de María Montoya que de Rubén y pensó que la acusación eran prejuicios raciales invertidos de Victoria. «¿Cómo lo sabes?», preguntó mi madre. «Porque los he estado vigilando desde hace días», respondió Victoria. «Ya tú verás. Quédate aquí conmigo y haz como que estamos cocinando juntas». Mi madre no tenía mucho tiempo que gastar pero tenía menos paciencia con las injusticias y decidió investigar la acusación terrible de Victoria. Al poco rato de estar las dos en la cocina entró María Montoya, les dijo algo trivial y comenzó a trajinar entre sus platos. Mi madre miró con disimulo y vio que efectivamente había vaciado los platos con restos de comida en una cazuela y estaba calentando este salcocho. Cuando había completado su confección salió de la cocina con un plato de comida aparentemente recién servida. Convencida, mi madre no tuvo otra alternativa que dar la razón a Victoria y llamar a Rubén y decirle que no podía seguir comiendo con los Montoya. «Pero ¿por qué?», preguntó extrañado Rubén. «Ellos están de acuerdo en que yo coma con ellos». Mi madre no sabía qué decir y se quedó callada, pensando, y pensó tanto en qué decir con tacto que finalmente exclamó: «¡Te están dando sobras!». Por el tono de mi madre, porque conocía su honestidad y tal vez porque había aprendido así otras lecciones de la vida, Rubén se dio cuenta de que le decía la verdad y perdió la inocencia suficiente como para decirle a María Montoya que no comería más en su casa —pero por supuesto no estalló en furia ni se quejó ni siquiera le dijo la verdadera razón por que terminaba su acuerdo. La vergüenza del engaño, sin embargo, lo obligó a mudarse de Monte 822 y por un tiempo creímos que no lo volveríamos a ver. Pero nos equivocábamos y luego cuando vivimos otra vez en Zulueta 408 llegó a convertirse en una persona importante para mí, por un tiempo tal vez esencial.
       En Monte 822 ocurrió otro incidente con María Montoya, pero no sería un delito secreto —al contrario, se propagaría y se haría legendario en la colonia del pueblo en La Habana (porque pronto, atraídos por las oportunidades de trabajo en la capital y rechazados por las dificultades económicas o compelidos por la curiosidad de conocer La Habana, se reunieron muchos emigrados internos que dejaron lo que ellos llamaban cariñosamente la Villa Blanca casi convertida en un pueblo fantasma), tanto que muchos creían el sucedido una invención ingeniosa.
       Sucedió que María Montoya envió a su hija Socorrito a un mandado, tal vez al mercado mismo. Pero doña María (así la conocía yo) olvidó encargar algo extra o tuvo una súbita inspiración y, como todavía Socorrito no iba lejos, se asomó al balcón y empezó a gritar a su hija: «Socorro, Socorro». Socorrito no la oyó pero sí los viandantes por el portal y tal vez la gente del cine: portero, empresario, habitués. Pronto hubo una alarma generalizada ante aquellos gritos de ayuda urgente emitidos por una matrona en apuros, la gente amontonada debajo del balcón de doña María, que no estaba muy alto, ella todavía gritando: «¡Socorro! ¡Socorro!», esta vez más fuerte porque Socorrito se alejaba calle arriba —pero eso no lo sabía la chusma diligente de debajo.
       Pronto apareció un policía (próximos siempre cuando no son necesarios) que se dirigió a doña María, con autoridad y respeto: «¿Qué le pasa, señora?». Doña María, ahora convertida en María Montoya, molesta por no haber podido alcanzar a Socorrito a pesar de sus gritos, perturbada por aquella interrupción, respondió: «¿A mí? ¿Qué me va a pasar? ¡Nada!». Al agente de la ley no le gustó la respuesta, que encontró un tanto destemplada: «¿Entonces por qué pide auxilio?». «Yo no he pedido auxilio, señor mío», dijo todavía más molesta María Montoya, acostumbrada como estaba a llamar a su hija Socorro sin conectar su nombre con una emergencia desesperada. «Sí, señora», dijo el policía picado porque de autoridad había sido rebajado a mero señor, «usted estaba gritando socorro, que yo la oí». «No señor», insistió María Montoya, «yo estaba llamando a mi hija que se llama Socorro». El policía no quiso aceptar lo que creyó una excusa absurda o una broma peligrosa o lo que es inaceptable para la policía, una tomadura de pelo. «Usted sabe señora que con la ley no se juega», dijo el policía. María Montoya, tal vez poseída de su preminencia en el pueblo, que era total anonimidad en La Habana, le respondió al vigilante: «Mire, déjeme tranquila y no se meta en lo que no le importa». El policía trató de encontrar la entrada a la casa del balcón de aquella mujer insolente que, además, como todos los orientales, cantaba al hablar. Pero afortunadamente en ese momento regresaba Socorrito y María Montoya la llamó por su nombre de Socorro y ella respondió: «¿Sí, mamá?». El policía, que no había encontrado la entrada, pudo hallar una salida y quedó convencido de que todo había sido un malentendido. La gente aturbada más que perturbada volvió a caminar bajo los portales, Socorro se convirtió en Socorrito y el policía se fue a continuar su posta, que era como se llamaba en La Habana al recorrido de un agente de la ley uniformado y que en el pueblo, cosa de orientales, quería decir solamente un pedazo de carne de vaca de tamaño grande que usualmente se daba a los perros fatalmente envenenada, por lo regular en verano, tiempo de rabia.
       Con los muy magníficos Montoya ocurrió otro incidente que fue una revelación. El protagonista esta vez no fue María sino su hijo Marianín. En el pueblo corrían raros rumores sobre Marianín, en conversaciones imprecisas y adultas pero que yo ya anotaba. María Montoya era viuda y ahora adoraba a Marianín, quien reciprocaba éste amor con creces. Era decididamente un buen hijo y por ello alabado. Pero los rumores continuaban. Todos tenían como punto de partida el dato cierto de que Marianín, aunque ya era un hombre, no se interesaba en las mujeres —o mejor dicho, se interesaba de una manera extraña. Era por ejemplo capaz de describir un vestido de mujer con una precisión insólita en un hombre —a menos que sea un novelista. Marianín, además, solía usar palabras desusadas en un hombre, aun en un novelista. Por ejemplo, su frase favorita era «hay un detalle» y, al describir cualquier ocasión, siempre añadía: «Pero hay un detallito», y seguía su apreciación o su objeción. Parece que una vez logró reunir sus manías de modisto y de preciosista en un grado extremo y describió así una falda: «Preciosa. Pero hay un detalle en el dobladillo de ojo». Estas características de Marianín las oía en las conversaciones de mi madre con sus amigas. Marianín era por otra parte alto, fuerte, de abundante pelo negro (aunque ya mostraba amplias entradas que lo mortificaban mucho), ojos de pestañas desmesuradamente largas —para él eran aterciopeladas y añadía: «Ustedes saben, como las de Tyrone Power» y un bigote fino, bien cuidado, copiado de Don Ameche, quien se convirtió en su ídolo desde que lo vio en En el viejo Chicago. («Siento tener que traicionar a Tyrone», decía sonriente). Un día, una tarde mejor, al regresar del trabajo (Marianín era barnizador —él se describía como ebanista— pero no se veía que tuviera tal oficio, ya que se lavaba las manos con tal escrupulosidad que siempre las traía blancas, sin trazas de barniz, orgulloso de ellas y sobre todo de las largas uñas de sus dedos meñiques: esta pulcritud llevada hasta el último, como diría él, detalle, era la admiración de mi madre, que lo contrastaba con el aspecto de mi tío Toñito que siempre volvía, de la misma carpintería que Marianín impoluto, cubierto de serrín hasta las pestañas, prematuramente encanecido por el polvo de cedro). Marianín le dijo a mi madre que tenía una sorpresa para ella, que se la daría más tarde. Mi madre no tenía idea de qué podía ser y se preguntaba cuál sería la sorpresa cuando tocaron a la puerta. Ella abrió y apareció ante nuestros ojos (los míos estaban allí para registrarlo todo) una muchacha montada en altos zapatos negros que realzaban sus piernas de amplias curvas, vestido violeta, boca pintada de rojo violento, ojos de grandes pestañas maquillados tal vez un poco exageradamente y un alto sombrero negro. La muchacha era Marianín, vestido —ataviado, especificaría él— con las ropas de su madre, tan bien transformado que pudo confundir a mi madre. Pero lo delataba un detalle: su bigote fino pero visible por debajo del maquillaje. Marianín estalló en una carcajada que fue coreada por María Montoya al aparecer detrás. Mi madre, pasada la sorpresa, también se rió con ganas. No recuerdo si estaba presente mi padre, tal vez para mostrar su desaprobación decidida ni si mis tíos acompañaron o no las risas de mi madre, de Marianín y de María Montoya. Recuerdo, sí, mi asombro inocente: acababa de ver mi primer travesti y no lo sabía. La ocasión no se volvería a repetir hasta un cuarto de siglo después.
       El verano anterior —no, ese mismo verano del 41, antes de abandonar para siempre el pueblo— yo había realizado ciertas expediciones infantiles, una de ellas escaparme a las ruinas prohibidas del viejo Cuartelón y pasarme todo el día fuera, ahora que la autoridad paterna se había desvanecido. Sin embargo, yo que no era nada estúpido, debí saber bien quién era la autoridad en casa. Ignorarlo me costó una paliza cruel, dada por mi madre, impelida más por el miedo de no saber dónde había estado yo todo ese tiempo que por la ira. Pero también aproveché la ausencia de mi padre para otras aventuras sigilosas, explorando solitario las ruinas vivientes de sus libros. La mayor parte de ellos constituía la herencia que le tocó de las posesiones de su tío Matías, quien fue prácticamente su padre, que era uno de los pocos intelectuales del pueblo, tal vez el Intelectual, que escribía en el mejor de los diarios locales con el seudónimo de Sócrates, quien nunca se casó, su biblioteca su Jantipa y fue famoso en mi familia por un consejo que dio a mi padre sobre cómo debía educarnos: «Críalos», dijo refiriéndose a mi hermano y a mí en tono sentencioso, «con el cerebro y no con el corazón». Mi padre trató de seguir aquel programa ético y criarnos con el intelecto —pero siempre se interpuso la pasión de mi madre. Ese verano sin padre pero sin amo hice un descubrimiento entre la biblioteca esparcida por el suelo. Había muchos libros pero recuerdo, por sus ilustraciones eróticas, una mitología que debía ser mi biblia, en que donosas damiselas desnudas eran acariciadas por cisnes, robadas por toros y asediadas por animales imposibles: medio hombres y medio caballos, mitad chivos y mitad hombres: supe entonces que existían los sátiros y los centauros y conocí la zoofilia exaltada. Había una edición que todavía era lujosa, a pesar del moho del muro, de La vida nueva, que apenas hojeé: me aburrió sólo pasar las hojas. Pero entre esos libros encontré un tomo pequeño, de aspecto humilde, en papel barato, con un nombre (para mí entonces eran nombres los de los libros, los títulos se referían siempre a películas) que parecía una referencia a los chivos y a los hombres-chivos: El satiricón. Comencé a hojearlo, intrigado por el título, la magia del nombre, buscando al chivo explicatorio y encontré de pronto lecturas extraordinarias, historias grotescas y cuentos que mi madre nunca me hizo: una pareja miraba a un muchachito y una muchachita hacer el amor (la frase pertenece al futuro, a La Habana y a la alta adolescencia: la palabra contemporánea era singar), una parejita singaba mientras otra pareja, adulta, la observaba oculta. Había más descripciones sexuales, muchas homosexuales (cundango era la palabra del pueblo para lo que en La Habana se llamaría maricón, cundanguería era la actividad, mera mariconería) y saltando las páginas aburridas, que eran pocas y estaban todas al principio, encontré escenas amorosas entre hombres y mujeres, muchos, en multitud, lo que luego supe que se llamaban orgías, palabra pronunciada por mí con el acento en la o, como en Borgias. Confieso que el libro me pareció inusitado que lo tuviera mi padre, tan serio, y escandaloso que estuviera entre los libros legados por mi tío Matías, que era verdaderamente adusto, el hombre más respetable del pueblo. Pero El satiricón me produjo una sensación inquietante, nueva, deliciosa y lo guardé donde pudiera encontrarlo cada vez que quisiera leerlo, releerlo en mi refugio, el sitio más privado, incluso alejado de la casa: el excusado, entre las heces y las zetas de las moscas verdes, olvidado de las miasmas, ensimismado leyendo, releyendo, anotando las anécdotas increíbles de la Roma imperial, que para mí era un lugar lejano pero posible, como La Habana vista desde el pueblo. La impresión que me produjo la lectura activa de El satiricón no sólo la recuerdo sino que la atesoro, como conservo todavía conmigo esa edición preciosa: mi primera literatura erótica.
       Pero en Monte 822 me iba a encontrar con la verdadera literatura pornográfica, no escrita, como El satiricón, para sátira de una época, escarnio de un hombre y parodia de un libro, sino para pura pornografía, ese extraño mecanismo literario que entrando por los ojos (o por los oídos: más tarde) actúa sobre la mente y pulsa el pubis, produciendo erecciones, titilando las tetas y estimulando el clítoris. No sé quién le prestó el libro a mi tío el Niño, que no conocía a casi nadie en La Habana y no tenía dinero para comprar nada. No podía haber sido Rubén Fornaris, tan inocente. No creo que mi tío el Niño habría admitido un préstamo semejante de Marianín marcado. Tal vez fuera Nila, una mujer (en realidad una muchacha: no tendría veinte años todavía pero yo seguía usando mis medidas infantiles y las hembras se dividían en niñas y mujeres) que se había mudado para nuestro antiguo cuarto interior pero parecía tener dinero (al menos tenía radio, que ni siquiera María Montoya poseía aparato tan precioso en la cuartería) y era atrevida. Nila tenía un marido llamado Reynaldo (en una conversación de mi madre le oí decir que parecía un chulo, lo que en los periódicos era siempre un proxeneta, pero esto no hacía de Nila una puta pues más que vivir con ella Reynaldo la visitaba: era un hombre alto que me impresionó por lo bien vestido que estaba siempre, con trajes blancos radiantes y un eterno sombrero claro: «Es un panamá», explicó mi madre, «el sombrero más caro que existe», y se decía que el panamá era virtualmente indestructible: esta cualidad del sombrero se contagió a su dueño) y ella había hecho amistad con nosotros, sobre todo con el Niño. En sus soledades Nila se entretenía en largas charlas con mi tío. A veces esas conversaciones se hacían muy íntimas y llegaron a preocupar a mi madre, que temía que Reynaldo los sorprendiera un día juntos. «Ese hombre es peligroso», solía advertir mi madre, y asocié su vestimenta al peligro: cada vez que veía a alguien con un traje blanco costoso y un panamá, invariablemente pensaba: «Ese hombre es peligroso», y más tarde aprendí: «He is dressed to kill». A veces el entretenimiento de Nila sólo era ir al cine, acompañada por supuesto por mí, que siempre me las he arreglado para ir al cine gratis. Recuerdo haber ido con ella al llamado escandalosamente Salón Rojo (su nombre tenía connotaciones aparentemente tan obscenas que, a petición de las familias decentes del barrio, fue cambiado al poco tiempo por el de Salón Regio), cine que tenía la arbitraria arquitectura de enfrentar los asientos a la entrada, la pantalla emplazada donde usualmente estaba la caseta de proyección y ésta donde queda siempre la pantalla. Nunca pude explicarme esa inversión caprichosa. Allí vimos más de una película inolvidable, yo embebido en el cine cuando debía haber puesto mis ojos en la belleza, roja o regia, que tenía al lado. Pero era todavía muy temprano: ya vendría mi tiempo del cine considerado como un coto de caza. Esta mujer, muchacha, Nila, debió prestarle el libro a mi tío el Niño, de seguro que se lo prestó, ahora no me cabe duda de que fue su préstamo pornográfico. Así llegó a las manos misteriosas de mi tío el Niño el libro que leía él con tanta tiniebla. No sé cómo me las arreglé para robarlo —robarlo, no: tomarlo prestado, no pedido, que fue lo que hice, devolviéndolo con tanto sigilo como cuando lo cogí: así aprendí a gozar enmascarado— y leí que se llamaba Memorias de una princesa rusa, desde el título un objeto de escándalo para mi padre. Ya en la primera página, sin preámbulos que serían una rémora, las descripciones sexuales, que se generaban, se degeneraban, se regeneraban, la princesa —llamada Vávara— gozando las aventuras más pornográficas, la singueta (ésa es otra excelente palabra, esta vez habanera, para describir el coito, los coitos repetidos, derivada del verbo singar, cúmulo sexual que vine a aprender unos años después) haciéndose cada vez más profusa, complicada y participaban un mayor número de personas en cada cuadro. Esta vez sí me excitó sexualmente el libro, libre de las complicaciones (tal vez fueran defectos de la traducción española o excesos de la literatura latina) de El satiricón, y de haber sabido masturbarme (siempre fui un atrasado para el sexo aunque un adelantado para el amor) lo hubiera hecho, a pesar de que no tenía entonces un refugio equivalente del lejano excusado de la casa del pueblo y habría tenido que esconderme en el baño intercalado (frase que aprendí de mi madre en La Habana, que uso de manera irónica ahora, hagan el favor de notarlo: un baño intercalado, según la publicidad casera de la época, era un baño de un apartamento, colocado entre dos cuartos: en la cuartería había una ducha y una taza para todos, el baño tan colectivo como la cocina, pero no es de esa incomodidad ómnibus que quiero hablar sino de la ausencia de un buen lugar para masturbarme —si hubiera sabido cómo), por lo que me limité a la mera lectura pasiva.
       Aunque Monte 822 fue un intermedio, un interregno, proseguí allí el aprendizaje del amor, que había empezado en el pueblo con una prima de ojos verdes legendarios en la familia —pero ésa es otra historia y pertenece a otro lugar. Aquí, en la cuartería momentánea, ocurrió una complicación amorosa que fue un regreso a la infancia que había perdido en Zulueta 408. Tomó la forma de un cuarteto, una complicación triple más bien, una ligazón con tres muchachas, una de ellas realmente una niña. Vivían en el cuarto de al lado, el que quedaba frente a la cocina y eran hijas de un chofer de taxi —máquina de alquiler entonces—, llamado Pablo Efesio, un mulato de bigote, calvo, de veras peligroso (no una estampa peligrosa como el marido de Nila, villano de postalitas), que había estado en la cárcel, según él mismo confesaba, y que sin embargo no me inspiraba demasiado respeto porque yo conocía su punto débil: sus hijas, que singularmente no eran adefesios. La madre ya la conocen ustedes: era Victoria, la sigilosa vengadora de Rubén Fornaris, la que se moría lentamente de tuberculosis lánguida.
       Las muchachas eran tres hermanas a cuál más diferente: Ester, la menor, que debía tener diez años, era tullida de una pierna, padecía un leve prognatismo y llevaba su pelo, más lacio que el de sus hermanas, en bucles. Luego venía Fela, que tenía unos ojos enormes y la boca negroide grande y el pelo menos lacio, con bastante de rizos negros, y que era de una picardía absolutamente precoz para sus doce años. Finalmente estaba Emilia, alta y delgada, tal vez con un toque de la tuberculosis que mataría a su madre poco tiempo después, muy seria, con sus catorce años que a mí me parecían veinte.
       Fue de Ester de quien me enamoré, iniciando mi pasión por los amores imposibles, buscando la perfección en una mujer imperfecta. Mi amor anónimo tenía tanta necesidad de expresarse que tomé a la naturaleza por testigo: en un viaje que hicimos al pueblo vecino de Cuatro Caminos, a casa de unos parientes de mi padre, me las arreglé, siguiendo seguramente alguna película que vi con Nila, romántica y aburrida, para cortar las iniciales de Ester y mías en un árbol del patio al que seguramente dejé tullido por el gran corazón circundante. No sé cómo tatué aquel emblema pues mi padre me tenía prohibidas las cuchillas: debió de ser alguna clandestina. Cuando regresé a la cuartería iba a contarle a Ester esta hazaña amatoria, pero estaba su padre, de ogro ubicuo. Luego Fela no me dejó hacerlo.
       Fue después de la escuela, jugando parchís con Ester, con Fela y con Emilia, que ocurrió el primer incidente perturbador, uno de una serie que hizo deleble mi impronta. El parchís estaba en una mesa pequeña (no había en el cuarto lugar para un mueble más grande y seguramente comían sobre ella) y el juego estaba en lo más intricado de fichas y de dados, con todas las casillas ocupadas, cuando sentí que me tocaban entre las piernas y no fue un toque casual porque el miembro buscaba mi miembro. Miré a Ester, que estaba a mi lado, luego a Emilia que estaba al otro lado: las dos muy metidas en el parchís para pensar en otro juego. Entonces miré a Fela: tenía que ser ella la del pie táctil, ya que no podía ser la madre sentada a la ventana cosiendo. Pero Fela tenía los ojos bajos, mirando al parchís. De pronto levantó la mirada y no me hizo un guiño sino que se rió sin mover los labios, sus ojos brillando audaces: era ella. No volvió a tocarme pero después me confesó que fue ella: se había quitado un zapato y con el pie desnudo me había tocado exactamente el sexo. Desde ese momento cambió mi rumbo erótico —pero no mi amor, fiel hasta la muerte o por lo menos hasta la mudada. Mi amor era de Ester, la que no entendía de juegos eróticos: ni siquiera me permitía tocar sus senos, tal vez fuera porque no existían pero estaba su pecho que no me dejaba alcanzar. Sin embargo se dejaba besar, dulcemente, con sus ojos de larguísimas pestañas cerrados, para parecer la vera imagen de la castidad. Con Fela hubo otros juegos cada vez más íntimos. No sé cómo yo encontraba lugar —y hablo no sólo de tiempo sino de espacio en la reducida cuartería, vigilada como estaba ella no sólo por su madre sino también por Emilia. Pero encontramos momento y lugar. Una de las ocasiones el juego se hizo más serio, cuando junto con Fela fui a buscar alcohol lejos de la casa, pues ya había empezado la guerra y el alcohol estaba racionado. Fela y yo avanzamos por calles lejanas, algunas cerca del Salón Regio, pero laterales a Monte, cerca de Cristina, calles oscuras, hostiles, yo temeroso de encontrarme alguna pandilla (¿pueden los sueños convertirse en pesadillas con el tiempo? En seis meses las pandillas, a una de las cuales había pertenecido, si bien brevemente, habían pasado a ser de una asociación amistosa a una amenaza. Todas parecían tener su hábitat —que era en realidad su territorio— en los suburbios y las más peligrosas eran, no sé por qué, las del barrio de Luyanó, terreno vedado para mí hasta el día que más por bravear que por necesidad, con todo el miedo del mundo, lo atravesé de parte a parte con un compañero de escuela: anticlimáticamente, no pasó absolutamente nada, sobreviviendo a la aventura no sólo sin un rasguño sino siquiera con un gesto amenazante) en las búsquedas afanosas de alcohol (que no era una poción para beber ni padre abstemio sino combustible para cocinar: alimentaba una invención habanera llamada reverbero, que no reflejaba luz sino que producía calor: era una cocinita en miniatura, sumamente peligrosa, que se nutría de alcohol y tenía tendencia a estallar, más cóctel Molotov que hornilla: en un reverbero estuvo cocinando mi madre hasta que mi padre compró un anafe, pronunciado anafre, alimentado al carbón) siempre me acompañó Fela y tenía la costumbre de meter una de sus manos (en realidad, manitas) en uno de mis bolsillos, no refugiándola del frío sino entrometiéndola en mi intimidad, y protegidos por la oscuridad (no sé por qué esta búsqueda continua de combustible se hacía por la noche o tarde en la tarde cuando ya era oscuro, cuando tan propicio era para nosotros partir hacia la tierra del alcohol y del amor) ella me tocaba a bulto, tratando de acariciar mi pequeño pene, que ya estaba erecto —solamente meter ella su mano en mi bolsillo me producía una erección. Creo que la sola salida de la casa juntos ya era objetivo erótico. Como los viajes en busca de alcohol eran repetidos (los reverberos son como los borrachos: no sólo peligrosos sino ávidos de alcohol) tuve la maña de abrir un hueco al fondo del bolsillo y así pudo Fela meter su manita y encontrar mi penecito. No recuerdo ninguna eyaculación pero sí recorrer las calles paralelas a Monte, desde Rastro donde estaba una de las fuentes de alcohol, hasta Cuatro Caminos (el crucero de calles no el pueblo del mismo nombre a muchos kilómetros de allí) que era una esquina no sólo peligrosa sino muy frecuentada y lo que es peor (nunca pensé antes que podía llegar a detestar la profusión de luces en la noche habanera) muy alumbrado, recorrido que hacía en un embeleso, completamente entregado al sexo todavía incipiente pero ya poderoso, embrujante, envolvente —un halo invisible pero no menos radiante que la fosforescencia de la ciudad. La culminación de la relación con Fela (que los dos nos arreglábamos muy bien para disimular con maña de adultos) ocurrió un día que me estaba bañando en el minúsculo cuarto de baño, que tenía una ventana lateral, siempre cerrada, y abierto por arriba, con la pared de la puerta terminando por encima de ella, a una altura como de dos metros. Me estaba duchando cuando oí una voz que me llamó. Todo lo que se me ocurrió fue buscar su fuente en la ventana tapiada. La voz dijo entonces: «Aquí encima», y miré para arriba y era Fela, mirándome, riendo, precariamente sostenida al borde de la pared. No supe qué decir, acostumbrado ya hacía años a bañarme solo, resuelto a no dejarme ver desnudo. Tal vez hasta tratara de cubrirme y cubrirme de ridículo. Fela, muy contenta de su acción audaz, se reía, se reía. Luego, como colofón, me propuso que yo hiciera lo mismo cuando ella se estuviera bañando. «No me voy a tapar», me animó, pero yo nunca me atreví a imitarla, tal vez aprensivo ante su feroz padre, tal vez temeroso del cuerpo desnudo.
       Tengo que recordar que yo era el único muchacho en aquella cuartería. Así tal vez no resulte raro lo que ocurrió poco después, sin tener que posar de irresistible. Fela y Ester debían de estar en la escuela pero Emilia, que se ocupaba de su madre, estaba cocinando algo en la cocina. No sé por qué yo no estaba también en la escuela, pero sucedió que acerté a pasar por la cocina (no tenía nada que hacer en esa parte de la casa: nuestro cuarto quedaba lejos de la cocina: tal vez yo estuviera buscando, como tantas otras veces, el sonido del radio del cuarto de Nila, que quedaba frente a la cocina) y de pronto me encontré dentro de la cocina, hablando con Emilia. La conversación era trivial: no teníamos mucho que decirnos, hasta le tenía cierto respeto por ser una muchacha mayor, casi una mujer, cuando de pronto me dijo: «¿Por qué te gustan Ester y Fela?», pero ahí no terminaba la pregunta sino que hizo una pausa: «¿Y no te gusto yo?». Me quedé pasmado: no supe qué decirle, qué contestarle, cómo enfrentar aquella pregunta tan directa. «¿Es porque ellas son más prietas?». Me sorprendió pero no por mucho tiempo: la explicación estaba a la vista: Emilia, al contrario de sus hermanas, salida más a su madre que a su padre, era casi blanca, y el suyo era una clase de racismo inverso que me encontraría muchas veces en el futuro: ella resentía no ser tan oscura como sus hermanas. Es verdad que había en Cuba un culto a la mulata, sobre todo en su aspecto sexual, pero ésta era una actitud masculina. Aunque por otra parte una mujer trigueña, de piel morena y ojos negros (había una variedad: la prieta de ojos verdes que pertenecía a cierta mitología popular, cantada en muchas canciones, forma folklórica del poema) era muy admirada pero por lo regular se refería a la mujer blanca de raza y de piel oscura. Ahora me encontraba esa admiración masculina expresada por una mujer y lo hacía todo muy complicado. Emilia era una muchacha complicada, no con las complicaciones de Ester debidas a su cojera, más bien era una complejidad nutrida por la neurosis de su madre complicada por la tuberculosis, mal neurótico. Era demasiado complicado para mis doce años, aunque yo estuviera acostumbrado a las conversaciones adultas por la educación que me había dado mi madre (terminé, para horror póstumo de mi tío Matías, siendo educado por el corazón de mi madre no por el cerebro de mi padre), por las asociaciones políticas de mi padre, por los argumentos de mi tío Pepe, por las conversaciones oídas a las amigas de mi madre, reunidas en torno a ella mientras bordaba en su eterna máquina Singer. Pero era verdaderamente complicado. No supe decirle a Emilia que ella me gustaba mucho (en realidad no me gustaba: había algo de monja en ella, tan devota a su madre, tan seria) y no pude hacer nada. Emilia debió de adivinarlo porque me dijo: «Pera», que es la forma habanera de decir espera, y salió rápida de la cocina y, antes de que me pudiera dar cuenta de que me abandonó, había regresado. Después pensé que ella fue a ver a su madre, pero no tuve tiempo de pensar mucho más. Emilia de vuelta a la cocina como había salido, disparada, su cuerpo largo y flaco escurriéndose por la puerta siempre abierta (la cocina no tenía puerta sino un mero marco de acceso) y vino a mí silente. Sin decir nada me cogió por el brazo y me llevó hasta la zona libre de la pared, donde terminaba el fogón (que era en realidad una barbacoa de cemento para poner los reverberos o los anafes encima, centro de la cocina ómnibus: curioso: la pobreza pueblerina era más bien individual o familiar, mientras que la pobreza urbana me había hecho conocer primero en Zulueta 408 los baños colectivos y los inodoros colectivos, y ahora en Monte 822, la cocina colectiva: puedo decir que el resto de mi adolescencia estuvo dominada por entre tantos deseos, por el anhelo de regresar a la individualidad pueblerina, no por volver al pueblo, que fue un ansia pasajera, más bien una querencia, sino por, entre otras cosas, recobrar la privacidad: puertas que cerraran excluyendo la intrusión vecina, un inodoro propio, un baño propio, una cocina propia, volver a ser particular, pero otra de las ansias, que ya formaba parte de mis deseos, me la iba a colmar Emilia ahora, siendo propicia): y en el rincón se me encimó, arrinconándome contra la pared, pegando sus labios sobre los míos en el primer beso adulto que me daban en mi vida. No abrí la boca (no sabía cómo), tampoco la abrió ella, pero no era un beso adolescente: más que una muchacha Emilia era una mujer. Pero en vez de sentir alborozo lo que sentí fue confusión. No sabía por qué estaba haciendo ella lo que hacía: todo sucedió en silencio, sin preámbulo, sin motivo. Verdad que nos veíamos a menudo, que jugábamos (junto con sus hermanas, juegos domésticos, no todavía juegos de salón pero tampoco los juegos infantiles del pueblo), que conversábamos, que convivíamos en la cuartería, pero ella siempre se mantuvo distante y fría. No era como Ester que en su infantilismo podía jugar un juego más, el juego de los noviecitos. Ni como Fela, con sus ojos pícaros y sus grandes dientes blancos presentes en su sonrisa de labios gordos, sonriendo cómplice, insinuándose siempre. Emilia era muy reservada: hasta tenía los labios finos de los reservados, heredados de su madre que se callaba hasta su enfermedad, sin permitirse nunca ser delatada por la tos. Ester y Fela tenían las bocas gordas de su padre y habían heredado su temperamento, atenuados en Ester por la niñez pero a punto de desatarse en Fela que ya casi era lo que popularmente se conocía como una mulata caliente, criatura de la mitología sexual habanera. Emilia, delgada y pálida, era tan reservada como su madre, pero ahora me estaba besando como no lo había hecho ninguna de sus hermanas. En realidad, solamente Ester me había besado, besos de niña, mientras que Fela no estaba interesada más que en mi sexo: ponerlo en erección, tocarlo, verlo. Emilia me abrazaba pero sus manos no se dirigían nunca por debajo del pecho, mostrando una pasión (no voy a ser tan vanidoso que me crea que su pasión, tan súbita, era por mi: era una pasión antigua, universal, expresada en mi dirección porque yo era el único muchacho que vivía en la cuartería, ya que la otra persona joven era mi tío el Niño y ella debía sospechar que había algo entre el Niño y Nila o tal vez lo consideraba demasiado mayor) que años después yo podía calificar de romántica. Ahora apenas atendía a lo que ella me decía entre los besos o el largo beso sostenido, hablando ella ese Esperanto del amor, el idioma que siempre espera más que expresa, sordo yo porque estaba más interesado en el beso en sí que en su literatura —en otra época podría haber dicho que atendía más a su lengua que a su lenguaje. En realidad trataba de tocarle sus senos, de bajar mi mano entre sus piernas, de acariciar las nalgas —acciones todas que ella impedía, controlando mis brazos con su abrazo, besándome, susurrando entre los besos palabras que yo no entendía. Cuando noté que pasaban los segundos con esa calidad que tienen ciertos segundos decisivos de parecer minutos y ella no se separaba de mí, comencé a preocuparme de que alguien viniera a la cocina: tal vez su callada madre entrando silenciosa. O lo que era peor, que regresara a deshora, en mala hora ahora, ese atropellado chofer errático que era su padre, peligroso. Cuando más pensaba en estas acechanzas del enemigo, debí trasmitir mi temor a Emilia —el miedo mayor que el amor— porque dejó de besarme con idéntica acción súbita a la que comenzó: se separó de mí y salió del abrazo y de la cocina como una sola sombra sólida. Yo me quedé allí, sin aliento, incapaz de moverme, absolutamente sorprendido, atónito ante el ataque (sí, había sido un ataque, una violación de besos) de Emilia. Pero también aguardaba: yo deseaba que ella volviera, esperaba que volviera, anhelaba que volviera —pero no volvió. Al cabo del rato (minutos con carga de horas por la espera) dejé la cocina y traté de buscar a Emilia por la casa pero no la encontré. (Claro que no la busqué allí donde la habría encontrado: en su cuarto, contradicciones del que se mueve entre el amor y el miedo). Ésa fue la primera y la última vez que tuve relaciones íntimas con Emilia. Después hasta llegó a mostrarse distante, aunque ella no estuvo nunca muy cercana pero era accesible si uno se dirigía a ella. Luego, más tarde, cuando nos mudamos a Zulueta 408 de nuevo y vinieron a visitarnos las hermanas sólo lo hicieron Ester y Fela. Ester era la misma, infantil y como enfadada por su leve prognatismo —tal vez resintiera su pierna lisiada— pero Fela había cambiado: al hacerse más mujer se había hecho consciente de una falta particular y parecía como acomplejada racial. Recuerdo que cuando nos reunimos en la azotea con algunos muchachos del edificio, me dio la impresión de que temía que yo hubiera contado nuestras escapadas en busca de alcohol aparentemente pero en realidad a practicar actos furtivos, pero antes esas aventuras sexuales no sólo no le importaban sino que le gustaba que se supiesen. Llegó, no me olvido, a preguntarme una vez, sonriente, dientes grandes, boca gorda: «¿No se lo dijiste a tu tío?», pero en realidad diciendo: «¿Por qué no se lo dijiste a tu tío?». En esa visita única (no volvieron más por la casa y luego supe que su madre había muerto) no vino Emilia y más nunca la volví a ver.
       Dejábamos Monte 822 (significativamente en el mes de abril aunque la significación sea absolutamente personal) para volver al primer punto, la primera parada, que era como el lugar de origen: de alguna manera estábamos destinados a Zulueta 408. Desde que salimos de aquel falansterio mi padre estuvo tratando de regresar, entre otras cosas porque estaba frente al Instituto de La Habana, donde yo debía empezar mi bachillerato, razón que siempre me pareció una excusa. A mi madre también le gustaba vivir en el centro de La Habana, aunque fuera en aquel extraño edificio, con su arquitectura depravada. (Mi amigo Silvio Rigor, conocido ya estudiando bachillerato y una de mis primeras amistades en visitar mi cuarto, lugar de residencia que mantuve oculto todo lo que pude, escondido de mis condiscípulos el hecho de que yo habitaba el solar, Silvio lo llamó la Casa de las Transfiguraciones y nunca se refirió al lugar que yo habitaba por otro nombre: con el tiempo he llegado a comprender que no tuvo nombre más apto). Pero antes de mudarnos de Monte 822 ocurrió una irrupción mía en una conversación que mantenía Pablo el chofer con mi madre, de noche ya, en la terraza de la cuartería, donde solían reunirse a conversar los vecinos. Ya la había entreoído antes pero ahora pude oírla claramente. Pablo le advertía a mi madre con su vozarrón en susurros inútiles que más que una educación yo lo que necesitaba era que me hicieran un hombre: él estaba verdaderamente preocupado porque me había visto mucho jugando con sus niñas, tal vez demasiado para un muchacho, decididamente nada bueno para un futuro hombre. «Un varón no debe jugar con hembras», sentenció con su chorro de voz. Recuerdo que aun entonces pude preguntarme qué pasaría si este hombre temible, ogro didáctico, supiera qué juegos realmente jugaba yo con sus queridas hijas.
       Aunque había venido varias veces a esta parte de La Habana, a visitar con mi madre a una vieja amiga del pueblo y su hija (su madre se vio obligada a dejar el pueblo porque había tenido relaciones con un desconocido y resultó madre siendo soltera, a su vez su hija, una belleza antigua y pálida llamada Carola, murió misteriosamente en La Habana, de tuberculosis, según supimos), a visitar a mi padrino, que era dentista y tenía un consultorio en la calle Compostela, y a acudir como una alevilla a la luz al cine Actualidades, a sus luces y sombras a veces acompañadas por la nueva música americana, ese swing. Aunque había bojeado esa isla futura nunca había vuelto por Zulueta 408, este solar, falansterio que sería trascendental en mi vida, con el que sueño todavía sueños que tienen la composición de pesadillas y al que había entrado —más bien penetrado— niño y al que dejaría ya hombre, creando a la vez que consumía mi adolescencia.
       Creo que debo dar una idea del edificio ahora que estábamos instalados allí más o menos definitivamente (en un principio pensé que indefinidamente, luego creí que eternamente), cuando tuve todo el tiempo del mundo para explorarlo. Tenía (o tiene todavía: su estructura perversa parecía estar hecha para durar para siempre) tres pisos, sin planta baja, en la que había sólo un cuartico para guardar utensilios de limpieza frente a la enorme entrada. Con un primer piso que era tenebroso porque estaba sumido en una oscuridad constante, los cuartos cerrados (menos el cuarto doble de la encargada, concierge que hacía las veces de criada, portera y cancerbera, su puerta una gran reja cancel que le permitía observar con ojo ubicuo todos los movimientos del pasillo interior, al que enfrentaba, y el descanso del primer tramo de escalera), el segundo piso era donde habíamos vivido, que veía ahora (no era un regreso: en realidad nunca lo había dejado) bañado en una claridad ceniza que venía de los cuartos abiertos, la luz filtrada por las cortinas que hacían de puertas, y al fondo y arriba estaba el tercer piso, al que se subía por una escalera de madera milenaria que era también de acceso a la azotea, donde todos los vecinos tendían su ropa al sol. Los cuartos de la azotea eran solamente cinco y parecían precarios, de techo de madera, pero en el segundo piso solamente había quince cuartos, en que vivían otras tantas familias. El cuarto que mi padre había alquilado (al que habíamos sido condenados: era una celda) no tenía ventana y daba al largo pasillo interior por una puerta y por la otra a una especie de terraza degenerada, de patio interior, de placita anterior a los baños, a los inodoros y más importante, a la llamada pila (otro nombre nuevo para mí: la única pila que conocía entonces era la pila bautismal de la iglesia del pueblo), que era una llave de agua con un continente cuadrado debajo, rodeando a la pluma hasta un metro de altura por tres costados: por lo que el nombre de pila no era una mala metáfora. Detrás de la pila había un tragaluz de varios metros de largo y de ancho, cuadrilátero que daba escasa luz a la casa de los bajos. En vez de cristal el tragaluz estaba protegido de detritus por una amplia tela metálica y el borde era una baranda cuadrangular de metro y medio de alto. El tragaluz, por supuesto, pero también la pila y los techos de inodoros y baños daban al aire libre, flanqueados por una pared que era la del edificio anejo y detrás había una abertura en semicírculo por la que se podía ver la alta tapia del teatro Payret, y si uno se empeñaba mucho, el cielo. Por ese acantilado trepó memorable un chimpancé un día: el pobre animal, maltratado por su domador entrenándolo en el patio del teatro, escaló todo el muro vertical y luego accedió a la azotea para bajar por la escalera de madera y pasearse, entre bamboleante y majestuoso, triste versión humana pero simio suficiente para crear el pánico entre las mujeres del edificio, muchas de ellas, sin embargo, bellas incapaces de sentir miedo por su virginidad en aparente peligro ante la bestia peluda. Esto fue lo que hizo recordable ese retazo de pared. Aparte de la función de los baños, que era múltiple, estaba el tragaluz gigante, siempre atractivo por peligroso, donde un muchacho audaz (y de poco peso: yo también era de poco peso entonces y habría podido emular su acto, pero nunca me atreví) corrió un día sobre las maderas traviesas del marco de la tela metálica sobre el abismo urbano. Enfrentando el tragaluz había dos cuartos y al extremo izquierdo había otro cuarto. Pero nuestro cuarto dominaba la placita porque tenía una puerta grande (esta planta del edificio era de puntal muy alto), que solamente se cerraba en los pocos días que soplaba ese viento desconocido para mí en el pueblo: el norte, que bajaba del Cariada y, aseguraban algunos, del polo, por el boquete de la corriente del Golfo, ocasionando marejadas en el Malecón y frío en esa zona de una isla tan tropical. El resto del tiempo nuestra puerta estaba abierta y por las noches había una puerta secundaria, muy parecida a la puerta vaivén de un saloon, precaria, que cerrábamos con un tosco pestillo. La otra puerta, la que daba al pasillo, pronto ostentó una cortina, varias cortinas diferentes pero siempre con adornos florales. Mi madre se las arregló para pintar el cuarto de un tono lila que un día futuro, de visita Ricardo Vigón, que tenía tan buen ojo, al ver un ramo de flores artificiales (nunca supe por qué mi madre tenía tanta afición por las flores artificiales, me imagino que sería porque eran producto único de la ciudad: en el campo no crecen flores de papel), rosa contra el lila de la pared, se quedó extasiado, sus ojos abiertos a la contemplación, declarando a la combinación perfecta: «Es un matisse», fue su veredicto.
       Pero no he regresado al pasado para escribir unas memorias artísticas y así debo dejar fuera las tertulias literarias que llegaron a formarse con el tiempo en la zona de la placita que nos pertenecía por contigüidad con la puerta, nuestro espacio cultural, ocupado por sucesivas reuniones: primero las reuniones de los amigos artísticos del pueblo, como Colás que tarareaba óperas completas (la cultura del pasado), luego por compañeros de mi padre en el periódico, literariamente inclinados, que tanto influyeron en mí, y mis amigos del bachillerato más tarde, intelectuales en cierne (la cultura del futuro). Solamente quiero hablar del microcosmo de Zulueta 408, un mundo en sí, un orbe cerrado (la cultura del presente entonces). Tengo que mencionar de pasada cómo cambiamos el mobiliario ad hoc de Monte 822 por el juego de cuarto (ineludible frase comercial habanera que designaba una suerte de tresillo compuesto de armario —llamado escaparate en La Habana—, coqueta —otra palabra habanera para designar una suerte de consola-tocador que mi madre acogió encantada, ya que como mujer política era muy emancipada y eso significaba en el pueblo la audacia de pintarse el pelo, untarse colorete y usar creyón de labios y una cama camera). No recuerdo si el juego de cuarto fue adquirido (sí estoy seguro de que fue comprado a plazos) inmediatamente después de la mudada o a los pocos meses de haber regresado a lo que se definía como nuestra meta, fin que era un eterno comienzo. Sí recuerdo que la tosca mesa improvisada por el anónimo carpintero negro, hecha en silencio, desapareció en la mudada como un objeto perdido en la cuarta dimensión de la memoria —pero no iba a disiparse así nuestra pobreza, marcada ahora por la oscuridad donde antes siempre hubo luz. Como en una prisión el único bombillo de nuestra celda se apagaba a las diez de la noche: la corriente eléctrica era gratis en el solar que anunciaba mendazmente que era posible obtener allí cuartos gratis, pero las luces se encendían variables al anochecer y se apagaban incoerciblemente a las diez. Tardaron muchos años en que pudiéramos disfrutar la posesión de ese mágico difusor de cultura popular, llamado por un locutor «fuente de solaz y esparcimiento», que era un aparato de radio. Mientras tanto, como en el orden de esta narración, me iba a contentar con la cultura del medio: la frecuentación de los vecinos, el establecimiento de grados diversos de intimidad, superando mi timidez, el conocimiento de aquel laberinto habitado —Zulueta 408, hábitat y destino. Che Sarrá, Sarrá.
       La primera persona que conocí fue inevitablemente el vecino más próximo, en este caso la vecina de al lado. Se llamaba Isabel Escribá, quien sin el acento cumplía en su apellido mi futura condena. Es muy probable que Isabel Escribá descendiera de catalanes (muchos cubanos llevan nombres catalanes) pero tenía las suficientes gotas de sangre negra en sus venas para que su piel tuviera ese color yodado que yo asocio con ciertas bellezas jóvenes que van mucho a la playa o tienen la misma mezcla negra y que no he visto en su plenitud más que en muchas muchachas cubanas entonces y décadas después en varias bellezas brasileñas. Para mi Isabel Escribá era casi una anciana (debía de tener unos 45 años) vista desde mis doce, casi trece, años, pero hoy sé que había en su compañía la promesa retrospectiva de una mujer que fue muy bella, que sin duda gozó su plenitud y, lo que es más importante, fue muy gozada. Ella dejaba saber, con el legítimo orgullo de una esposa, que había sido la querida (es decir la amante oficial) de Domingo Rosillo y lo hacía con la seguridad de que todos sabíamos quién era Domingo Rosillo. Yo, por supuesto, no tenía ni idea. Debió de ser mi padre quien me adelantó la información de que Domingo Rosillo, entonces un hombre «ya mayor», era héroe y pionero de la aviación cubana: había atravesado, volando solo, el estrecho de la Florida en 1913. Luego supe que Rosillo había estudiado aviación en Francia, cuando nadie lo hacía en América, y que su vuelo de sólo noventa millas pero plagado de peligrosas corrientes de aire, había sido un acto heroico, una hazaña. Por la época en que conocí a Isabel Escribá, Rosillo era un antiguo amante, ella tal vez en su recuerdo (el de Rosillo) sólo una medalla más. Isabel Escribá (a quien comencé por llamar, siguiendo la costumbre del pueblo, doña Isabel, para su contrariedad: ella me prohibió tajante un día que la siguiera llamando doña) es importante para mí no sólo porque me sentía atraído por los restos de su belleza, algo similar a contemplar ruinas, sino porque conocía a una verdadera querida. Había oído hablar a mi madre de las queridas (que se diferenciaban de las mujeres del pueblo que tenían amantes en que eran meras mantenidas), recogiendo la información al vuelo indiscreto mientras hacía como que jugaba o más tarde pretendiendo estudiar, en sus conversaciones alrededor de la máquina de coser con sus amigas. También Isabel Escribá me proporcionó el acceso a una fuente de conocimiento: las revistas americanas. Ella tenía entonces (mejor debía decir todavía) un amigo que la visitaba, tal vez un amante, aunque a mí se me antojaba que era un eterno aspirante, un enamorado bobo, un novio perpetuo, que trabajaba de camarero en el hotel Plaza, entonces un obligado paradero de turistas americanos. Como regalo, el visitante de Isabel Escribá le traía las revistas que dejaban olvidadas los huéspedes en las habitaciones. Ya yo había conocido en el periódico Hoy la revista Life, que era como una película fija, pero a través de Isabel Escribá, que me regalaba las revistas después, conocí Saturday Evening Post, Look, Collier’s, Pageant y Coronet. Entre estas revistas, años después, encontré mi primera bañista en bikini, asalto visual que se convirtió en motivo amoroso, en objeto erótico y estímulo de incontables masturbaciones. La beldad más extraña que la fricción: una muchacha morena (la fotografía no era en colores y para mis propósitos preferí que ella no tuviera los ojos azules), sentada en una suerte de barra, las dos piezas de baño dejando ver el ombligo surgiendo entre la separación como el botón prohibido que era, la pieza inferior haciendo los muslos más largos, incrustada la tela en el sexo al tiempo que lo desvelaba, la pieza superior aplastando un poco los senos para sobresalir las medias mamas visibles por sobre las breves tiras negras, ella sonriendo, satisfecha de mostrar su cuerpo espléndido, deleitada, deleitable, yo contento de poder escrutar toda esa carne detenida, de mirarla una y otra vez, de tenerla siempre al alcance de una mano. Hablé de bellezas y de frotes pero cuando Isabel Escribá comenzó a regalarme revistas que tratan fotos de mujeres fáciles a la vista (olvidé mencionar la revista más reveladora: Esquire y sus mujeres dibujadas por Vargas, para vergas) yo no sabía nada de masturbaciones: lo iba a aprender todo ese verano en mi pueblo sin embargo. Fue la ida de vacaciones fuera de La Habana lo que me impidió continuar mi conocimiento de Zulueta 408. Emprendería ese estudio a mi regreso, ya de una manera aplicada. Me tomaría tiempo: el infierno y el paraíso no se conocen en un día.
       No recuerdo cuál de mis amigos en el pueblo —no creo que fuera Nano— me instruyó en el arte de la masturbación, que es por lo demás simple en sus principios: las complicaciones vienen después, una suerte de maña barroca del estimulo sexual. No fue ninguno de mis condiscípulos pues al salir del pueblo había dejado detrás la escuela, los maestros siempre deferentes (nunca supe si tenía que ver esta deferencia con mi padre, con su tío, por el tío de mi madre o era una deferencia académica), los compañeros de clase. ¿Fue alguno de mis amigos del barrio el instructor torpe? Tal vez Langue, quien con su nombre exótico y su pelo rubio blanco era una encarnación del mal sexual en la barriada. Pero Langue me llevaba dos años y era dudoso que condescendiera a reunirse conmigo siquiera. Creo significativa esta falla en mi memoria. ¿Por qué no recuerdo a mi iniciador en el placer solitario, que debió ser importante por la importancia que adquirió en mi vida la masturbación? No hubo —estoy seguro— masturbaciones colectivas, tampoco masturbaciones mutuas, mucho menos que me dejara masturbar por un tercero: no digo segundo porque mi segundo es mi miembro: la masturbación fue siempre un asunto entre mi pene y yo —socio sucio—, bien privado, y alguien más sería un tercero en discordia. Fue años después, muchos, que me masturbé acostado mientras ella a mi lado se masturbaba también.
       Durante años la masturbación precedía, como un ritual, al baño —o la hacía en el baño sin bañarme o en el inodoro o, al principio en el pueblo, en el excusado mismo en que mi abuela me sorprendió con mi prima de ojos verdes cinco años atrás, precoz, casi obsceno. Pero ahora efectuaba mis primeros experimentos en la manipulación de mi pene. Mi iniciador me había dado instrucciones breves pero precisas: con una mano, se mueve así, adelante y atrás, varias veces y ya está: te vienes. No tardé en comprobar por la experiencia cuánto tardaba en lograr la eyaculación, que debió ser exigua esas primeras veces. Ese verano revelador me encontré de nuevo con El satiricón, que vino a ser mi primer auxiliar literario a la masturbación. Recuerdo cómo el libro me pareció cambiado ahora, más rico, olvidados los pasajes retóricos en la búsqueda de literatura erótica. El tomo tuvo que quedarse en el pueblo cuando regresé a La Habana, pero sería rescatado por mi padre nada menos al año siguiente, junto con todos sus libros. Sin embargo no se volvieron a reunir la literatura erótica y la experiencia en El satiricón, al descubrir en La Habana otros estimulantes escritos pero nada literarios que eran en extremo eficaces en el auxilio a la masturbación, aunque estaba también la masturbación por la masturbación, yo encerrado en mi pene de marfil, art for art’s sake de masturbarme, y los estímulos vivos que encontré en Zulueta 408, que era una colmena sexual.
       Al lado de Isabel Escribá, pegada al baño, vivía una familia compuesta por Gerardito —el barbero del barrio, que tenía la barbería en los bajos, justo al lado de la gran puerta de entrada—, Dominica, su mujer, su hermana Leonor (que uno o dos años después iba a morir súbitamente atropellada por un tranvía, pocas semanas antes de su boda: los elementos de un melodrama compondrían una verdadera tragedia familiar: ella además era una belleza andaluza y no se merecía morir), y la hija del matrimonio, Elsita, que era gorda y enana y a la que tuve que sacarle no recuerdo cuántos dientes de leche. El matrimonio, cuando se mudó Isabel Escribá (doña Isabel fue la primera persona que pudo abandonar el falansterio por un apartamento decente, haciéndome concebir la esperanza de que era posible salir de Zulueta 408, pero antes de mudarse no sólo me introdujo al mundo gráfico de las revistas americanas profusas, sino porque conocía al portero del paraíso del Radiocine —tal vez uno de sus viejos admiradores— me hizo entrar gratis al cine muchas veces: así lamenté doblemente su mudada), pasaron a ocupar su cuarto. El cuarto que ellos dejaron lo alquiló Rosendo Rey, un español muy serio, que llevaba siempre un sombrero blanco que mi madre me informó que no era de jipijapa legitima (lo que lo hizo un falso peligroso) pero que un día iba a producir una revelación escandalosa.
       Dominica, al revés de su hermana difunta, era una mujer fea: tenía una cara dura, de grandes quijadas macizas, labios finos, ojos pelados y cejas que se juntaban y era bastante velluda. Parecía una gallega, nada andaluza como su hermana, pero tenía unas tetas enormes que no dejaban de impresionarme entonces. Después, con el tiempo y el conocimiento, me haría un experto en tetas y llegaría a apreciar mucho las tetas pequeñas, las teticas, los senos casi ausentes —como los de Elsita, aunque nunca me pasó por la cabeza la idea o por el cuerpo el menor deseo por aquella niña llena de dientes de leche flojos, siempre empeñada en que yo fuera quien se los sacara. «Debieras estudiar para dentista», me decía Dominica después de cada extracción sin dolor como si ésa fuera una perspectiva luminosa. Dominica solía hablar mucho conmigo, tal vez compelida por su soledad: Elsita en la escuela, Gerardito cortando pelo abajo, su hermana muerta. Creo que fue ella la primera persona en que advertí la soledad en el solar, donde la vida era tan promiscua, tan atiborrada, tan poco propicia a sentirse solo. Ella no me oía leer de corrido o conversaba como hacía Isabel Escribá, aun después del día en que le hablé de un artículo que leí en la revista Bohemia, donde decían que Hitler era antisemita porque era medio judío: «Odio característico de todos los mestizos a su taza». Isabel me miró, suspiró y dijo: «Si tú supieras la verdad», y no dijo más, pero me indicó con su expresión, con su mirada, con su voz triste que yo acababa de herirla profundamente. Fue solamente años después que vine a darme cuenta de mi lamentable error racial. Dominica no tenía la piel color de yodo y solía conversar no de aviones y pilotos audaces sino de temas cotidianos que me aburrían hasta el bostezo, pero con Isabel Escribá, aviatriz (la primera vez que oí esta palabra creí que señalaba a la mujer de un aviador), había comenzado a interesarme en las mujeres mayores: era un interés decididamente sexual. Tenía, claro, mis ojos puestos en muchachas de mi edad, como la visión convertida en pasión distante y nunca, ay, correspondida por Gloria Graña, aliterativa y altanera, bajo cuyo balcón fui un Romeo diurno y remoto y jamás llamado por mi nombre en nombre del amor. Dominica, con su cabeza grande y sus grandes dientes, no podía ser una pasión pero sí era un interés. Comencé a sospechar que ella estaba algo más que entretenida en la conversación cuando un día interrumpió su charla, hasta entonces animada, porque llegó Elsita. Otro día (mi visita debió de tener lugar por la mañana) se volvió muy agitada ante el regreso imprevisto de Gerardito. No fue hasta años más tarde que adopté la costumbre de imaginarme el acto sexual posible, imposible de matrimonios, de gente sola y hasta de solteros, de amigos y de conocidos y aun de completos desconocidos, y ahora pienso que el coito de Gerardito debió de ser espectacular: tan grande, tan gordo, respirando siempre por la boca —por un mal nasal que le acarrearía la muerte: murió repentinamente y cuando le hicieron la autopsia le encontraron una enorme bola peluda que le obstruía el estómago: los pelos los había absorbido de sus clientes, respirando por la boca mientras los pelaba—, colorado por hipertenso, debía de soplar como una ballena y moverse con gran dificultad, arriba y abajo, aplastando casi a Dominica, este leviatán lúbrico.
       Pasó el tiempo y mis visitas se hicieron espaciadas: yo no le dedicaba toda mi atención a Dominica: la constancia no está entre mis virtudes, al menos en lo que respecta al amor. Pero visitaba a Dominica de tarde en tarde y era mi costumbre (aprendida en Zulueta 408, esa universidad) entrar en su cuarto a cualquier hora —siempre que no estuviera Elsita con algún diente de leche flojo o Gerardito ocupando con su corpulencia todo el espacio del cuarto, extendiéndose hacia la terracita, expandiéndose por el solar que era como decir el universo. Esa vez levanté la cortina y entré y sorprendí a Dominica en refajo. Eran todavía los tiempos gloriosos de esa prenda nunca elogiada bastante por los cantores de la figura femenina medio vestida. Dominica no hizo ningún movimiento para completar su vestimenta con una blusa siquiera o por cubrirse con una toalla: simplemente se quedó allí sentada junto a la ventana, que haciendo pendant con la puerta también estaba cubierta por una cortina. No bien la vi mi turbación se convirtió en conversación: ésa ha sido una de las características de mi timidez y así, siendo por naturaleza parco, el ser tímido me ha transformado en gárrulo. No recuerdo de lo que hablé: sólo recuerdo que Dominica me contestaba, pero ni en ella ni en mí había lugar para la conversación: era sólo un retazo, como la cortina, con que enmascaraba la situación. Me había quedado en el mismo sitio que había ocupado de entrada: al ver a Dominica en refajo avancé hasta la mitad del cuarto, que no era muy grande pero cuyas mitades estaban en relación con sus proporciones: por mucho espacio que hubiera ocupado en mi primer avance, todavía me quedaba la mitad por alcanzar, como un Napoleón en una campaña de Rusia erótica, Dominica sentada junto a la ventana, evidentemente acabada de bañar, aún a medio vestir, esperando aparentemente. No me pasó por la mente que me esperaba a mí sino que esperaba a Elsita o a Gerardito, aunque yo sabía que a las tres de la tarde era dudoso que alguno de los dos pudiera regresar y aun si fuera así —¿por qué esperar hija o marido en refajo renuente, más cerca de desnudarse que vestirse? Pero, pregunta sin respuesta, ¿por qué esperarme a mí, visita ahora ocasional, una mujer madura esperando a un muchacho, un adolescente apenas, para una entrevista dudosa? Hablamos (es decir, empecé a hablar yo) y mientras hablaba veía cómo su bozo se cubría de sudor a pesar del baño reciente, siempre ella de perfil, contestando a mis preguntas y haciendo ocasionalmente preguntas que yo debía contestar a mi vez, preguntas y respuestas que no tenían nada que ver con lo que de veras iba a pasar. Yo imaginaba un brazo más largo que el mío —de hecho monstruosamente extendido—, con una mano audaz que llegara hasta el borde del refajo, rijoso, y acariciara sus senos suavemente. No me detenía su fealdad (aunque aun de perfil era posible notar la frente estrecha, los arcos superciliares botados, la nariz con punta de bola y la gran distancia que había entre ésta y el labio superior, que formaba junto con el inferior más belfo que boca: pero todo esto estaba borrado por la promesa de los senos y, lo que es más importante, del sexo) sino el respeto a mis mayores. ¿Y si yo la tocara y ella se escandalizara? ¿O no se aspavientara sino simplemente se lo dijera a mi madre y fuera mi madre la autora del escándalo? ¿O si me echara del cuarto y de su vida? Pero si esas consideraciones sociales detenían mi mano corta no disminuían mi pene que había estado creciendo por su parte todo este tiempo digresivo y ahora levantaba agresivo el pantalón, tanto que la entrada súbita de Gerardito, una rápida mirada suya (en mi imaginación culpable esa mirada sólo podría dirigirse a un sitio, localizado en mi anatomía vestida pero denunciando, anunciando la desnudez) revelaría lo que estaba pasando, o peor: lo que iba a pasar, aun si no notaba que su mujer se hallaba en refajo (yo soñaba despierto que tampoco tenía pantaloncitos debajo, que estaba desnuda excepto por esta pieza que hacía la desnudez parcial más excitante, que ella estaba vestida así a propósito y hasta llegaba en mi fantasía a pensar que ella me había convocado expresamente), que había entre los dos una tensión, una corriente indudablemente sexual. Dominica dejó de hablar y en ese mismo momento yo me callé y, por supuesto, no quedó entre los dos más que un silencio más embarazado que embarazoso por entre el que se podía oír el rumor licencioso de mi pene, compeliéndome, impeliéndome: no faltaba más que actuar. Creo que moví un pie. No estoy seguro. Me movía entre la imaginación del futuro mediato y el presente inmediato, tiempos que abolían el espacio. En ese momento Dominica dejó de estar de perfil, dominando su lugar, y se volvió hacia mí. Me miró y debió notar mi turgencia: yo suponía que era tan visible para todo el mundo (y todo el mundo era entonces Dominica) como para mí: yo lo sentía empujando la doble tela tropical del calzoncillo y del pantalón, mi pene pujante: para mí un apéndice enorme, tan evidente en ese momento como un obelisco en una plaza, mi monumento. Dominica me estaba mirando en silencio pero no puedo decir si me miraba a mí o a mi pene, aunque los dos éramos uno. Al cabo dijo, con voz que era asombrosamente dulce aunque poco cultivada: «Creo que es mejor que te vayas».
       Yo la oí pero no quería creer lo que acababa de oír: esta mujer que había estado conmigo encerrada (las cortinas eran telones que no dejaban ver la escena ni los actores: todo sucedía entretelones en el solar), semidesnuda, intimando, excitándome con su desnudez (o con la promesa de desnudez total que era estar parcialmente vestida), pero también con su conversación (el hecho de que hablara sobre nada, naderías, mientras permanecía impasible en refajo era una forma de excitación verbal), que había hecho crecer mi pene de la casi inexistencia —¿no hay un dicho que dice que lo que no se ve no existe?— hasta ser una presencia que podía conectarnos a los dos, asumía de pronto el papel de ama de casa decente, su cuarto un teatro, y me mandaba a salir, me despedía, me alejaba. No podía entenderlo. Luego llegué a decirme que ella debía sentirse halagada de que con su fealdad y con sus años (aunque realmente tendría alrededor de treinta) lograra no sólo interesarme sino excitarme hasta la indiscreción. Pero hoy tiendo a pensar que la decente Dominica hizo lo correcto.
       Muchos años después descubrí un cuadro de un pintor desconocido para mí en Cuba, Quintín Matsys, absolutamente ignorado —por mi: yo ignorante, a pesar de haberme interesado por la pintura desde muchacho—, su retrato La duquesa fea, imagen de Margaretha Maultasch, que se supone fuera la mujer más fea de su tiempo y mientras mi mujer declaraba: «No he conocido a nadie tan feo», pensé automáticamente en Dominica, dudosa duquesa pero francamente fea y dando un doble salto vertiginoso de años y de lugar, de un rico museo belga al falansterio de La Habana Vieja, de 1963 a tal vez 1943, dije: «Pues yo sí». Desterró mi obscena presencia entonces con voz dulce pero decisiva —después de todo yo pude haberme equivocado del todo y haber tomado por interés sexual lo que era un mero gesto social. Lo cierto es que confundido abandoné ciertamente el cuarto, no temiendo ya a la irrupción de Gerardito, imponente, corriendo, bufando, pujando para conservar el honor de su esposa, ni a la denuncia a mi madre ni a la llegada de Elsita a destiempo, a tiempo para ver mi tienda de campaña y preguntar: «¿Qué es esa cosa?», y descubrir el sexo justamente cuando le salían los dientes de hueso, su sacamuelas de leche también descubridor de la pubertad en su verdadero sentido: cuando se es capaz de concebir: impúber, púber a través de mi pudenda: muestra del miembro que alimentaría su futura envidia del pene: asta y pavés que se había desplegado ante Dominica con la presteza, si no con la destreza de un adulto adúltero.
       Me fui para no entrar más a aquel cuarto que me había despertado el deseo (recordado, imaginario) por dos mujeres entradas en años, una que podía haber sido mi abuela, la otra que bien pudo ser mi madre. Pero si cuando con Isabel Escribá yo sentía una forma vicaria del deseo, pensando retroactivo en lo deseable que debía haber sido cuando joven (aun con su leve estrabismo que quiero descubrir más que revelar ahora, ya tarde), la otra, a pesar de su fealdad feroz, llegó a despertar un verdadero deseo actual. No volví a su cuarto aunque más de una vez ella me hiciera sentir bienvenido y tuviera que sacar otro diente de leche a la siempre repelente Elsita, que parecía producir dientes flojos a una velocidad superior a mi capacidad para extraerlos, Dominica interviniendo para coger el diente todavía sangrante y guardarlo, conservándolo como un tesoro, al tiempo que exclamaba su frase favorita, mis honorarios: «De veras que debieras estudiar para dentista».
       Mi atención se dirigió, como mis pasos, al tercer cuarto que daba a la placita, a la izquierda, hacia un lado. No recuerdo quién vivió en él antes de que se mudaran Zenaida y su familia fértil. Además de sus padres vivían varios hermanos y hermanas allí pero Zenaida era la mayor, la memorable. De una muchacha indiferente devino en días una mujer de rara belleza: blanca, con el pelo castaño rojizo y los ojos violeta, un color de ojos extraño en La Habana, y precedió en sus rasgos a la popularización de la imagen de una estrella de cine europea captada por Hollywood y su máquina de mentiras maravillosas y rebautizada con su medio nombre italiano, Valli. Esta estrella en su declinar —de su fama de actriz, no como mujer: nunca la vi más bella que cuando la conocí— fue a caer en México. Allá, en un night-club de moda donde cantaba boleros roncos una cantante india, me la presentó un productor mexicano años después y yo, que nunca supe dar un paso de baile, impulsado por el alcohol y el entusiasmo, salí a bailar con la Valli y pude estrechar su carne deseable, aunque no tanto como cuando era sombras y nombre, y traté, the dancing fool, de levantarla, ignorante de que sentado en nuestra misma mesa a media luz estaba, silencioso espectador, su marido secreto, un anónimo fotógrafo americano: se habían casado a escondidas para preservar su status de estrella. Cuando supe que eran un matrimonio incógnito se dobló mi vergüenza, por el fiasco al haber intentado conquistar a la actriz y la presencia de su esposo escondido. Me sentí como Joseph Cotten, pero me absuelve de la doble culpa el amor triple: a la estrella de cine, a la mujer verdadera y al recuerdo de Zenaida.
       Ella, mayor que yo, nunca me miró más que como un muchacho vecino y luego se casó con Bautista López, primo de mi padre, que la conoció al visitarnos y que era notable porque aunque era bastante joven estaba blanco en canas. Mi madre decía que Bautista era muy bien parecido, que las canas lo hacían interesante: «Parece platinado». Lo mismo debió de pensar Zenaida pues se hicieron novios enseguida.
       Sin embargo, como a la Valli que era su doble, tuve a Zenaida en mis brazos una vez, aunque no gracias al alcohol y a las sombras sino resultado de una broma imbécil y peligrosa y, ¿hay que decirlo?, adolescente. Zenaida decía siempre que le tenía miedo mortal a los ratones y nadie quería creer el tamaño de su horror que era una convención cómica del eterno femenino. Un día juntamente con el Chino (uno de los muchachos que vivían en el solar) y otro muchacho más (no recuerdo quién: tal vez fuera Cuco) le preparamos una sorpresa culinaria a Zenaida. La invitamos a comer al cuarto del Chino, que daba a la calle (el mismo cuarto de olor exótico que vinimos a parar a nuestra llegada a La Habana, heredado ahora por la familia del Chino que eran parientes de los antiguos inquilinos), la hicimos salir al balcón antes de la comida y el Chino se apareció con un plato cubierto con otro y diciendo «Zenaida, mira —vivito y coleando» levantó el plato superior para descubrir en el otro plato un ratón muerto. Al verlo Zenaida dio un grito y por poco la broma termina mal, pues en su pánico ella intentó saltar del balcón a la calle. Fui yo quien tuvo la doble suerte de atraparla: a la vez evité su muerte y la tuve en mis brazos viva, un momento nada más pero el tiempo suficiente para sentir su cuerpo tembloroso, no por mi abrazo sino por el animal muerto, no por amor sino por horror incoercible a los ratones, su miedo no menos impulsivo que mi deseo. Zenaida me perdonó mi participación en la broma pero yo no olvidé mi parte. Después sólo me consolaba de la envidia por Bautista saber que yo también había estrechado las carnes de Zenaida, semejantes a las de la actriz italiana, pero más jóvenes, más tiernas aunque no menos renuentes las dos a mi abrazo, ambas un mismo mito.
       Antes de recorrer recordándolo el largo pasillo central, que es más largo ahora en la memoria, y volver a entrar en los cuartos que frecuenté durante los ocho años adolescentes (en realidad mi adolescencia se extendería más allá de la adultez, durando duradera), quiero contar mi encuentro con el mal y el placer hechos una misma carne: el mal para otros, el placer también para otros, pero para mí un encuentro memorable. Ocurrió al regreso del verano en el pueblo, todavía era verano porque yo no estaba yendo a la escuela y ese septiembre fue que empecé de oyente en el Instituto. En mi ausencia mi madre había hecho amistad con una muchacha que nadie trataba en el piso porque era puta. Había otra puta en el solar pero ésta era lo que luego conocería como puta de postín, que tenía un cuarto alquilado pero no vivía en él, sólo lo visitaba. Pero Etelvina (éste era el nombre de la muchacha) era lo que se llamaba una fletera, una puta que hacía la calle, nombre y frase aprendidos en La Habana. Solamente mi madre, con su terrible tolerancia, rompió el cerco social a que tenían sometida a Etelvina. Cuando dije que Etelvina era una muchacha no era una aproximación y debía haber dicho su edad: Etelvina Marqués no tenía más de catorce años y le había confesado a mi madre que hacía dos años que era puta. Se había escapado a esa edad de casa de su madre en Camagüey y había venido a parar en La Habana. Ella era sobrina del senador Marqués, notorio años atrás por haber sido asesinado en condiciones misteriosas que no descartaban el crimen político. Etelvina había contado a mi madre quién era, qué edad tenía en realidad y cómo se había fugado de su casa.
       Al revés de muchas putas, Etelvina no tenía chulo y era en extremo independiente. Era una muchacha alta, rubia (teñida de rubio, con ese color rubio característico del pelo oscuro oxigenado, no rubio albino ni color miel sino un tono intermedio pero definido, como rubio quemado), bonita y bastante feliz, tanto que justificaba la frase mujer alegre. Era, además, asombrosamente adulta, tanto que nadie adivinaría que tenía catorce años si ella no lo declaraba —lo que sin duda le había permitido escapar a la ley de corrupción de menores. Mi madre, tal vez para demostrar que no temía a la lepra social de Etelvina, se había adjudicado la labor de cuco de despertarla por las mañanas: ella que se levantaba temprano (mejor dicho, que no dormía: toda su vida fue una insomne), se encargaba de que Etelvina no durmiera después de las once.
       A mi regreso del pueblo mi madre me confió esta tediosa tarea: yo debía despertar a Etelvina todos los días tocándole fuerte en la puerta hasta que ella declarara que estaba despierta. Pero de ninguna manera debía yo entrar en su cuarto: me advirtió que Etelvina, aunque una buena muchacha, podía tener enfermedades malas, que era el término general para todas las gonorreas, blenorragias y sífilis de la mujer mundana. Es más, la frase enfermedad de mujer mala fue la que empleó mi madre, a pesar de su liberalismo. También me dejó saber con palabras veladas que en el cuarto de Etelvina se concentraba todo el mal de La Habana. (En el pueblo, curiosamente, aunque era grande no había más que una puta, también escandalosamente rubia, Gloria Cupertino: tan contagiosa que la sola mención de su espléndido nombre era capaz de infectarte). Desperté a Etelvina muchas veces, tocando a su puerta no como un cuco sino un pájaro carpintero. Pero un día fui a despertarla y toqué a la puerta, una, varias veces y nadie respondió. Volví a tocar una vez más y vi que la puerta, como en las películas de misterio, estaba entreabierta. Pensé que algo le había pasado a ella durante la noche que había dejado la puerta abierta. (Aunque a veces, en el verano, nosotros dormíamos con una puerta abierta, solamente protegidos por la cortina constante, pero Etelvina no tenía telón de boca). Empujé la puerta y se abrió más, se abrió toda y desde allí, detenido por el marco, pude ver el cuarto completo, pero ni siquiera lo miré: sólo tuve ojos para Etelvina: estaba acostada en la cama, bocabajo, totalmente desnuda. No sé qué me conminó a entrar, si la curiosidad incierta o definidamente el deseo. Fui hasta la cama y toqué su cuerpo (por un hombro) porque entonces, mi mente morbosa, se me ocurrió que estaba muerta, tal vez aniquilada por el mal de mujer mala. Al tocarlo sentí su hombro tibio (cálido casi: estaba vivo: desde la muerte de mi hermanita, años antes, había aprendido que los cuerpos muertos, pecadores o inocentes, están todos fríos) y ahora la sacudí por el hombro. Etelvina se despertó, dándose vuelta lentamente: al verme me sonrió. «Vine a despertarte», le dije. Ella bostezó: al revés de los dientes míos, de los de mi familia, tenía una dentadura completa y sana: el mal no la había atacado por la boca. «Es que anoche», me explico entre bostezos, acción que yo había aprendido que era de pésima educación y ella era sobrina de un senador, aunque difunto: tal vez la calle la había contagiado no sólo del mal sino de malas maneras, «me acosté muy tarde». Entonces reparé que todo este tiempo había permanecido desnuda, sin hacer el menor gesto para cubrirse, yo viendo vagina velluda: la primera que veía en mi vida. Enseñaba sus tetas que me parecieron enormes: las únicas que había visto desnudas hasta ahora, las de mi madre, ojeadas subrepticiamente, no eran la tercera parte de grandes que las tetas de Etelvina y no era una mujer sino una mera muchacha. «Siéntate», me dijo, haciendo un lado para mí en la cama y yo la obedecí más rápido que si lo hubiera hecho de intento, impelido como siempre por mi timidez. (Debo intercalar aquí que tuve cuidado, al ver a Etelvina desnuda en la cama, de cerrar la puerta a mis espaldas: tal vez lo hice para que no la vieran desnuda desde el pasillo, tal vez fue otra acción de la timidez, pero nunca tuve la intención de crear una intimidad: Etelvina era para mí el mal y además estaba muerta, ¿recuerdan?). Me olvido de qué habló y tal vez no habló de nada más que de lo que habló y habló, ¿de qué otra cosa?, de sexo: era una criatura sexual: selección natural. Recuerdo con los ojos pícaros que me miró al hablar (tenía los ojos maquillados con lo que todavía se llamaba maybelline: el rímmel actual, la máscara americana, pero no tenía los labios pintados: tal vez se los hubiera borrado el sueño —o alguien antes), su voz sugerente: «Qué», me dijo de pronto, «¿no te haces todavía tu pajita?». Yo pretendí que no entendía de lo que hablaba: no podía decirle que yo sí sabía lo que era la masturbación, un arte que había aprendido hacía poco, pero al revés de otras artes la había aprendido bien. Claro que hubiera preferido haberla estudiado con Etelvina que con mi anónimo informante: era mucho más agradable que toda aquella carne desnuda que veía desparramada por la cama hubiera sido mi instructora y no Nano, el muchacho del pueblo, pobre iniciador. Pero no le dije nada a ella: no hablé de si sabía o no sabía: me quedé callado. «¿No sabes cómo se hace?», me preguntó Etelvina y se sentó en la cama, sus senos que antes caían a los lados del cuerpo ahora se irguieron con ella y se veían como duros domos dorados. «Es muy fácil», continuó. «La sacas de ahí», señalando para mi portañuela que estaba lisa como fláccido seguía mi pene: atemorizado, replegado, reducido por el miedo a tanta carne próxima, «y te sacudes la pichita y te vienes». Por un momento temí —pero también deseé que ella fuera a hacerme una demostración allí mismo. Quod Eros demonstrandum. Pero no la llevó a cabo: se quedó sentada en la cama, las piernas recogidas entre sus brazos, el sexo casi abierto o tal vez abierto pero no bien visto con mis ojos tímidos. «Pero tienes que hacértela tú solo», advirtió, «si no, no es una paja». Ahora me atacó el temor de que se apareciera mi madre: yo llevaba demasiado tiempo en la tarea de despertar a Etelvina cuando bastaban tres toques, pero no tenía ninguna gana de dejar el cuarto, no por mi propio modo. Etelvina era la primera mujer que veía verdaderamente desnuda (cuando vi desnuda a mi prima ella era una niña y para colmo creo que sólo se subió la saya, y las tres mulaticas amorosas nunca se desnudaron para mí: una de ellas lo hizo en el baño pero no tuve valor para salvar la barrera de pudor que era la pared protectora y mirarla ducharse) y aunque había encontrado a Etelvina desnuda (no es lo mismo ver desnudarse a una mujer que verla ya desnuda) no dejaba de ser excitante, aun por encima de mi timidez, de mi miedo, de mi aprensión a la próxima llegada de mi madre que era entonces (con respecto a Etelvina) la policía del sexo, me emocionaba hasta alcanzar a oír los golpes de mi corazón delator ver aquella muchacha de tetas grandes (para mí grandiosas), con caderas de mujer ya, con su sonrisa tan pícara como su mirada, hablando impúdica de pichas, de pajas y de venidas como si hablara de flores desnuda en un jardín.
       No sé cómo salí del cuarto, cómo pude irme del recinto de aquella develación, cómo pude abandonar tanta delicia y dejar a Etelvina dorada desnuda, mirándome con sus ojos lúbricos, sonriendo con sus labios pudendos (aun sus grandes labios debieron sonreír entonces aunque yo no sabía localizarlos), alejarme de esta puta púber y alegre. No fue la única puta contenta que encontré en mi vida: años después, trabajando en Carteles, que estaba junto a uno de los barrios de burdeles de La Habana, en su mismo borde, dando fácil acceso —anexo, diría Silvio Rigor por esa época a los bayús, conocí putas gayas. No sé por qué mi literatura no lo reconoció así: tal vez era derivada, dependía demasiado de la noción errónea, aprendida en los libros, Zola Vayas, de que todas las putas son infelices. No me tocó en suerte despertar más a Etelvina. Quizá mi madre notó mi demora ese día o vio en mi cara que me había tuteado con el mal. No lo sé, pero el hecho cierto es que no volví a ver toda esa espléndida carne joven, desnuda y fácil. Al poco tiempo ella se mudó del solar y cuando la vi fue siempre de lejos. Un día, una tarde, atravesó los jardines del Instituto, dorando al sol como Melisa sus cabellos y con los fragmentos desnudos que ofrecía al mirón —brazos, piernas, cuello— compuse su cuerpo corito. Otro día estaba ella en la calle comprando canisteles que copiaban su color en el puesto de frutas de la esquina de Teniente Rey. No creo que ella me vio tampoco esta vez: estaba tan linda como siempre aunque me asombró que estuviera levantada tan temprano: eran las once de la mañana.
       Pero Etelvina dejó su verdadera estela en Raúl de Cárdenas, un estudiante eterno que estuvo enamorado de ella (tal vez fue un cliente, tal vez ella le regalaba sus existencias, sus esencias) y que vino por casa de visita un día, como hacía a menudo. Mi madre lo encontró pálido, pobre, y Raúl confesó que Etelvina lo había infectado de una enfermedad incurable: la temida palabra sonó susurrada: sífilis, sibilante y secreta, y noté la alarma de mi madre y su compasión por Raúl víctima aunque nunca condenó a Etelvina culpable. (La sífilis era curable ya pero su cura era terrible, a veces con efectos alternos, catastróficos. Cuando se fue Raúl mi madre enseguida limpió con alcohol la silla en que había estado sentado él: no sabía mucho mi madre de enfermedades venéreas ni de bacilos o virus, pero yo entonces sabía menos que mi madre y si de algo me contagió Raúl, o Etelvina, fue de un terror incoercible —como Zenaida y sus ratones— a las putas, que resultaría más nocivo para mí que haberme realmente infectado de sífilis al sentarme en la cama peligrosa de Etelvina).
       Directamente enfrente a nuestro cuarto vivía una familia integrada por un hombre, su mujer y dos hijas, pero las hijas eran ya mujeres —o al menos me lo parecían. Era una familia curiosa. La madre debió de ser hija de chinos porque era china, pero no solamente era china ella sino que la fuerza de su raza pujante había logrado que sus dos hijas salieran también chinas. Todas eran habaneras pero una de las hijas, llamada Gloria, era una furia oriental, un dragón en forma de mujer, una versión de la Dama del Dragón. Nunca la vi siquiera sonreír, mucho menos reír pero sí estallar en ira con todo y contra todos, y en especial su blanco era su padre blanco —que se llamaba, cosa curiosa, Amparo: era la primera vez que me encontraba con un hombre con nombre de mujer. Por supuesto yo había oído el nombre de José María y Jesús María, en que el nombre femenino de María era como un complemento, pero alguien llamado Amparo y que fuera un hombre era inusitado. Pero el pobre Amparo era apocado, como determinado por su nombre, superado numéricamente por las chinas de su casa, de su cuarto, comendadas por su mujer, que se llamaba Celeste: ese extremo oriental era el imperio de Celeste y sus hijas. La mayor, Gloria, era lo que se llamaba una solariega. Ya he explicado brevemente mi teoría de cómo llegaron a llamarse solares estas cuarterías (no falansterios como Zulueta 408, sino los verdaderos solares de La Habana Vieja, los primeros), en que casas solariegas, abandonadas por sus nobles o ennoblecidos dueños cuando la Independencia, fueron divididas interiormente, formando cuartos en que acoger la creciente población habanera, a la emigración interna de los primeros años de la República, a los mismos guerrilleros mambises, a su tropa, no a los oficiales, la soldadesca compuesta en su mayoría por blancos pobres y negros o mulatos, los oficiales blancos que tenían nombre heredando las casonas de La Habana que se expandía extramuros, precisamente en la continuación de Zulueta o de la calle Monserrate, ubicándose como nuevos aristócratas, caricaturas coloniales, en El Cerro, en La Víbora y hasta en el lejano Vedado. Así las casas solariegas de La Habana Vieja quedaron apocopadas en solar, solares. De solar hubo una nueva derivación hacia su origen y nació el adjetivo solariego, perteneciente o propio del solar y sin tener que ver con casa solariega ya. Este adjetivo era una manera despectiva de describir un carácter o señalar una manera: quería decir la forma extrema de lo vulgar, escandaloso y bajo. Gloria no heredó el carácter intimo y reservado de los chinos: ella era bullanguera, chusma: Gloria era solariega. Ella era la primera persona en que me encontraba este carácter habanero plebeyo, ya que en la cuartería de Monte 822 se respiraba una atmósfera familiar y nunca vi ni oí una pelea —el único desacuerdo fue la conspiración de María Montoya para servir sobras a Rubén Fornaris y el descubrimiento y revelación de esta deleznable infamia realizado por Victoria y mi madre. En Zulueta 408, no bien habíamos regresado, cuando un día iba yo por el pasillo rumbo a nuestro cuarto y de pronto me salió al paso un hombre, mejor dicho un hombrecito, pues tenía más o menos mi estatura, y me retó sin ningún motivo, sin ninguna provocación de mi parte, yo yendo tranquilo: «Oye lo que te voy a decir», me dijo, «¡ándate con cuidado o te voy a romper la cara!». Lo dijo muy serio, casi feroz, de manera que no era una broma. «Una cosa», agregó, «se lo puedes decir a tu padre, que a él también le parto la cara. ¡Anda, díselo!». Y se quedó en el pasillo, junto a su puerta, como esperando que yo fuera a contarlo a mi padre. Por supuesto que no dije nada. Pero estuve un tiempo temeroso de que este personaje irracional atacara a mi padre. Afortunadamente se mudó a los pocos meses. Éste era un ejemplo de solariego físico, que hablaba bajo y amenazaba alto. Gloria era una solariega verbal. No sólo insultaba a su padre, insultaba también a los vecinos de al lado y una vez llegó a insultar a mi madre gratuitamente: era obvio que era capaz de insultar al universo. Después del insulto a mi madre todos dejamos de hablarle: mejor dicho, nunca le habíamos hablado realmente pues la comunicación con estos vecinos tan obvios (no había más que levantar la cortina y eran visibles) se hizo siempre a través de Delia, la hermana de Gloria. Ésta era una verdadera belleza, con un cuerpo menos curvilíneo (ésa es otra palabra que aprendí en La Habana, donde tuve que aprender tantas, tanto que el español se me hizo exótico) era más escultural (otra palabra nueva) y tenía una palidez que debía de haber heredado de su abuelo chino, ya que Amparo era blanco pero oscuro y su madre era de piel trigueña, como su hermana Gloria. Otro contraste: Delia era dulce y hablaba con una voz muy agradable, casi acariciante: una voz muy difícil de encontrar en el solar: no era nada estridente y al mismo tiempo era sensual. Gloria solía exhibirse yendo hasta el baño en ropa interior, pero yo no me atrevía a mirar por temor a ofender al dragón en refajo. Delia era por el contrario muy recatada. Las dos salían mucho juntas, sobre todo a bailes: les encantaba bailar y a veces llegaban muy tarde y las oíamos, en verano con la cortina nuestra única puerta nocturna, llegar conversando, Gloria resonando con su voz de gong, Delia susurrando como un abanico: parecían pertenecer a distintas dinastías. Por el día Delia casi desaparecía y era una fiesta para mis ojos cuando la veía surgir de entre la cortina, que se me antojaba chinesca aunque tal vez fuera tan indescriptiblemente habanera como nuestro telón de foro. Un día me llamó y me encantó cómo pronunció mi nombre detestable, destacando el inevitable diminutivo como una intimidad. Tal vez fue para que fuera a un mandado, una de las maldiciones de Zulueta 408, en que yo tenía que hacer mandados no sólo a mi madre sino para los vecinos también, sobre todo a la horrible América, hermana de la amiga de mi madre del pueblo, América que era tonta y a la vez hipocondríaca, con sus sucesivas cirrosis y colon caído y hernia del hiato, pero que nunca fue ciega: tenía un ojo certero para verme pasar rumbo a la calle frente a su puerta encortinada y llamarme en el momento preciso en que creía haber salvado aquel estrecho erizado de mandados, Caribdis un vecino, Escila América. Pero no me importó nunca hacerle un mandado a Delia: me encantaba sobre todo cuando depositaba el dinero en mi mano: ese breve contacto de sus uñas chinas con mi palma abierta duraba una delicia. Pero más que estos momentos fugaces recuerdo una ocasión inolvidable porque es eterna. Yo salía de nuestro cuarto y hubo un golpe de viento propicio que no abolía la oportunidad: el aire levantó la cortina de bambú y pude ver a Delia en refajo: sus brazos desnudos hasta la axila pálida, el comienzo de sus senos, sus piernas mucho más arriba de la rodilla, convertidas allí en muslos torneados (yo no sabía todavía que se llamaban así en La Habana pero veía que así eran), toda su belleza asiática, con la suficiente sangre cubana para hacerla más sensual, ésta descendiente de concubinas (eso es lo que pienso hoy, cuando vienen a mi mente los nombres de Shanghai y de Cantón, y de Sechuán, lo que recuerdo ayer es una Delicia innombrable), vista sólo un momento memorable, deseando yo que la ocasión de mi salida hubiera tenido lugar antes, antes el viento revelador, pues evidentemente se estaba arreglando para salir, y haberla podido ver en pantaloncitos y ajustadores o, quién sabe, haber coincidido con el precioso, preciso instante en que estuviera toda desnuda, en cueros, indeciblemente corita: la beldad china, la primera que habría visto en mi vida (en el pueblo había chinos pero no había una sola china: los podía ver en la fonda de La Marina, donde los visitaba a veces con mi padre, en que hablaban de Chiang Kai-shek debajo de un retrato, un cromo chino, de Chiang Kai-shek, todos chinos. Hasta nuestro vecino contiguo, Rafaelito Hidalgo era medio chino a pesar de su nombre que tomó de su madre cubana, y el chino Chan con su tienda en La Loma, a una cuadra de casa de mis abuelos, casado con cubana, era hijo de chino y cubana él mismo: todos ellos chinos pero no había una sola china visible en mi pueblo, lo que me hizo llegar a la conclusión temprana pero arraigada de que no existían las chinas) y aquí estaba Delia, en todo su esplendor asiático para desmentir mis teorías infantiles, provocando con su media desnudez (pero suficiente para mi memoria) mi deseo adolescente por la belleza china. La gloriosa Delia (ella debió llamarse Gloria y no su horrible hermana), la que rodeé con una muralla de miradas, acabó, destino chino, como concubina. Ella se fue pero no regresó a China. La familia toda se mudó del solar en grande y luego nos enteramos de que fue gracias a que Delia deliciosa se hizo amante por proximidad de un senador que llegaría a ser ministro para terminar en presidente. Aunque Delia no lo acompañó por todo su camino de éxito político: su suerte quedó oculta en un misterio impenetrable. La visión de Delia (una sola visión larga interrumpida por la cortina o muchas mínimas) se convirtió no en una fijeza sino en una fijación. ¿Dónde encontrar una china penetrable?
       Justo al lado vivía Sonia, la polaca. Debía ser evidente que si esta mujer se llamaba Sonia, hablaba con acento ruso y además decía que venía de Rusia, era porque era rusa. Pero para todos los vecinos del solar ella era La Polaca, versión de una perversión. Hay que decir que si en el pueblo, en mi provincia natal, todos los libaneses y sirios eran llamados moros, en La Habana todo judío, fuera alemán, húngaro, búlgaro, ruso y hasta lituano era llamado polaco, sin que hubiera mayor razón para llamar a unos moros y a otros polacos. Lo que menos había entre los inmigrantes del mundo árabe o de Europa oriental en Cuba eran marroquíes y poloneses. La Polaca, polaca esencial que nunca fue Sonia y de quien jamás supe su apellido, tenía fama de loca —y loca era. Un día, después de concluir una de sus interminables discusiones con interlocutores que eran solamente audibles (y visibles) para ella y que formaban muchedumbre a uno y otro lado de su cuerpo gordo, trató de pegar fuego a nuestra cortina, lo que impidió una vecina alerta que avisó a mi madre. Esa noche, cuando pudo haber aprovechado nuestra ausencia en el cine para incendiar todo el cuarto, se contentó con hacer de su propia cortina una pira, bailando alrededor de la llama viva. Era casi casi incongruente (por no decir perversa: la suya era una inocente locura) su obsesión con el fuego, pues su amante actual, quien le pagaba el cuarto y la mantenía, era bombero. Su edad avanzada y sus relaciones con una piromaniaca ponían en doble peligro su trabajo, pero el bombero era fiel a La Polaca —que ya no era joven ni tampoco bella ni limpia. Un día, sosegada momentáneamente su locura locuaz, nos trajo un álbum con fotos familiares. Había un militar de grandes bigotes, que ella dijo que era su padre, y una muchacha rubia y bella, que La Polaca identificó como ella misma: todavía era rubia, a pesar de sus años. Otro día de ausencia de sus fantasmas contó que su padre era capitán de cosacos cuando llegó la Revolución y tuvieron que emigrar: da vértigo imaginar cuántas estaciones intermedias debieron tocar como puertos de escala para llegar a Cuba, a La Habana, a Zulueta 408! La Polaca, según rumores del hormigón, había sido amante de gente importante cuando joven y de uno de ellos (nadie se atrevía a mencionar su nombre: así era de conocido y de peligroso su conocimiento) había cogido la sífilis, que la volvió loca. (De nuevo esa palabra relacionada con el sexo y la locura, nombre que cogí en La Habana: en el pueblo mi tío Pepe hablaba de enfermedades venéreas, que era un término misterioso para mí y cuando se refería a alguien que, según supe después, estaba loco de sífilis, contraída o heredada, siempre se refería a la tara, que era una palabra intrigante, que no dejaba de tener su encanto: «Táramo heredó una tara» —casi parecía la herencia de una enorme hacienda y el sonido de tara asociado con vastas posesiones lo confirmé con la visión de Lo que el viento se llevó, donde el nombre de la gran mansión sureña era Tara!). La Polaca regresó de sus lapsos nostálgicos a su locura para darnos un señor susto. Una noche se apareció con un policía, que ella fue a buscar no como sustituto de su bombero, sino como agente de la ley. «Esta señora dice», dijo el policía a mi padre, «que oye sonidos intermitentes», y me sorprendió la fraseología del policía (ésas no podían ser palabras de La Polaca), pero sólo momentáneamente porque fue mayor el miedo al oír que La Polaca decía y repetía: «¡Telegrafía! ¡Telegrafía!», y aseguraba en un español malévolamente fluido de repente que las emisiones dementes (aunque perfectamente sanas para el policía) surgían de nuestro cuarto. Ocurrió en plena guerra y había en La Habana una especie de histeria vigilante del espionaje enemigo, desde que los servicios de inteligencia habían atrapado in fraganti a un agente alemán, Heinz Emil Luning, quien fue juzgado, condenado a muerte y fusilado. Entonces esto fue un acto extremo y a pesar de la guerra en que el país estaba envuelto, aunque sólo nominalmente, hubo mucha gente a la que disgustó el fusilamiento de Luning, que tenía fama de buena persona. Con todo se buscaban espías por todas partes y justo en ese momento histérico venía La Polaca a acusarnos de producir sonidos de telégrafo en casa, donde uno de la familia era miembro de las fuerzas armadas, precisamente radiotelegrafista de la marina de guerra, destacado en la base de Casablanca, al otro lado de la bahía —y, colmo de la casualidad adversa o de la perversidad demente, mi tío el Niño, que era ese marinero telegrafista, estaba con licencia y de visita en casa! Mi madre, que no había tenido miedo a la vida política clandestina sólo unos años antes, ahora se aterró. Yo compartía su terror, mi pánico aumentado por el miedo que desde niño le tengo a la policía, a la ley, a los tribunales —todos para mí el enemigo malo. Afortunadamente vinieron otros vecinos, testigos de la defensa, y mi padre le dijo al vigilante que registrara el cuarto, donde era evidente que no había mucho que encontrar oculto: todo estaba a la vista. En ese momento, La Polaca cayó en una especie de ecolalia demente, hablando con agentes enemigos invisibles, y el policía se convenció de que no estaba entre espías nazis, que no había trasmisor de Marconi en código Morse y que los sonidos en clave que la exótica y ahora delirante denunciante decía oír no existían más que en su cabeza enloquecida. Después de otros incidentes que no se confinaron al solar sino que tuvieron lugar en la calle, en el Parque Central, hasta en el Prado, La Polaca fue recluida en el manicomio de Mazorra —para congoja de su amante bombero, quien presuntamente no vivió mucho más. Como se ve, es una historia de amores trágicos y fue una lección de amor para mi: el amor, como la sífilis, también conduce a la locura y a la muerte.
       En el cuarto frente a La Polaca vivía una de las tres Marías del solar: María la Mallorquina, como era conocida. María, una mujer muy mayor, había venido de España hacía muchos años aunque conservaba todavía un fuerte acento mallorquín. Vivía sola con su gloria y único amor, que era su nieta Barbarita. Ésta era una niña que debió de tener unos ocho años cuando llegamos al edificio y ya su belleza era notable: rubia, de guedejas amarillas y enormes ojos azules, tenía una boca, no una boquita, formada como la de una mujer madura que contrastaba con sus ojos infantiles y la hacía inquietante al sonreír como una menina monstruosa. Más de una vez lamenté que Barbarita no fuera mayor y cuando creció, antes de ser completamente una muchacha, desapareció con su abuela y a menudo me pregunté qué fue de su suerte sexual, qué se hizo de su belleza, adónde fue a dar que fuera más apreciada esa Barbarita que amenazaba siempre con hacerse Bárbara. El cuarto —antes de la lamentada desaparición de Barbarita hacia otro circo en que exhibir su encanto de enana erótica— fue compartido por una parienta de la Mallorquina (no recuerdo si era hija suya o sobrina) con su marido y sus dos hijas, Lucy y Daisy, quienes, como dice el judío, Barbaritas no eran, Daisy era la menos fea de las dos, con el pelo teñido de rubio desde niña, la cara redonda, de cachetes gordos y ojos pequeños, su mejor facción era una sonrisa sana. Su hermana Lucy era idiota, quiero decir retrasada mental, de boca babosa, por la que salían siempre unos dientes sarrosos botados, de ojos hundidos, más bien bizcos, pelo escaso y lacio y la cara con menos forma que el cuerpo, que tendía a ser jiboso y contrahecho. Ella era mayor que Daisy o al menos más grande y tenía como muchos morones una sexualidad a flor de piel. A menudo la veía recluida en los rincones rascándose las entrepiernas, pero lo hacía tan concentrada, tan seguido, su mano metida entre las ingles que era una masturbación por sobre la ropa. Era tan repelente que parecería que nadie se le podría acercar con intenciones sexuales, pero ya sea por la promiscuidad o porque el individuo era en realidad un canalla que además lo parecía, con su pelo ondeado envaselinado, sus facciones de castigador y su bigotico a la moda, su padre (que no era realmente su padre sino su padrastro) la dejó en estado, lo que se vino a saber, ambas cosas, la preñez y el causante, cuando fue demasiado tarde. En este tiempo Daisy había crecido y no sé por qué mostró cierta parcialidad hacía mi, que mi renuencia por no decir mi negativa a corresponder (ella de adolescente tenía demasiados granos en la cara), la convirtió en insistente atención, mandándome recados a menudo, demostrándose dispuesta a ser mi noviecita, no mi novia aunque ya ella era una muchacha hecha y derecha (no había heredado la joroba de su hermana). (Si muestro cierta tendencia a telescopiar el tiempo aquí es porque esto ocurrió durante un largo período que estuvo mechado de otras circunstancias sexuales sucedidas en el solar). El último mensaje de Daisy García lo recibí cuando todos ellos se habían mudado para una casa en el Paseo del Prado, casi llegando al Malecón, y fue, cosa curiosa, una cartica, llena de faltas de ortografía, citándome para verla en el parque de los Mártires (ella le daba su otro nombre de parque de los Enamorados) una noche a las ocho. Era domingo y en vez de atender a su llamada me fui a pasear por el Malecón con Silvino Rizo, compañero de bachillerato, a mirar pasar las muchachas maduras. Recuerdo sin embargo haber visto a Daisy de lejos, merodeando. Ésa fue la última vez que la vi en tres dimensiones. A la siguiente vez, años después, la vi en una fotografía de la farándula, debajo de un título que decía SENSACIONAL RUMBEA-DELICIOSA DAISY. Allí mostraba, por entre la bata de vuelos abierta, unas piernas que nadie hubiera adivinado años antes y una figura espléndida: ella más que bella embellecida por el maquillaje, sus granos desaparecidos bajo el pancake, los ojos pequeños antaño ahora crecidos por el rimmel y su sonrisa de siempre. El pie de grabado daguerrotípico decía en qué cabaret bailaba y de haber tenido dinero habría ido a verla bailar la rumba, ciertamente de salón, y a lamentarme de no haber sabido cómo un renacuajo puede llegar a convertirse en sirena.
       Al lado de La Polaca vivió un tiempo el enano violento que pretendió desafiar a mi padre por mi persona interpuesta. Cuando se fue con ira vinieron a vivir allí una prima hermana de mi madre, Noelia, y su marido Manolito, que era tabaquero en el pueblo y tabaquero fue en la ciudad. Como Noelia y Manolito fueron novios por siete años (estos noviazgos largos eran cosa común en el pueblo: mi madre conocía una pareja que habían sido novios quince años antes de casarse!) y como el compromiso consistió en las largas visitas que hacía Manolito cada noche, sentado en un balance junto a Noelia en otro, los asientos paralelos (los balances cruzados se habrían considerado una impropiedad), bajo el ojo avizor de mi tía Luisa —que no sé cómo no advirtió que su guardia nocturna era una condena, el carcelero tan condenado como el prisionero— o bien Manolito, venido a media tarde con su caja de lápices de colores a copiar meticulosamente no las facciones de Noelia sino imágenes religiosas: calcando santos piadosos, vírgenes impolutas y Cristos celestiales, no es extraño que Manolito y Noelia no tuvieran hijos y asimismo inferir que no hubo lugar a muchas transformaciones non sanctas en ese cuarto —tan borrado para mi memoria erótica primero por el enano eternamente enojado, luego por Noelia y Manolito, sedantes, sosegados, tanto que cuando ellos decidieron regresar al pueblo, incapaces de soportar la presión de la vida urbana, buenos, inocentes, sólo habría podido sustituirlos en aquella habitación el Espíritu Santo.
       En el cuarto siguiente vivía Georgina, que era la única negra pura (con excepción de la minúscula Elsita en la azotea) que vivía en el solar. Era la mujer más alta del predio y de una belleza de rasgos regulares y perfectos que la hacían parecer nubia. Tenía varias hijas y la mayor, Marta, había sacado las facciones finas de su madre pero era aún más negra y bella. Siempre lamenté no haber podido ver a Marta convertida en muchacha y a menudo he imaginado que debió de ser una espléndida belleza núbil. Su madre estaba casada con un marinero que era un negro grande, feo, ya mayor, con el exótico nombre de Tartabull: debió descender de esclavos de un colono catalán. Tartabull estaba poco en su casa, al principio por sus deberes náuticos (lo que era extraordinario pues la armada cubana era todavía tan exigua como en los tiempos cuasi heroicos de Eloy Santos y su motín a bordo abortado: la flota de guerra constaba de dos cruceros, el Cuba y el Patria, que estaban siempre anclados en el puerto, uno de ellos aparentemente en dique seco), pero luego se supo que el marinero en tierra, Tartabull, pobre y feo y viejo se permitía el lujo, la lujuria, de tener más de una familia y Georgina no era su mujer sino su mantenida. Georgina me tenía afecto y solía saludarme en los días en que me atacaba la melancolía y me sentaba en el patio, en la placita, en el espacio común a nuestro cuarto, negado al ser y al sexo, a mirar a la nada, con un «¿Qué, estás orate hoy?», sin saber que aludía a mi salud futura en su saludo. Yo también le cogí cariño a Georgina, pero siempre me separó de su belleza negra una segura barrera de seriedad profunda, de decencia innata: ella seria una mantenida, una mujer de segunda pero se comportaba como una primera dama. Además, a pesar de su bella cara, de sus largas piernas de nubia que podrían enredarse, según dijo Silvio Rigor de otra mujer, en otro tiempo, como culebras lúbricas, yo prefería el embrujo promisorio de su hija efigie. Una o dos veces, en sus doce años, tuve a Marta sentada en mis piernas, pero fueron momentos, puedo jurarlo, tan inocentes como las ocurrencias rubias en las piernas del reverendo inglés —¿o tal vez tan culpables?
       Al lado y al frente del cuarto de Georgina había dos cuartos sin cortina, señal impúdica, pero que estaban casi siempre cerrados, a pesar de lo cual no eran cuartos inocentes. En uno, el de enfrente, vivió primero Macho Gener, que tenía extrañas conexiones políticas y, cuando se mudó para cuarteles de lujo, vino a vivir allí su her mano Serafín, entonces sargento de la marina. (La marina le ganaba al cuerpo de bomberos en el solar, aunque en el piso de abajo llegó a vivir un sargento de la policía que, años después, devino notorio torturador). Serafín Gener, gran bailador —por lo que tenía asegurada mi admiración incondicional—, llegó a ser buen amigo de mi familia y era una persona considerada decente en el solar lo que no le impedía traer muchas mujeres al cuarto o una sola mujer muchas veces, a la que introducía con precauciones que llegaban al misterio, pero pude verla más de una vez, con mis ojos ociosos, y admirar sus piernas que eran el epítome de la pierna femenina habanera, toda carne, toda curvas. Después de mucho tiempo de noviazgo escondido que no era como los noviazgos del pueblo, Serafín Gener se casó con la poseedora de las piernas —y con todo su cuerpo también. El cuarto interesante para mí era el de al lado de Georgina, donde vivía, cosas de la casualidad, ocurrencias de la onomástica, Serafina: una Serafina enfrente de un Serafín. Serafina era hija de otra de las Marías del solar, María la Asturiana, que vivía en uno de los cuartos con balcón a la calle. Serafina se rodeaba de un perfumado misterio, viviendo sola y visitando más que ocupando su cuarto. Era una mujer ya hecha (aunque hoy pienso que es probable que no tuviera treinta y cinco años pero entonces para mí treinta y cinco años era la edad de mi madre: respetable), muy blanca y con el pelo muy negro (evidentemente teñido), que usaba mucho maquillaje y tenía unas carnes nocturnas, como de pez abisal, tanto que Georgina a su lado la había bautizado La Cherna. El misterio de Serafina, que ella no parecía tener mucho empeño en guardar a juzgar por su estela de esencia, es que era prostituta: así es como la calificó mi madre: una puta de postín no una fletera de la calle como la alegre y didáctica Etelvina Marqués —supongo que tampoco contagiaba su contacto. Serafina, aunque lujosa, era puta y sin embargo tenía una buena relación con su madre, que era una vieja muy trabajadora, con otra hija, Severa, muy seria (sexualmente hablando) y otros hijos, todos decentes. Serafina ejercía su profesión con cierto decoro, casi con conciencia profesional, y, aunque sabía reírse y ser amable, mantenía las distancias, aun con sus vecinos inmediatos, y nunca hubo con ella ninguna de la intimidad (por no decir el relajo, tan buena palabra cubana para describir lo que el diccionario llama disolución de las costumbres, que yo pienso ahora que mientras más disueltas estén, mejor, que la libertad empieza en el libertinaje, pero yo no pensaba así entonces: es evidente que nací puritano o me hicieron —mi padre, mi tío Pepe, mi tío Matías: amigos del seso, enemigos del sexo) y solamente la educación sexual, la que recibí en esa escuela de escándalos que fue Zulueta 408, me salvó de una suerte peor que la muerte: hacerme hombre de bien) y solía mirarla de lejos, aunque algunas veces me acercaba a su carne perfumada: a su boca siempre pintada de un rojo subido y húmedo, a sus escotes que mostraban las grandes tetas blancas en su comienzo y prometían revelaciones que nunca pude presenciar y a su cuerpo de anchas caderas y, como no era cubana, sin nalgas. Después la universidad urbana me enseñaría a apreciar las nalgas gordas, grandes, los culos, la estética de la esteatopigia —pero es evidente que fue un gusto adquirido: es más, lo perdí al poco tiempo. Tal vez la culpa de la pérdida del amor por los culos la tenga Hollywood, esa galería de figuras sin nalgas que era el cine, museo de dos dimensiones.
       Al que conseguí otras maneras de ir gratis en Zulueta 408 que el favor de Isabel Escribá y su amor portero. Uno de esos accesos es curioso por la intervención del azar, diosa tutelar. Quiero hacer un paréntesis en la descripción topográfica del sexo en el solar para revelar esta ocasión propicia. Rubén Fornaris supo nuestra dirección (toda la gente del pueblo que se había desplazado a La Habana parecía saberla) y nos visitaba a menudo. Un día se apareció agitado, él que era calmo, casi frenético en vez de apacible, su timidez doblada acentuando la vacilación de sus oraciones, la pausa en sus períodos, el tartajeo habitual de sus frases hecho incoherencia. Por fin se explicó, sonriendo cortado: había venido al centro al cine pero antes, como hacía a menudo, almorzó en el restaurante, mera fonda, que había al costado del Teatro Payret (ahí también había una quincalla, ese establecimiento típico, tienda diminuta en la que se podía comprar desde cigarrillos hasta condones, de ganchos a puros, billetes de lotería y lápices de colores, y al lado de este bazar barato había, revelación habanera de una fontana exótica: una fuente de soda que era un manantial de milagros: allí pude probar lo que era un sorbete de soda, cuyos ingredientes surgían, gracias a pistones y un sifón, desde dentro de recipientes de metal y mármol, destilando un liquido viscoso verde y rojo y naranja, según el sabor, luego brotando el agua de soda invertida, de arriba abajo, hasta el largo vaso coloreado: un Lourdes del goloso: una de las destrucciones de esa Habana memorable de los años cuarenta comenzó por la reforma, la reconstrucción que fue un derribo, del viejo edificio del Teatro Payret, llevándose la piqueta demoledora a la fuente de soda y de gozo: hubo otras demoliciones de esa época pero ésa fue la primera que registré y la que más me importó) y Rubén había cometido un exceso gastronómico al pedir un nuevo plato (ternera a la chanfaina, que nunca supe qué era exactamente ese manjar, que ya nunca lo sabré: no he logrado encontrarlo en los numerosos libros de cocina, cubanos y europeos, que he consultado). «Muy sabroso», precisó Rubén pero cuando llegó la cuenta incurrió en el defecto de no poder pagarla. (Ahora sé que debían haber sido centavos lo que le faltaba para completar). De alguna manera convenció al dueño o gerente para que lo dejaran salir a buscar dinero y vino a vernos a nosotros, a mi madre, para saber si le podíamos prestar lo necesario para pagar su pobre extravagancia, Rubén siempre cogido entre comidas de sobras y almuerzos en falta. En casa, como era habitual, no había un centavo: el poco dinero que teníamos lo traía mi padre encima: ésa era su costumbre, su única independencia que era una dependencia. No podíamos ayudar a Rubén. Pero a mi madre se le ocurrió una solución salvadora y atrapante: salvarla a Rubén mientras me atrapaba a mí. ¿Por qué no sustituía yo a Rubén en el restaurante durante el tiempo que él iba a su casa a buscar dinero? Su casa, infortunadamente para mí, la casa de Rubén, estaba ahora en Santos Suárez, por la Calzada de Jesús del Monte, lejísimo, y no sé cuánto tiempo pasé sentado en la fonda, ya vacía, ocupando una mesa compartida con varias moscas que tuvieron tiempo de pasar de conocidas a amigas, mi sustitución convertida en prisión, sin otra ocupación que desplazar mi mirada de las moscas movibles a las moscas inmóviles de las manchas del mantel, mirando al aire que comenzaba a hacerse sutil después que los espesos aromas del almuerzo se disipaban ante mis ojos, viendo algunos camareros ociosos echando un ojo avieso o travieso en mi dirección y luego ladeados sonreírse, ser centro de la atención directa del gerente o el dueño (evidentemente no un maître d’hotel), para finalmente ver incrédulo abrirse la puerta y entrar Rubén Fornaris con su sempiterna sonrisa tímida, bajo su bigote que se había hecho espeso desde los días de Monte 822, el mulato decente en extremo, salvado del embarazo pero condenado a la pobreza eterna a pesar de su oficio de carpintero de primera (o ebanista, como diría Marianín, agregando tal vez que a Rubén le faltaba un detalle) aun en los óptimos años cincuenta, pero en esos pésimos años cuarenta Rubén Fornaris era rico comparado con nosotros. Así, para pagar mi prisión por poder, lo hizo con una forma de escape: comenzó a invitarme al cine todos los domingos. No sé por qué razón Rubén había escogido el cine Fausto (que yo no conocía) como su cine favorito (había en La Habana un cine llamado Favorito: de haber escogido éste se habría convertido en mi cine fausto), que estaba en el Paseo del Prado, lejos de las rutas de guagua que pasaban por su casa, cuando tenía en su barrio tantos cines fácilmente asequibles. Pero las dificultades de Rubén eran mi facilidad, mi felicidad. El cine Fausto, fatal en el futuro, era entonces un cine que estrenaba solamente un tipo de películas que Rubén parecía preferir, muestras de lo que años después y en otra cultura se llamó el cine negro, que yo disfrutaba sin saber que al mismo tiempo alimentaba lo que luego sería mi nostalgia, enamorándome de las sombras de Gail Russell, con sus inolvidables ojos verdes (aprendí en el cine a distinguir los ojos verdes de los azules, el pelo rojo del castaño, la piel trigueña de la meramente morena), ojos adultos pero idénticos a los de mi prima niña que me descubrió el amor y los celos. Todos los domingos estaba Rubén en casa a las dos, convenientemente almorzado y sin los inconvenientes de deudas, habiendo evitado el estrecho de la tentación, cruzando su alimentación entre platos con nombres exóticos y precios fuera del alcance de su bolsillo, ahora experto navegante gastronómico. Juntos nos íbamos rumbo al Fausto, a la función continua del domingo por la tarde, a encontrarnos con Alan Ladd y su amor —que fue también el mío— con larga cabellera rubia, de ojo tapado con una onda de pelo pasional, de voz grave salida de su boquita bien pintada, con sus ojos pequeños insolentes y su cuerpo tan menudo que yo mismo la hubiera podido manejar como Alan Ladd —sí, otro amor chico, Veronica Lake. Fuimos muchas veces los dos al cine Fausto, descubriendo otros fantasmas fáusticos, otros amores de sombras en la sombra, no otras actrices sino otras mujeres: Priscilla Lane, Anne Sheridan, Joan Leslie, Brenda Marshall, Ida Lupino y la falsa y fatal Mary Astor: un amor en cada parte. Fuimos al Fausto muchas veces, Rubén siempre invitándome aun cuando el rescate del restaurante no era siquiera un recuerdo. Debieron pasar años de estas excursiones cada domingo a los sueños del cine, cuando Rubén comenzó a hacerse raro. Solía sufrir de lo que se conocía todavía con el nombre de catarro malo y no de gripe, pero no era del catarro que padecía ahora: era un enfermo imaginario, según descubrí después, más hipocondríaco que yo que tengo una historia de hipocondría que llega hasta la primera niñez. Al principio, cuando sus ausencias no se debían al catarro ni a enfermedad alguna, creíamos que tenía novia pero Rubén no parecía encontrar novia en La Habana (luego la encontraría y su matrimonio seria estable) y cuando reaparecía por la casa contaba las más imposibles historias de extraños males. Pero siempre reanudábamos nuestras incursiones al Fausto y sus films noirs. Volvió a desaparecer, esta vez por más tiempo, y cuando reapareció hizo una revelación extraordinaria. Le dijo a mi madre, a quien siempre le enumeraba sus males: «Zoila, me estoy volviendo homosexual». Mi madre registró una sorpresa extrema, aunque le aseguró a Rubén que su conversión no era posible: nadie se vuelve homosexual: los homosexuales nacen, no se hacen. Pero era evidente que ella había creído a Rubén y su revelación y cuando se fue (no hubo esta vez fuga al Fausto), mi madre me dijo que inventara toda clase de excusas para no volver al cine con Rubén. Extraño que mi madre reaccionara con tal intolerancia cuando apenas unos años más tarde iba a ser anfitriona de tantos amigos homosexuales que nos visitaban y hasta nuestro cuarto llegó a ser conveniente camerino de una compañía teatral que actuaba en el Parque Central, cuyos actores eran, sin excepción, homosexuales y mi madre los recibía con afecto, tan verdadero como el que profesaba a Marianín. Es más, la última visita de Rubén Fornaris a Zulueta 408 (a la que volvía intermitentemente sin que saliéramos al cine) terminó con la intervención de mi madre frente a un desplante extrañamente machista de Rubén. Coincidieron en casa Rubén y un nuevo amigo mío, que era un emigrante español tímido y no parecía nada homosexual (aunque llegaría a serlo con el tiempo y con tal éxito sexual que yo lo declaré hombreriego) y sí era muy sensible. Rubén estuvo mirando a mi amigo mientras hablaba (Rubén no decía una sola palabra) y de pronto dijo, sin venir a cuento: «Pues a mí que me parece que usted es pájaro». Afortunadamente mi amigo no sabía todavía lo que quería decir pájaro (de no haber estado prohibido Lorca en España entonces lo habría sabido), pero debió darse cuenta por la incomodidad de mi madre, quien prácticamente conminó, no invitó, a Rubén que saliera de la casa, es decir del cuarto. Así terminaron lamentablemente los tiempos de ir gratis al cine, que no volvieron hasta que Germán Puig y Ricardo Vigón fundaron el Cine-Club de La Habana —exceptuando las veces que me invitó la hija de la encargada, Fina, que luego se casaría con mi tío el Niño, a ir al Payret remozado porque conocía al empresario y al cine América porque conseguía pases. La primera vez que visité este alto templo de la religión del cine (con estrellas luminosas en el cielorraso) oficiaba felizmente, vestal vestida, Ingrid Bergman, que había sido mi amor perverso desde que vi su espalda marcada mórbida en El hombre y la bestia, amada simiescamente por Mr. Hyde, contra quien concebí unos celos solamente desplazados por la envidia que sentí por Humphrey Bogart en Casablanca.
       Las dos hermanas de Zulueta 408 no eran como las tres hermanas de Monte 822. Ellas vivían solas con su madre y mantenían una cierta distancia, ya sea porque no eran vecinas inmediatas o porque fueran reservadas, aunque finalmente se mostraron abiertas, cada una a su manera. La primera vez que tuve noción de la existencia de una de ellas (que luego resultó ser la menor de las dos hermanas, llamada Beba: cosa curiosa, creo que nunca supe su verdadero nombre) fue cuando siguiendo y discutiendo en público con su madre, como tenían por costumbre las dos, le dijo: «Lo que yo debía hacer es irme a vivir con Pipo». Ésos eran los días tempranos en que la luz del solar todavía era nueva, dando a todo un aire crepuscular, malva. Recuerdo mi reacción excesiva, con mi moral de pueblo, escandalizado porque esta muchacha, casi una niña, amenazaba a su madre con fugarse con su novio —al menos debía de ser su novio por el cariño con que pronunció la palabra Pipo. Pasó un tiempo antes de que saliera de mi error con ira y descubriera que Pipo era el nombre que ella daba a su padre, forma muy corriente de decir papá en La Habana y que yo nunca había oído antes. Pero esto me hizo notar a Beba, iluminada por el falso crepúsculo y la falsa noción: era una verdadera belleza trigueña, de ojos castaños un poco rasgados y una boca carnosa que revelaba a menudo, sin que sonriera, unos dientes grandes y blancos y parejos que ella solía venirse a lavar en la pila. Era imposible no darse cuenta cuándo ella salía de su cuarto y venía hacia el fondo, porque siempre iba cantando lo que parecía la miasma canción: eran en realidad boleros, habaneras viejas, hasta guarachas de moda que en su voz grave y desentonada adquirían todos, por muy alegres que fueran originalmente las melodías, un aire fúnebre, como de tango triste. Quizá reflejaban el temperamento esencial de Beba, quien durante un tiempo me mostró una magnífica indiferencia.
       Diferente resultó su hermana Trini, obviamente llamada Trinidad, que aludía a las tres personas que vivían en el cuarto, pero no formaba con su hermana Beba una Binidad. Trini era más blanca que Beba y más baja, no tenía el pelo ondeado sino lacio, y si la nariz de Beba era grande pero graciosa, la de Trini era prominente y ganchuda, casi colgando sobre sus labios finos rodeados de un ligero vello que me imagino que con los años se hizo más bigote que bozo. Trini tenía un genio vivo, no pasivo como el de Beba, que demostraba en los altercados con su madre. Manuela, éste era el nombre de la madre, trabajaba en la calle (me imagino que de criada o cocinera pues no era de muchas luces) y estaba divorciada o separada de su marido —el Pipo de la amenaza perturbadora de Beba. Más que baja, Trini era chata, de anchas caderas y unos pequeños senos que no necesitaban el sostén de los ajustadores, aunque entonces, rezagos de los años treinta o producto de la pobreza, ninguna de las mujeres del solar que recuerdo solían llevar sostén. Luego cambiaría la moda (o sería fruto del trabajo extra de su padre, que se llamaba pintor —por un tiempo esperé ver un día sus cuadros— pero en realidad todo lo que pintaba eran los letreros de las carteleras del Majestic y el Verdún, cines de barrio) porque sí recuerdo a Beba portando ese ingenio enemigo de los senos visibles, ese aparato que borraba los pezones, esa máquina de ocultar uno de los atributos del sexo femenino. (Silvio Rigor solía decir que si los hombres tuvieran vagina y tetas, se hacía homosexual). A Trini y a mí nos unía el amor por los muñequitos, esos comics que podían ser cómicos pero también sabían ser serios: melodrama, drama y, para mí, escondite erótico. Yo tenía gratis los muñequitos del periódico Hoy los domingos, que desplegaban las hazañas, entre otros héroes, de Rogelio el Conquistador, el peripatético planetario Buck Rogers traducido. El lunes, en el periódico Alerta (que nunca supe cómo podían comprarlo en casa) venía un folleto a colores que contenía otro de mis favoritos, El Spirit. Pero el sábado era el día de gloria ilustrada: el periódico El País vendía, junto con su edición de mentiras impresas, las verdaderas aventuras de Dick Tracy, el primer héroe dibujado que recuerdo haber seguido, semana tras semana, desde que tenía cinco años. También traía, de extra necesario, Tarzán y El príncipe Valiente. Esta Arcadia de tiras cómicas se la procuraba Trini cada sábado y llegamos a un acuerdo en que yo le compraba el periódico y ella me dejaba leer los muñequitos. (Entonces no se veía bien que una señorita hiciera mandados y, mucho menos, que comprara periódicos. Trini, aunque viviera en un solar, era una señorita).
       Muchas veces le compré el periódico a Trini —no recuerdo cuántas pero sí recuerdo un sábado particular. Había caído una lluvia de abril, un aguacero copioso pero como ocurre en el trópico, tan abrupto en empezar como en acabar, comienzo y fin sin relación con la intensidad de la lluvia. Aunque el puesto de periódicos estaba justamente en los bajos, protegido por el portal, si algo puede proteger de la lluvia torrencial del trópico, esperé a que escampara para ir a comprarle El País a Trini. Entré en su cuarto después del ritual «¿Se puede?», que me había enseñado mi madre como una de las reglas sociales del solar y me encontré del otro lado de la cortina que estaba sola, Beba de visita tal vez en otro cuarto o ida de una vez a casa de su Pipo. No importaba ahora dónde andaba Beba, lo que importaba era que Trini estaba sola y ya sea por la compartida pasión (en ella se degradaba a mero interés) por los muñequitos o porque Beba era más inaccesible, yo me sentía atraído por Trini —pero nada anunció lo que iba a ocurrir ese día, a no ser tal vez la lluvia.
       Ella vestía una falda y una blusa, una especie de camisa con un bolsillito a un lado y cuando le pedí el dinero para el diario me dijo: «Lo tengo en el bolsillo». No entendí por qué ella no lo había sacado y entregado, pero no me dio tiempo a repetirle la petición. Me dijo: «Cógelo». Se me hizo evidente que el bolsillito (como todos los bolsillos en la ropa femenina un mero adorno, hecho para contener nada) era muy estrecho aun para mi mano adolescente y titubié un momento. Ella volvió a decirme: «Anda, cógelo». Todavía no había caído en cuenta de lo que ella quería aunque yo sabía que era imposible extraer la moneda sin rozarle el seno. Pero hice lo que ella me pedía y metí mi mano en su bolsillito. Sentí enseguida la tela transparente al tacto, el contacto casi desnudo con la copa de su seno, luego con el pezón, después con todo el seno y es una de las sensaciones que he atesorado siempre: aquella cornucopia, redonda, suave y propicia era algo que no me habían ofrecido antes. Por supuesto que me demoré en extraer la moneda, que no la pesqué de momento sino que cogí demorado el seno que ella me regalaba. Traté entonces con la otra mano, empujado por la timidez pero también por la compulsión del sexo, ese impulso totalitario que obliga a no conformarse con las partes sino tenerlo todo, de cogerle el otro seno, de desabotonarle la blusa, más para ver que tocar las que serían ahora tetas al aire libre y tibio de la tarde húmeda.
       Pero Trini quitó sus senos, escabulló su pecho y me sacó la mano del bolsillo. Fue entonces que cometí un error: el primero y el último. Intenté besarla, sentir sus labios finos contra los míos, experimentar de nuevo aquella sensación que me había producido Emilia con su beso extraño, por inesperado y por súbito. Trini no tenía intención de dejarse besar pero tampoco me rechazaba del todo. Yo estaba consciente de mi turgencia y temeroso de que la cortina se levantara súbita para dejar entrar a Beba, tal vez, o lo que es peor, a la vieja Manuela, y con un golpe de tela me descubrieran en el acto. Pero no duró mucho el temor, tampoco el éxtasis (sí, fue un momento extático aquél con el ofrecimiento de Trini, con el tacto de uno de los componentes de su sexo, con lo que era para mí entonces el sexo, con el único elemento del sexo que había tenido contacto, aunque fuera visual, si me olvido de la breve visión venérea de Etelvina desnuda, de su zona velluda que contrastaba negra con su pelo rubio) pues ella sacó del bolsillo propicio la moneda, meros cinco centavos, un níquel, el valor del diario, y me la entregó: «Mejor vas a buscar el periódico», me dijo.
       Así terminaron mis relaciones con Trini, breves y bruscas. Traté de encontrarla favorable de nuevo pero nunca estuvo dispuesta otra vez al truco de maga de la moneda escondida que se vuelve una entrada al misterio. Al contrario, estableció una relación si no íntima por lo menos cómplice con Pepito, uno de los muchachos del solar, que era más joven que yo, tanto que yo me preguntaba qué buscaba Trini en un niño a quien además ni siquiera le interesaban los muñequitos. Sin embargo le seguí comprando El País de los sábados a ella: después de todo si no gozaba la ventura sexual por lo menos me quedaba el consuelo de disfrutar las aventuras coloreadas. Sufrí celos con Trini, por su preferencia por Pepito, pero nunca tuve tantos como los celos que me ocasionó su hermana Beba.
       Beba y yo crecimos juntos pero separados: inevitablemente mientras ella se hacía mujer yo entraba más en la adolescencia. Era familiar su camino a lavarse los dientes deleitosos, cantando en su marcha fúnebre, con su voz que se hacía cada día más bronca, su paso lento, entre majestuoso y cansado, como al compás de su canto desmayado, en adagio eterno, las faldas cubriendo y revelando al mismo tiempo sus muslos combados adelante, dejando ver las piernas que eran rectas y llenas, su cuerpo de perfil mostrando sus senos escasos pero prominentes, ya soportados por ajustadores, los refajos idos con el tiempo y con la moda: ya estábamos en plenos años cuarenta, cuando me interesé en observar a esa sirena cuya canción no me había encantado —pero sí su cuerpo.
       No puedo decir cómo nos hicimos amigos Beba y yo —a pesar de la sorna sororal de Trini, que había desarrollado hacia mí una aversión ya abierta— cuando ni siquiera compartíamos el deleite dibujado de los comics que se habían hecho tragics entre Trini y yo. El expreso desprecio de Trini se mostraba en que apretaba su boca y levantaba las ventanas de la nariz, inflándolas más de lo que la naturaleza la dotaba, y dejando el cuarto cuando yo lo visitaba, salía silbando, súbita sierpe. Ahora yo me pasaba las tardes, después de regresar del Instituto, si las clases eran por la tarde o mucho más tiempo si las clases eran por la mañana y no tenía educación física en que ejecutar las estúpidas contorsiones de la gimnasia sueca, las horas vivas hasta que me reclamaban las clases de inglés en el cuarto de Beba, ya que se convertía efectivamente en su cuarto al abandonarlo Trini por completo ante mi llegada, y hablábamos de esas cosas escasas que le interesaban a ella (tanto Trini como Beba no habían hecho más que la enseñanza primaria primera, por lo que no había mucho que hablar con ellas, pero yo me había acostumbrado desde niño, siempre cerca de mi madre, a la cháchara de muchachas y hasta el día de hoy prefiero conversar con una mujer idiota que con un hombre inteligente: las mujeres oyen mejor y además siempre está presente por debajo de la conversación la corriente oculta del sexo, subrayando y buscando Beba y yo encontramos un tema en común): como las canciones.
       Siempre me ha fascinado la música popular y puedo todavía cantar las canciones, los valses no vieneses, las canciones que estaban en boga cuando tenía cuatro o cinco años. De esa edad sólo puedo recordar con idéntica intensidad ciertas películas y los muñequitos diarios y la voz de la vida. Cuando niño me encantaban las serenatas que se solían dar en el pueblo, al son de tres, las guitarras criollas y las voces viriles o las retretas en el parque principal los domingos por la noche, y uno de los recuerdos más gratos que conservo (tendría entonces cinco años, calculando por la casa en que vivíamos) fue despertarme una mañana y oír una orquesta popular, tal vez un septeto de sones, que tocaba «Virgen del Cobre», que no es una canción particularmente bonita pero ese día me sonó celestial, música de esferas, son de sirena. Luego vino el radio (el del vecino de arriba de la casa de mis abuelos, que tenía el memorable nombre de Santos Quesada, que fue de los primeros en tener radio en el pueblo) trasmitiendo las melodías de moda. Había también las películas musicales. Entre las que recuerdo mejor están las de Carlos Gardel en que pululaban los tangos, muchos de ellos tan deprimentes que me producían una tristeza incoercible, sentimiento inolvidable. Por supuesto que veía muchos musicales americanos pero no guardo recuerdo de sus melodías, con excepción de la temprana tonada «La carioca», entre los pies parlantes de Fred Astaire y las piernas que cantan de Ginger Rogers.


       Vine a descubrir la música americana ya adolescente en Zulueta 408 (hubo un avance de lo que vendría en una película vista en el cine Actualidades, Sun Valley Serenade, que caminé desde la muy alejada cuartería de Monte 822 para verla —y, sobre todo, oírla), no sólo en las películas sino en las victrolas automáticas, como la radiante, multicolor, cromada Wurlitzer, que era como una metáfora de la ciudad, centrada en el vestíbulo del teatro Martí, entre innumerables pinballs, con sus guiños eléctricos, sus figuras iluminadas y su combinación de deporte y juego de azar, que debían haberme atraído más, pero según entraba en aquella cápsula cautivante, otro trompo del tiempo como el cine, me pegaba, virtualmente me adhería a la gramola, fonógrafo robot cuyo sistema de selección y cambios de discos me hechizó, movimientos mecánicos que preludiaban más que precedían el sonido sensual, cautivador pero antes debía esperar que alguien con dinero (yo no tenía ninguno) seleccionara uno de mis discos preferidos y si tenía suerte salía, como en un sorteo, mi favorito, entre los favoritos, «At Last», al fin al principio. Me hice un fanático de la orquesta de Glenn Miller (la culpa inicial la tuvo Sun Valley Serenade, pecadora originaria) y por un momento que dura más de un momento pareció que la música cubana o sus imitadoras mexicanas o puertorriqueñas iban a quedar definitivamente desplazadas en mi memoria (recordándolas, que es el mejor almacén para los récords, grabándolas en mi mente, tarareándolas con voz silente para todos, menos para mí) por el swing, nuevo sonido. Pero llegó triunfador por mucho tiempo el mambo. En la era de los primeros mambos no teníamos radio en casa todavía, pero cuando se convirtió en fiebre nacional primero y luego en moda internacional, mambomanía, ya los podía oír sincopando sus sones en nuestro radio, aparato mágico alrededor del que vivíamos, junto al cual me convertí definitivamente (ya había comenzado a serlo en el pueblo y después lo fui intermitentemente en los radios vecinos al alcance de mi oído oportuno: el de Nila en Monte 822, el de Isabel Escribá en Zulueta 408) en oyente de los romances radiales, no sólo de las series de aventuras sino hasta de los novelones que prefería mi madre y, uniendo dos formas de arte popular, fui asiduo escucha visual del programa Pantalla sonora que trasmitía, radializados, los argumentos de los últimos estrenos del cine!) en un melómano y así la música marcó muchos momentos de mi vida, antes y entonces y también en el futuro mediato. Los mambos fueron sustituidos, justa justicia, por el bolero, de regreso triunfal en la voz arcaica de Panchito Riset, volviendo desde el extranjero y del pasado con sus alargados plañidos en falsete —uno de los cuales yo iba a utilizar, bolero barato, en un cuento sobre el amor adolescente y el fracaso, nada menos. Después vino el descubrimiento (que tuvo avanzadas inesperadas y rápidas en la música incidental de los episodios de la radio) de un nuevo mundo sonoro: la música clásica, es decir de la música sinfónica europea y más tarde de sus imitaciones americanas y limitaciones cubanas. Pero ya de esta música no pude hablar con Beba.
       Beba y yo llegamos a gozar de una idílica intimidad, a pesar de las innúmeras interrupciones de Trini (que ya había dejado detrás los jugueteos juveniles con Pepito y se había hecho novia en serio de un hombre —que debe permanecer en el anónimo porque era insignificante— que trabajaba en el Palacio Presidencial, a lo que ella y su madre daban gran importancia aunque él no era más que una especie de camarero glorificado, un mozo en Palacio: «Pero ve al Presidente», era la excitante razón de ser de ese novio y de paso de Trini y de su madre, no de Beba: ella era diferente —pese al acto de doblez que cometió conmigo siguió siendo distinta a su familia), en su cuarto, primero, a veces en el nuestro jugando algún juego de salón, de cuarto, damas chinas, damasquina daga amorosa, pretextos para proximidades. Un día, una tarde (lo sé precisamente por la sombra que proyectaba el sol, implacable ahora vencido, sobre el borde de la alta tapia) estábamos en la azotea, que cubría todo el edificio: era tan extensa que podíamos jugar allí a la pelota, deporte que de hecho practicamos muchas veces los muchachos vecinos, pero donde también había estudiado solo textos difíciles y en ocasiones acompañado por Pepe Peña mi condiscípulo (que viene a cuento porque él siempre alardeaba de su vasta memoria, que era «mejor que la de nadie», aunque hacía una concesión a la precisión de la mía y para probar ambas citó el título de un libro por el que se proponía preguntarme años más tarde diciendo solamente «El libro»: no llegó a someterme a esta prueba porque nos separaron los intereses comunes que eran diversos: a él le interesaba el estudio (de hecho era un excelente estudiante y llegó a ser un matemático notable), a mí me interesaba más la vida y después la literatura, pero ahora, treinta y cinco años después, puedo recordar su nombre nemotécnico: A través de la naturaleza: prueba ante la letra) y fue en ese rincón abierto donde establecimos nuestra intimidad Beba y yo muchas veces. Pero hay una ocasión particular en que paulatinamente dejamos de hablar y yo miraba su nariz, la única imperfección de su cara: era una de esas narices que parecen partidas por la naturaleza pero es que tienen el puente quebrado y ese defecto único le daba todo el carácter a su cara perfecta, con su óvalo largo, sus orejas pequeñas, su frente alta. Recuerdo que ella bajó la vista, mostrando sus párpados gruesos terminados en profusas pestañas (apenas si usaba maquillaje entonces) y arriba sus cejas sin depilar, curvadas naturalmente, y en ese momento, la contemplación pasiva se hizo acción activa y mi timidez, mi motor, me hizo acercar mi cara a la suya y rozar con mi boca sus largos labios carnosos —y ella no se movió: no devolvió mi beso pero se dejó besar y esto fue para mí un triunfo, la recompensa de años imaginando cómo besar su boca, viéndola desde pequeña hasta ahora que era una mujer, sus labios eternos porque no habían cambiado, y si antes eran enormes en su cara de niña, ahora completaban su belleza adulta. Yo no sabía besar, lo admito, pero pienso que aquél fue el beso perfecto, el que debía darle, el que tal vez ella estaba esperando (nunca lo supe exactamente) y no creo que lo sufrió pasivamente, que sólo lo toleró, sino que lo devolvió a su manera. A Beba no se le conocía novio ni interés por ningún hombre y que me prestara atención a mí, mero muchacho, más que una excepción era un acontecimiento. No la volví a besar más nunca porque a los pocos días vino una realidad extraña a interrumpir mi idilio.
       A nuestra casa venían muchos comunistas, cosa natural, pero un día se apareció un comunista profesional: es decir, uno que trabajaba exclusivamente para el partido, cuyo empleo era el proselitismo. Se llamaba Carlos Franqui y resulta curioso que este visitante ocasional llegara a tener tanta importancia en mi vida, todavía más si se considera que nuestro conocimiento mutuo, cuando ocurrió, tuvo lugar bajo los peores auspicios. Franqui era un activista del Seccional de Tacón (misteriosa palabra seccional, casi tanto como accesoria), una de las divisiones habaneras del partido comunista. Zulueta 408 estaba comprendida en ese sector y era natural que Franqui viniera a visitar el solar y que escogiera como base nuestro cuarto, no sólo por ser mis padres viejos comunistas sino porque mi padre trabajaba en el periódico Hoy, sitio en que Franqui, escritor secreto, tenía puesta su mira. No me gustó Franqui la primera vez que lo vi, natural en mí que siempre he desconfiado de la amistad de extraños. O quizá fuera que presintiera ya que resultaría un intruso. En su segunda visita Franqui conoció a Beba y se interesó por conocer de cerca su belleza remota. Franqui (que nunca fue un tenorio típico sino lo contrario de un donjuán, que según creo no había tenido novia antes) se enamoró de Beba, se le declaró —y ella lo admitió. No sé si llegaron a darse algún beso (presumo que sí, naturalmente, y en aquel tiempo rabiaba ante la mera idea de que otro hombre rozara esos labios largos, peor todavía que lo hiciera este visitante histórico) y se hicieron novios formales. Yo que nunca he sido fácil a las lágrimas, ni siquiera cuando murió mi hermanita o mi bisabuelo o mi bisabuela, a quienes quería tanto, me encerré un día en uno de los baños a llorar de rabia y de celos, olvidándome en mi dolor de amor del hedor. Luego me atacó una fiebre que duró unos días y que no me cabe duda que tenía un origen viral. Pero tumbado en la cama, febril, casi delirando (siempre he sido víctima propicia al delirio y las fiebres solían entonces producirme extraños estados alucinantes que el Dr. De Quincey atribuyó al opio, el humo que hace soñar, alucinaciones en que las manos se me convertían en sólo hueso y la sangre se me hacía arena y sufría pesadillas paregóricas despierto) sentí que alguien se aproximaba lentamente, con cuidado y cuando esperaba a mi madre vi, invertida, la cara todavía amada de Beba. Se acercó más, bajando la cabeza y susurró a mi oído: «Sé por qué estás enfermo. Estás enfermo por mí. Pero quiero que sepas que yo no quiero a nadie más que a ti», dijo sólo eso y se fue. La furia me curó de la fiebre, me levanté y la busqué por todo el cuarto pero había desaparecido: se había ido ella pero no mi rabia: era una traidora que cometía una doble traición: me había traicionado a mi con Franqui y ahora traicionaba a Franqui conmigo. Antes podría haberle perdonado a Beba que me hubiera dejado por otro (después de todo ese otro era un hombre hecho y tenía trabajo: yo no era nadie y no tenía nada), pero ahora ella era imperdonable, una malvada. Felizmente su noviazgo con Franqui no duró mucho. Luego Franqui me contó que ella era distante y fría y sospechaba que fuera frígida. Todo terminó el día en que Franqui invitó al viejo Mauri —el remoto Pipo de años antes— y a Beba a un concierto de la Filarmónica. La pieza de resistencia del programa era El pájaro de fuego y, para asombro y embarazo de Franqui, el artista pintor Mauri, terminado ya el concierto, la gente dejando la sala, los músicos idos del escenario, seguía sentado en su butaca. Franqui le preguntó qué esperaba y el musical Mauri le dijo: «Falta que toquen El pájaro de fuego». Nunca me reí tanto, me reí con doble risa. No sé si esta gaffe la consideró Franqui una tara hereditaria o si ya estaba decepcionado de Beba, desilusión aumentada por su familia —Trini orgullosa de su novio palaciego, Manuela ignorante y vanidosa, Mauri pretencioso pintor de letreros— pero sí sé que fue por esos días que rompieron el compromiso. Nunca le pregunté a Franqui cuál fue la reacción de Beba, la de las canciones cansadas, a un concierto sinfónico. Pero puedo imaginarla: música clásica, música fúnebre.
       De más está decir que nunca volví a tener ninguna intimidad con Beba. Seguimos siendo vecinos distantes hasta que su hermana Trini se casó con el camarero presidencial y se fueron a vivir todos a un apartamento de la calle Industria, no lejos de los cines Verdún y Majestic, predios de su padre. Por todo lo que sé Beba no se casó jamás. Franqui y yo nos hicimos amigos, luego, cuando dejó el seccional y empezó a trabajar en el periódico Hoy, muy amigos, después cuando se fue del periódico (destino literario que se hace político: dejó el trabajo por una disputa sobre una cuestión de estilo de prosa de partido que como corrector debía haber corregido) y por esta renuncia lo expulsaron del partido comunista, fuimos inseparables, los dos acusados de trotskistas y fundamos revistas literarias y cinematecas y organizaciones culturales, él convertido en un maestro y un condiscípulo conmigo en el mutuo aprendizaje del arte y la literatura. Pero ésa es otra historia, la del conocimiento, no la de la vida amorosa. Sí quiero revelar que nunca le dije a Franqui que yo estuve enamorado de Beba antes que él, que lo había precedido en besar aquella boca perfecta y pasiva y perversa. Tampoco le conté la historia de su visita incógnita a mi cama de enfermo: ésa permaneció secreta entre Beba y yo —hasta ahora. Y después de todo, esa aparición bien pudo haber sido un sueño.
       Aunque objeto el ir y venir de algunas memorias modernas tanto como detesto la estricta cronología, hay una ocurrencia que tuvo lugar antes. Debió de pasar previo a mi romance (o más bien ausencia de romance) con Beba, pero su ubicación está en la misma azotea, ese vasto espacio en que Beba y yo estuvimos un momento juntos en un beso. Como en mi niñez, en mi adolescencia no fui muy robusto y aunque era adicto a los deportes, como juego, no era un muchacho sano y estuve enfermo muchas veces, mi vida en virus. En una ocasión tuve un catarro particularmente malo. Debió de ser alguna forma de gripe, cuando había dejado de llamarse trancazo pero no se conocía todavía como influenza, que me dejó con una gran debilidad, persistiendo el malestar insidioso, sin Dios dirá. Recuerdo que me pasaba los días sentado en un rincón, sin moverme, sin ganas de hacer nada. Tampoco probaba bocado y tenía muy preocupada a mi madre, que veía en mi figura encogida la imagen funesta de la muerte, atribulada por mi enfermedad, sin conocer lo mucho que vivimos los enfermos, que ella misma que no estuvo enferma un solo día de su vida me iba a preceder decenas de años a la tumba. Su congoja duró hasta que intervino Eloy Santos, que siempre confería una gran autoridad a sus palabras, tal vez porque hablaba y actuaba lentamente (era la persona que he visto demorarse más tiempo en tomarse un café negro, una tacita, y era quizás el único habanero que dejaba con su lentitud que el café se entibiara en la taza a pesar del calor ambiente y terminaba tomándolo ya frío, horas después de habérselo servido para eterna incomodidad de mi madre) y pronunciaba muy claramente a pesar de su acento sincopado habanero: virtudes de la enunciación y la parsimonia. Eloy Santos determinó que yo necesitaba tomar baños de sol —lo que parece una tautología física en el trópico. Pero en el tenebroso solar de Zulueta 408 no entraba el sol, sólo la luz ceniza, ubicua, y nuestro cuarto, que no tenía ventanas al exterior ni balcón a la calle, era particularmente oscuro. Mi madre decidió enseguida seguir el consejo sin duda sabio de Eloy Santos y escogió el lugar para mis baños de sol: la azotea por supuesto. Allá subí yo con paso indeciso, incrédulo, cargando una frazada vieja que extendía sobre los ladrillos cubiertos siempre de hollín y sobre ella me tumbaba. La extensa azotea lindaba por uno de sus extremos con el vacío, que era el pasaje que unía la calle Zulueta con el Paseo del Prado. Al otro lado del pasaje estaba el hotel llamado inevitablemente Pasaje y entre nuestra azotea y el presuntuoso pent-house del hotel se alzaba como las ruinas de un puente una estructura de hierro enmohecido que sostenía un techo de cristal, ahora completamente ruinoso, con grandes pedazos al aire libre y otros con fragmentos de vidrio todavía adheridos a la armazón metálica. Estas peligrosas estalactitas vítreas hechas por el hombre a veces se desprendían y se estrellaban contra el suelo del pasaje: sólo el azar habanero impidió que mataran o mutilaran a un viandante ignorante de los peligros que amenazaban el cruce del pasadizo. No veía esta construcción decididamente malvada porque tenía los ojos cerrados contra el sol cegador. Pero después de estar las que me parecieron horas staccato (sin embargo el beso de Beba duró una eternidad legata en un segundo y habría dado mi alma inmortal entonces por prolongarla) tumbado bocarriba y que sin duda no fueron más que unos pocos minutos, me di vuelta y me acerqué aburrido al borde de la azotea en busca de distracción visual en medio del monótono resplandor vibrátil. El sol ardía sobre mi espalda mientras miraba para el hotel Pasaje y sus habitaciones con las ventanas abiertas a los balcones colgando sobre la arcada. Cuando acostumbré mi vista a la luz de magnesio magnificado vi que los cuartos del frente estaban todos vacíos: era voz del vecindario que la decadencia del hotel Pasaje corría parejas con el deterioro del techo de vidrio del pasaje. Pero seguí recorriendo el hotel con la mirada: una hilera de cuartos abiertos deshabitados. De pronto, en la esquina del edificio, lejana y sin embargo bien visible, había, como en los otros cuartos, una cama central pero ésta era un lecho: sobre las sábanas estaba acostada una mujer —completamente desnuda. Yacía bocabajo, con uno de los brazos bajo su cabeza rubia, el otro extendido a lo largo de las piernas abiertas formando casi una Y. Su cuerpo era pequeño y prieto y perfecto. No supe si se hacía más oscuro por el contraste con las sábanas o por su cabeza incongruentemente blanca, pero ella se veía casi de color yodado. Sólo su pelo desentonaba —era rubia artificial sin duda en chocante oposición del oxígeno con el yodo, una imposible combinación química hecha posible por la moda ahora. Esta mujer (quiero creer que era una mera muchacha, casi una niña por su desnudo en miniatura, aunque tal vez fuera una ilusión óptica creada por la distancia: los cuerpos, aun los femeninos, tienden a disminuir según se alejan del observador hasta alcanzar el punto de fuga) tenía unos muslos que no eran gordos sino llenos y una espalda lisa, breve, con una cintura fina que terminaba en unas caderas estrechas que hacían más notables sus nalgas, verdadera calipigia. La canal de la espalda, ligeramente más pálida, casi se unía con la raja del culo, oscura y, como la vagina de Etelvina, misteriosa y sombría. Todo su cuerpo brillaba como si estuviera untado de vaselina o mejor de mantequilla y las carnes se veían todas prietas y apretadas. Era la segunda mujer que veía desnuda —la tercera si incluía a mi madre— y si las dos primeras estaban alejadas por los tabúes del incesto y la infección, esta de ahora era lejana y permaneció envuelta en tercer tabú terrible: ¿y si se volvía y miraba y me veía? Podría desatar su furia y alarmar al hotel y hasta alertar los perros guardianes que custodiaban el pent-house. No me moví de mi posición, que repetía la suya como si ella estuviera debajo de mí bocabajo, postura sexual que no iba a completar sino veinticinco años después. Me hice inmóvil con la pretensión de hacerme invisible, siguiendo la regla natural del camuflaje del cazador y el cazado que declara que lo que no se mueve, no se ve: sólo se ve el movimiento. Pero me hubiera gustado ver su cara, que nunca vi. La sola visión de aquel desnudo que todavía me parece ideal (color, carne, cuerpo) me curó de mi catarro y de mi acidia: La cura consistió en una masturbación casi pública (otros edificios más altos tenían vista a la azotea del solar, estaba el pent-house del hotel, había el riesgo de una vecina venida a tender su ropa), que empecé no bien volví a la frazada, bocarriba ahora, desafiando cara a cara a los posibles testigos, al sol y al cielo sempiterno. Por supuesto después de la eyaculación, que fue la culminación espasmódica de mi homenaje anónimo a esa diosa decúbito supina, no regresé al borde del miraje sino que bajé a casa, a limpiar el embarro: por eso detesto las masturbaciones yacentes. Subí a la azotea al día siguiente y al otro y al otro, supuestamente a continuar mi cura de sol pero en realidad a buscar la aparición —que no volví a ver nunca más. Busqué en vano con los ojos por toda la habitación, que continuaba abierta, pero solamente estaba la cama vacía, ya no más lecho. Esa visión única es sin embargo un tesoro: la guardé conmigo todos estos años y es solamente ahora, generoso súbito, que la comparto. Pero la ocasión tiene un final feliz, casi cómico, dado por mi madre, la pobre. Volvió Eloy Santos a la casa días más tarde a preguntar cómo me había ido con su cura y respondió mi madre con un retruécano involuntario: «Remedio santo».
       En el cuarto que hacía esquina a la izquierda de la T, vista desde nuestro cuarto, vivía un músico de la Filarmónica que tocaba el violín. Era alto, delgado y rubianco. Muy fino, ceceaba al hablar y se quejaba a mi madre a menudo de la poca hospitalidad del entorno, queriendo decir el solar. Era lo que se llamaba entonces pájaro, luego se llamó pato y finalmente, por los últimos años cincuenta, loca. En dos palabras, era maricón. Compartía su cuarto con un hombre más joven, también alto, también delgado, con aspecto de andaluz profesional —que tal vez lo fuera pues estaba aprendiendo baile flamenco y se pasaba las horas taconeando rítmico y haciendo sonar castañuelas. A pesar de que los habaneros son ruidosos y han sido bautizados los hablaneros, el solar de Zulueta 408 era relativamente callado, sobre todo temprano en la tarde, y el solo sonido que rompía la quietud de la poca gente que quedaba en el edificio, con los hombres ausentes, irrumpiendo en alguna siesta ocasional era el zapateado continuo y el repique de las castañuelas, las dos conchas de madera castañeteando penetrantes, insistentes —instrumento que hasta entonces era para mí feudo femenino, asociado siempre con los barrocos buscanovios y la intensa mirada de Imperio Argentina, falsa andaluza. Por supuesto el futuro flamenco era maricón. Ambos artistas vivían, practicaban sus respectivos instrumentos —a horas distintas— y presumiblemente hacían el amor tras puertas cerradas, discretos y distinguidos. Ellos eran los únicos maricones de nuestro piso pero no estaban solos en el falansterio.
       En realidad el piso estaba emparedado entre dos pisos en que pululaban los pederastas. En los cuartos de la azotea vivía (aparte de Elsita una negrita menuda y flaca y fea). Eliseo, un maricón maduro, muy serio, más bien fúnebre, quien al hablar con mi madre solía decir: «Zoila, los que tenemos este defecto», aludiendo a su mariconería como Hamlet a su «falta particular». Eliseo solía rondar la ventana que quedaba encima y frente a nuestros baños, tratando de espiar a través de las telas metálicas que aireaban los baños a los bañantes no a las bañistas. Más de una vez lo vi mirando furtivamente al baño que yo ocupaba, su cara triste vuelta ávida para volver a ser lívida por el fracaso de no poder penetrar con su mirada de marica las telas metálicas hechas tapias por el óxido y el polvo acumulado. En contraste con el soturno Eliseo vivió allá arriba un tiempo, un negrito flaco, huesudo, pequeño, que usaba espejuelos de aro de metal y era costurero de oficio. Parecía una versión venérea del venerable Gandhi y se llamaba Tatica pero se hacía llamar la costurera Tatica. Tatica era un delincuente habitual que había estado varias veces en la cárcel y contaba a mi madre (ella era muy buena para oír confesiones de mujeres y maricas) cómo se divertía en el Castillo del Príncipe. «Zoila», decía, «he pasado en el Príncipe los mejores años de mi vida», y se sonreía como si hablara del Hotel Nacional y no de una prisión horrible. «Me tratan como una verdadera dama». Tatica pasó poco tiempo en su cuarto de la azotea. Un día vinieron a buscarlo unos policías de paisano (nunca supe qué crimen había cometido esta vez) y mientras bajaba las escaleras como si fuera una escalinata de mármol se despedía de Eliseo, de Elsita, de mi madre diciendo: «Hasta luego, muchachas. Me voy de veraneo al Príncipe. ¡Cómo voy a gozar!», y parecía efectivamente feliz de volver a la cárcel. El otro inquilino de la azotea era Diego, un bugarrón profesional: se acostaba con maricones por dinero. Aunque por esa época compartía la superstición sexual popular en La Habana de que un bugarrón, al ser el miembro activo de la pareja, no era pederasta. Hoy sé que era tan homosexual como el culpable Eliseo y el inocente Tatica y que su profesión era una tapa, una coartada sexual.
       En el piso de abajo, el primer piso, ese lugar oscuro y remoto al que no alcanzaba siquiera la luz ceniza, siempre en penumbras, estaba todo habitado por homosexuales. No tiene explicación racional esa congregación de cundangos. Con excepción de Venancia, la encargada, y sus hijas Fina y Chelo, y de Nersa y su madre y Emiliana (una mediotiempo rubia, de pelo largo y mucha pintura en la cara, solterona solitaria que sin embargo reunía a muchachas de la vecindad y del edificio, uniéndolas en un círculo del que era el centro, contándoles relatos románticos, tal vez leídos, tal vez inventados y de quien luego se llegó a rumorear que era invertida y tenía un cónclave de lesbianas jóvenes, zafia Safo de Zulueta: nunca se llegó a comprobar si era cierto pero entonces, puro puritano, me escandalizó, aunque ahora creo que el rumor era verdadero: Zulueta 408 era una colonia sexual) y la vieja Consuelo Monfor, que había sido cupletista y a quien yo respetaba por sus conocimientos musicales, que iban más allá de la zarzuela (un día fui a tararearle una melodía, oída por radio, que me acosaba y me dijo enseguida: «La Serenata de Schubert»), aparte de esas mujeres inquilinas el resto de los cuartos estaba habitado por hombres homosexuales, todos pasivos. Los maricones mantenían, como el matrimonio de músicos, un aspecto aceptable para el machismo cubano, aunque muchos eran de ese tipo de loca habanera que proclama a gritos con su voz, su caminado, sus maneras y aire exageradamente afeminado su condición de loca irredimible, agresiva social en su pasividad sexual. Uno de los maricones que vivía allí era un mulato ya entrado en años, calvo, discreto —pero que rompió su voto de silencio una Nochebuena que se emborrachó y empezó a gritar por los pasillos: «¡Candela! ¡Que me den candela! ¡Mucha candela!», queriendo decir que necesitaba fuego y no fuego fatuo sino fuego sexual. Al otro día, contrito, se excusó ante cada puerta, en un acto de humillación que le era tan necesario como la explosión de la noche anterior.
       El incidente que alteró, mejor dicho, acabó, con la discreción de las locas de Zulueta 408 hizo notorio al edificio no sólo en La Habana sino en todo el país. El protagonista era un maricón músico, organista de la iglesia de La Salud, un hombre muy serio, muy comedido y muy católico. Este organista, que vendría a ser conocido póstumamente como el organillero, rebajando su calidad de músico al tiempo que era difamado después de muerto, levantó un hombre joven en el parque de los Enamorados (al que habría que dar su verdadero nombre de parque de los Mártires —¿o tal vez sería mejor llamarlo parque de los Mártires del Amor?). A juzgar por las fotografías era bastante feo, con cara casi carcelaria, que seria sin duda patibularia con los años, pero este aspecto tal vez fuera causado por esa invariable calidad criminal que tienen las fotos de la policía y aun las fotos de los periódicos que cubren el crimen, la llamada crónica roja —aunque este tenorio notorio llegó a estar en la primera plana de todos los periódicos.
       Una mañana oímos por radio que habían aparecido en los portales del Centro Asturiano, a media cuadra de casa, dos muslos humanos burdamente envueltos en periódicos. Nos preguntamos si no sería un crimen político más, que abundaban entonces, las pandillas en que habían degenerado las organizaciones terroristas políticas de los años treinta matándose entre sí en las calles de La Habana. No era difícil imaginar que el muerto a que pertenecían aquellos despojos fuera un pandillero asesinado, aunque las armas usuales eran las pistolas y no el cuchillo. Después la radio anunció que habían sido encontrados dos brazos en otro portal no lejano. Por el mediodía llegó la noticia de que unos muchachos habían encontrado un torso humano (y, un detalle que hacía a la víctima difícilmente un hombre de acción, una zapatilla) en el jardín del Instituto. Cuando me iba con mi padre para el periódico (había conseguido un trabajo temporal traduciendo del inglés para el magazine de Hoy), vimos un grupo de gente en los jardines y nos acercamos a mirar nosotros también la curiosa cosa que era un torso humano cuarteado. Todavía la policía no había levantado el cadáver (o el trozo que quedaba de él) esperando por el forense, quien, como el marido engañado, es el último en llegar al lugar del crimen. Envuelto malamente en periódicos, rodeado de moscas y de gente, vi lo que bien podía ser un pecho de vaca: no quedaba nada de aspecto humano en aquellos restos. No me impresionó particularmente porque no relacioné aquel pedazo de carne con una persona. Por la noche nos enteramos de que la cabeza del descuartizado, ausente hasta ahora, había aparecido en la taza del inodoro del bar Payret, al doblar. Comentamos la noticia con el mismo interés que habíamos hablado en el pueblo, a principios de los años cuarenta, del descuartizamiento de Celia Margarita Mena por su amante el policía Hidalgo, que ocurrió en La Habana, en la misma calle Monte en que vivimos, unas cuadras más arriba hacia El Cerro. Todavía recuerdo como mi padre me señaló el lugar del crimen, un enorme y feo edificio de apartamentos o tal vez un falansterio como el nuestro. Hablamos del caso del trucidado (el habla contaminada por la prosa periodística) definitivamente identificado como un hombre ya mayor. Lo hicimos con la morbosidad que despierta un asesinato atroz pero sin sospechar lo cerca que nos tocaba. El domingo por la tarde (era verano y mi hermano ya estaba en el pueblo con mi abuela y mi bisabuela) fui al cine, como de costumbre, ahora con dinero para regalarme y ver un estreno. Vi La feria de las canciones, con uno de mis amores actrices, la pulcra pelirroja Jeanne Crain. Pero más que la película, más que la imagen coloreada de Jeanne Crain, recuerdo la salida, yendo ya por el Parque Central, y la sorpresa de encontrarme a mis padres, aparentemente de paseo, aunque sus caras revelaban preocupación y algo más: miedo. «Vinimos a buscarte», dijo mi madre, cosa que ya yo sabía al verlos de cerca. «Ha ocurrido una cosa terrible». Entonces no vivía más nadie con nosotros, por lo que pensé que algo le había ocurrido a mi hermano en el pueblo. Mi madre no dio tiempo a mi pregunta. «El descuartizador vive en casa», así llamaba ella, como yo, al cuarto, al edificio entero, al solar, al falansterio. «También el descuartizado. Es ese pobre hombre con que tuve la discusión por el agua». Ya comenzaba a escasear el agua en esta parte de La Habana, que apenas tenía fuerza para llegar al tercer piso, mucho menos a la azotea, y los vecinos tenían que ir todos con cubos a la pila del segundo piso, donde a veces la cola no mantenía el orden necesario, los buscadores de agua, como nómadas del desierto ante el espejismo de un oasis, desesperados por no poder llegar a tiempo para llenar su vasija. Fue en una de estas colas malformadas que el organista intentó pasar antes que mi madre. Yo no estaba presente porque ocurrió muy temprano en la mañana pero según ella el hombre había sido bastante desagradable, casi odioso. Ahora fui hasta la casa escoltado por mis padres, uno a cada lado como para guardarme del cuchillo asesino. La enorme entrada estaba custodiada por un policía, el portón que no se cerraba hasta las diez, dejando una puertecita lateral en la que estaba la cerradura, aparecía ahora trancado. Había más policías y fotógrafos y otros hombres que debían ser policías secretas y periodistas esparcidos por el pasillo del segundo piso, el lugar del crimen. Subimos hasta nuestro piso donde había agitación y también miedo. Recuerdo que no me dejaron salir de noche en muchos días. Pero más alarma que en ninguna parte había en el cuarto de enfrente. Allí se había mudado, cuando se fueron las chinas devenidas suntuosas concubinas, una familia negra compuesta por el buen viejo Valentin (que no era tan viejo: el adjetivo se debe a la aliteración), su mujer Angelita, que era enorme: una negra grande y gorda y siempre sonriente, riente, a carcajadas, su hermana Fermina y los tres hijos del matrimonio: Eloy, constantemente dispuesto a cantar una guaracha o un guaguancó, eterno bailarín y adelantado fanático de la música de Chapottin, Nela que era una mulata por generación espontánea, alta y nada fea y que tenía uno de los culos más voluminosos que he visto, esteatopigia que la hacía muy popular en el barrio, y su hermanita, que de tan enanita y despierta que era la llamaban por el apodo de Cominito. Ésta era una familia feliz, pobre pero de una gran riqueza folklórica. El viejo Valentín se hizo famoso en el solar por su consejo en tiempo de huracanes. «Contra el ciclón», solía decir, «no hay más que tres elementos: clavos, velas y agua», lema que repitió ad nauseam durante uno de los tantos ciclones que amenazaron La Habana y cruzaron por otra parte de la isla en esa época. Fermina, con su cara llena de arrugas y verrugas, acostumbraba a cubanizar todos los nombres de los actores que le gustaban. Así Robert Taylor se llamaba en su voz Roberto Tailor, Gregory Peck era Gregorio Peca y Clark Gable, de más difícil domesticación, se convirtió en Clarco Gabla. Un día tuvieron una dilatada discusión (toda la familia, menos Cominito que no hablaba, era dada a discutir) técnica en la que el viejo Valentín afirmaba que se decía impulsión a chorro, Angelita decía que era expulsión a chorro, Fermina estaba por repulsión a chorro y Eloy por emulsión a chorro. Nela no participaba de la discusión, nunca interesada en las palabras a menos que fueran de amor —lo que me alegró pues ya hacía tiempo que le había echado el ojo y ella no era indiferente a mis miradas. Hubo una gran consternación y tristeza en la familia cuando el viejo Valentín me llamó para que terciara en la discusión, como experto en palabras, y dijera quién tenía la razón sobre la propulsión, al declarar yo que nadie, que el término técnico era propulsión a chorro —frase en la que ninguno había pensado remotamente.
       No puedo hablar de esta familia sin mencionar mi experiencia erótica con Nela. Ella era bastante sata, palabra habanera que quería decir coqueta pero de una manera que lindaba con la putería, sin significar putaísmo ni oficio de meretriz, sino mera salacidad —es decir, satería. Nela era más sata que santa y no había otra cosa que hacer que saturarla, desatarla. Ya ella había tenido sus encuentros con mi tío el Niño antes de casarse él y yo sabía que ella había aceptado también atenciones de más de uno en el edificio y en la calle. Pero al mismo tiempo que sata, Nela era difícil y apenas se podía pasar de un apretón, tal vez un beso veloz. Pasó el tiempo, años acaso, ocurriendo ocasionales encuentros con ella, persiguiéndola yo cada vez que era posible pero fuera de la vigilancia del viejo Valentín, que era un negro muy serio, severo, como suelen serlo algunos negros, tanto que hay mucho respeto, aun por los blancos más racistas, por un negro decente y digno. También estaba su hermano Eloy, que aunque todo lo que le interesaba era el baile perpetuo y la música incesante, tarareando un ritmo bailable cuando no había un radio sonando, aparato de trasmisión que en el solar devenía instrumento musical, a pesar de su coreomanía sabía lo deseable que era su hermana y vigilaba a Nela. Tal vez supiera que ella era una mujer, una muchacha, una mulata dominada por su sexualidad. Hasta la monumental Angelita, angelical en su euforia, tenía un ojo en su hija, como un monóculo sobre su culo único, joya a la espera de una estereotomía, protuberancia preciosa, jiba donosa —mientras mantenía el otro ojo en sus innúmeros motivos de risa. Muchas veces, eluyendo experto la vigilancia familiar, cité furtivamente a Nela a la azotea, predio de todos mis juegos, pero aunque acudió a las citas no pasó de escarceos y toqueteos. Pero un día descubrí que ella estaba a solas, en la casa, completamente sola: hasta Cominito había desaparecido, tal vez reducida a su más ínfima expresión: un mínimo comino, la familia como fugada olvidando su más preciada posesión. No me detuve a desvelar ese misterio sino que entré en el cuarto, me acerqué a Nela, ansiosa ella, yo ya rijoso, y comenzamos a besarnos sin siquiera saludar, sin hablar: no había nada que hablar con Nela, aun intentar una conversación sobre sexo era inútil con ella: era un animal para el sexo práctico y solamente la estricta vigilancia había evitado que se expresara abiertamente hasta ahora, creí yo. Con mucha lucha y hasta un poco de pancracio, forcejeos, insistencias, negativas hipócritas, logré que se quitara el vestido único y como no llevaba ajustadores (no los necesitaba) vi sus tetas que hacían contraste con sus enormes nalgas: eran pequeñas y puntudas y declaraban a qué pueblo pertenecían sus antepasados africanos, sus raíces raciales. La empujé hacia una de las camas (en estos cuartos siempre había cuatro camas: ¿número mágico o capacidad cúbica?) que estaba en la pared de la puerta, orientada en el mismo sentido que se abría, detrás de la hoja. Había besado sus gordos labios color de hígado y ahora besaba, más bien mamaba, sus teticas del tinte de su boca, con pezones prietos que continuaban la punta de la teta, diosa dahomeyana. Ella se revolcaba en la cama cuando yo traté de quitarle los pantaloncitos, apretando los masivos muslos, considerables pero menos carnosos que su culo, ahora debajo del cuerpo levantando su pubis esquivo. Ante tanta resistencia insinuante no quedaba más que la insistencia. Me saqué la polla, la picha, la pinga y los numerosos nombres que tiene el pene en Cuba, todos curiosamente femeninos, mientras la vagina se llama bollo, extracción experta de un solo golpe de mano. Intenté introducirle todos esos nombres que era una sola cosa, mi cosa, por un extremo del pantaloncito, tratando de pasar por una hendija lo que sólo cabía por una puerta, pero ella cerraba los muslos con tal tenacidad que desde entonces me hizo creer que no existe la violación si la comete una sola persona: es imposible penetrar a una mujer que realmente resiste. (En todo este tiempo sin tiempo la puerta estuvo abierta, nosotros solamente protegidos del pasillo y de un pasante curioso por la cortina que —propicia: era verano— colgaba inerte. Pero yo estaba consciente de que alguien de su familia podía entrar en cualquier momento, tal vez al instante siguiente). Sus movimientos que eran opuestos y dispuestos al mismo tiempo y mi ardor adolescente me hicieron venirme sobre aquellos muslos inmensos color café, tabaco, yodo oscuro, y broté, fuente feliz, en torrentes espasmódicos, mojando su piel, los pantaloncitos invencibles, su vientre que era una barriguita que hacía un gracioso pendant púdico a su trasero total. La eyaculación, en uno de los movimientos periódicos del pene, había rociado su cara y ahora ella pasaba su lengua larga por las manchas blancas sobre su cutis oscuro y seguía moviéndose: los mismos movimientos mecánicos que me impidieron quitarle los pantaloncitos al principio y luego penetrarla, siendo tal vez el primero en gozar su salacidad, eran ahora giros de placer solitario. Pero no era caso de quedarse allí, ser sorprendido, difamado y tal vez obligado a casarme si no a punta de escopeta al menos por la fuerza moral del viejo Valentín, por lo que guardé mi pene presto, abotoné la portañuela, me levanté de la cama y salí calmo del cuarto —dejando a Neta todavía ondulante en la camita que nos sostuvo milagrosamente por lo precaria que parecía ahora, ella moviéndose, meneándose mejor y aprovechando que el cuarto seguía vacío, que el pasillo estaba desolado, que la cortina caída a plomo la protegería de cualquier ojo observador, se disfrutaba sola sobándose un seno. Eso fue lo más cerca que estuve de acostarme (figurativamente porque realmente habíamos estado acostados: quiero decir de desflorarla) con Neta, quien probablemente siguió siendo virgen, su renuencia jamás anuencia, hasta que se casó con alguien del solar, de los portales de abajo, de las casas vecinas y de nuevo la familia fue feliz. Pero ahora eran individuos infelices. Estaban, como todos, más que todos, apoderados del miedo.
       Todo estaba en los periódicos pero como siempre la verdad no estaba en los periódicos. Le costó a la policía solamente 48 horas resolver el caso, lo que no es asombroso dada la estupidez del descuartizador, que se las había arreglado para repartir los miembros en un radio de menos de cien metros. Pero hay que acreditar a la capacidad investigativa de la policía (ayudados por el cura de la iglesia de La Salud que reportó la ausencia de su trabajo por dos días del organista) que hubiera dado tan pronto con la casa del asesinado. Cuando entraron en su cuarto (fueron siguiendo una deducción que era más una intuición) obtuvieron una llave extra de Venancia la encargada para hacerlo. No notaron nada anormal hasta que uno de los técnicos —«criminólogo» lo llamaron los periódicos— encontró huellas de sangre en la pared y cuando aplicó sus detectores químicos halló que prácticamente todo el cuarto había estado manchado de sangre, las manchas lavadas cuidadosamente con agua —una hazaña en sí misma, habida la escasez de agua que había en el edificio. Dejaron el cuarto como lo habían encontrado, cerraron la puerta y dos agentes se sentaron en el cuarto de la encargada, cuya reja permitía dominar todo el pasillo. Había otros policías de paisano apostados en la calle, todos esperando al presunto asesino. Por fin apareció, caminando tranquilo, un hombre común y corriente, sin cargos de conciencia ni apariencia truculenta. Cuando enfiló por el pasillo Venancia (que lo veía todo) dijo que ése era el compañero de cuarto del organista. Lo prendieron antes de entrar al cuarto, sin hacer él la menor resistencia. En la jefatura de la policía secreta (que era la encargada de las investigaciones y cuyos agentes lo habían detenido: no había otra policía investigativa entonces, tiempos tranquilos, la policía nacional dedicada a guardar el orden y cuidar el tránsito) confesó enseguida. Había conocido al organista (que devino en la lamentable pero popular prosa de un columnista de músico sacro en mero organillero: parte del relato que sigue está reconstruido de los periódicos de la época) en el parque de los Enamorados y éste le había ofrecido su casa (su cuarto) y pagarle sus gastos. Le había prometido también (y aquí estaba el origen del crimen) darle dinero extra. Llevaron una relación más o menos estable por varios meses (el asesino cuidó mucho de establecer su identidad de bugarrón, de homosexual activo, el organista definido como el maricón, el homosexual pasivo, definiciones muy importantes para la mentalidad machista popular y, más decisivo, para su status en la inexorable estancia en la cárcel), pero últimamente el organista parecía desinteresado en su futuro asesino. No sólo no le daba el dinero prometido sino que llegó incluso a negarse a sufragarle sus gastos. El día del crimen (mejor dicho, la tarde), el próximo asesino había tenido una discusión, verbal pero violenta, con el organista, quien se había mostrado particularmente desagradable. El asesino inminente le pidió dinero una vez más y el proyecto de asesinado le dijo que no, que de ninguna manera, que fuera a buscar trabajo al parque. Furioso con esta salida, el casi asesino cogió un cuchillo cercano (su víctima estaba sentada en su usual mecedora, vistiendo su acostumbrado piyama, todavía sonriendo sarcástico) y sin dudarlo se lo hundió en el pecho. (La puñalada fue tan feroz que atravesó a la víctima de parte a parte, muriendo instantáneamente, y el cuchillo se clavó en el espaldar del mueble: pero el victimario no supo la profundidad de la herida ni sus consecuencias hasta horas más tarde). Al ver lo que había hecho, salió del cuarto, cogió una guagua en la esquina y se fue a la playa de Marianao, recorriendo allá los distintos centros de diversión y no regresó al solar hasta tarde en la noche. Al entrar en el cuarto se sorprendió no sólo de que su protector estuviera muerto sino de que siguiera allí, sentado en la misma mecedora, inmóvil, los ojos abiertos, su sonrisa en los labios y el cuchillo clavado en el pecho. Decidió hacer algo al respecto y lo que se le ocurrió, para ocultar el crimen y deshacerse del cadáver, fue descuartizarlo. (El cronista criminal calificó el descuartizamiento de «tarea macabra»). Empleó el mismo cuchillo con que lo había matado, que extrajo no sin esfuerzo. Para llevar a cabo el desmembramiento, que le tomó tiempo, se quitó primero toda la ropa. Cuando terminó de cuartear el cadáver descubrió que había una gran cantidad de sangre esparcida por el cuarto, el piso y las paredes. Se dio a la labor de lavarla, vistiéndose para ir a tirar el agua ensangrentada al vertedero. No encontró a nadie en el pasillo en los muchos viajes que dio al fondo del piso. Finalmente envolvió las extremidades descuartizadas en periódicos viejos y comenzó a repartirlas por los alrededores. No fue muy lejos pues los miembros tendían a salirse de su envoltura. (Nunca se dio cuenta de que una de las piernas llevaba todavía una zapatilla al pie). Así tuvo que dejar los muslos en los portales del Centro Asturiano y el torso en los jardines más alejados del Instituto —que estaba a solamente veinticinco metros de la entrada al edificio. Lo que le dio más trabajo repartir, cosa curiosa, fue la cabeza, que trató de ocultar en los servicios sanitarios del bar Payret. Primero la lanzó hacia la cisterna pero rebotaba siempre. («Una suerte de baloncesto macabro», añadió el columnista criminal a la descripción). Cansado de pelotear la cabeza y aprensivo de que entrara alguien al baño, trató de forzarla por la taza, inodoro adentro —cosa evidentemente imposible, pero no lo disuadió de su empeño enloquecido la idea de imposibilidad sino el hecho de que los periódicos, húmedos, se desprendían y la cabeza desnuda tenía todavía los ojos abiertos: esa mirada fija lo aterró y huyó. Nadie lo vio deshacerse de sus paquetes (lo que el periodista llamó «carga macabra»), pero en los varios viajes que dio a la calle, llevando sus miembros, siempre se encontró parado en la puerta lateral un negrito que lo saludaba. Llegó a pensar que este testigo inocente sospechaba y se preguntó si no tendría que matarlo también. Este negrito era Eloy, cogiendo fresco en la puerta de la calle, como hacía a menudo en el ardoroso verano habanero. De ahí el miedo retrospectivo que padeció, por los periódicos, Eloy y que compartieron no sólo su familia sino todos los inquilinos horrorizados por el crimen. Pero el horror dio lugar a la indignación. Uno de los periodistas más conocidos de La Habana, de Cuba, había escrito un editorial de primera plana en su periódico en que condenaba justamente el asesinato pero injustamente había llamado al solar el «cubil de Zulueta 408» (hubo, naturalmente, discusiones entre el viejo Valentín y su familia acerca del significado exacto de la palabra cubil), acusando al edificio —y a sus habitantes por implicación— como incubador del crimen, capaz de albergar a otros asesinos (¿y no a otros asesinados?), albergue pasado y futuro de lo que él llamaba la «hez de la sociedad». Aunque muchos no entendieron esta última frase, todos compartieron la furia contra la injusticia verbal de ser llamados delincuentes, de ser tildados de criminales, de ser condenados sin haber sido siquiera juzgados —sobre todo cuando la mayor parte de los habitantes de Zulueta 408 no tenían otra culpa que ser vecinos ocasionales de un asesino atroz. Tardó mucho tiempo en olvidarse no el crimen sino la calificación moral. Pero la vida continuó, más persistente que las palabras.
       Sin embargo hay que admitir que había algo en el edificio, en el aire del falansterio, que esparcía la luz ceniza, quizás a causa de la promiscuidad forzosa, tal vez el carácter cubano o lo que la canción llamaba el embrujo del trópico que predisponía a la pasión púbica, al uso del sexo, a sus posibles variaciones (incluyendo el crimen) y lo hacían un plexo solar. Al cuarto en que vivían los músicos maricas, quienes dejaron de pronto su habitación poco tiempo después del caso del organista descuartizado, sin saberse sus razones, tal vez musicales, porque se habían mudado súbitos: desaparecieron silenciosos después de tanta melodía de violín y percusión de castañuelas, en esa esquina de pecado pederasta vino a vivir un hombre ya mayor, muy serio, de aspecto respetable, callado, de bigotito y con espejuelos de carey. Se llamaba Neyra a secas pero se hacía llamar el Dr. Neyra, la de ere antes del apellido confiriéndole mayor respetabilidad y su cuarto era su oficina (también vivía allí pero aseguraba insistente que tenía su casa propia en otra parte de la ciudad, indicando de paso que estaba en un barrio bueno) y fue el primer inquilino que instaló ese lujo tecnológico que era para nosotros un teléfono en Zulueta 408. El Dr. Neyra se creía importante y para muchos vecinos llegó a ser importante y le venían a consultar complicadas transacciones —cuyo carácter era un espeso misterio. Pasó el tiempo transicional y un día de asueto el Dr. Neyra invitó a los muchachos ya crecidos del piso a su oficina, que ahora él llamaba despacho, y vi el escritorio y el teléfono pero también noté la cama estrecha adosada. Casi enseguida el Dr. Neyra comenzó a hacer confesiones sobre su vida y milagros telefónicos. Era la primera persona que yo conocía capaz de hacer uso sexual del teléfono, Graham Bell reducido (o elevado) a alcahuete. Según el Dr. Neyra (y nosotros no lo dudamos entonces) llamaba a un número cualquiera (a veces estaba en la guía pero la mayor parte de las veces hacía llamadas al azar) y si salía al teléfono una mujer, después de saludarla cortés, comenzaba a hablar con ella de cosas sin importancia para entablar conversación, pero poco a poco la iba interesando en asuntos íntimos (aquí la voz del Dr. Neyra se hacía baja, grave, pastosa, tan intima la confesión como la conversación) y terminaba teniendo un romance con ella, todo por teléfono. No fallaba nunca. Ahora mismo tenía una chiquita (no me explico cómo sabía su edad si su política, técnica y arte amatoria consistían en no conocer personalmente a su pareja) que cuando hablaba con ella se ponía tan caliente al teléfono que terminaba ella haciéndose la paja. (Fue la primera vez que yo oí decir que las mujeres podían hacerse la paja como los hombres y recuerdo que por un tiempo no creí una palabra de lo que dijo el Dr. Neyra, simplemente porque no me cabía en la cabeza la noción de la masturbación en la mujer, hembra sin miembro). «Y yo tan tranquilo», añadía el Dr. Neyra. «Mi misión», ésa fue la frase que usó, «es hacer que ellas se vengan como locas». Nunca supe por cierto cómo resolvía sus necesidades sexuales el Dr. Neyra. Tal vez no tuviera ninguna: le bastaba con tener teléfono. Amor por control remoto.
       De las otras personas que vivían en esa zona del piso, la T del pasillo, que tenían una vida sexual extraordinaria (aparte de la ordinaria vida sexual de la madre de Pepito, Joaquina, que aparentemente se entendía con el panadero que subía todas las mañanas a vender pan en el edificio) ninguna tan insólita como Nena la Chiquita. Ella era una mujer muy mayor, casi una vieja, sin un solo diente, que era la criada del viejo don Domingo. (Ése no era su nombre pero lo llamábamos don Domingo porque todos los domingos salía muy bien vestido a pasear por el Prado). Parecía un senador (o la imagen ingenua que teníamos de un congresista entonces, como un padre de la patria, un patricio, legislador por todos y para todos), alto, caminando estable y erguido, con copioso pelo blanco, pálido de piel, entrado en carnes allí donde todos o casi todos éramos entecos. Pasaba todos los días frente a nuestro cuarto, rumbo al baño vestido con una bata a la que la felpa raída no menguaba su antigua elegancia, una toga, la toalla al cuello como una bufanda blanca. Regresaba del baño con idéntico atuendo y el mismo paso orgulloso y elegante. En ambos viajes lo precedía Nena la Chiquita cargando el cubo con agua y la vasija vacía. Hay que usar, abusar de la imaginación para concebir que alguien que vivía en Zulueta 408 tuviera un criado, mucho menos imaginable que un hombre solo mantuviera una criada. Pero en ese círculo lo inimaginable era lo cotidiano y Nena la Chiquita era efectivamente su doméstica. Es más, en una ocasión don Domingo se refirió a ella como «mi ama de llaves». Era un caso de desaforado delirio de grandeza porque nadie nunca tuvo imaginación tan desbocada como para pensar que hubiera entre ellos una relación que no fuera la de señor y sirvienta, que hubiera un nexo de sexo entre don Domingo, tan bien plantado, tan caballero, tan orgulloso y Nena la Chiquita, que era casi lo que describió el editorialista para llamar a todos los habitantes del falansterio: la hez de la sociedad. Nadie sabía cuánto pagaba don Domingo a Nena la Chiquita, como nadie conocía el exacto oficio o profesión de don Domingo, que dormía hasta tarde y salía todas las noches temprano y regresaba después de medianoche. Era imposible que fuera proxeneta (él no podía ser un mero chulo: la palabra le quedaba pequeña para sus ínfulas) y regresaba muy temprano para ser sereno y ese trabajo estaba por debajo de su aspecto. A veces pensé que podía ser un contrabandista constante y rápido que hacía incursiones audaces y raudas cada noche. Pero esas imaginaciones eran sueños inducidos por el opio dominical de mis lecturas de Terry y los piratas y el problema a resolver era cómo catalogar a Nena la Chiquita —¿sería ella una versión vieja y caribe de la osada Dama del Dragón que acosaba a los navegantes del mar de la China? Sabíamos que Nena la Chiquita ganaba dinero porque mantenía al Diego que vivía en la azotea, adonde ella subía sin misterio a menudo. Un día, atacada por uno de los accesos de confesión estentórea a que eran dados algunos inquilinos (inexplicablemente para mí ya que había sido testigo de muchos paroxismos públicos que afectaban a Gloria, la arisca asiática, por ejemplo, quien en una ocasión gritó a todo pulmón en la placita: «¡A mí lo que me gusta es que me singuen bien!»), Nena la Chiquita vino de la azotea, saliendo del cuarto de Diego, adonde ya yo sabía a qué iba, exclamando a toda voz: «¡Yo soy la bien mamada! ¡A mí me maman muy bien!». Nadie vaya a creer que esto avergonzó lo más mínimo a Diego frente a los vecinos: al poco rato bajó la escalera de madera muy tranquilo, taconeando vigoroso contra los escalones como siempre, acentuando su masculinidad. Así no sólo don Domingo tenía un ama de llaves sino que ésta, una vieja nada menopaúsica, tenía un gigoló —y no era la Riviera sino Zulueta 408.
       Tuve un encuentro breve pero inolvidable con la sexualidad inaudita de Nena la Chiquita. Aunque yo no era muy estable, solía bajar las escaleras a gran velocidad, a pesar de que, al poco tiempo de vivir en el edificio, me caí en el tramo que iba del primer piso a la calle y me partí un dedo al tratar de agarrar la baranda. Allí mismo tuve una segunda caída, menos seria pero más aparatosa: me golpeé en la espalda, un escalón se me clavó en la espina dorsal y no sé por qué efecto particular, tal vez los nervios, me quedé paralizado, inmóvil sobre la escalera, en la posición que había caído. Estaba paralizado pero podía hablar y hasta gritar, aunque la secretividad del primer piso, colmado de maricones que preferían permanecer en el anónimo, hacía inútil cualquier llamada de auxilio —de manera que me quedé quieto, las piernas estiradas, los brazos en cruz. Al poco rato, por azar o por Eros, venía de la calle nadie menos que Nena la Chiquita, que me vio desde la vuelta de la escalera y subió hasta donde estaba yo tumbado. Me preguntó qué hacía yo en la escalera, acostado, en semejante posición. Le conté la caída. «Hay que buscar ayuda», dijo enseguida pero no se movió de su sitio. Al principio no hizo nada pero lo que hizo al momento siguiente fue sorprendente: como si fuera a auscultarme, doctora dudosa, comenzó a pasarme la mano por el bajo vientre, luego bajó hasta la portañuela y me frotó las partes, sobándome con sus dos manos. Ni aunque estuviera en estado normal habría yo respondido al asalto sexual de Nena la Chiquita, tan vieja, tan desdentada, tan repelente. El terror a que me abriera los pantalones, me sacara el pene y comenzara a actuar (no tenía la menor duda de que empezaría a chuparlo, succión blanda, con su boca sin dientes), era superior al miedo de estar paralizado, tal vez para siempre, reducido a una silla de ruedas. Pero un pavor mayor me atacó: Nena la Chiquita había declarado que era la bien mamada: a lo mejor era también una buena mamadora y a pesar de la parálisis ya yo sabía que el pene tiene vida propia —¿y si respondiera a la tentación toda tacto de Nena la Chiquita y se erigiera en su propio monumento? En ese momento de pánico ella levantó la cabeza y dijo, mirando por encima de mi cabeza: «Se cayó». No me hablaba a mí sino a Venancia (que lo oía todo: no había oído el estruendo mío al caer, pero oyó el frote de Nena la Chiquita tratando de levantarme el pene) que había salido de sus cuartos, de sus cuarteles. Venancia se alarmó y juntas las dos me alzaron en peso (siempre fui flaco de joven) y me llevaron hasta su cuarto y me acostaron en su cama y Nena la Chiquita anunció que iba a buscar a mi madre —para mi alivio, mental y físico. Cuando vino mi madre, aterrada, ante sus ojos doblemente incrédulos (yo herido, yo sano) pude levantarme y caminar y hasta decir: «No fue nada». Nunca tuve otro efecto de la caída que mi encuentro sexual con Nena la Chiquita —y su recuerdo repugnante.
       Mi segundo amor en el edificio tuvo por objeto a uno de los raros habitantes femeninos del primer piso y que nunca formó parte de la escuela de lesbianas futuras de la vieja Emiliana. Fue, tenía que ser, un amor de un solo lado. Ella era Chelo, la hermana de Fina, hija menor de Venancia, la que veía todo y oía todo y estaba siempre vigilante. Alguna señal de devolver mi amor tuvo que darme Chelo para venir a despedirnos a mi madre y a mí a la terminal una noche en que cogíamos el tren para ir de temporada al pueblo, aunque nuestra pobreza no nos permitía la elegancia de ir de veraneo (el pueblo era famoso en toda la zona por sus balnearios) sino solamente en viaje de visita al resto de la familia que quedaba viva, apenas nadie. Recuerdo nítidamente esa noche por la despedida de Chelo (que no tuvo nada de extraordinaria, en absoluto tolstoyana, limitándose ella a decirnos, a gritar con su voz adenoidal por encima de los bufidos de la vieja locomotora a vapor adiós que la pasen bien vuelvan pronto, sonriendo con su boca sensual, aumentada al morderse siempre ella el labio inferior y sus grandes ojos negros, rodeados de unas eternas ojeras malvas —que eran como el labio inferior de su mirada— y el pelo lacio cayéndole sobre la cara larga) por el sentimiento de amor que me embargó al momento del arranque estrepitoso del tren, aumentado por el interminable viaje que duraría toda la noche y todo el día entre paisajes cambiantes excepto al atravesar la sabana que era casi como cruzar Siberia en el Transiberiano de la literatura y que me haría fanático del viajar en tren para toda mi vida, pensando rítmicamente en Chelo Chelo Chelo, el ruido de las ruedas haciendo eterno el viaje y mi amor. Pero también estaba el recuerdo de la cara de Chelo, de su brazo tan fino agitando la mano blanca, ondeando brazo y mano hasta que nos perdimos de vista, de su cuerpo delgado hecho frágil por el contraste con sus grandes tetas —que no recuerdo haber notado entonces, ella delicada, sino en otra ocasión.
       Chelo contrajo una rara enfermedad: estómago caído. Yo había oído hablar del colon caído, que cuando oí el nombre la primera vez me pareció tan cómico, mal casi como el que aseguraban los libros de historia que acaeció al Descubridor en su último viaje en cadenas: Colón caído. A Chelo se le había hundido el estómago por culpa de lo que era para mi su encanto: su delgadez. (Años después me puse a analizar por qué me enamoré de Chelo y descubrí que tenía su origen en su parecido con Ann Dvorak, la impronunciable, casi caquéctica hermana de Paul Muni en Caracortada, que fue uno de mis amores de sombras en mis años infantiles). Para curarse de su mal, Chelo debía reposar. Hacía su reposo en el segundo cuarto (ahora Venancia tenía tres cuartos como habitación, que era para el solar casi una suite: por una suerte de justicia doméstica la criada del falansterio vivía incomparablemente mejor que cualquiera de sus inquilinos) en una cama colocada frente a la puerta abierta para disipar su tedio: así podía ella mirar afuera y ver el tránsito de los inquilinos escalera arriba y abajo. A veces yo venía a aminorar su soledad y me sentaba a conversar con ella. Pero no lo hacía sólo por ser buen samaritano sino porque en su bata de reposar, una suerte de piyama o varios piyamas con el mismo diseño, un desmedido descote dejaba ver bastante de las desmesuradas tetas de Chelo. Yo me entretenía (olvidando de paso la historia que ella contaba o el cuento mío que debía hacer de contrapartida) mirando esos blancos globos gordos que colgaban hacia los lados, preguntándome a veces hasta dónde llegarían, viendo que desaparecían por el extremo último del escote. Pensaba que Chelo no era inocente a mis miradas, que ella sabía que yo estaba allí para mirar más que para oír, que más que sus ojos negros, con ojeras ahora más oscuras, su boca toda labios, lo que me interesaban eran sus ubres ubérrimas ubicuas: regadas por todo su pecho, lechosas, pálidas, palpitantes. Muchas veces estuve a punto de poner mi mano donde posaba mi mirada. Un día particularmente, en que Chelo me pidió que me sentara más cerca, en la cama, tentadoramente, peligrosamente, levanté el brazo audaz para hacer descender mi mano tímida dentro de ella y cuando estaba a punto de zambullir mis dedos náufragos entre aquella cantidad de carne blanca que ondulaba un mar erótico, oí detrás mío la voz de Venancia que decía: «Chelo, ¿no crees que hace demasiado calor?», con su fuerte acento gallego. Años después me iba a maravillar su discreción, su tacto, el hecho de que no me dijera que me levantara de la cama o que me fuera, sino que solamente lo implicara, acto tan ajeno a las costumbres contundentes del solar, en que nada se hacía por implicación sino por la expresión más directa, y el resultado de que tocara exactamente mi susceptibilidad, que era entonces descomunal, y me hiciera levantarme, despedirme de Chelo diciéndole que tenía que estudiar y saber que ella lo sentía, no sólo porque lo dijera sino porque era evidente en su expresión. Otras veces volví al cuarto en que Chelo reposaba en su cura, pero no volví a sentarme en su cama, nunca más estuve a punto de sobar sus senos, que se convirtieron en eso: senos: dejaron de ser tetas íntimas y se hicieron ajenos.
       En el serife izquierdo de la T vivió una vez María Martí, otra de las Marías del solar, española, con un hijo gimnasta obsesivo, y ella poseedora de un temprano radio en que solía oír las atrocidades sonoras de El Monje Loco y su invariable introito: «Nadie supo, nadie sabe la maldad que engendra el corazón del Monje Loco-Jajajá». Nada más la hizo recordable porque se mudó pronto. El cuarto vino a ocuparlo un personaje más memorable que el Monje Loco por su carácter inofensivo dentro de un cuerpo malvado: era pequeño, de una fealdad sobrenatural: su calva, cabeza de domo, y sus ojos saltones más su minúscula barbilla lo hacían parecer un marciano de Wells. Ayudaban a esta impresión sus cortas piernas, su delgadez extrema y la característica de sus facciones borradas que hacían imposible saber su edad: lo mismo podía haber tenido cincuenta que cien años. Claro, no podía tener cien años cronológicos pero lo parecía. Era español, se llamaba Tomás y tenía una librería de viejo (vendía libros realmente viejos pero nunca valiosos) en los portales de Zulueta, en la misma cuadra nuestra. Se movía además con gran dificultad, caminando con un balanceo que pedía la cubierta de un barco, mientras sus brazos iban en otra dirección, cada uno por su parte pero ambos separados del cuerpo en ángulo recto que la doblez del codo hacían casi un triángulo. El torpe Tomás, como lo llamábamos, siempre dados a los apodos todos nosotros, comandados por mi sentido de la aliteración aguda, mudó a su cuarto un día de sorpresa a una de las mulatas más grandes que he visto: no sólo era alta sino que era corpulenta, pero empezando su corpulencia desde la cintura. Arriba apenas tenía tetas, mientras que abajo desplazaba unas caderas anchas (como una lancha, era la rima de risa nuestra), y grandes nalgas que formaban un culo enorme y muslos y piernas elefantiásicas que hacían juego al conjunto gigante. Los dos componían una pareja tan desigual que resultaba armoniosa: la masiva mulata prieta y el viejecito minúsculo y pálido. Los muchachos del piso siempre fantaseábamos sobre las palizas que propinaba Juana al torpe Tomás en la intimidad, a quien acostaba sobre su gran regazo para castigarlo, perdiéndose mínimo entre sus muslos máximos. Unos años más tarde y mis fantasías se habrían concentrado en la visión del acto sexual de la mulata monumental y el español enano encima: cópula con cachalote chocolate.
       Si Juana es importante para mí es porque tenía una parienta que no parecía tener nada de negro, quien aparentemente había pasado años en Estados Unidos y hablaba con acento americano. Ella tenía dos hijos y, muy importante, uno de estos hijos era una hija. La madre, la parienta de Juana, tomando la partida por el súbdito, era conocida como la Americana, sufrió una tragedia que la marcó para siempre. Sucedió que en tiempos de Machado o tal vez después, ella mandó a su hijo mayor, que tenía entonces unos diez años de edad, a comprar a la esquina. No bien había salido el niño cuando hubo una explosión. Ella corrió a la calle entre el estruendo y la gente amontonada alrededor de un centro de expectación para encontrarse con lo que temía antes de abandonar la casa, peor que lo que temía: su hijo estaba muerto, despedazado por una bomba. Jamás se supo si éste tuvo la mala suerte de que la bomba estallara al pasar o si el niño la golpeó con el pie, la bomba parecida a una pelota. Lo que es cierto es que la madre nunca se recobró de esta pérdida y ahora que tenía dos hijos, cuidaba a su hijo con una atención enferma y apenas se ocupaba de su hija —que era digna de cuidado. Ella tal vez tuviera catorce años, tal vez dieciséis cuando la conocí, pero era de una única belleza adolescente. He visto muchas muchachas y mujeres después, gente profesionalmente bella, como actrices y coristas y modelos, en todas partes, y ninguna se aproximó a la belleza de Elena —Elenita para mi, lo que atenúa los paralelos homéricos y la hace más actual. Elenita era de un color canela claro en su cutis inmaculado, con una nariz fina y recta, grandes ojos negros que doblaban el negro de su pelo, que peinaba partido al medio, cayendo alrededor del óvalo exacto de su cara. Sin embargo lo que era más notable en su belleza era la perfección de sus labios, dibujados precisamente y al mismo tiempo llenos, yéndose por encima del dibujo en un borde plegado hacia su nariz, eran labios sensuales pero con un toque inocente, casi infantil, en los pliegues de la boca, no comisuras cosméticas sino diseño divino. Verla y enamorarme de ella fue la misma acción. Ella venía muchas veces sola y solía conversar con Nela, de quien se hizo amiga —tal vez le pareciera una versión joven de su tía Juana. Estas conversaciones no tenían lugar en el cuarto de Nela sino en la placita frente a nuestro cuarto. Mi hermano, con su pasión de tuberculoso (no he hablado cómo se contagió mi hermano de tuberculosis, convirtiéndose la enfermedad en el centro morboso de la familia, porque mi vida era un caos, concéntrico de estudios, aspiraciones literarias, relaciones familiares y su verdadero vórtice era el amor), también se enamoró de Elenita. Era claro que Elenita lo prefería a él, con su belleza y el vago aire romántico que le prestaba la tisis, y me retraje, dejando de oír la voz de ella, agradable y algo ronca y su risa libre, que desmentía la pesadumbre constante de su madre, que debía pesar sobre su adolescencia adorable. Por contraste todas las muchachas del solar, incluyendo a Beba, palidecían frente a Elenita. Un día, para mi sorpresa eterna, Nela me vino a hablar de Elenita. Nela debía saber que yo estaba perdidamente enamorado de ella: todo el mundo, creo, lo sabía, tanto lo proclamaban mis sentimientos. La sorpresa de la conversación con Nela es que casi pareció un recatado recado. Nunca olvidaré cuando ella me dijo que yo le gustaba a Elenita más que mi hermano: ella misma se lo había confesado. Debí dar saltos mortales, debí cantar canciones con palabras, debí componer un poema épico —pero sobre todo debía haberme acercado a Elenita con este nuevo conocimiento, tan inesperado, mi timidez vencida por la sabiduría, mi amor si no correspondido por lo menos alentado. Pero se interpuso un obstáculo que no fue la consideración a los sentimientos de mi hermano, que iban a ser heridos por la misma flecha de Cupido elenístico. Por alguna razón desconocida Elenita dejó entonces de venir por el solar y siempre pensé que su confidencia a Nela era el recordatorio de una coqueta, su tarjeta de despedida. Mi corazón se hizo evidente, tanto como mis nervios, cuando Elenita, poco tiempo después, subió en Galiano y Neptuno a la misma guagua que yo había cogido en el Parque Central, ómnibus predestinado, vehículo elegido por los dioses del amor: Eros, Ánteros. Cuando ella me vio vino a sentarse alegre a mi lado. Dichosos los ojos, estaba encantada de verme, cómo estaba yo. Me contó que la familia se había mudado para La Sierra, que era el Miramar del pobre, y olvidé adónde iba para ir con ella hasta su casa. Claro que mi timidez me impidió acompañarla hasta su casa y no pude anotar su dirección, desprovisto de lápiz y papel, y la confié a la memoria, madre de las musas pero ahora traidora personal: olvidé por completo dónde vivía. Así me vi una y otra vez recorriendo las calles entonces para mí elegantes de La Sierra días más tarde, sucesivos días, días alternos, tratando de encontrarla, fingiendo tropezarme con ella, en una casualidad fabricada que mi capacidad de actor revelaría enseguida como un fraude. Pero el encuentro nunca ocurrió, Elenita perdida pero nunca olvidada. Años después la vi en una tienda de Cuban curios, en La Habana Vieja. Se había hecho una mujer pero la reconocí enseguida. No hubo reacción de mi corazón impaciente porque aunque era una belleza criolla, con un dominio del inglés casi autóctono, no era la Elenita de mi adolescencia, la muchacha de mis sueños y mis desvelos. Más tarde la vi por la calle del brazo de un militar de alto grado. Era todavía más mujer, ahora ancha, cambiada pero con restos de su antigua belleza en su cara. La primera vez que la encontré no tuvo tiempo de verme, ocupada vendiendo souvenirs a turistas pero sin saberlo también me vendió a mi un recuerdo. La última vez miró en mi dirección, sin dejar el brazo de su aparente marido, y no me conoció: no podía reconocerme tanto habíamos cambiado los dos, sus ojos incapaces de brillar como en el pasado, imposibles de mirar al pasado, el pasado convertido en sabana de sal.
       Al otro extremo de la T vivía otra María, María la Asturiana, madre de la puta de postín pero también de Severa, que no tenía nada de severa. O mejor, era Severa a su modo. María la Asturiana había sido convertida por mi madre al comunismo, tarea extraordinaria si se considera que María la Asturiana (siempre se la llamaba así, su nacionalidad española olvidada por la región en que nació, el nombre regional convertido en gentilicio) era analfabeta, incapaz siquiera de leer un letrero pero mostraba un entusiasmo por las actividades comunistas que aumentaba con los años. Severa tenía una belleza original en su familia: no tenía los ojos azules de su hermana o de su madre sino negros, como negro era su pelo que llevaba lacio y partido al medio, cayendo alrededor de su cara de óvalo largo, con una barbilla pronunciada pero partida, que era su mayor gracia pues sus labios eran finos y la nariz larga y recta, dándole un perfil, cosa curiosa, nada cantábrico y sí muy mediterráneo. Había algo antiguo en la cabeza de Severa. Tenía como su hermana las tetas grandes y el cuello largo pero era más bien alta. Su más definida característica era su carácter, que aprendí a respetar temprano y que es muy particular de muchas mujeres en Cuba. (Al revés de su hermana y de sus hermanos, que no vivían en el edificio, Severa era muy habanera). Consiste en una agresividad casi masculina, al hablar y al moverse y al enfrentarse con cualquier otra persona que presente un reto, sobre todo con los hombres. Severa era muy liberal con las malas palabras y tenía un sentido del humor agudo pero vulgar, eso que se llamó relajo, sustantivo tan usado en La Habana, en tantos sentidos, todos bordeando el tema erótico, cuando no cayendo en la pornografía, al mismo tiempo que insinúa la falta de respeto a todo. Cosa curiosa que la palabra venga del verbo relajar y signifique lo contrario de rígido: así era Severa. No había nada sagrado para ella y, al mismo tiempo que invitaba a aproximarse, alejaba con una actitud de cuidado conmigo, juego no jodo. Eso y su edad (su edad, ¡cielos! ¿Cuántos años podía tener Severa? ¿Veintisiete, veintiocho? En todo caso no era una mujer de treinta años) me hizo cobrarle respeto: ella podía hacer trizas a cualquier pretencioso pretendiente con una de sus salidas, sin darle entrada, lo que la mantenía aparte de las otras mujeres del solar al mismo tiempo que participaba ella de su vida visitando, recibiendo visitas, organizando juegos sociales (por ejemplo, largas loterías que animaban las veladas, en las que todos los muchachos del piso tomábamos parte: recuerdo una noche particular en que sentado jugando frente a Severa sentí que me frotaban la pierna con un pie desnudo: fue sólo un toque y debió de ser más que una alucinación una ilusión, una forma particularmente aguda del deseo, pues a los lados tenía muchachos entusiasmados con el juego y en el puesto opuesto estaba sólo ella y de seguro que no podía ser ella: mejor olvidarlo, que fue lo que hice), ella era en extremo sociable y sin embargo por su carácter se sabía que se quedaría soltera, sola, sería una solterona: una tía —y aquí llego por meandros al mar, por vía estrecha a la estrella, por digresión a la cuestión: no es de Severa de quien quiero hablar sino de su sobrina, Rosa, Rosita siempre, ella que fue mi último amor en Zulueta 408.
       Rosita era hija de un hermano de Severa y no sé por qué razón incómoda vivía ella todo el tiempo en el cuarto de su abuela María la Asturiana. La conocí niña y prácticamente crecimos juntos pero nunca le presté la atención que entregué, por ejemplo, a Beba, hasta el día que vi que se había hecho una muchacha. Ella no era bella sino linda —mejor, mona. No era muy alta, lo que me venía muy bien: soy bajo, ya lo era aunque no lo supiera y todavía no sentía la atracción por las mujeres altas que iba a sufrir más tarde en mi vida. Rosita seguía siendo gordita de muchacha como lo había sido de niña, pero con una gran gracia ahora. Era muy tetona, lo que la hacía parecer más baja aún y tenía una cabeza redonda rodeada de rizos rubios naturales (nada de tintes ni de permanentes) con ojos azules y una sonrisa terminada en hoyuelos tan agradable como frecuente. Era una versión tamaño natural de Shirley Temple. No recuerdo cómo empecé a hablar con ella un día y me encontré con que tendíamos a hablar a solas, a pesar de la presencia casi constante de Severa, que parecía vigilar a su sobrina con más sospecha que solicitud. Rosita estudiaba comercio (que entonces quería decir taquigrafía y mecanografía y un poco de aritmética) en una academia al final del Prado, subiendo una cuadra por San Lázaro, a media cuadra del Malecón. Un día me dio permiso para que fuera con ella a aquella exótica Havana Business Academy. La acompañé, luego la escolté, más tarde le pregunté si podía esperarla a la salida de clases, me dijo que sí y así me vi matando el tiempo de espera sentado en el último banco del Paseo del Prado, allí donde los falsos laureles mueren verdaderos por el sol y el salitre, mirando hasta aprenderme cada detalle de la estatua al poeta Juan Clemente Zenea, más recordable por haber sido fusilado injustamente (¿pero hay alguien ajusticiado justamente?) durante la colonia que por sus poemas publicados —¿inolvidables los inéditos? El monumento no consistía solamente en su efigie: en la base había una musa desnuda (de intención Euterpe, de resultado Erato), alba, de impoluto mármol —ala que manos ocultas y expertas sombreaban a cada rato su monte de Venus, haciéndola una representación cruda del sexo femenino, añadido venéreo verista que borraban de continuo empleados municipales tal vez preparados especialmente para ello. Pero siempre volvían los anónimos artistas del carbón a hacerle un pubis negro a la estatua blanca. Allí estaba yo frente al grupo escultórico del poeta mártir y su musa ahora pulcra, luego procaz, capaz con mi presencia constante de ver a la indecencia y a la decencia en el ejercicio encontrado de sus labores de amor por la imagen del sexo explícito o esbozado. Luego, temeroso de que me acusaran de obscenidad (siempre tuve ese temor infundado que se hizo por fin fundado un día), ya que era evidente que no estaba entre los agentes detergentes de estatuas polutas y sintiendo oneroso el peso responsable de ser corresponsal privado de aquella guerra púbica, cambié de sitio de espera, yéndome más hacia el paseo. Pero cansado de estarme allí viendo las horas danzar sin hacer nada (antes por lo menos tenía la musa y sus formas femeninas y la lucha incierta por el carácter de su pubis, que unos mantenían impúber, otros deseaban púber) le dije a Rosita que vendría solamente a buscarla y ella no objetó mi intención —tampoco puso reparo a que dijera buscarla en vez de esperarla, pasando de un verbo pasivo a uno activo, en semántica sexual.
       Pero Rosita no era mi tipo. Aunque yo no tuviera un tipo de mujer definido todavía, prefería las flacas (Chelo, por ejemplo, fue una elección natural, mientras que Beba, con caderas amplias, que tendía a la robustez que creo que alcanzó en sus veinte, fue una selección histórica o social), delgadas si se quiere más delicadeza, y hacia las mujeres esbeltas se dirigirá mi preferencia decidida un día. Ahora sin embargo me contentaba con coger a Rosita por uno de sus brazos bruñidos (solamente, bien entendido, al cruzar la calle o al dejar un tramo del paseo: no me atrevía a otra impropia manifestación de propiedad), apretando su carne blanca, blanda. Apenas si hablábamos. Ya había comenzado mi interés que fue condena por la cultura y, siendo muy joven, era extremista: no soportaba una conversación menuda, hablar por hablar, la cháchara: en una palabra (que siempre quiere decir más de una frase), empezaba a encontrar que se podía conversar muy poco con las muchachas que conocía y aunque siempre he preferido la conversación con mujeres (no sólo suelen ser más bellas que los hombres sino menos veraces pero más verdaderas), no encontraba muchas afinidades electivas femeninas, excepto por una o dos compañeras del bachillerato —que eran desgraciadamente tan feas que tenía que hacer un esfuerzo grande para mirarlas al hablar, olvidando mi nariz la halitosis y así volverme literalmente todo oídos. Rosita, rubia, baja, tetona, gordita, tonta y casi imposiblemente decente, era sin embargo deliciosa en que componía en carne y cutis la imagen de un personaje que yo había tomado de una novela leída años atrás, lectura que empezó como pornografía pura y terminó por ser un libro mayor, al que volvía siempre para tomar nota. En esta historia el héroe (todavía las novelas que leía tenían héroes) pasaba de la desgracia de la extrema pobreza (como la mía) a la gracia y la gloria gracias a las mujeres y por medio del periodismo (al que yo aspiraba). Este héroe triunfal fue mi ideal durante un tiempo y aunque yo distaba mucho de ser buen mozo y por supuesto no era francés, me identificaba con él al punto de compartir sus gustos en el amor: arribista afortunado siempre conservó una amante menuda, charlatana, de poco seso y mucho sexo: así me imaginaba yo a Rosita: ella era para mí la encarnación de esta representación literaria, versión virgen de Madame de Marelle. Ma boule de Swift. My Stella Rosae. Rosita se convirtió en mi amor, tal vez de un solo lado, aunque yo llegué a pensar que ella compartía secreta mis sentimientos. Mi sorpresa fue naturalmente extrema cuando Rosita me dijo de pronto un día: «Mejor no me acompañas más a las clases». Lo que resultó un jarro de agua fría en mi cara caliente. Además, yo no la acompañaba a clases, sino que la traía de clases. Era por supuesto inútil señalarle la distinción gramatical: no habría notado la diferencia. Se dio cuenta sin embargo de que había sido bien brusca. «Tú sabes», me dijo, «en el edificio están comenzando a comentar». Ella, como yo, evitaba llamar a Zulueta 408 por su verdadero nombre de solar y así la escalera, el pasillo, los balcones, los cuartos, los baños, los inodoros, la pila, colectivos, hablaban como uno de nosotros dos. Le iba a decir lo poco que importaba que comentaran, que dejara que la gente dijera, que sólo valía la verdad —y la verdad era que yo no hacía otra cosa que ir a esperarla platónico a esa remota academia, de la que por otra parte yo bendecía su lejanía: así tenía más tiempo de acompañar a casa a aquel conjunto de carne perfumada. (Siempre olió bien Rosita: a todas horas parecía recién bañada, pero sobre todo a la hora de la escuela, oliendo a jabón Pompeya, a perfume, a talco. Tal vez por la obsesión de mi madre con el aseo personal —llegaba ella a bañarse dos veces al día— y su uso de jabones olorosos y del perfume, llamado esencia en mi pueblo, fragancia frecuente en mi casa aun en los días de mayor pobreza, tengo fijación con los olores humanos y no hay cosa que deteste más que una persona que hieda, sobre todo una mujer que no huela bien —aunque he llegado a pasar por alto esta obsesión odorífera con dos o tres mujeres que conocí, que no olían precisamente a rosas. Pero no Rosita, pero no Rosita). Rosita, con sus hoyuelos, sus rizos rubios y sus ojos azules, era a su manera muy decisiva persona y su petición se hizo casi una orden: no pude volver a escoltarla. Lo más que llegué a hacer fue calcular la hora precisa en que debía atravesar el Parque Central y cruzarme en su paso. O visitar el cuarto de su abuela, a conversar con Severa, a oírle madurar sus cuentos verdes, en espera de la vuelta de Rosita. Un día en que el atardecer se había hecho noche subrepticiamente (debía ser invierno y, aunque apenas se nota la diferencia de temperatura en Cuba, soy muy sensible a los cambios de luz y en invierno los crepúsculos crecen cortos), estábamos conversando Severa y yo en su balcón, que enfrentaba no el pasaje sino el macizo edificio gris del Instituto de La Habana, plantel que yo estaba a punto de abandonar del todo, dejados detrás los estudios escolares por el aprendizaje de la literatura. No recuerdo qué nadería conversábamos. Severa haciendo chistes o satirizando sutil tal vez mi situación amorosa. Sólo recuerdo que Severa me dejó solo de pronto y entró al cuarto sin pretexto, donde no había nadie, su madre de visita en casa de sus hijos —o en un mítin comunista. Me entretuve mirando la calle, siguiendo el curso monótono de los tranvías hacia el infinito en que se encuentran, pensando, deseando tal vez la inminente entrada de mi Madame Marelle, cuando me sentí de súbito abrazado por detrás y dos tetas duras se me clavaron en la espalda. Me quedé paralizado, como la oportuna oruga víctima de una avispa ichneumón y al mismo tiempo estaba deleitado con lo que creía un repentino ataque amoroso, Rosita regresada, retractando su decisión, afirmando su amor apabullante. Mi sorpresa fue aún mayor cuando oí al oído la voz de Severa susurrando: «¿Qué dirían los periódicos si se cayera ahora mismo el balcón y los dos fuéramos a parar a la calle así abrazados?». No pude responder. O mejor dicho, la pregunta contenía en sí su respuesta y fue su acción lo que hizo mi sorpresa extraordinaria. Ya había olvidado el roce casi imperceptible en mi pierna que no podía venir más que de ella aquella noche en que jugábamos lotería, Severa convertida en mi mente en una mujer sexualmente inexpugnable por la fortaleza de su carácter, sus mismos chistes de doble sentido, su espíritu juguetón y distante a un tiempo, en un estereotipo de mujer masculina, transformada para mi en la tía eterna de Rosita. Me soltó enseguida, la picada paralizante completada y voló de nuevo al cuarto. En ese mismo momento, como en un melodrama malo, regresó Rosita de veras. Su entrada tuvo un efecto extraordinario. Nunca antes había acogido su presencia perfumada con indiferencia, pero ahora me resultaba inconveniente, entrometida, aborrecible —porque en un instante había llegado a desear a Severa como jamás había deseado a Rosita, si es que de veras la había deseado o había sido todo una visión vicaria, labor de amor literario. El incidente, el abrazo furtivo en el balcón, no se volvió a repetir y quedó como un secreto entre Severa y yo. Más que un secreto un enigma: nunca pude descifrar la actitud de Severa, pero con un solo gesto y una frase había borrado los múltiples intercambios, que creí significativos, que hubo entre su sobrina y yo: de golpe ella había dejado de existir —hasta no repetir su nombre ahora es consecuencia de aquel abrazo raro. Entonces no pude explicármelo. Con el tiempo llegué a la conclusión de que no fue más que una forma de parodia.
       La historia de mi vida erótica en Zulueta 408, ese tramo del tránsito de mi vía crucis sexual, esa parte de mi pasión parece una larga iniciación al fracaso: hay demasiados encuentros con mujeres burlonas, falsas difíciles y difíciles fáciles. Pero hay que recordar que hablo de los años cuarenta, una época en que la sexualidad tropical no había sido asumida, al menos por las mujeres, como ocurriría en los cincuenta, años americanos. Todavía quedaban muchos rezagos de esa moralidad española que en mi niñez consideraba que una mujer que se teñía el pelo y se pintaba los labios y se untaba colorete era una puta. Eso ocurría en el pueblo pero también pasaba en La Habana, y a pesar de la promiscuidad propicia de Zulueta 408, allí también imperaba una moral profundamente hipócrita, por debajo de la aparente facilidad social y todas mis amigas cultivaban la virginidad como un don precioso, una suerte de dote. Pero había también lo que luego conocería por el exótico y exacto nombre de calientapollas, palabra nada cubana, que de hecho no existe en Cuba pero muy apta para describir a estas muchachas y mujeres que conocí de cerca pero no, ay, con la intimidad que yo deseaba. Una de estas mujeres era no por casualidad una muchacha venida del pueblo.
       Una de estas calientapollas no tenía, cosa curiosa, virginidad que conservar. Era una mujer, no una muchacha, que estaría en sus veinte pasados, tal vez en los comienzos de sus treinta. Vivía, aparentemente sola, con una hija pequeña, frente a Beba y a Trini. Su cuarto era de puerta abierta con cortina y ella se ganaba la vida cosiendo. Como mi madre que bordaba, ella estaba la mayor parte del tiempo «pegada a la máquina», frase que parecía copiada de mi madre. Pero no se parecía a mi madre. Hoy diría que era bella, entonces me pareció exótica. Exótica en Cuba debía ser una sueca o alemana, pero mi vocabulario estaba sacado del cine y así Hedy Lamarr, embadurnada de maquillaje oscuro, era exótica en su imperecedera aparición como Tondelayo, la nativa de Malaya. Pero Elvira (ése era su nombre: nunca supe su apellido: en Zulueta 408, como en el partido comunista entonces y luego en Hollywood, todo el mundo se llamaba por su nombre) era a su manera exótica pero no se parecía a Hedy Lamarr, mi amor gigante y en dos dimensiones. El contacto con Elvira tuvo lugar muy temprano, mucho antes de mis aproximaciones a Beba y Rosita, y yo era entonces muy joven. No sé cuál fue el pretexto para entrar en su cuarto. Aunque no hacían falta pretextos en el solar para visitar a un vecino yo conservaba todavía mis costumbres del campo. Elvira era alta y delgada y llevaba el pelo por los hombros, ligeramente ondeado, al gusto de la época: Elvira imitaba a María Félix o tal vez la prefiguraba porque María Félix no era conocida en Cuba en esa época: quizá fuera que María Félix encarnaba el epítome de la belleza de los tiempos en América Latina. Pero María Félix fue celebrada como María Bonita mientras Elvira no era considerada bonita por los hombres del edificio y no creo que tampoco fuera bella con un criterio cubano. Ella, como mi madre, solía conversar mientras cosía y un día me preguntó de pronto si yo no tenía una noviecita. Le dije que no, lo que era la verdad. «Debieras tenerla: ya estás en edad. Además, que tú no eres mal parecido». (Esa declaración fue repetida, para mi asombro doble, por Beba, que le dijo a mi madre un día: «Zoila, ¿cómo tienes hijos tan lindos?», incluyendo a mi hermano en la pregunta que era una forma de elogio, pero aludiéndome directamente: fue esa observación lo que me hizo acercarme a Beba con intenciones, con algo de aliento pues yo me consideraba fatalmente feo, tanto que cuando la Niña, una de las muchachas del pueblo que vivían en el solar, declaró frente a nuestro cuarto, al reprocharle alguien que le gustara el hombre que después iba a ser su novio: «A ml me gustan los hombres feos», me dije que había entonces posibilidades para mí de tener novia, si no tan bella como la Niña, alguien que se le aproximara). Y he aquí que Elvira, viviendo sola, sin hombre conocido más que el remoto padre de su hija, yendo más allá que la Niña, casi tanto como lo haría Beba en el futuro, me anunciaba que no era mal parecido. Ella y yo conversábamos un día, recuerdo, y me hizo trasladarme de donde yo estaba sentado hacia un lugar no más cerca de su máquina en movimiento perpetuo pero sí propicio a hacerme más íntimo a su persona, con el pretexto (ahora pienso que fue un pretexto, entonces era un motivo) de que le ocultaba la luz. Al levantarme y sentarme de nuevo vi su vestido abierto (tal vez fuera una blusa: entonces no se usaban las camisas para mujeres) que dejaba a la vista su pecho plano y el comienzo de sus senos. Ella no usaba nada encima de ellos, tal vez por pobreza, tal vez porque la pieza era tan rara, tan calurosa que hasta su nombre cubano es extraño: ajustadores. ¿Ajustar qué, cuentas o tetas? Siempre preferí, cuando la descubrí, la palabra venida de Estados Unidos brassieres, aunque la palabra sostén tiene una brevedad y un sonido que me gustan, pero vine a descubrirla más tarde y me es de uso ajeno. Más engorrosa es la palabra francesa, soutien gorge. Su corpiño, como todas esas palabras anteriores, estaba evidentemente ausente. Miré bien y vi más que el inicio de sus senos, vi una de sus teticas y ella se echó hacia adelante, atendiendo tal vez a su costura o acomodando mi visión, y vi su teta entera, hasta el pezón puntudo. Siempre me ha emocionado la vista de una teta (también la de dos tetas: doble emoción) y ese día comencé a sentir que mi ánimo se hacía físico y se localizaba en la entrepierna. No me había pasado antes con Elvira, con quien tenía cierta amistad pero por quien no sentía nada. Ella se inclinó más aún y yo miré ávido, olvidando a su hija que jugaba en el balcón y sabiendo que estábamos protegidos de los vecinos por esa cortina que era siempre otra puerta. Mirando, ya sin decir nada, sin hablar, la conversación interrumpida por la visión, pude observar que sin dejar de atender a su labor, Elvira me estaba observando, atenta a mi reacción, y puedo jurar que se estaba sonriendo. Elvira, que tenía según mi madre fama de cochina, que aparentemente sufría esa forma poética (al menos su nombre me es grato) del mal infame: flores blancas, se convirtió en una hembra en celo tan violento que la hubiera sacado de entre su máquina incesante y tirado sobre la cama —y acabado con mi virginidad. Aunque ella me llevaba por lo menos diez años: eso era una generación para mí entonces, casi una vida. Pero yo era el claro objeto del deseo porque Elvira se sonreía con su sonrisa arcaica en su cara contemporánea. Impulsado por el sexo, me volví impúdico y me puse de pie, frente a la máquina, que era como decir frente a ella, casi frente a su cara con mi bulto, mostrándole la evidente erección que ella había provocado con sus historias de noviecitas necesarias, sus apreciaciones estéticas y el desplazamiento de mi persona para propiciar la visión de sus senos. El resto lo había completado la intimidad indolente que ella creaba conmigo. Elvira dejó de coser por primera vez desde que visitaba su cuarto, lo que era un acontecimiento: ¿ocurrirían transfiguraciones? Ella me miró a la cara, miró para mis entrepiernas y volvió a mirarme a los ojos. «Ahora siéntate», me dijo finalmente, como si dijera: Bueno, ya veo lo que eres capaz de hacer, ¿y ahora qué?, pero añadió: «Que no me dejas coser con tus distracciones». Su tono era de tan lejana indiferencia que me sentí insultado. Con su desdén Elvira me enfrió de un solo golpe de voz. Había sido un cubo de agua helada sobre mi calentura. La erección se desinfló instantáneamente, el bulto desapareció de entre mis piernas, pero no me senté. Di media vuelta, caminé unos pasos, levanté la cortina y salí del cuarto —nunca más volví a entrar en casa de Elvira. Así era yo de susceptible entonces.
       Pero la peor —o tal vez la mejor— fue Lucinda, calientapollas extraordinaria. Ella era hermana de Balbina, cuñada de Carlitos, tía de Payeye y hermana menor de la Niña. Venían todos del pueblo. Balbina, Lucinda y la Niña, la que me hizo concebir esperanzas para nosotros los monstruos y que se había casado pronto con un hombre horrible, vivían en el cuarto que me reveló a Etelvina, la puta precoz, la fletera sifilítica, mi maja desnuda. El padre de las tres hermanas era español, tal vez asturiano, pero su madre era una mulata atrasada que había dejado una marca morena en sus hijas y, sobre todo, en sus hijos, que solamente logró disimular la Niña con su pelo teñido, falsa rubia temprana. Todos querían con locura a su padre que era una figura respetada en el pueblo, dueño de un café céntrico en que trabajaban los hijos. De cierta manera la venida de media familia a La Habana había sido un paso atrás social, condenados como estuvieron siempre a vivir en el solar (cuando nosotros nos mudamos todavía vivían allí) y por el pobre salario de Carlitos, afilador ambulante. Balbina era una mujer madura y atractiva, aunque tenía las nalgas más aplastadas que he visto nunca, seguramente herencia paterna. Desde los días juveniles, casi infantiles, en que Carlitos era objeto de bromas a sus espaldas («Cárlitos, amolador de cuchillitos»), Balbina fue el paradigma de la mujer desnalgada y nalgas a la Balbina se convirtió en una categoría del museo de medidas de mujeres. Lucinda no era tan alta como Balbina, era bastante baja y con caderas breves pero no tenía el culo achatado como Balbina sino más bien prominente: su figura era graciosa, aunque con una ausencia notable: no tenía una gota de senos: era tan planchada de tetas como Balbina de nalgas y no exagero si digo que nunca, antes o después, he visto una mujer con menos senos. La vi llevar toda clase de ropas: vestidos, blusas, hasta la vi en refajo un día y no tenía más que las marcas de las costillas, estrías en el raso. Su cara parecía polinesia, lo que no es extraño en muchas mulatas, con grandes labios carnosos y ojos rasgados. Tenía el pelo ondeado natural y la nariz chata pero graciosa. Solamente echaban a perder el agrado de su cara unos granos que le salían continuamente. Había hecho de todo para eliminarlos, inclusive practicó por un tiempo un antídoto asqueroso: por las noches se ponía saliva en cada barro y se lavaba cuidadosamente en la mañana. Nunca oí antes de un remedio semejante y tengo que decir que no le sirvió de mucho el unto. Con todo, babas y barros, Lucinda resultaba muy atractiva, pero por alguna razón (¿culpa de su cutis?) nunca tuvo novio y cuando lo consiguió finalmente el resultado de la relación fue casi una catástrofe. Era este novio nocivo chofer de alquiler de la piquera de Puerta Tierra, también terminal de los ómnibus llamados contradictoriamente Flecha de Oro: no podían ser más lentos y sucios. El pretendiente se llamaba Prendes, de nombre Alberto, y era joven, bastante bien parecido, serio y tan callado que resultaba taciturno. Le apodaban el Turco, tal vez, creía yo, porque se parecía a Turhan Bey, el eterno enamorado de María Montez. Pero Prendes llevaba una doble vida y cuando el robo notorio del banco del Paseo del Prado, extraordinario porque era uno de los primeros robos de banco que hubo en La Habana y porque los ladrones realizaron un robo récord al llevarse un millón de pesos, que equivalían entonces exactamente a la misma cantidad en dólares, se descubrió que el chofer del carro de la fuga era conocido como el Turco Prendes, de oficio taxista. De milagro no conectaron a Lucinda con el robo para que Zulueta 408 volviera a estar en los periódicos, precisamente en la crónica roja —y tal vez en editorial insidioso señalando a ese centro de infamia donde aun las mujeres son peligrosas.
       Antes de que ocurriera el robo (que obligó a Lucinda avergonzada a irse por un tiempo al pueblo: el amor de un criminal incrimina), mucho antes de que conociera al Turco Prendes, fascinante y fatal, que la hizo a mis ojos María Montez por un día, yo solía tener una relación estrecha con ella, pero no todo lo estrecha que yo quería: me gustaba Lucinda, con cutis maltrecho y ausencia de senos y todo. A pesar de Balbina, de Carlitos y de Payeye, público presente, solíamos quedarnos solos los dos en su cuarto a menudo. Un día ella dijo que le gustaría leer una novelita y pensé en Maupassant, pensé en Chejov pero no pude pensar en Corín Tellado. «Tú sabes», especificó ella encantadora, «esas donde se hacen cosa». Antes de que ella precisara qué tipo de lectura le gustaría, yo sabía qué era lo que se conocía como novelita de relajo, definidas por sus autores anónimos como novelitas galantes. Me había encontrado un espécimen esotérico —titulado La lujuria de la boba—, cosa curiosa, debajo del colchón de la cama de mis padres. El hallazgo era inusitado por lo puritano que era mi padre y sospecho que su presencia pornográfica se debía a la curiosidad de mi madre, lectora ávida, pero estoy seguro de que ella no lo compró por las dificultades de adquisición que se hacían insalvables para una mujer. Nunca pude desvelar el máximo misterio de aquella aparición impresa que surgió sorpresiva de entre el bastidor cundido de chinches y la colchoneta inerte. Leí aquel librito con avidez y de nuevo subrepticiamente y me abrió una puerta erótica por la que entré a raudales. (Las memorias de una princesa rusa y mucho menos El satiricón estaban muy lejos de aquella literatura que podía considerar una experiencia nueva más que renovada). A esta iniciación siguieron otras novelitas, esta vez compradas por mí aunque su venta estaba prohibida por la ley (siempre seca de sexo) y había que descubrir la exacta librería de viejo (una particularmente provista estaba en la calle de Neptuno, frente al cine Rialto, oponiendo dos tentaciones: la letra impresa turgente y las sombras animadas) en que se vendían más que por debajo del mostrador, detrás en la trastienda, donde había toda una biblioteca licenciosa sin licencia. Leía una y otra vez cada tomito y siempre resultaban materia esencial para la masturbación. Sus argumentos eran variados, pero la fórmula fornicatoria era la misma: invariablemente el narrador (o todavía mejor, la narradora, como en La pepita de Pepita) terminaba acostándose con todo el mundo, inocente o culpable, incluido el mayordomo. Hubo una muestra temprana que por alguna razón particular fue fuente fabulosa de fantasías eróticas para mí. En ella dos mujeres (de la vida o aventureras, como ellas se llamaban) iban a patinar al parque del Maine, Malecón arriba, llevando incongruentes abrigos largos pues era invierno (¡abrigos, invierno, en Cuba!) y al patinar, no sobre el hielo imposible de imaginar sino sobre ruedas, una de ellas mostraba por la abertura del abrigo que no llevaba absolutamente nada debajo. Este hallazgo precioso lo hacía un hombre (un cateador sin duda, en busca de pepitas no de oro sino de carne eréctil) que acertaba a pasar por el lugar y allí mismo, en el parque público, ¡se acostaba con las dos! Era muy temprano en la mañana y no había nadie más por los alrededores, por lo que el trío (tríbades y un semental) cometía toda clase de actos indecentes y algunos inclusive contra natura.
       Ésta fue una de las novelitas que leí a Lucinda, tal vez la primera. De más está decir que yo me excitaba con el sexo oral —pero no como Lucinda. No era tanta mi excitación porque yo tenía que atender a la lectura, al mismo tiempo que debía vigilar la puerta, observar la cortina atento a si venía alguien de la familia, no Carlitos, que siempre regresaba a la misma hora, cinco en punto de la tarde, sino tal vez Balbina, y en una ocasión se apareció acucioso Payeye a destiempo de la escuela, por lo que tuve que realizar una maniobra de ocultamiento rápido del material de lectura que fue casi una prestidigitación, disfrazar mi excitación y al mismo tiempo iniciar una conversación que pareciera continuación y no inicio. Lucinda se excitaba enormemente con estas lecturas libidinosas, pero creo que más la excitaba mi excitación, que pese a la labor de lectura o por ella misma, al interpretar el papel del sempiterno semental que se fornica a todo lo que se mueve, estímulo iniciado por las aventuras eróticas en la novelita y aumentado por la presencia de Lucinda, por su semisonrisa mientras oía, sentada siempre en su silla, sin otra muestra de su estado que su apenas sonrisa. Sus tetas inexistentes no se podían erguir, sus pezones ausentes no se hacían turgentes, sus piernas eternas en la misma posición, cerradas, apretadas una contra la otra, sus ojos que brillaban de malicia todo el tiempo pero no eran reveladores y así era su boca gorda la que indicaba su grado de placer en sus grandes labios distendidos. A veces mi excitación se hacía insoportable porque me imaginaba que era el pornógrafo, el protagonista de estas aventuras amorosas y Lucinda me acompañaba en cada cuadro, en todas las posiciones y muchas veces de perfil. Pero lo que me devolvía a la realidad de la página impresa, de la literatura, era que Lucinda no me dejaba acercarme nunca a ella en este estado de sitio, mucho menos tocarla estando en celo perpetuo, al que me inducía la lectura que debía recomenzar cada vez que intentaba una aproximación más allá del límite del cerco de metro y medio aparentemente imaginado pero muy real para ella, que no sólo se controlaba sino se reservaba. Lo más lejos que llegué fue a escurrirme hasta esta línea Maginot y extraer mi Bertha poroso y mostrar mi miembro formidable desde mi punto de vista a Lucinda, casi para su inspección: tumefacto, morado, de aspecto adolescente: mi cañón tan imaginario como su frontera. Ella lo miró con curiosidad medio médica, sin ningún interés erótico y no me permitió sacudírmelo, mucho menos tocarlo ella: el pene puede ser peligroso. Tan pronto como inicié la fricción, olvidado de Balbina vigilante, de Payeye parejero por púber y aun de Carlitos y sus cuchillos ahora amenazantes: ¡zas! abajo de un solo tajo, me dijo: «No, no, que vas a embarrarlo todo!». No se refería a nuestra relación de relajo sino al piso, al cuarto, a su universo doméstico, porque Lucinda —toda su familia, como mi madre: mal del pueblo— era pulcra, limpia aun en su libido.
       Ésa fue la única vez que penetré su intimidad con mi pene, pero continuamos nuestro contacto sexual por las palabras, locutor libidinoso yo. Ahora me veía obligado, tiranía del sexo más que de las mujeres, a abandonar a mis amigos, a mis compañeros de juego, a mis condiscípulos con las excusas más desaforadas (la verdad era más extraña que mis ficciones) para ir a leerle a Lucinda —labores literarias, como quien dice. Debía además entrar en su cuarto sigilosamente —doble sigilo, el de la lectura, triple incluyendo la librería clandestina, sin que me viera nadie. Tenía además que comprar con mi poco dinero, sacarlo del ahorro para el cine, invertirlo en las novelitas —pero valía la pena. Le agradezco a Lucinda estos trabajos de amor. Aunque ella gozaba con mi situación de impotente potencia, oyendo atenta, mirando curiosa pero siempre cuidadosa de permanecer fuera de la situación, sin siquiera darme la satisfacción de una muestra de su excitación, con su inmovilidad y su cara de Mona Licenciosa, yo me cobraba todos los gastos, aun la calentura vana pensando, imaginando las cosas que ella hacía cuando se quedaba sola. Las lecturas libidas duraron un tiempo, hasta que apareció Alberto, alias el Turco, Prendes en su vida —y su cerebro (que en el habla popular habanera significaba sexo) tuvo su cuerpo. Después, cuando el Turco Prendes desapareció en la cárcel, a la vuelta de ella del pueblo, mis intereses, aun sexuales, eran otros para volver a ser lector lúbrico de Lucinda.
       Había empezado a escribir y dejar de leer, pero hubo un momento en que se unieron el amor y la literatura y aunque en la práctica de uno y en el hacer de la otra no triunfó, uno sobre la otra sino que pudo más la sangre —pero aunque no fue la fuerza de la sangre metafórica sino la sangre real, estuvo también presente la sangre familiar. Aunque no voy a hablar de mi larga lucha con los dientes y el dolor, sí quiero anotar mi extrañeza ante lo poco que aparece en la literatura algo tan presente en la vida como una neuralgia molar: no recuerdo más que tres novelas, Ana Karenina, Á Rebours y Los Buddenbrook, donde el dolor de muelas sea un mal siniestro. Tal vez se explique porque un dolor de muelas parece cosa vulgar, pero curiosamente esas tres son novelas elegantes, pulcras y refinadas. Por otra parte se ha descrito minuciosamente la tuberculosis en literatura y yo, que la conozco de cerca, no creo que la tisis sea una enfermedad particularmente glamorosa o elevada, los pacientes entre esputos y hemoptisis —si es que puede exaltarse alguna enfermedad. He padecido mucho de mal molar, peor que el mal moral. Ahora me había sacado otra muela tarde en la tarde, y aunque siempre he tendido a sangrar, sé qué es una escaramuza de hemorragia y no una verdadera hemofilia. Ese día comencé como siempre a obsesionarme por el hecho de que horas después de la extracción todavía sangraba la herida, lo que mi madre, conocedora, llamaba la cesura. Para comprobar si sangraba o no, tocaba con mi lengua la herida y al hacerlo sacaba siempre sangre. También debía chuparme la sangre inocente. Mis padres se fueron para el cine (que mi padre odiaba entonces, como ahora hay gente que odia la televisión: reaccionarios a la imagen) y mi hermano debía de estar una vez más de vacaciones en el pueblo. Pero no me quedé solo. Vivía con nosotros entonces mi prima, la muchacha de ojos verdes obsesivos que mi madre llegó a adoptar, la que yo quería como una hermana (mi madre y yo evidentemente tratábamos de encontrar la hembra de la familia, dos veces presente y dos veces ausente en la muerte temprana), la que era para mí la niña legendaria que me descubrió el amor y los celos al mismo tiempo, a los seis años, con quien tuve la iniciación infantil, incompleta no sólo por la aparición adusta y súbita de mi, de nuestra abuela mutua, sino por la natural incapacidad para la práctica sexual que se padece a los seis años, el incesto incompleto. Esa noche me acosté pero no pude dormir, no sólo porque seguía sangrando sino porque de pronto se me hizo evidente que estaba solo con mi prima hermana en el mismo cuarto, envueltos en la oscuridad protectora que se hizo enseguida culpable. Desde mi cama extendí el brazo hacia la cama de mi prima y toqué su pierna y ella no se movió. Seguí avanzando la manó por sobre la rodilla, por los muslos y llegué a descubrir lo que era visible a los ojos del día pero que sólo la noche me revelaba: mi prima había dejado de ser mi primita, aquella niña de rara belleza, de grandes ojos verdes y boca bella que su madre y toda mi familia exhibía como nuestra respuesta a Shirley Temple. Era evidente que estaba despierta, que me dejaba hacer pero ella no respondía, cuando de niña había sido suya la iniciativa. Súbitamente sentí un golpe de sangre y tuve que levantarme a escupirla. Comprobé que no era demasiada sangre. De regreso no volví a la cama ni a mi intento incestuoso sino que sentí que debía sentarme a escribir. Ya yo había escrito uno o dos primeros cuentos y ahora sabía que iba a morir de seguro y antes de desangrarme, como Petronio, tenía que dejar un último mensaje, comunicación de una importancia extrema, testando. Encendí la luz y cogí papel y lápiz y comencé a escribir una historia que mezclaba mi todavía potente pasión por la pelota y las lecturas recientes. Así un pelotero viejo al que tocaba salvar su equipo de la derrota, bateaba un homer, haciendo llegar la bola más lejos que nunca antes, que nadie y mientras corría sufría un ataque al corazón y casi caía. Pero seguía corriendo las bases, casi dando tumbos, moribundo y con terrible trabajo conseguía llegar al home, pero al pisar la goma y así ganar el juego, moría. Escribiendo este doble testamento estaba convencido de que no había dudas de que era escritor, tal vez un gran escritor que componía su obra maestra y moría. De esta tarea torpe me sacó mi prima, sentada en la cama, diciendo: «¿Qué estás haciendo ahora?», no sé si se refería a la ocasión o a la hora. «Ven para acá» —y no supe si quería decir mi cama o la suya, mientras miraba esos labios que varias generaciones de mi familia, Infantes y Castros y Espinozas y Reynaldos, habían logrado componer para formar la obra maestra de su boca ahora abierta. Sentí que tenía que ir hasta ella y al mismo tiempo sabía que debía terminar mi cuento. De esta indecisión vino a sacarme un golpe de sangre mayor que los anteriores y tuve que levantarme a escupir lo que era una evidente hemorragia pero para mí parecía una hemoptisis chopiniana: entonces no conocía a Keats ni sabía de qué había muerto Chejov: mis referencias de muertos gloriosos vomitando sangre eran sólo imágenes del cine. El cuento quedó inconcluso y, para mi pesar momentáneo y alivio posterior, la virginidad de mi prima permaneció intacta para su eventual matrimonio —regresaron mis padres. No sabía de qué cine venían ellos que apenas salían juntos y nunca regresaban a deshora. Solamente supe del tiempo porque mi madre exclamó: «¿Qué haces despierto a esta hora?». A lo que pude responder, sin mentir, sin acudir a falsas excusas y sin inventar coartadas morales que salvaran el honor de la familia a la que estuve a punto de profanar su monumento: «Tengo una hemorragia». Mi madre, experta en muelas y migrañas, mal que he heredado de ella, inventó un remedio casero para restañar la sangre, pero seguí sangrando y todavía por la madrugada sangraba, ahora a borbotones. «No va a quedar más remedio que lo lleves al dentista», sentenció mi madre que daba todas las órdenes en la casa y mi padre comenzó a vestirse para acompañarme a la consulta. Recorrimos las calles vacías, silenciosas y oscuras: el dentista vivía en San Nicolás pero no me explico por qué cogimos por tantas calles laterales —o sí me explico: mi padre tenía el arte de Dédalo urbano de hacer de La Habana un laberinto de calles en zigzags. Costó trabajo despertar al dentista, que salió al balcón alarmado: ¿quién toca en mi puerta tan tarde en la noche? Al abrirnos negó la evidencia de una hemorragia diciendo que era solamente mi mente y a pesar de su cacofonía me sentí halagado de que alguien confiriera poderes sobrenaturales a mi imaginación y dotarla así de la facultad de producir el efecto de que la sangre imaginaria manara real del hueco en que estuvo mi muela, llenara mi boca y me hiciera escupir a borbotones. Pero cuando alumbró su consultorio vio que de veras tenía una hemorragia y sin alarmarse dijo: «La vamos a acabar enseguida», y canturreando (al revés de los pájaros y los tenores, los dentistas son capaces de cantar a cualquier hora) empezó a preparar un compuesto amargo que colocó en el hueco: «Polvo de tanino», explicó y taponeó todo con algodón. «Completo», determinó finalmente. No sé qué hice con el algodón y el polvo de tanino pero sí recuerdo que ya amaneciendo mi padre me llevó a una lechería de la calle San Lázaro, donde pidió un litro de leche y me hizo tomarlo todo. (Fue una de las pocas veces que estuve cerca de mi padre desde que llegamos a La Habana, cuando comencé a distanciarme por causas oscuras: tal vez fuera que crecía). Luego me explicó: «Lava la sangre». Por un momento creí que se refería a la sangre en mis venas, después pensé que era a la sangre de familia que hacía de mi prima y yo uno, luego a la sangre de escritor que me había probado a mí mismo esa noche —pero quería decir sólo la sangre del hueco de la muela que me había tragado, vampiro autárquico.
       Ya había estado en todos los cuartos carnales (aun en el mío), en ocasiones hasta dos veces. Ahora todo pasaría en la placita frente a nuestro cuarto. Fue allí que ocurrió una de las revelaciones sexuales sorprendentes de mi adolescencia, aunque no tuvo que ver conmigo: yo fui un mero espectador. El protagonista de este misterio a mediodía fue Rosendo Rey, que había sido durante años el apacible inquilino del último cuarto del piso, que estaba junto a los baños, al que accedió después de Dominica y los suyos. Era el hombre más serio del solar y pasaba todos los días de regreso de su trabajo (nunca determiné cuál era) caminando erguido, trajeado casi siempre de blanco o de beige, su sombrero blanco de falso jipijapa calado correctamente en ángulo recto. No tenía la apostura de don Domingo pero tampoco su impostura, un falso hombre serio. Aventajaba al Dr. Neyra en que era más alto y no era un charlatán. Es más, era parco, lacónico, casi hermético. Cuando un día se cayó frente a nuestro cuarto, su verticalidad devenida súbita horizontalidad, en una caída aparatosa (que luego se mostraría como grave), cayendo a plomo al resbalar en el cemento húmedo (mi madre posiblemente habría llevado su manía de la limpieza, del baldeo, más allá de nuestra zona sanitaria) y se levantó sin una queja y caminó cojeando, todos los vecinos inmediatos testigos de su resbalón y estruendoso desplome lo sentimos mucho, más aún al saber luego que se había partido la rabadilla. Mi madre se interesó por él siempre, tal vez un poco culpable, preguntándole a menudo cómo se sentía, y Rosendo Rey respondía siempre con su acento gallego que iba mejor, mostrando de paso su estoicismo español, ya que iba peor: la fractura del cóccix se le complicó y tomó meses en sanar. Cuando yo era más muchacho y estaba con mis otros compañeros de juego alrededor de la fascinante luceta, suspendíamos la partida al verlo venir y casi siempre terminábamos ahí la competencia, ya que sabíamos que Rosendo Rey tenía que acostarse temprano pues se levantaba de madrugada para ir a su trabajo. Su fama de hombre serio aumentó cuando pasó el tiempo y no se le vio nunca meter mujeres en su cuarto, que debían ser necesariamente putas, pues Rosendo Rey ya no era joven y a pesar de su apostura distaba mucho de ser bien parecido: sólo su sonoro nombre era hermoso. Así mi sorpresa y la de todos los que fuimos testigos (estaban mi madre sin duda, Dominica y tal vez Zenaida) fue mucho mayor al haber tenido él un historial de seriedad y, como decía mi madre, de perfecto caballero. Esa tarde regresó más temprano, casi al mediodía, y venía mal acompañado —inmediatamente detrás le seguía Diego. Ambos pasaron sin decir una palabra: Rosendo Rey no saludó como hacía siempre, Diego, que no saludaba nunca, iba con una leve sonrisa en su cara que por un momento no supimos qué significaba. Rosendo Rey abrió su puerta y entró. Detrás de él pasó Diego y la puerta se cerró completamente: Rosendo Rey no usaba cortina. La puerta estuvo cerrada un buen tiempo. Todos los que estábamos en el patio nos quedamos esperando, casi sabiendo lo que ocurría. Al rato, largo, la puerta se abrió y salió Diego solo (o acompañado por su sonrisa) y pasó contando ostentoso billetes en su mano, dos, tal vez tres, satisfecho como aquel que ha hecho una buena faena. Enseguida supimos qué había ido a hacer Diego en casa de Rosendo Rey, con quien nunca había tenido relación ni el menor contacto, encerrados los dos: Diego, además de chulo de Nena la Chiquita, era un bugarrón profesional. Consecuentemente, el respetable Rosendo Rey, con su seriedad, su empaque y hasta su porte de caballero español, se revelaba de pronto como maricón. No sé si lo fue siempre y hasta ahora había conducido su vida privada como coto callado o con la suficiente discreción para que nadie supiera su secreto sexual. (Llegué a pensar que su mariconería se debía a la caída y la rotura de lo que comúnmente se conocía como el huesito de la alegría. En todo caso era un rey sin corona, en verdadero jaque mate por un peón. Pero la última palabra la tuvo Silvio Rigor, al conocer años después la revelación, emitiendo como un veredicto su frase favorita sobre la doble caída: «Obviamente fue una profanación del sacro»). De allí en adelante Diego fue visita corriente en aquel último o primer cuarto, en el que se encerraban los dos un rato pero no mucho tiempo: el amor que se atrevió a decir su nombre era siempre rápido. Nada cambió en el aspecto exterior de Rosendo Rey, lo que me intrigó. Ingenuamente yo esperaba que comenzara a depilarse las cejas, darse colorete y teñirse las canas de las patillas que dejaba ver bajo su perenne sombrero de pseudo-panamá: no era Von Aschenbach pero, pensándolo bien, tampoco Diego era Tadzio. Excepto por aquel día en que se reveló (yo pienso que fue entonces que él se descubrió) siguió saludando como de costumbre y pronto todos los testigos de su revelación nos acostumbramos a saber que practicaba enclaustrado su arte amatoria.
       En ese patiecito tuvo lugar una aparición que me concernió directamente. Pero tengo que mencionar antes, brevemente, la revista literaria que fundamos, hicimos y escribimos varios amigos, algunos de ellos mis compañeros de estudios. La idea de la revista partió de Carlos Franqui y suya fue casi su realización. La publicación no duró más que cuatro números y se hundió en el olvido total, que es mayor que el olvido literario pero no peor. Pronto Franqui inventó un sucedáneo mayor, una suerte de sociedad artística y literaria que se llamó (con las mismas intenciones que la revista, con idéntica pretensión, casi con el mismo nombre: la revista se llamaba Nueva Generación) Nuestro Tiempo. Allí nos reunimos muchos aprendices de intelectual, de escritor, de artista, de músico, de espectador. Fue entre los músicos amateurs que hice mayor amistad, con mi amor a la música ganándole a una vieja pasión por la pintura. Entre los músicos que conocí estaba un joven abogado, que había sido campeón de trampolín de Cuba años atrás pero que había cometido el primer pecado musical de componer una piececita titulada Canción triste, más Lecuona que Schubert, que yo siempre le declaraba culpable ahora que sus pretensiones musicales eran más ambiciosas. Juan Blanco, bajo pero rubio y de ojos azules, tenía mucho éxito con las mujeres músicas, aunque era bastante feo. Por ese tiempo yo ya había salvado los complejos sociales que me atacaron antes por vivir en un solar. Así todos mis amigos, viejos y nuevos, venían a visitarme a mi casa, a nuestro cuarto, a disfrutar la hospitalidad de mi madre, a tomar su café, y se reunían en el patio, en la placita que era un ágora ahora. Juan Blanco estaba entre los que venían más a menudo. No me extrañó pues que una de sus musas se apareciera un día a visitarnos de buenas a primeras. Solamente me intrigó saber cómo había conseguido la dirección. Ella se llamaba Gloria Antolitía y parecía tan italiana como su apellido, aunque tal vez fuera una falsa italiana. En todo caso Juan Blanco llegó —tal vez extenuado por la persecución, ella una Dalila incansable tras este Sansón del sexo— a casarse con ella. Ese día particular (y que iba a cambiar tantas cosas en mi vida) Gloria Antolitía vino acompañada por su media hermana, que estaba de vacaciones de Semana Santa, antes de regresar al convento en la Calzada del Cerro donde estudiaba. Era alta, muy delgada, trigueña, de ojos hundidos pero radiantes y, sin sonreír, por entre los labios le salía un diente frío. Sus labios eran irregulares —demasiado fino el de arriba, demasiado carnoso el de abajo— y su nariz de frente era de puente demasiado grueso. Pero el cuello largo, la barbilla en punta graciosa y el dibujo de la nariz configuraban un perfil delicado. El conjunto contradictorio me resultó atractivo y aunque esa primera vez yo no le parecí gran cosa a ella, esta muchacha (era muy joven entonces, tal vez tuviera diecisiete años, no más) llegó a ser mi primera novia, mi primera mujer. Nada de eso pareció posible ese día, tanto que no lo he marcado entre mis fechas memorables, pero fue notable, tal vez el más significativo día de mi vida en el solar, la cuartería, el falansterio: la extraña luz ceniza que fue una vez malva se había hecho familiar, la atmósfera de pesadilla era el sueño cotidiano, los habitantes ajenos o peligrosos eran ahora amigos, el sexo se hizo amor y a su vez sexo de nuevo, pero la salida fue como una salvación.
       Pocos meses después nos mudamos de La Habana Vieja, dejamos detrás sus riberas sin decir hasta luego sino adiós para vivir en El Vedado, en su extremo pero entre jardines y árboles, en una avenida, y pudimos salir a ver el cielo. Aunque no fuimos más pudientes (por un tiempo resultamos más pobres que antes, mi padre perdió su trabajo, la tuberculosis de mi hermano se agravó peligrosa, casi mortal) fue un cambio oceánico. La etapa de Zulueta 408, más que un tiempo vivido, fue toda una vida y debió quedar detrás como la noche, pero en realidad era un cordón umbilical que, cortado de una vez, es siempre recordado en el ombligo.



Amor propio

      No voy a hablar del desmedido aprecio por uno mismo sino del amor bien entendido que, como la caridad, empieza por casa, por la casa del propio cuerpo: ese campo de batalla sexual en que tuve tempranos triunfos y en el que no sufrí una sola derrota. Hablo de la masturbación, esa que se llamó paja al principio (fue mucho después que vino a ser masturbación pero por mucho tiempo fue paja solamente y su ejercicio hacerse la paja), en ella, por ella, gracias a ella vencí mi soledad: nunca me sentí solo con mi mano y todavía recuerdo el momento de amor más imperecedero que sentí en mi vida el día, después de años de práctica pajera, en que en uno de los baños de Zulueta 408 yo solo con mi mano produje un instante que duró más de un instante, inmortalidad temporal, el lapso de tiempo que tomó la venida, demorada muchas veces, hecha interrupta como un coito, saliendo el pene de la mano, la mano soltando el pene en el último instante, hasta que la culminación se hizo avasallante y el hundirse del piso de cemento húmedo, logrando la desaparición del espacio (no más suelo, no más paredes, no más puerta, el techo elevándose miles de metros por encima de la ducha fundida y el cielo fue testigo), el momento hecho todo de tiempo, oyendo una canción en un radio lejano que sonó como debían sonar los sones celestiales, la música de las esferas, los acordes perfectos para un oído musical, hundiéndome, hundido, cayendo con las piernas aflojadas, cediendo bajo el torso (porque el vientre y el bajo vientre se habían volatilizado) pero la mano derecha existía todavía soldada a mis partes sólidas en ese momento —catedral de mi religión— y por cuya causa, plexo universal, dejaba de existir ahora todo el cuerpo, latiendo como un enorme corazón solitario que diera sus últimos latidos, temblando como carne con temblor postrero, estertores del yo, desaparecido el ser en el semen que iba a pegar en chorros espasmódicos contra la materializada puerta ahora metro y medio más allá, no sabiendo entonces que nunca después iba a sentir tan intenso eso que todavía no se llamaba orgasmo, la que era venida de venidas.


Amor trompero

      Había un viejo viejo refrán en el pueblo que decía: «Amor trompero, cuantas veo, tantas quiero». Hace tiempo que no lo oigo pero no he olvidado lo que quiere decir: el que no se enamora de una enamora a todas. Tal vez el hombre que no ha gozado la dicha de enamorarse de una mujer deba sufrir la desdicha de enamorarse de todas —así es Don Juan. Pero por mucho tiempo y aunque me enamoré muchas veces se me pudo aplicar el refrán porque no hacía más que salir a la calle y ver una muchacha (por lo regular eran entonces muchachas) y la seguía durante un rato, que a veces se hacía camino largo. Al principio no me atrevía a hablarles: las seguía solamente, sombra enamorada. Luego, con el tiempo, me animé a aparejarme a ellas y saludarlas, cortés pero no bizarro. A veces conseguía que me contestaran, otras veces sólo me respondía el silencio, Narciso sin Eco, o una mirada matadora o una frase de desdén habanera, que es la peor forma del desprecio: «¡Échate para allá!». «¡Qué se habrá creído!» «¡Descarado!» Pero nunca me pasó lo que a mi amigo, Jaime Soriano, descubridor de películas B y mujeres A.
       Todo eso estaba en el futuro. Entonces (no sé cuándo entonces fue ahora porque una cosa que me chocó como extraordinaria en La Habana fue la costumbre del piropo que no existía en el pueblo: allá el contacto de muchachos con muchachas se hacía en el parque, donde paseábamos circularmente —paseando conseguíamos la circularidad del cuadrado pero no lo sabíamos— unos encontrados con las otras y todo el amor se iba en miradas y nadie se dirigía la palabra, mucho menos esas frases de hombre habanero que querían ser elogios a la carne y eran insultos públicos a las partes privadas) yo miraba a las muchachas, las seguía y les hablaba o no les hablaba, pero todas eran mis enamoradas —quiero decir que yo estaba enamorado de todas. Ocurría que había una pelea en casa (más bien mi madre peleando contra todos) o cualquier disgusto familiar o decepción que sufriera y me iba para la calle a airear la contrariedad caminando y en cuanto veía a una mujer o mejor muchacha se disipaba el estado de ánimo contrario, favorecida mi vela por el viento erótico. Al principio no era muy discriminante y me iba detrás de una muchacha que años después ni siquiera miraría. Pero por esa época yo era un amor trompero, un donjuán burlado.
       Mi amor fugaz por las mujeres se alió a mi pasión eterna, el cine, y me hice un cateador, un rascabucheador, un tocador de damas en los cines. No fue mi idea buscar en el interior del cine el fruto prohibido sino de una Eva madura: esa ocasión fue en realidad mi iniciación. Recuerdo que estaba con mi hermano en el viejo cine Lira (que luego se haría pretencioso, aunque seguía siendo pequeño y cambiaría su nombre apolíneo por el apodo de Capri) viendo un cartón inusitado (un largometraje de los viajes de Gulliver, que se reducía a la estancia magnificada de Gulliver en Lilliput) y el cine estaba lleno de fiñes, que es la menor expresión habanera para un niño. Cuando pude hacerme consciente de lo que me rodeaba (fue una función continua, de tarde, y el cine era una verdadera cámara oscura), vi que me había sentado al lado de una mujer con un niño adosado. La mujer era grande y gorda, mayor en más de un sentido. Volví a las aventuras de Gulliver, ahora aceptado por los liliputienses como un gigante amable, pero perdí la noción de lo que estaba pasando en la pantalla porque la mujer viva me había puesto una mano en mi muslo. Fue una sensación de veras novedosa pero que no duró mucho tiempo porque ella retiró la mano, haciendo ver como si fuera un roce accidental. Seguí sentado sin hacer nada, sin siquiera mirar a la película, al cartón que me interesaba tanto porque era la contrapartida de una fábula favorita —Pulgarcito, diminuto vencedor de gigantes— y aquí era el gigante quien tenía que ser astuto para vencer a los enanitos belicosos, cuando la mujer se recostó hacia el brazo de mi luneta (era el brazo izquierdo suyo, el brazo derecho mío, es decir el que me pertenecía por derecho: esas preferencias en el cine las aprendí bien temprano, ya que desde mi pueblo solía haber discusiones y hasta peleas sobre a quién tocaba cuál brazo, y mi vecina no era una Venus de Milo) y pegó todas sus carnes a mi brazo, a mi carne no al brazo de madera. Estuvo arrimada a mí un tiempo y se separó al rato, como aburrida, pero luego volvió a hacer contacto con toda su carne (era la zona inmediatamente debajo de la axila, más bien la parte trasera pero sin llegar a ser su espalda) y me di cuenta de lo que quería. Mi hermano estaba inmerso en la película y yo no alcanzaba a ver el niño con la mujer, probablemente atento a los dibujos animados, de manera que no podía estar mirando para nosotros por el doble obstáculo, la translúcida pantalla y su opaca madre masiva —y dejé caer mi brazo que como por accidente también se posó en su gordo muslo. Ella no hizo nada, ni siquiera me miró, su vista fija al frente. Comencé a mover mi mano monte arriba, hacia la entrepierna, y mientras lo hacía sus muslos se hicieron enormes laderas. Rocé mi mano contra su entrepierna, donde debía estar su montaña de Venus pero no sentí nada porque era una superficie homogénea, sin relieves. Después, con los años, calculé que ella debía estar usando una faja, pero ésa era una máquina ortopédica que yo no conocía: las mujeres de mi familia (mi madre y mi prima) siempre fueron flacas. Rozaba yo la mano contra la tela tensa y no lograba asir nada. Pero la mujer se abrió de piernas (sentí el fuelle cuando hizo este movimiento propiciatorio, no lo vi porque todo este tiempo, mientras mi mano acariciaba inútil su falda, yo no miraba para ella sino que tenía los ojos clavados en la pantalla en blanco), indicándome mi próximo movimiento. Bajé la mano hasta el borde de su vestido y toqué carne. (Esta primera vez sentí la piel: otras veces, otras mujeres, sentiría sólo la superficie viscosa del nylon, que he detestado siempre, seda insidiosa). Comencé a hurgar ahora debajo de la tela sobre sus muslos que ella trataba de abrir propicios, pero la falda era estrecha (o ella era más gorda debajo de la ropa) y no lograba avanzar mi mano. Luchaba contra la tensión de la tela y al mismo tiempo la sentía a ella tratando de abrir las piernas. Pero yo no lograba penetrar la barrera carnosa y hurgar en ella se había convertido en una invitación imposible. La mano me sudaba (siempre me han sudado las palmas en los momentos decisivos de mi vida) y su muslo también estaba húmedo, lo que hacía todavía más difícil mi labor de zapa suave. En esa lucha, ese ajetreo estaba cuando sentí un tirón en mi otro brazo (por un momento pensé que era alguien del teatro o lo que es peor la policía: ya yo había oído los cuentos de policías contra rascabucheadores, esos contrabandistas de carne, ya fueran tocones o mirones, y siempre supe lo que era la policía secreta del sexo) cuando una voz que se hizo familiar enseguida dijo a mi oído, gritando: «Aquí llegamos». Era, por supuesto, mi hermano, ojos y orejas oportunos, anunciándome que en esta parte de la película habíamos entrado al cine. Tuve que dejar mi labor de amor, ni ganada ni perdida pero inicial, y abandonar mi rincón romántico. Pero antes de salir del cine pude ver, a la escasa luz intermitente que venía de Lilliput, la cara sur de mi Everest por conquistar: es decir, vi su perfil, que fue siempre lo que me dio, y me pareció que sonreía —pero es difícil discernir una sonrisa perfilada.
       No sé si fue esta experiencia alpinista o el interés natural (aunque no hay nada natural en el sexo) en las muchachas, iniciado por una mujer, lo que hizo que mi amor trompero se desplazara definitivamente de las calles soleadas o desoladas a las salas oscuras (casi siempre iba al cine de tarde y la oscuridad formaba cavernas platónicas) del cine para interferir, con mi pasión por el cine, la realidad de la carne desvelándome del sueño del cine. Hubo todavía, claro, persecuciones al aire libre (de la ciudad considerada como un coto de caza del coito), el recorrer cuadras y cuadras detrás de una muchacha por el simple placer de seguir su estela —o tal vez por la eterna timidez que me impedía abordarlas. O la maniobra de dejar una guagua cogida pocas cuadras antes, tirarme de ella corriendo (ésta fue una pericia habanera de dejar el vehículo en marcha y aterrizar sano y salvo sobre asfalto y adoquines que tuve que aprender, como todas las otras técnicas del amor) por una muchacha entrevista rauda al pasar. O en la misma guagua, buscar un puesto vacío junto a una muchacha y sentarme primero con mucho cuidado, en el borde del asiento y luego ir abordando a la pasajera, capturando más espacio vital hasta los muslos promisorios —para encontrar muchas veces un fiasco. (Aunque en el futuro, muy en el futuro, hubo encuentros promisorios que yo mismo hice abortar en el fracaso). Hay la mulatica que cruzaba los arcos del Centro Asturiano rumbo al Parque Central, que resultó en principio tan abordable y terminó en nada, pero todavía queda ella en el recuerdo con su piel prieta y su voz dulce y sus ojos redondos y negros, asombrados ante el futuro, ahora el pasado.
       Pero están, primordialmente, los cines más que el cine, con la mortificación de la busca sexual sólida interrumpiendo el disfrute de las sombras en la pantalla. Había una técnica que consistía en acostumbrar los ojos a la oscuridad del interior del cine después de la luz cegadora de afuera, como primer paso. Así me sentaba donde nunca me he sentado, en la última fila: desde niño, como todo verdadero aficionado, me senté en la primera fila o lo más próximo Posible a la pantalla. Luego venía a buscar a las espectadoras solas. Esto fue difícil de encontrar al principio porque no era costumbre en La Habana que las mujeres (mucho menos muchachas) fueran solas al cine, pero a mediados de los años cuarenta comenzaron a ir, sobre todo de día, muchachas solas o solitarias. Esta búsqueda había que hacerla con cautela. La tarea se hacía más difícil si me acompañaba mi hermano, que exigía o bien sentarse delante desde el principio —él también era un fanático— o quedarnos donde estábamos para toda la tanda —un fanático enraizado más que enragé. Muchos de mis fracasos iniciales fueron la culpa de esta compañía obligada. Después de localizada la posible muchacha aprochable, venía levantarse, buscar la fila apropiada y sentarse junto a ella como si fuera un hecho natural, no una operación cuidadosamente planeada. Ahora llegaba la aproximación peligrosa, que consistía en poner alguna parte del cuerpo propio en contacto con un cuerpo ajeno, bien un brazo medio desnudo (el mío, con camisa de mangas cortas que siempre usé hasta que se puso perentoriamente de moda llevar guayabera, maldita prenda que hacía a los gordos obesos y a los flacos esqueléticos) con el brazo a menudo todo desnudo de la vecina. Por ese tiempo ya había podido adivinar por el perfil próximo cómo serían las facciones (a veces me llevaba un chasco chocante: por eso no hay nada más perturbador para mí que un perfil que no concuerde con las facciones de frente), aunque el cuerpo continuaba siendo un misterio, acaso revelado a medias por el busto visible por encima de la línea de sombra de la fila delantera. Tal vez mi brazo pudiera pegarse por capilaridad a su codo, carne cálida, no callosa. O quizá la pierna hábilmente cruzada conseguiría que mi pie tocara su pantorrilla. (Sé que desmiembro a mi muchacha pero no es mi víctima y la mía es una labor de amor, no de odio). El más raro de los contactos era el de mi muslo con su cadera porque casi siempre lo impedía anafrodisíaco el brazo de la luneta. Muchas veces, después de iniciado el contacto (que nunca era inocente: las habaneras, tropicales al fin y al cabo, estaban muy conscientes de su cuerpo, la piel un aparato detector de intrusos) la dama se movía al extremo de su asiento o, lo que era peor señal, abandonaba su sitio y se iba a la luneta vecina o se mudaba unas filas más allá. Siempre se corría el riesgo de un escándalo, del alboroto, de la protesta airada que atrajera la presencia de la acomodadora, del regente del cine, del empresario, de la policía, de sabe Dios quién. Pero esto nunca me pasó, aunque sí ocurrió en el Rialto una revelación fabulosa: hubo un motín de una mujer tocada y encendieron las luces —para descubrir a varios presuntos espectadores a los que faltaba un zapato. El misterio casi criminal de esa ausencia se desvela en cuanto diga que una de las técnicas de rascabucheo (aunque no era eso, el simple contacto, lo que yo buscaba en lo oscuro sino amor, el amor, ese vencedor conquistado) en el cine era introducir un pie descalzo por la hendija de la luneta, la abertura que queda entre el espaldar y el asiento, y buscar las nalgas mullidas en la dura madera.
       En el mismo Rialto, esta vez en una función nocturna en que exhibían El filo de la navaja, me senté como por casualidad (nada pasaba por azar con las mujeres en el cine, era todo técnica) junto a una muchacha que era una belleza en la oscuridad (más de una vez me pasó que al encenderse las luces o al salir a la calle, yo acechando a mi presunta presa, me encontraba con una versión joven de la bruja de Blancanieves cuando vieja) y mientras trataba de seguir las indecisiones de Tyrone Power entre la belleza posesiva de Gene Tierney y su búsqueda de la verdad (no hay duda de qué yo hubiera elegido entre lo físico y lo metafísico) yo intentaba al mismo tiempo apropincuarme a mi bella vecina, versión virgen de Gene Tierney. Terminó la tanda y se encendieron las luces y pude ver que ella era de veras bella. Pero vino a interponerse entre los dos el ridículo, esta vez impersonado por alguien que creía parecerse a Tyrone Power y había visto ya la película, era evidente, porque llevaba una boina y del brazo le colgaba un inútil impermeable —o al menos inusitado: en Cuba cuando llueve, llueve, y solamente en el campo llevan los guajiros con que protegerse de la lluvia, capas de agua de hule, y en La Habana, por lo menos en esta parte de La Habana en que queda el cine Rialto (que no es La Habana Vieja ni La Habana Nueva, ambas desnudas, descreídas del trópico) arquitectos conocedores construyeron, previsores, portales, columnadas, corredores por los que es posible caminar cuadras bajo la más espesa lluvia sin mojarse apenas. Este personaje recién venido, Tyrone Power tropical (a quien con los años y las amistades comunes llegué a conocer personalmente: no era mal muchacho, solamente engreído) escogió sentarse en el asiento que quedaba vacío al otro lado de la bella solitaria. Ya ella no tuvo más ojos para la pantalla (aun para la pantalla vacía en el intermedio) porque el aparecido era bien parecido y ella optó por su atención (que era escasa: la que se escurría por los intersticios de su narcisismo) en vez de haber hecho lo que debía y haberme escogido a mí. Con su acción contraria sólo se ganó este bosquejo —pero no puedo traicionar al recuerdo y dejar de decir que era realmente bella, aunque no tanto como la eterna Gene Tierney, mi cara más cara.
       Hubo muchos intentos de buscar tanteando el amor en la oscuridad del cine, tal vez repitiendo lo que ocurría en la pantalla. Pero contarlos todos, siquiera enumerarlos, sería tedioso y además inútil, porque aun a la memoria puede traicionarla el recuerdo. A veces no hay más que un fragmento de mujer no de recuerdo, como la noche en el teatro Alkazar en que delante de mí estaba sentada una muchacha cuya cara nunca vi —solamente su espalda y sus hombros eran visibles. Llevaba uno de esos vestidos (o tal vez sería mejor hablar sólo de chambra) que se empezaban a usar por ese tiempo en los que la línea de la blusa quedaba por debajo de los hombros y por encima del busto, dejando una zona de la espalda y los hombros al descubierto delicioso. Era una espalda perfecta (tal vez de línea demasiado lánguida para mi gusto actual, los hombros un poco caídos) y estaba ahí mismo, delante de mí, al alcance de la mano. No me dejó ver la película (o no me acuerdo de nada) pero recuerdo esta espalda que aun en la penumbra gris del cine tenía un color canela y una lisura de la piel a la vista que casi se veía su olor en la oscuridad. Mi dedo recorría el espaldar del asiento, unos centímetros —menos, milímetros— por debajo de la carne ansiada de la muchacha. (Tenía que ser una muchacha: no podía ser una mujer con aquella piel tan turgente, joven). Volvía a pasar el dedo de izquierda a derecha y subía un poco, no mucho, no fuera ella a sentir la sombra de mi mano. No recuerdo su pelo y tampoco puedo decir por qué no me quedé hasta que ella se levantó, sola o solicitada, y dejó su asiento para verla completa. Tal vez esa espalda me bastaba. Tiendo a recordar las muchas piernas que he mirado, que he visto en mi vida, y por supuesto que no puedo contarlas todas, pero esta espalda de esa noche en el cine Alkazar se presenta como una visión única. De seguro que la vida la ha maltratado, el tiempo ajando, ultrajando su esplendor, los años la desfiguraron pero no pueden envejecer el recuerdo: esa espalda estará siempre en mi memoria y siento que hice bien en no tocarla, en no alcanzarla con mi dedo porque su destino era ser el epítome de las espaldas que he visto, que he deseado, que he registrado, y solamente hay otra que recuerde con tanto fervor al verla por primera vez —desnuda— pero ese recuerdo pertenece a otro tiempo, otro lugar y será revivido en otra parte, en otro libro.
       Está la ocasión relevante en que tuve dinero (no recuerdo cómo alcancé ese caudal) para dejar lo que en La Habana se llamaba tertulia y en el pueblo se había llamado oficialmente el paraíso y el gallinero por sus ocupantes: las localidades más baratas de arriba para sentarme en luneta abajo en el Radiocine. Ponían (ése es otro habanerismo: en el pueblo se decía que daban una película, allá regalaban el cine, aquí apenas lo prestaban) El séptimo velo, que es una compleja historia de amores casi incestuosos y de celos y de mal mental. He visto la película otras veces pero recuerdo la primera vez que la vi porque mi voluntad carnal me hizo sentarme cerca de una muchacha con un muchachito adjunto —afortunadamente del otro lado de la barrera de belleza. No estaba yo sentado precisamente junto a ella porque entre ella y yo quedaba un asiento vacío. No podía llegar a ella con mi pierna a establecer un contacto, por lo que debía mirarla solamente y hacerlo de tanto en tanto para que no se me notara ofensivamente insistente y se cambiara ella de asiento. (O, de nuevo, llamar ella al acomodador o a la acomodadora —lo que era peor— o a ese temido regente que era casi un agente de la ley de la libido). Creo que en una o dos ocasiones ella me devolvió la mirada, como si hubiera sido prestada. O tal vez lo imaginé. Pero yo continué mirándola y al finalizar la película (era por la noche, no por la tarde, en una función continua: justamente llamadas así en La Habana: tuve que continuar más de una visión para gozar el privilegio de ver a la clara luz del día el objeto de mi amor trompero) salimos juntos. En el cine me había parecido bella, pero al salir a la calle la encontré radiante bajo la luz artificial: su pelo negro le enmarcaba la cara de una manera novedosa, su boca protuberante y húmeda y los ojos negros que miraban hondamente, haciéndose más negros al mirar, no absorbían la luz sino la reflejaban, enigmática como espejo oscuro. Caminó ella Galiano arriba (que era como decir mi camino indirecto: la distancia más larga entre dos puntos) y me atreví a saludarla y ella, milagro ecoico, me contestó. En la conversación (porque llegamos a entablar una conversación, sociedad secreta) descubrí que era hija de un bedel del Instituto. Puedo considerar ahora a un bedel como un conserje uniformado, pero entonces, en los días del bachillerato, era la policía del plantel y tenían bastante autoridad: podían, entre otras cosas (como los regentes de los cines) conducir a la dirección, de donde se solía salir expulsado —sobre todo si se era como yo un buen alumno, inofensivo al no pertenecer a ninguna de las varias bandas armadas, los tira-tiros, que habían hecho su cuartel en el Instituto y era, como siempre, un riesgo ser inocente. Cuando ella me dijo que era hija de un bedel comencé a pensar que mi conversación podía hacerse peligrosa (siempre he tenido tendencia a considerar las conversaciones como posiblemente peligrosas) y me alegré de no haber intentado ninguna aproximación física en el cine. Pero ella me gustaba más ahora y parecía estar sola (es decir, no tener novio, al ir al cine con un muchachito que debía ser su hermano menor) y ansiosa de compañía: he aquí el amor perfecto que yo buscaba en todas partes, pero especialmente en los cines, ahora el cuarto oscuro de las revelaciones. Caminando y hablando llegamos adonde ella vivía. Me despedí no sin antes conseguir que ella me dijera dónde podíamos vernos de nuevo. Ella escogió el Instituto, territorio hostil, a donde iría, según dijo, un día de éstos. En respuesta a su vaguedad esperé con precisa ansiedad su visita. Yo no sabía cuál de los bedeles (había, por supuesto, varios) era su padre, pero ella me dijo que trabajaba en la dirección, lo que quería decir que no era ninguno de los que hacían posta en la portada principal y estaría posiblemente localizado en la entrada lateral. En cada receso me iba hasta la puerta de la dirección para ver si veía de nuevo a mi carne descubierta, a la que tengo que llamar la muchacha a secas o la muchacha de los ojos negros como espejos o la muchacha del cine Radiocine —porque ella no me había dicho su nombre: era endemoniadamente complicado preguntarle el nombre a una muchacha entonces, que era como pedirle prestado una propiedad, algo impropio, y excepto las muchachas del bachillerato (cuyo nombre me sabía por el pase de lista) o las vecinas del solar o las muchachas del pueblo (cuyos nombres eran patrimonio familiar) no sabía el nombre, nunca lo supe, de la mayor parte de las muchachas de quienes estuve enamorado —lo que dice mucho del carácter de esos amores adolescentes, totalmente ladeados. Recuerdo por ejemplo ir a menudo a la salida del colegio de hembras (justa denominación) del Centro Gallego, a ver una muchacha que salía todos los días a las cinco y caminaba desde la calle Dragones y Zulueta hasta Teniente Rey y Bernaza donde vivía, a la que seguía el rastro luminoso que dejaba detrás su cuerpo en movimiento. Recuerdo haber hecho este recorrido estelar durante meses y no haber sabido jamás el nombre de esa muchacha: ella siempre fue la prieta del caballo (que es casi como decir la Dama Morena de los Sonetos) porque un día llevaba sobre la blusa de su uniforme un prendedor que era un caballo piafante, extraño adorno que fue una etiqueta. Esta muchacha de una belleza lozana andaluza se ha quedado fijada en mi recuerdo como un objeto amoroso y como tal tiene un nombre en mi harén imaginario que nada tiene que ver con su nombre verdadero. Esta otra muchacha del cine Radiocine, la que buscaba ahora todos los días, entre la breve escalera de piedra que accedía a la dirección (no entré nunca a la verdadera dirección: allí uno penetraba no en un recinto sino en un problema: recuerdo no haber estado en las oficinas más que dos o tres veces, una de ellas, memorable, para matricularme cuando ingresé en el Instituto, otra, también inolvidable, solamente a la antesala cuando, vestido con una improbable capa de nylon sin estar lloviendo y llevando bajo ella un cuchillo de cocina en la cintura, acompañé a Armando Hernández a rescatar a Alberto Acevedo, que estaba refugiado en la dirección porque los gángsters de la Asociación de Estudiantes lo habían amenazado de muerte por haber declarado Alberto que la bandera no era más que un trapo de colores: pero no es de política que quiero hablar ahora sino de amor en el lugar de las expulsiones) y los jardines exiguos de esa ala del edificio: no había allí un recinto rodeado de setos confusos donde ella pudiera esconderse: el único laberinto era el tiempo: tenía que escurrir mis visitas a esa zona amorosa entre una clase y otra, disparándome en cuanto terminaba la lección escaleras abajo como un endemoniado, excepto por las tardes cuando tenía más tiempo libre —aunque algunas tardes, tres veces a la semana, debía ir tan lejos como al parque Martí, a las paralizantes clases de educación física. No sé cuánto tiempo pasé en esa búsqueda, creo que hasta se me ocurrió volver al Radiocine, lo que era un ejercicio más estúpido que la gimnasia. Un día, sin embargo, mi busca se vio retribuida y de pronto me encontré —¿en la escalera, junto a la escalera, alrededor de la escalera?— a la muchacha del séptimo velo en toda su belleza morena: los ojos negros brillando en la mañana, más luminosos que el trópico, sus labios más protuberantes y húmedos que en la noche, facciones que exaltaba el marco brillante de su pelo. No recuerdo su cuerpo porque no le prestaba atención al cuerpo entonces: sólo las cabezas, las caras contaban como puntos de atracción, las bellas hechas busto. Ella hablaba con una mujer, no con una muchacha, no con una alumna sino con una mujer ya mayor (luego supe que una pareja cuidaba el Instituto y vivía en el edificio y pensé que debía ser su padre el bedel y aquella mujer los que vigilaban el plantel de noche, pero no me pareció que esa mujer fuera su madre, por una parte, y por otra sabía que ella, mi muchacha, no vivía en el Instituto) y esperé casi oculto (en el recuerdo la escena parece pertenecer al teatro primitivo, en que los actores se ocultan unos a otros entre la exigua escenografía, refugio imposible en la realidad, pero ¿qué tiene que ver la memoria con la realidad?) en el jardín o en el otro descenso de la escalera, que se dividía en dos accesos, temible simetría, a la puerta de la dirección. Después de un tiempo interminable (por supuesto que ya se había acabado el receso y tal vez hubiera pasado el próximo) la muchacha del cine Radiocine dejó a la mujer (afortunadamente no estaba con el niño inseparable, intruso en la noche) y vino hacia donde yo estaba, por entonces nada oculto sino bien visible en la mañana tropical que lo hace todo nítido. Me adelanté a su paso: «¿Qué tal?», le dije, sólo un saludo. Ella se detuvo un momento y me miró como si me viera por primera vez. Tal vez fuera la noche que me favorecía. Yo me di cuenta del olvido y le dije: «¿No te acuerdas de mí, del Radiocine, de El séptimo velo?». Ella no dejó de mirarme pero hubo una variante en su mirada y abrió los labios deliciosos como para decir algo —pero no dijo nada. Tal vez un tic. Me pareció que no entendió la referencia al cine. «El séptimo velo», dije didáctico, «la película esa en que el tío tortuoso se enamora como un enajenado de la sobrina sana a la que vuelve psicótica». Me detuve a tiempo: de dejarme le hubiera contado toda la trama traumática con mis referencias pedantes. Ella siguió mirándome, pero ahora cerró sus labios magníficos (sé que la edad es particularmente cruel con los labios, que los frunce, los reduce, los consume, pero quiero pensar que esta muchacha morena, la verdadera protagonista de El séptimo velo y no la rubia desvaída del cine, ha mantenido sus labios botados como los vi la primera vez, de perfil, y como se repetían ahora de frente a pesar de haberlos cerrado) y al momento los volvió a abrir, esta vez para hablar, que no debió haberlo hecho nunca. «Yo no lo he visto a usted en mi vida», fue todo lo que dijo, pero no tenía que decir más. Me quedé totalmente anonadado, desinflado, incapaz de decir una palabra y así, todavía con mi boca abierta de asombro, la vi dar media vuelta y desaparecer en la mañana, tal vez en la esquina del edificio del Instituto, tal vez en dirección del Centro Gallego, tal vez cruzando Zulueta hacia los portales —aunque bien podía estar caminando rumbo al olvido.
       Lo que no me impidió seguir yendo al cine, a buscar a mi amor, a la muchacha posible que yo sabía que me esperaba en la oscuridad para compartir otras delicias que fueran algo más y algo menos que las que se veían en la pantalla.
       Recuerdo todas las muchachas vistas solas o convenientemente acompañadas por chaperonas propicias (por un niño, por ejemplo o por otra muchacha más joven) en el cine en este tiempo adolescente, como recuerdo casi todas las películas que vi entonces. A veces recuerdo una película sin recordar a una muchacha particular y es porque esta película era romántica, es decir trataba del amor, el romance que yo acababa de descubrir, y era capaz de apreciar, cuando antes nada más que me gustaba la aventura, la peripecia o la música. Hay una película que es doblemente recordada porque está doblemente perdida. Hoy sé que se llama Humoresque, pero entonces se llamaba Melodía pasional y recuerdo su estreno, como recuerdo el cine en que se estrenó y que dejó de existir hace tiempo y con él desapareció uno de los jalones de La Habana: el viejo Encanto, situado justo en medio de mi campo de visión y sin embargo inaccesible como un espejismo durante mucho tiempo porque era una sala elegante y costaba más caro entrar que a los otros cines, con excepción del América. Fue en el Encanto que Joan Crawford se murió de una larga melodía que luego supe que era el epítome de la música romántica, «La muerte de amor» de Tristán e Isolda. Ya comenzaba a interesarme por la música europea, la que luego conocería como música clásica, y Humoresque me hizo una impresión duradera y falsa: es mejor el recuerdo que la visión de la película. Otra película a la que fui por la música (esta vez no por ser una comedia musical, a las que soy adicto todavía sino porque era la música clásica el tema de la película) fue Carnegie Hall Pero en este estreno, por casualidad o por designio (había desarrollado tal técnica que ya no sabía cuándo me sentaba junto a una muchacha porque lo había buscado o por pura suerte, como un cateador del Yukon en busca de una veta), me senté junto a una muchacha y a pesar de mi interés en la música pudo más la carne que Carnegie Hall Logré hablar con ella, haciéndole preguntas tan urgentes y decisivas como «¿Le gusta la música clásica?», cuando ella estaba viendo una película que era una especie de historia apócrifa del teatro de conciertos en Nueva York. Lo más asombroso fue que ella interrumpió su visión para contestarme y me dijo que sí, que le gustaba mucho la música clásica. Entablé una conversación, por entre la trama tenue y la mucha música, pero por una razón inexplicable o tal vez por el mismo aspecto de la muchacha o por el tono de sus respuestas no intenté aproximar mi brazo al suyo o hacer contacto de un pie con su pierna o mirarla intensamente. Así, cuando sonó la coda y acabó la película, éramos como amigos y salimos juntos —pero sufrí una decepción. El glamour existente en la sala semioscura (era el cine América con su cielorraso de falso planetario y había siempre una media luz añadida a las luces y sombras de la pantalla) desapareció en cuanto estuvimos en la calle, expuesta a la cruda luz eléctrica. Yo había visto su perfil en el cine (era lo que más veía entonces en el cine: un desfile de perfiles) y me pareció romo pero mono (ése es un adjetivo que empleo ahora, pero por aquel tiempo ni muerto lo habría usado) y su melena corta parecía lo que luego se llamó peinado paje. No vi nada de su cuerpo pero creo que he dicho que los cuerpos no existían en el cine, sesiones espiritistas eróticas. En la calle la nariz recortada de perfil y el pelado paje se mostraron como un conjunto de facciones de niña ñoña. Ya había en su voz del cine algo fañoso pero ahora era definitivamente voz de boba. Era una morona. Tal vez no fuera del todo idiota porque no la habrían dejado ir sola al cine pero estaba en las fronteras de ser una mongólica. Además caminando (porque seguí caminando con ella: no la iba a dejar sola abruptamente, además entonces yo no era despiadado con las mujeres: ni siquiera sé serlo todavía) me dijo que su hermano se llamaba Miguel Míguez y que estudiaba bachillerato. Sucedía que yo tenía un amigo (no demasiado amigo porque no estaba en mi año sino en uno superior) que se llamaba Miguel Míguez y no iba a haber dos aliterantes Miguel Míguez estudiando en el Instituto de La Habana al mismo tiempo: sería llevar la coincidencia onomástica demasiado lejos. Me alegré de no haber intentado siquiera la menor aproximación, física o sentimental, con aquella pobre muchacha que daba lástima nada más que verla. Hasta me pareció que cojeaba —¿o sería andar de retrasado? Fue una situación penosa y me curó de mi afición a las aventuras amorosas en el cine —pero sólo por un tiempo. ¿O debo decir unas noches?
       Me costaba trabajo intentar algún aproche a una muchacha en el cine cuando iba con mi hermano, que era a menudo. Era entonces difícil cambiarse de asiento, de fila, atravesar casi medio patio de lunetas, como hacía yo cuando veía una muchacha sentada aparte o simplemente sola. Pero la maniobra se hacía un engorro cuando iba con un amigo (cosa que evitaba en lo posible: siempre me gustó ir solo, no solamente por las muchachas posibles sino por disfrutar el placer solitario del cine) y estas complicaciones se hacían un lío, un embrollo imposible de desenredar cuando iba con mi madre, a quien gustaba tanto el cine que ya en el pueblo de niño ella tenía un refrán que proponía olvidar la comida por el alimento visual de una película y decía, para que escogiéramos: «¿Cine o sardina?». En La Habana iba mucho con mi madre al cine, lo que presentaba problemas típicos más que edípicos. Imagínense pues los obstáculos que tuve que vencer cuando fui al Universal, a su tertulia, con un amigo, con mi madre y además con mi padre que no iba nunca al cine. No recuerdo por qué decidió acompañarnos esta vez. No fue porque ponían Sierra de Teruel, cine comunista, porque recuerdo bien la noche de su estreno, en ese mismo Universal de la plaza de las Ursulinas, ocasión en que registraban las carteras de las mujeres y cacheaban a los hombres como si fuera a ocurrir una guerra civil en el cine, confundidos público y película. Lo cierto es que no recuerdo qué fuimos a ver al Universal en multitud esa vez: la película está olvidada pero no la ocasión. Nos sentamos (mis padres y mi amigo, Carlos Franqui) en la segunda sección de la tertulia, pegados a la caseta de proyección. Yo no había descubierto todavía mi miopía, mal de ojos. Sí había habido casos de compañeros del bachillerato que se habían quejado de haberme saludado por la noche en el Paseo del Prado o tarde en la tarde (la peor hora para el miope, añadida a la pobre visión el crepúsculo coloidal) y que yo no había respondido el saludo. Esa noche en el cine Universal me di cuenta de que no veía de tan lejos y a mediados de la película, para asombro de mi madre, me levanté y dije: «No veo nada». Ella se alarmó pensando que me había atacado una ceguera súbita, Edipo tropical. «Quiero decir», dije, «que veo muy mal». Mi padre, como siempre, no expresó ninguna opinión y Franqui estaba hundido en las imágenes hasta el cuello. «¿Qué vas a hacer?», me preguntó mi madre, Zoilícita. «Me voy a sentar más alante». Tertulia abajo me fui con estas palabras, buscando ver mejor pero al mismo tiempo atento a mi coito de caza. Encontré un asiento, justo al lado de una muchacha que parecía estar sola, y aunque había alguien sentado a su diestra (no recuerdo si hombre o mujer, pero debió de ser una mujer, si no en celo siempre celosas) supe, con mi sexto sentido del sexo que estaba sola. Había llegado yo en medio de la película y parecía un movimiento calculado (en realidad había sido el menos calculado de mis movimientos con respecto a una muchacha en el cine) para sentarme junto a ella. Me miró. Ya yo la estaba mirando a ella. Llevaba el pelo largo que tanto se usaba en los años cuarenta (no cayéndole en cerquillo sobre la frente y moldeando su cara, como la muchacha del séptimo velo), tal vez con permanente, tal vez natural, y parecía linda. De entrada se veía muy modosa y yo me senté a ver la película o su continuación. Pero al cabo del rato pudo más mi amor trompero y empecé a arrimarme a la muchacha, a su brazo (que no descansaba en el brazo de la luneta que me pertenecía sino que colgaba junto a éste), poco a poco, hasta que sentí el calor del otro cuerpo que me avisaba que un brazo ajeno estaba próximo, ese tercer brazo que completaba mi unidad. Yo había aprendido a medir térmicamente la proximidad de otro cuerpo en el cine con precisión casi científica. Me ayudaba que ninguna muchacha llevaba manga larga y la carne estaba desnuda, irradiando calor erótico hasta mis brazos como antenas vibrátiles. Pegué mi brazo a su brazo y ella no quitó el suyo, ni siquiera lo eludió con un movimiento lateral, la más fácil forma del desdén. Aproximé más el brazo y ahora estuvimos en contacto, piel con piel, su calor vuelto mío. Como siempre mi cara debía de estar roja, sudándome la palma de las manos, latiéndome el corazón con tal fuerza que yo creía que se podía oír en todo el cine por sobre la banda sonora, sobresaltado el estómago, tumefacto mi pene: todo mi cuerpo esperando una acción enemiga y al mismo tiempo buscando una respuesta amiga —o al menos una actitud pasiva que equivalía a una declaración positiva.
       El próximo movimiento mío en este ajedrez del amor sería ponerle una mano en un muslo: peón del rey a dama. Pero no lo ejecuté porque aunque ella era asequible seguía viéndose modosa. Lo que hice fue hablarle. Todo este tiempo, desde el mismo momento que recorrí el tablero y me senté a su lado en un gambito de juego de azar, yo estaba consciente de lo que me rodeaba, de la gente alrededor, de los vecinos próximos, que eran para mi el enemigo o cuando menos la oposición: ellos estaban concentrados alrededor de esta muchacha para comentar sus acciones —y por tanto las mías. Así me costó tanto trabajo hablarle como acercar mi brazo al suyo, el contacto verbal una forma de sexo oral. Siempre ocurría igual: era muy sensible al posible comentario vecino pero al mismo tiempo, como una compulsión, no podía evitar buscar a las muchachas en el cine, acercarme a ellas, apropincuarlas (dice el diccionario, ese cementerio de elefantes lingüísticos adonde van a morir las palabras, que esta palabra no se usa más que en sentido festivo, pero en mi pueblo era muy claro su sentido: arrimarse con segundas intenciones, que en mi caso, en esta época de mi vida, eran las primeras) y esperar anhelante sus respuestas. Le hablé a la muchacha del cine Universal (no había habido aquí otra así de asequible) y ella me contestó. Tenía una voz agradable, pero, aunque yo era un fanático del radio tanto como del cine hablado, no me impresionó: lo que me hizo impresión fue su cara cuando se volvió a mí para contestar mi pregunta, que era, original que soy, si le gustaba la película (de la que por supuesto yo había visto muy poco, con mi miopía incipiente que la distancia del fondo de la tertulia convertía en aguda y la atención prestada ahora a mi viva vecina), a lo que ella respondió que sí, que mucho. ¿Venía ella a menudo a este cine? Sí, si venía. ¿Venía sola? (Una manera de saber si estaba sola, de lo que no estaba seguro todavía: no, con esa mujer a su lado tan atenta a nuestra conversación). Casi siempre. Pero añadió: «Aunque mi padre no quiere». Esta última declaración me pareció un presagio, no sólo por la negativa paterna a que ella viniera sola al cine, sino porque enseguida imaginé un ogro peligroso dedicado a vigilar a su hija con cien ojos —si es que esta criatura de mi mitología erótica es posible: el ogro con atributos de argos. Sin embargo (estábamos lejos de la esfera de influencia de su padre) seguimos conversando. Yo había desarrollado ya un estilo para conversar en el cine, no para no molestar a los otros espectadores (había en La Habana entonces tan poco prurito en hablar en el cine como tienen los pekineses para conversar y comer durante una función de la ópera china: es más, los espectadores habaneros no sólo conversaban entre sí sino que muchas veces entablaban monólogos que parecían diálogos con la aparición en la pantalla: uno de mis recuerdos atesorados del cine no ocurrió en una película sino en el público: fue en el Radiocine, durante la exhibición de El diablo y la dama, que es el título que tuvo en español la versión francesa de Le diable au corps, en la escena en que el muchacho de la película, que es de veras un muchacho, se encuentra en la difícil posición de dictar las cartas que su amante de París escribe a su marido en el frente de batalla y al preguntar ella: «¿Qué pongo?», de algún lugar de la tertulia salió una voz poderosa que sugirió: «Querido Cornelio») sino para forzarla a ella, a la muchacha del cine, a una relación verbal demasiado violenta: yo también había aprendido esa técnica. Ahora dejé de hablarle para mirarla: ella me daba su perfil intermitente, apagado por un eclipse en la pantalla y a ratos iluminado por la luz reflejada en los blancos escasos de la película, que era evidentemente un melodrama en el que abundaban las sombras. De todas maneras, si yo no veía bien su cara podía adivinarla y además lo que se veía me gustaba. Ella estaba consciente de mi atención porque a veces me miraba con el rabo del ojo. Por fin la película terminaba: sin mirar a la pantalla, sin seguir la acción podía saberlo por la intensidad de la música: los músicos del cine, al revés de los niños victorianos, deben ser oídos y no vistos.
       —¿Dónde te puedo ver? —le pregunté.
       —Por favor —me dijo, vuelta a mí súbita—, no me acompañes.
       Ella, espectadora expectante, también sabía que la película se acababa.
       —Me puede ver mi padre —añadió.
       Yo insistí:
       —Pero te quiero volver a ver. ¿Cómo hacemos?
       Ella lo pensó de perfil y todavía de perfil me dijo:
       —Yo vivo en San Isidro, cerca de la Terminal. Número 422. Yo salgo a veces al balcón. Ahí me puedes ver.
       —Yo quería decirle que yo no quería verla de lejos, en un balcón, mis ojos colgando del borde como Romeos miopes: yo quería volver a tenerla cerca, tanto como en el cine ahora, en el cine de nuevo: ése era mi lugar favorito para el romance: igual para las peripecias amorosas en la pantalla como para la pericia del amor en la vida. Pero ella no me dio tiempo: nada más sonar los acordes altos que indicaban la culminación de la película y ya ella estaba levantándose, yéndose. Yo también me levanté. Otras gentes se levantaron. Pensé en mis padres allá arriba cuando salía detrás de esta muchacha móvil, las luces encendiéndose ya, yo tratando de salvar los brotes de espectadores que surgían hacia la única salida, pensando si me verían mi familia y mi amigo, pero sin embargo empeñado en caerle detrás a esa muchacha que bajo las luces verticales del techo (hasta ahora sólo la había visto iluminada por las luces horizontales de la pantalla) se veía casi bella o por lo menos bonita, aunque no había podido verle toda la cara, antes un solo perfil, ahora la nuca y la cabeza. Pero en este momento había más gente a su alrededor, una verdadera turba que se interponía entre ella y yo: espectadores salidos, saliendo de lunetas: la oposición, una multitud en motín. De pronto, ya afuera, no en la calle sino en la acera todavía, la perdí de vista por las personas interpuestas. No lo dudé un momento. Atravesé la calle Sol y seguí por Monserrate, arriba o abajo: no sé bien, esta calle que tiene tantos nombres (Monserrate y luego Egido para terminar en el Malecón casi llamándose avenida de las Misiones y cuyo nombre oficial, el de las placas, es avenida de Bélgica: dédalo de títulos), no sé cuándo sube y cuándo baja. Sin hacerme estas reflexiones, rémora entonces, más tortuga que liebre, ya estaba atravesando la calle Luz y no la veía por ninguna parte, ni en Sol ni en Luz. Seguí caminando por Monserrate, dejando detrás el cine conteniendo a mi familia y a mi amigo, dirigiéndome a San Isidro como a mi presa, caminando cada vez más rápido, mirando ansiosamente adelante sin verla, sin siquiera atisbar su vestido (que no noté antes, que no puedo describir ahora pero estoy seguro de haber podido distinguir en la calle apenas iluminada: es curioso cómo Monserrate, tanto como Zulueta, se hacían más oscuras cerca de la Terminal aunque este edificio estaba bien alumbrado, por dentro, no por fuera), atravesando otras calles laterales, hasta que tuve a la vista la plaza con la Muralla, un trozo de ella, una ruina, una reliquia, llegando ya a San Isidro. No me costó trabajo encontrar el número 422, como no fue difícil recordarlo: eran los dígitos del día y el mes de mi nacimiento. El edificio, falso falansterio, estaba casi en la esquina de Monserrate y San Isidro. Pero no la vi a ella ni ninguna ventana iluminada que indicara su presencia: nadie a la vista, los balcones vacíos, la casa a oscuras. ¿Sería que ella no había llegado todavía, que la había pasado de largo en la calle sin verla, que había tomado otro derrotero? Decidí esperar. No sé cuánto tiempo esperé: entonces yo no usaba reloj: no tenía dinero para comprarme uno: por tanto no había necesidad de usarlo. Esperé un poco más. De pronto me acordé de mis padres, de mi amigo —y di media vuelta para regresar al cine. Cuando alcancé el Universal todo estaba apagado, pero en la puerta pude ver a mis padres y a mi amigo, aguardando, todavía mirando para la entrada del teatro como si esperaran que yo surgiera, Jonás del cine, del interior del leviatán muerto: no hay nada tan poco animado como un cine cerrado. Me vieron, primero mi padre que, como siempre, parecía indiferente o al menos resignado, luego mi madre, que se animó como una furia:
       —¡Muchacho! ¿Dónde te metiste?
       No sabía cómo explicar lo que había hecho. Afortunadamente, ella no me dejaba hablar:
       —¡Primero te vas de nuestro lado y después desapareces sin dejar rastro!
       Franqui, mi amigo, sonreía, no de la furia de mi madre sino de mi desaparición: él adivinaba dónde yo había estado. Sabía que me había ido con una muchacha pero no sabía el fracaso que había sido mi fuga: ejercicio más para mis dos pies que para mis diez dedos. Mi madre era dueña de un mal genio en la botella y ahora estaba furiosa además de asustada: mejor dicho, la furia había sustituido al susto, como siempre pasa con el miedo inútil. Yo me había desaparecido en el cine en una secuencia que le había resultado inquietante. Primero, había dejado el asiento vecino para irme sin mayor motivo para la parte delantera de la tertulia. Segundo, había salido de la sala disparado, sin que ella me viera. Tercero, me había esfumado por completo y ellos habían esperado como tontos fuera del cine a que yo saliera y cuando abandonó el teatro el último espectador (o tal vez los acomodadores, el portero, la taquillera, hasta el proyeccionista), todavía habían tenido que esperar allí por mi reaparición, que ahora se producía viniendo de donde menos me esperaban, de la dirección de la Terminal, vía del viajero, no del espectador. Mi madre no gritaba (ella nunca gritaba cuando estaba furiosa), sólo silbaba su frase «¿Dónde te metiste?». Mi padre no decía nada sino que, entre los silencios de la pregunta repetida de mi madre, carraspeaba limpiándose de la garganta imaginarios gargajos de embarazo y Franqui sonreía su sonrisa sabia: él sabía dónde yo estaba. Pero yo no podía decirle a mi madre dónde estuve, al menos no con todas las letras: yo conocía su temperamento, lo que ella era capaz de hacer en su furia, su genio suelto: había visto, no hacía mucho, en una discusión doméstica con mi tío, que era todo un hombre, cómo ella lo abofeteaba sonoramente acentuando sus argumentos con una bofetada final. Sin embargo, viendo que estábamos solos en el descampado de la plaza de las Ursulinas, que no había nadie ante quien embarazarme, que no veía muchacha alguna presenciar mi humillación de aspirante a adulto reducido al regaño, dije:
       —Acompañé a una muchacha a su casa —lo cual, si no era toda la verdad y nada más que la verdad, era la verdad en parte.
       —¿Así que acompañaste a una muchacha a su casa? —preguntó mi madre, convirtiendo mi declaración en una duda.
       —Sí —dije afirmativo.
       —Y nosotros aquí como bobos buscándote por todas partes, mientras tú acompañabas a una muchacha a su casa —ella sonaba ahora más furiosa si cabía, aunque menos sibilante.
       —Sí —me preparé a mentir—, una compañera del bachillerato que me encontré por casualidad en el cine.
       —¿Una compañera del bachillerato?
       —Sí.
       —¿Que encontraste en el cine así como así?
       —Por casualidad.
       —¿Por casualidad?
       —Sí.
       Pensé que la próxima acción de mi madre no sería verbal sino que me abofetearía en plena cara en plena calle —mejor dicho, en plena plaza. No podía alegar mis derechos porque con mi madre yo no tenía ninguno. Ni siquiera legalmente podía reclamar mis derechos porque no había cumplido dieciocho años todavía y entonces los derechos de la persona comenzaban a los veintiuno. Opté por el silencio, imitando a la noche y a mi padre. Mi madre siguió empeñada en su retórica interrogatoria que, como la policíaca, consistía en hacer las mismas preguntas varias veces. Pero de pronto arrancó a caminar, atravesando la plaza de las Ursulinas, rumbo a casa, seguida obedientemente por mi padre, y Franqui, más lento, me acompañaba en la retaguardia, todavía sonriente, siempre sabio. El incidente aparentemente había terminado.
       Pero sólo acabó la rabia de mi madre, no mi amor que desató su furia y me encadenó. Decidí ir por San Isidro a tratar de ver a la muchacha móvil (no tenía para recordarla más que su perfil parco en las sombras), que vivía en el número 422. Fui a todas horas. Por la mañana, escapado del Instituto, amor furtivo. Por las tardes, fugitivo de las clases de educación física y de lo que era más atrayente, casi obsesionante, del juego de pelota, yo tratando todavía de formar parte si no del equipo interescolar al menos del team del Instituto, en que unos años jugaban contra otros. Por prima noche, dejando de oír el programa de El Spirit, que era mi favorito no sólo porque era una adaptación para radio de uno de los muñequitos mejores sino porque su tema musical, lema leteo, me deleitaba (iba a saber que era un motivo de la Sinfonía del Nuevo Mundo), y dejaba detrás todas esas caras costumbres para ir a ver si veía otra vez a aquella efigie entrevista. Hubo veces que hasta fui de noche (diciendo en casa que iba al cine) y me pasé horas frente al edificio, esperando verla asomarse a una ventana, salir al balcón, tal vez entrando en su casa. En otra época aquella vigilancia que se hacía vigilia habría resultado peligrosa, pero eran tiempos tibios —aunque no para el tiempo. Septiembre se convirtió en octubre y comenzó a llover, unas lloviznas pertinaces por no decir impertinentes que dificultaban mi pesquisa. No que la lluvia me importara —todo lo que me podría pasar era mojarme, empaparme, arriesgar un catarro, tal vez coger neumonía y morir, ¿qué es todo eso comparado al amor que dura más allá de la muerte? Pero había un problema insoluble, ¿cómo justificar estar parado en la esquina todo ese tiempo? Ni siquiera podía simular que esperaba el tranvía porque no pasaba el tranvía por esa calle sino por Monserrate, unos metros más allá de mi vigía. Finalmente, sin poder sostener mi posición, el jaque mate inminente, me di por vencido, declaré el juego perdido y no volví a la esquina de espera. A la suave, asequible espectadora del cine Universal, a la —¿por qué no decirlo?— muchacha mentirosa no la volví a ver.
       Nil desperandum, como dice Horacio. ¿O es Mr. Micawber? Había otros cines y espectador esperé. Si una ventaja tenía Zulueta 408, aparte de la promiscuidad promisora, era estar en lo que era el centro de La Habana entonces y vivíamos rodeados de cines, aparte de otros espectáculos como el teatro de la vida, la comedia humana, y así había poco pan pero cientos de circos. Pegado a nuestro falansterio de funámbulos con su grand guignol grotesco estaba el edificio del teatro Payret, al lado justo al lado, tanto que era posible pasar de nuestra extensa azotea a la breve terraza trasera del teatro y muchas veces subía a ella a estudiar primero, luego a leer y muchas veces a mirar para el Parque Central que quedaba a unos cincuenta metros, tal vez menos, de la puerta de la casa. El teatro Payret exhibía entonces películas españolas pero unos años más tarde lo reformaron, destruyendo de paso su interior con palcos y el foso de la orquesta, construido en tiempos de la colonia, para convertirlo en un cine de estreno moderno de importancia. Al lado del Payret, divididos solamente por el pasaje y el Hotel Pasaje, estaba el pequeño cine Niza, que nunca conocí porque bien temprano me advirtieron (no sé si fue mi padre o mi madre, pero debió de ser mi madre, encargada de mi educación social) que no era un cine decente, no sólo por las películas que ponían (que después resultaban ser tan inocentes como sus títulos: Cómo se bañan las damas, Mariposas mancilladas y Lo que sus hijos deben saber —que según mi madre era lo que su hijo no debía saber—, que juzgadas por los enterados —siempre hubo un amigo que fue al cine Niza— eran bien decepcionantes, sobre todo la última, llena de chancros y de penes enfermos, ilustraciones de males venéreos) sino por la concurrencia, aparentemente compuesta enteramente por degenerados —aunque nunca me explicó ella su degeneración particular. Exactamente a una cuadra de distancia, por la misma acera, estaba el cine Montecarlo, que tenía tan mala reputación como el Niza: depravaciones en la pantalla, depravados en el público. El cine más al sur, el Bélgica, fue otro que nunca visité por su fama de infame, con el peor público de todos los cines nefandos de La Habana. Debió llamarse Ostende, para formar el trío deformado de cines como casinos. Casi enfrente estaba el Universal, dejado detrás por mi historia, no por la cronología. Volviendo al Prado, enfrente, un poco a la derecha del Payret, estaba el teatro Nacional, contenido dentro del Centro Gallego y sitio desde la colonia de un teatro con mejor reputación que acústica, ahora dedicado casi enteramente a dar películas mexicanas y argentinas. Prado más abajo estaba el Lara, aliado aliterante del Lira, que está en mi itinerario erótico pero por razones turbias, torvas. En la acera opuesta estaba el cine Plaza, agradable de concurrir, concurrido agradablemente hasta que fue destruido por la televisión, casi una metáfora futura, y convertido en estudio-teatro del Canal 4. Enfrente estaba el cine Negrete, un tubo largo, de mala visión, como un telescopio invertido, al que fui mayormente por la calidad de las películas que exhibió en los primeros años cincuenta. El cine más al norte y el último que quedaba en el Prado era el Fausto, al que fui mucho en los primeros años cuarenta, donde vi más de una película inolvidable gracias al patronazgo de Rubén Fornaris, el fausto Fausto fatal un día. Hacia el este el cine más lejano era el Habana, en la plaza Vieja, donde estuve pocas veces. Más cerca de la casa estaba el Cervantes, en la calle Lamparilla, al que también iba poco. El Ideal quedaba en la calle Compostela pero fui sólo una vez, olvidado. Volviendo a la vecindad, estaba el Actualidades, al que venía desde que vivía en Monte 822, venida que era una gran, grata tirada. Después, por supuesto, seguí yendo pues no quedaba más que a tres cuadras de casa. Más cerca estaba el Campoamor, pero había que tener cuidado físico con este teatro: aquí la depravada era la arquitectura, con una tertulia tan inclinada como para hacerla peligrosa: un paso en la oscuridad podía ser el último. El Campoamor tenía pretensiones de teatro, pero el único espectáculo vivo que vi allí fue un desfile erótico americano, el Minsky’s Burlesque Show, donde presencié mi primer striptease por la inolvidable Bubbles Darlene, ahora posiblemente abuela decaída pero entonces turgente, bella y audaz: se paseó por La Habana desnuda (es decir, tan desnuda como se permitía entonces en el striptease, con la llamada G-string, hoja de parra plástica que en La Habana se convirtió en la tirita), llevando encima solamente un impermeable de transparente nylon, caminando por las calles céntricas hasta que la arrestó la policía por atentar contra la moral ciudadana cuando todo lo que hacía era acabar con el aburrimiento cívico. Del Lira, que quedaba frente al Campoamor, ya he hablado como sitio de mi primera experiencia exploratoria, alpinismo amoroso. A igual altura, en la calle San Rafael, estaba el Cinecito, que exhibía noticieros y cartones, y en la misma San Rafael el cine doble llamado Rex Cinema y Duplex —el primero no exhibía más que noticiarios y documentales, pero el Duplex estrenaba películas y ambos tenían un gran lobby común que sería un día mi vestíbulo erógeno. Casi paralelos en la calle Neptuno, al comienzo, se veía el Rialto y un poco más arriba el Encanto y a un lado, en la calle Consulado, transversal, había tres cines, dos de ellos aparentemente en el mismo edificio, el Majestic y el Verdún, este último con la novedad habanera de poder correr su techo y quedar los espectadores nocturnos viendo cine «bajo las estrellas», como decía su propaganda. Más cerca de Neptuno estaba el Alkazar. No puedo decir a cuál de estos tres cines fui más a menudo. Más arriba en la calle Galiano (en realidad era la avenida de Italia pero nadie la llamaba por este nombre: en La Habana, sobre todo en La Habana Vieja y Central y aun en muchos barrios, en los barrios viejos, los habaneros nunca aceptaron los nombres nuevos de las calles y se siguieron llamando como al principio de la República o en la colonia, desmintiendo a las placas, los viejos nombres conservados por la tradición oral de la ciudad) estaba el Radiocine y el que era, en los primeros años cuarenta, el mejor cine de La Habana, el más lujoso y el más caro y el que ofrecía mejores estrenos y al que pude ir solamente muchos años después de vivir en La Habana con un pase de gracia: el América. El cine más al oeste era el Neptuno, en la calle de Neptuno inevitablemente, pero mucho más arriba de Galiano y al que iba raramente. Al suroeste el límite era el cine Reina, en la calle Reina por supuesto. Había otros cines más lejanos, como el Favorito y el Belascoaín en la calle Belascoaín, de seguro, y el Astral y el Infanta en la calle Infanta, tenía que ser, al que iba más raramente, y había, claro, los cines de los barrios extremos, como Los Ángeles, en Santos Suárez, al que fui más de una vez, o el Apolo en la Calzada de Jesús del Monte. Pero ésas eran excursiones y yo quiero hablar de incursiones íntimas y hacer un mapa de los cines en que vivía, describir la topografía de mi paraíso encontrado y a veces de mi patio de luneta. A todos estos cines iba buscando el entretenimiento, el sortilegio del cine, la magia blanca y negra pero también me conducía un ansia de amor.
       Fue en el cine Lara que el cazador resultó cazado. El Lara estaba en el Paseo del Prado, en su comienzo, pero se hallaba situado, en el mapa moral, en una zona crepuscular, a la que también pertenecía (o había pertenecido) el Lira, que se iba a regenerar aún más hasta conseguir la rehabilitación arquitectónica y llegó a iniciar una nueva vida, con otro nombre, convertido en pretencioso cineclub los domingos. Pero el Lara nunca sufrió esa salvación del ejército del arte. Al Lara íbamos a menudo mi hermano y yo porque era barato y se podían ver buenas películas, muchas de ellas estrenadas en el Fausto o en el Rialto. Una noche (o tal vez fuera una tarde afuera) estábamos los dos sentados disfrutando peripecias o periplos, viajes, venturas, desventuras, aventuras, olvidados del calor y del reducido espacio de la sala, la pobre visión obviada por la concentración en lo que pasaba en la pantalla (siempre los acontecimientos en la pantalla ocurrían, nunca eran contados, el relato superado por la ocurrencia), ajenos a todo lo que nos rodeaba, hechos todo ojos —cuando de pronto sentí una mano posarse en mi muslo. Casi salté de sorpresa pero antes del sobresalto miré para ver quién era el dueño de la mano, pensando que tal vez había sido tocado por la gracia femenina como en el Lira iniciático y vi que la mano era enorme (tal vez su posesora fuera una mujer descomunal, del tamaño de las actrices, una estrella del cine encarnada), pero esta mano se continuaba en un brazo grueso peludo y pertenecía a una especie de gigante envejecido: era un hombre, mejor dicho un viejo, quien me había puesto la mano en el muslo. No había duda de cuáles eran las intenciones de mi vecino con la mano materializada y no me asombró mucho que fuera un hombre porque al Lara iban pocas mujeres: el pasmo vino de saberme tocado por un hombre. Decidí que lo mejor no era ofender con un escándalo (¿qué iba a decir? ¿Socorro, me tocan? ¿O auxilio, me asaltan?) sino efectuar una retirada. Se lo dije a mi hermano: «Tenemos que cambiar de asiento». «¿Por qué?» Mi hermano siempre quería saber el porqué de toda situación nueva o variante. No le podía explicar, entre otras cosas porque temía que el hombre, el viejo de al lado, oyera si me refería a su acción: era tan grande que me aterrorizaba su mera presencia, más temible que lo que había hecho o tratado de hacer. «No veo muy bien aquí», le contesté. «Pero yo veo bien», me dijo. «Pero yo no», repliqué. «Entonces mejor nos cambiamos», accedió él, que podía ser razonable, y nos levantamos y nos fuimos a sentar a otra parte, más cerca de la pantalla, por supuesto, entre gigantes inofensivos. Yo no me atreví siquiera a mirar para verle la cara al viejo tocador, pero nunca me olvidé de su aspecto formidable y del hecho de que fuera viejo, habituado como estaba a ver a los homosexuales como jóvenes y delicados o de mediana edad pasiva.
       En el Lara ocurrieron otros encuentros con homosexuales agresivos pero no creo que fueran de la especie degenerada a que aludía mi madre. Después del incidente con el vecino enorme con su manaza avanzada fue que supe que el cine era teatro de raros gestos: extraños movimientos, permutas, tropismos: gente que se cambiaba frecuentemente de asiento y venía a sentarse en las primeras filas. Pero no eran fanáticos del cine sino amantes de los espectadores: su espectáculo no sucedía en la doble dimensión de la pantalla sino en las lunetas tridimensionales. Uno de estos parroquianos inquieto era un japonés. No sé cómo supe que era japonés y no chino, habida cuenta de que la proporción entre chinos y japoneses en La Habana era abrumadora en favor de los primeros. Tal vez tuviera que ver con esta identificación la guerra mundial entonces y el hecho de que para mí este japonés era un malvado, como sucedía siempre en el cine de la época, donde los japoneses aguardaban ocultos en las sombras a los americanos para sorprenderlos en emboscadas y lavarles bayonetas caladas en el vientre. En realidad este japonés del cine esperaba en la penumbra para meterte la mano en el bajovientre: era un succionador compulsivo, Drácula en pene, vampiro del bálano, que se dedicaba a la felación del espectador que lo permitía, en un juego de pasar de pasivo a ser activo. Un día me senté en la segunda fila, tal vez porque toda la primera fila estuviera ocupada, pues ya era una fanático inveterado, veterano de la primera fila, mientras más grandes las sombras, mejor la visión, al revés de la vida. De pronto, en un sueño que no sucedía en la pantalla, uno de los espectadores de la primera fila volvió la cabeza —y era el japonés villano. Vi que me miró de arriba abajo, luego volteó su brazo y vino a dejar caer su mano kamikaze en mi entrepierna. Me quedé tan pasmado como cuando el viejo gigante puso su mano en mi muslo, aunque para entonces ya había aprendido a reconocer al japonés canalla. Yo estaba solo en el cine: ni mi hermano ni un amigo me acompañaban y debía enfrentar al enemigo alevoso sin ayuda, como Robert Taylor en Bataan. Pero no sabía qué hacer con aquella mano que me estaba tocando ya, más que reposar inerte como la mano del ogro. ¿Y si mi pene traidor confraternizaba con el enemigo? No podía cambiarme de asiento porque estaba en medio de la fila, aparentemente atrapado entre los cómplices vecinos de luneta, evidentemente italianos y alemanes (es obvio que podía haberme puesto de pie y el hecho de que no se me ocurriera hacerlo o de que me sintiera impedido, casi inválido, necesita otra explicación) pero en el último momento acerté a coger la mano del japonés por la muñeca (no era muy ancha ni era peluda como la mano del cíclope —a quien imaginé mirando la pantalla con un solo ojo central— ni era viscosa, como los japoneses del cine: era una mano humana) y la levanté de entre mis piernas para depositarla en el respaldar de su luneta, calmadamente, sin premura pero firme, y el brazo de que pendía la mano quedó reposando en el respaldo, la mano beligerante desarmada ahora, para que la utilizara si quería en un harakiri masturbador. El japonés sevicioso se volvió hacia la pantalla pero no llegó a mirar la película porque se levantó enseguida y se fue —no del cine, supongo, sino a buscar otro espectador occidental que no resistiera sus avances asiáticos.
       El tercer acontecimiento extraño en ese cine (o tal vez no fuera extraño, lo extraño era que nadie me hubiera advertido que el Lara podía ser un cine como el Bélgica, el Montecarlo y el Niza, como decían mis amigos entonces, un poco peligroso) pasó siendo mayor que cuando el asalto del japonés insidioso, mucho mayor que cuando los avances del viejo ogro ciclópeo. Ocurrió una vez, un día o una noche, pero es más probable que fuera una tarde de agosto, que estando en el Lara en la ocupación propia de mis sentidos en el cine sufrí unas ganas incoercibles de orinar y tuve que ir al baño para villanos pues ni siquiera tenía el letrero de Caballeros. Yo sabía lo repelentes que podían ser estos baños de cines de barrio, pues la educación de mis esfínteres la inicié en el Esmeralda, que era una joya hedionda, pero ya estaba habituado a los inodoros irónicos de Zulueta 408, que olían a todos los olores esenciales y ninguno era attar de rosas. Fui al baño que estaba a la derecha del patio de lunetas o como se llame esta localidad en cines como el Lara. El recinto fecal estaba alumbrado por un solo bombillo alto y la luz era irreal —o tal vez lo que ocurría allí era irreal y la fuente de luz fuera el alumbrado normal. Había tres urinarios y al fondo un inodoro a plena vista, sin puerta para encerrarse a liberar las partes privadas. No había nadie en el cuarto excepto por una pareja que estaba ocupada alrededor del primer mingitorio. Al principio no vi bien claro a la pareja y presumí que estaría orinando uno, el otro esperando su turno. Pero al proceder al segundo urinario (o tal vez el tercero: siempre me ha costado trabajo orinar con testigos, mi pene con pena) me pareció que sucedía algo extraordinario en el primer mingitorio y me volví a mirar. Vi a un hombre ya mayor (no tan viejo como el anciano gigante pervertido ni tan joven como el japonés perverso y bien podía tener treinta años) que se inclinaba sobre el otro hombre y advertí que su brazo bajaba y subía con una aplicación al trabajo casi tan religiosa como en El sembrador de Millet. La segunda figura era mucho más pequeña que el primer hombre y por un momento pensé que se trataba de un enano evirado, pero observé atentamente y precisé que no era otro hombre más bajo sino un niño. Yo tendría entonces unos diecisiete años y estaba en esa etapa en que cualquiera que no tuviera mi edad era un fiñe o un vejete, pero pude darme cuenta exacta de que era un niño que no tendría más de doce años. El hombre lo estaba masturbando y el niño se dejaba hacer con gran gusto, ambos sacando mutuo placer de la masturbación de uno solo. El hombre no se masturbaba ni el niño masturbaba a su vez al hombre, era el hombre solamente quien llevaba a cabo la masturbación y pude ver la expresión de gozo grande del niño. Al hombre no le podía ver la cara, inclinado como estaba en su labor, aplicado con arduo arte a la masturbación del menor: anónimo criminal del sexo, ciego segador, verdadero Jack the Reaper. De pronto me asaltó la exacta realidad del Lara: era un cine para buzos, esos que considerábamos en los temores sexuales de la edad como la más peligrosa forma del homosexual: un bugarrón que se dedicaba a perseguir niños —aunque aquí el bugarrón más bien era maricón y el niño estaba satisfecho de la relación, pasivamente activo. Pero de todas maneras el Lara era decididamente un cine para pederastas —ése fue mi descubrimiento en mi tercera experiencia sexual en el Lara, espectador del teatro de la vida invertida. No dejé de ir al Lara sin embargo: ponían tantas buenas películas tan baratas que era imposible privarme de la asistencia al único cine donde no era posible encontrarse junto con la ventura del cine la aventura de una muchacha asequible —a menos que fuera Gloria Grahame, sombra carnal.
       Poco después volví al cine con mi madre, su genio controlado por mi ingenio, esta amante del cine que me llevó al teatro del pueblo a los veintinueve días de nacido, creándome un cordón umbilical con el cine, casi naciendo yo con una pantalla de plata en la boca, alienada por el lienzo de sombras cinescas, ella fiel esposa capaz de ser infiel a mi padre con el espectro proyectado de Franchot Tone, de Charles Boyer, de Paul Henreid —ahora íbamos los dos, como en los días primeros, como en la época de cine o sardina, rumbo a la cueva órfica. Estábamos en una etapa escasa (muchos fueron los tiempos difíciles por que atravesamos entonces y todavía habría otros por venir, pero ¿quién se quejaba de la vida diaria cuando teníamos el opio del cine, con sueños en blanco y negro y a veces, como en los sueños, a color, el olvido y el recuerdo sólo posibles a nosotros los adictos?) pero esa dificultad no era una impedimenta, era una fuerza de gravedad que nos impelía a ir al cine. Esta vez fuimos mi madre y yo nada más, al paraíso del cine Actualidades, que me había sido tan propicio, y esa noche el azar de los Adanes, que es una especie de dios tutelar, me instaló al lado de una Eva actual (en la jerga futura habanera sería una geva) que aun a la luz de las noches blancas del cine se veía que era una belleza petersburguesa. No hice nada al principio, más que mirarla con el rabo del ojo, práctica en la que me había hecho experto, mirada del cine. Pero al cabo del rato puse mi codo sobre el brazo del asiento común propio: es más, me pertenecía en exclusividad ya que ella se sentaba a mi derecha. Su brazo no estaba sobre el brazo del asiento pero reposaba cerca. Avancé el codo un poco más y otra vez un tanto, tanteando, hasta que hice contacto con su carne desnuda, tibia, promisoria —la tierna prometida. Ella dejó su brazo donde estaba. Confiado avancé el codo otro tanto para que el tacto fuera total. (Todavía quedaba qué hacer con ella una vez conquistada, estando como estaba acompañado por mi madre, pero antes de la conquista venía la exploración y ése era un problema que no me había planteado aún, que no estaba entre mis planes inmediatos: colonizar esa terra incógnita). Ahora mi codo era el tentáculo del pulpo que nadaba entre las dos aguas de la luz y la penumbra alternas. Sentía su carne, más bien la envoltura de su carne, su piel en contacto con la mía, mi codo aventurado tratando de alcanzar uno de sus senos, ya que daba el brazo por conquistado. Lo relato rápido pero me costó muchos minutos avanzar sin que la presa se asustara y huyera al otro extremo de su asiento. Ya yo había perfeccionado estas técnicas antes, cuando estuve en el cine sentado junto a otras muchachas y ahora que las ponía en práctica, que la estrategia se volvía táctica (palabra que tenía que ver con tacto, con contacto y al mismo tiempo con cautela), no iba a echarlo todo por tierra por un apresuramiento. Además estaba la presencia de mi madre por un lado, aunque ella como siempre se veía inmersa en lo que pasaba en la película, mientras yo me sumergía en el cine, tanto en las sombras de la pantalla como en los sólidos del teatro. De la parte de ella estaban sus padres, porque sin duda eran sus padres aquellos acompañantes sentados del otro lado de su presencia preciosa: una muchacha que se dejaba hacer avances físicos en el cine. De pronto sentí en el codo adelantado un punto penetrante que enseguida se extendió por el brazo y el antebrazo, llegando hasta la mano. Antes de sufrir el dolor tuve un contacto eléctrico: un punto frío que vibraba hacia el interior de mi carne. Mi reacción refleja fue quitar el codo y todo el brazo, alejándolo rápida, violentamente. Pero me contuve. Soporté el dolor (porque ahora la vibración se había definido como un punto doloroso) y dejé el brazo donde estaba. Miré sin embargo a la muchacha y vi que tenía una mano muy cerca de mi codo pero sin llegar a tocarlo. Me volví hacia ella y vi que mantenía, su mano en la misma posición y que reiteraba su casi contacto con mi codo. Fue cuando la vi sonreírse que me di cuenta de lo ocurrido y sentí el dolor hacerse más fuerte, una punzada. Ella me había clavado el codo. Con una gran sangre fría (como muchas de las mujeres asesinas —la bella Barbara Stanwyck en Double Indemnity, la luminosa Lana Turner de El cartero llama dos veces— de la pantalla, había ejecutado su acción con toda frialdad, deliberada y alevosa) me había metido un alfiler en el brazo. Ahora me dolía como carajo. Supe que me iba a seguir doliendo todavía porque ella no separaba su mano de mi codo, casi con caricia, enterrando el alfiler hasta la cabeza. Muy lentamente, como si no fuera nada; herida leve, casi como si no me hubiera enterado, picada de mosquito, yo estoico del cine, retiré poco a poco el codo que estuvo tan cerca de su seno, su sino, que ahora rozaba su brazo al pasar y que finalmente venía a descansar en el brazo de mi asiento, donde debió haber permanecido siempre. La vi dar un tirón al sacar el alfiler de entre mi carne y ya vengada volverse tan tranquila (mejor dicho, seguir en el mismo sitio en que estaba porque no se había alterado: no se movió para clavarme el alfiler, tal vez un imperdible), sonriendo siempre, como si la divirtiera lo que pasaba en la pantalla, que eran las angustias de Ella Raines (esa belleza bruna de ojos transparentes capaces de traspasar a Charles Laughton debió de ser ella), como si respondiera a una pregunta de su padre próximo, «¿Te gusta?», diciendo ella que sí, que mucho, aparentemente refiriéndose a la película, pero muy bien le podía haber preguntado por el placer de clavar cuchillos en carne humana. No recuerdo de esa noche, de los restos de ella, más que mi preocupación constante sobre si iba a tener tétanos por el pinchazo (profundo) del alfiler, no sufriendo tanto su dolor, que fue como una inyección en carne magra, sino la duda de si sobreviviría o no a la tetania, a la gangrena posible, a la septicemia segura que iba a contraer en cuanto volviera a casa. Debo decir que soy aprensivo en extremo, un hipocondríaco incurable, que me aterran todas las enfermedades posibles y algunas imposibles. En una metáfora, que no estoy hecho para esas aventuras en el cine que comienzan al entrar un largo pasadizo oscuro, donde al final hay una puerta que se abre a una plaza llena de luz, enceguecedora, alrededor de la cual esperan espectadores que no veo y después de atisbar una figura que me atrae con su postura, con sus movimientos sinuosos, insinuantes, intento inútilmente atraparla, intimar con una cogida, maniobra que repito muchas veces pero termino, toro mal toreado, con un descabello.
       Pero así como en el cine hay malvadas y hay ingenuas, dentro del cine había mujeres malas y bellas buenas. Me encontré con una que no podría definir como ingénue pero tampoco era una femme fatale, cuando menos lo esperaba. Ese día yo venía de casa de mi mentor, aquel que había aceptado mi primer cuento (que era una burda parodia seria) y prometió publicarlo. No sólo lo hizo sino que se preocupó por mi educación literaria y si ésta no fue mejor es porque siempre he preferido vivir la vida a estudiar la literatura. Además me ofreció mi primer empleo seguro (hasta entonces había sido un errático corrector de pruebas, cogiendo los trabajos que dejaba detrás Franqui, bien para irse, como la primera vez, a una abortada expedición armada contra la República Dominicana, o, más seguro y más cerca, para conseguir un mejor trabajo, también corrigiendo pruebas) como su amanuense de noche, secretario sereno, que si bien tenía el inconveniente de hacerme difícil las sesiones de cine nocturnas (algunas decisivas, como las del Cine-Club de La Habana o importantes, como las funciones de cine de arte de la Universidad) me dejaban todo el tiempo diurno para estudiar. Pero ese día de que hablo, esa tarde yo había salido de su casa, que quedaba en la esquina donde la calle Amistad se encuentra con Trocadero, justo donde acababa el barrio de las putas, los bayús (esa misteriosa palabra habanera para marcar un burdel: nadie conoce su etimología ni su origen pero su sonido tiene la atracción del pecado y las exactas grafías del mal), llegaban casi hasta la puerta de su edificio y yo que sentía tanta fascinación con Colón (para escarnio póstumo del Descubridor, ése era el nombre del barrio de los bayús: el nombre estuvo antes de que la infamante o difamada y antigua profesión levantara sus tiendas allí, impropiedades horizontales, y perduró, más duradero el nombre que el pecado, cuando un ministro de Gobernación expulsó a las «oficiantes del vicio», como las llamó en su prosa pudorosa, y las dispersó, esparciéndolas por toda La Habana, y el barrio perdió su misterio inmoral que era todo su encanto), ahora lo atravesaba rápido y temeroso rumbo al Rex Duplex. Llevaba en la mano (entonces solía imitar al manco de Lepanto y cargaba mis libros siempre en un solo brazo) los préstamos que mi mentor me hizo ese día.
       Mi misterioso mentor se llamaba Antonio Ortega y vino a Cuba como refugiado republicano de la Guerra Civil. Había sido profesor de ciencias naturales en el equivalente español del Instituto en Gijón o en Oviedo, no recuerdo bien, sí recuerdo que era nativo de Gijón y solía hablarme del bable y del orvallo. En La Habana había encontrado trabajo en la revista Bohemia, no como columnista de ciencias naturales sino, extraños del exilio, en la administración. Pero en España había escrito cuentos y publicado alguno: creo que hasta se ganó un premio local. De alguna manera supieron en la revista que tenía que ver con la literatura y después de un tiempo en que la pasó mal, como todos en esos finales de los años treinta y en los primeros años cuarenta, lo hicieron jefe de redacción, encargado de los artículos que no fueran de actualidad (es decir, literatura, no periodismo) y de los cuentos.
       Lo conocí al llevarle el primer cuento que escribí (no literatura, sino una obscenidad con título) a la revista, a su viejo edificio de Trocadero, cuya arquitectura promiscua hacía asequible la jefatura de redacción a un perfecto intruso. Le entregué el cuento con un murmullo apresurado por mi timidez, expresando admiración por su novela de reciente publicación, Ready, que eran las aventuras de un perro en La Habana, el autor una suerte de Jack London doméstico. Como recibo me dijo que volviera la semana siguiente para darme su veredicto de trece y en esa fecha supe, a través de su cerrada pronunciación asturiana, que el cuento sería publicado en Bohemia (publica y serás condenado), pero al mismo tiempo me advirtió que yo necesitaba lecturas, lo que no era una sorpresa. Lo que sí me sorprendió es que ofreció facilitarme el acceso a su biblioteca privada. Era obvio que desde ese momento, él, que no tenía hijos, decidió adoptarme literariamente: me prestó libros, me descubrió autores de los que nunca había oído hablar —como Kafka, cuya Metamorfosis me hizo leer y yo entonces encontré menos interesante el relato largo que los otros cuentos del volumen, que eran para él menores: ahora sin embargo tiendo a pensar que tenía razón, y la verdadera transformación literaria está en la novela que da titulo al libro. Me sugirió otros autores, españoles especialmente, revelándome al agudo Silverio Lanza. Me fabricó un puesto de secretario privado, que era una sinecura o el cargo de interlocutor en sus conversaciones nocturnas que eran verdaderas veladas. Me presentó escritores cubanos (el único recordable ya ha sido celebrado no por mí en otra parte) y españoles exiliados de paso. Al que mejor recuerdo es a Luis Cernuda, vestido incongruentemente de tweed y fumando en pipa: la exacta imagen de un profesor inglés, quien mostró interés en lo que yo escribía o tal vez por mí porque me invitó a su hotel para el día siguiente pero al irse, Ortega me advirtió: «Tenga cuidado con ése, que le gustan los chicos», y no cumplí la cita porque me bastaba con los degenerados en el solar y en el cine Lara, lo que fue una evasión estúpida pero excusable, aunque siempre me intrigó saber cuál era el verdadero motivo del poeta (la pederastia o la poesía) y fue él, Ortega, quien me indujo a estudiar periodismo y olvidarme de la medicina a tomar. Finalmente, al comprar Bohemia a su rival la revista Carteles y ser nombrado él director, Ortega me encargó la crítica de cine, que fue durante años mi profesión de fe —pero eso queda en el futuro. En el presente están los libros prestados esa tarde y mi salida de su casa —debió de ser un sábado, estoy seguro de que fue un sábado porque le oí su larga letanía literaria, que es lo que eran nuestras conversaciones y salí de su casa, atravesando el barrio de Colón, caído en desgracia, por Amistad para buscar Virtudes y encontrar tras tres trotes mi meta, el Rex Cinema. Iba apretando los libros, caminando rápidamente porque su monólogo y monserga me habían demorado y temía llegar tarde a la función que reunía en una sola película mi vieja afición por Disney y mi nuevo amor por la música llamada clásica cuando debía llamarse romántica. Llegué al cine, atravesé el antevestíbulo y me precipité sobre la taquilla por mi ticket, pidiendo, pagando, poniendo las monedas en el minúsculo mostrador que hacía de la taquilla un breve vestíbulo ciego, y al ejecutar todos estos gestos que eran una sola acción invasora no advertí que estaba atropellando a otro parroquiano. Me di cuenta cuando era casi demasiado tarde que había una mujer: miré y vi una muchacha pagando su entrada antes que yo. Me miró y yo, tartamudeando, me excusé, reculé, retiré mis monedas y esperé a que le entregaran su entrada. No sé, no recuerdo si ella me sonrió entonces. Yo saqué por fin mi ticket, entré al gran vestíbulo y me dirigí a la izquierda, que era donde quedaba la puerta del Duplex —y me la encontré a ella en el camino, todavía sin entrar. El Rex Duplex (al revés del Rex Cinema, que era un solo cine largo con localidades de luneta solamente) tenía un lunetario y un primer piso, llamado balcón, que aunque costaban lo mismo, eran independientes. La muchacha casi estropeada por mi premura entregó su entrada y comenzó a subir las escaleras al balcón. Ya yo he dicho muchas veces cómo me gusta sentarme en el cine en la primera fila y creo que dije cómo odiaba ir a tertulia, obligado por mi escaso dinero para ir abajo. Ahora sin embargo comencé a subir las escaleras al balcón involuntariamente y entré en el cine junto con ella. Ese día que fui al Duplex estaba lejos de mí el ánimo amoroso, la persecución erótica, mi amor trompero puesto a dormir, la libido en los libros que cargaba, más interesado en disfrutar la película por que había esperado tanto tiempo (Fantasía se había estrenado en La Habana a principios de los años cuarenta pero, como Lo que el viento se llevó, desapareció astutamente de los caros cines de estreno, añadiendo expectación al espectáculo, para reaparecer ahora en el Duplex, como el hombre invisible, en sectores: ese día le tocaba el turno a la suite Cascanueces, de aquel que había sido mi compositor favorito), fragmento fascinante, faro fílmico. Así no puedo explicar qué me hizo subir detrás de aquella muchacha. O tal vez pueda ahora: el hábito anciano, la provocación de una mujer sola en el cine, mi vieja búsqueda del grial non-sancto. La vi perderse casi en la oscuridad pero mis ojos para el cine la siguieron hasta que se sentó. No dudé en sentarme a su lado. Por un momento presté atención a la pantalla, donde unos hongos animados bailaban un vals violento. Ya comenzaba mi rebelión contra Chaikovsky (al que había pasado de la admiración por Schubert, de su Serenata, y de Dvorak, cuyo nombre no sabía pronunciar todavía, fragmentos de su Sinfonía del Nuevo Mundo), a admirar no la Cuarta o la Quinta Sinfonía sino su Sexta, la Patética, de la que había oído una anécdota en un programa de radio matutino en que un supuesto conocedor (también comenzaba a rechazar a este locutor lírico aunque había sido mi introductor a cierta música ligera) versaba sobre el título y conversaba sobre la búsqueda de Chaikovsky del título apropiado a su composición y contó cómo su hermano Modesto se acercó a su ventana (que se suponía abierta) y sugirió: «Piotr, ¿por qué no le pones Sinfonía Patética?». Esta historia rusa serviría para alimentar mi risa (como el futuro apodo de Chachachaikovsky) en las conversaciones cultas que tenía con Silvio Rigor, que sabía tararear sinfonías conclusas y ante el que me presenté un día en el Instituto entonando el momento culminante del Don Juan de Richard Strauss, diciéndole: «Ése es mi tema musical», yo encarnando el mítico amante sevillano, pasado ahora por agua del Danubio (gracias al poema del húngaro Lenau), pretendiendo ser el avatar temático de Don Juan pero de cierta manera creyéndome que yo podía ser un donjuán. ¿Era eso lo que me hacía acercarme a esa muchacha mexicana (lo que parecía), más bien baja, nada delgada, de ojos dulces y una media sonrisa sinuosa, que era lo que había visto un momento frente a la taquilla y otro instante al entregar la entrada al portero? Era difícil hablar cuando todos los espectadores estaban interesados en lo que se oía desde detrás de la pantalla y lo que se oía era música mística (para esos espectadores todo oídos), a veces suave, llegando a ser pianissima, pero le dije lo que era de rigor: «¿Le gusta la música clásica?». Pude haberle preguntado si le gustaba Chaikovsky o si le gustaba Walt Disney o todavía hacer una síntesis de la tesis musical y la antítesis dibujada y preguntarle si le gustaba Fantasía pero eso fue todo lo que se me ocurrió preguntarle: si hay algo más predecible que Don Juan es un aprendiz de donjuán. «Sí», susurró ella después de una pausa que a mí me pareció punto final, «mucho». «A mí también», dije yo enseguida, entusiasmado con su respuesta. (Favor de notar que cuando mi acercamiento amoroso era verbal no había intentos de encimarme o de extender un codo exploratorio o una mano audaz). Pero ahora ella hizo «Sss», haciendo chis suavemente, indicándome beata que no se hablaba cuando sonaba Chaikovsky —o al menos eso fue lo que entendí. Estuve muy bien junto a ella, mirando Fantasía (ya también por esa época comenzaba a rechazar a Disney, que había sido mi alimento animado por muchos años, desde antes de Blancanieves), tal vez gozando sus valores que veinte años después en otra ciudad, en otro país, otro continente se iban a convertir en un descubrimiento, pero seguramente complacido de compartir aquel rincón del cine con aquella muchacha, a la que yo miraba de cuando en cuando. Fue una estancia breve la que tuvimos los dos en el balcón del Duplex: súbito se acabó Cascanueces y se encendieron las luces. Ella me dijo, a modo de despedida: «Me voy». «¿Tan pronto?», pregunté presuroso. «Sí», explicó ella, conocedora: «lo demás son noticieros». Era verdad. Ahora vendrían noticieros o tal vez documentales y luego repetirían el fragmento de Fantasía como componiendo un todo. Me levanté para dejarla pasar (habíamos ocupado una zona del balcón que era poco frecuentada, que estaba directamente arriba de la escalera y cuando ella escogió esa localidad pensé que prometía transformaciones, como diría Silvio Rigor, pero no sucedió nada: ni siquiera pude oler su perfume) y cuando pasó por mi lado, decidí seguirla fuera del balcón y escaleras abajo. Antes de salir, impulsivo, la tomé por el brazo un momento. «¿Viene la semana que viene?», le pregunté sin tutearla: era un adelantado físico pero no social. «Sí», me dijo, «estoy viendo toda Fantasía». «Yo también», le anuncié antes de extraerle una respuesta que podía ser una promesa: «¿El mismo día?». «Sí», dijo ella, «el mismo día». Quería saber su nombre porque de alguna manera intuía que una vez atravesada la puerta mágica y saliera a la calle real ella no iba a conversar conmigo, pero no sabía cómo decirle: ¿Cuál es tu nombre? o ¿Cómo te llamas?, ya que ambas preguntas implicaban un tuteo que me hacía demasiado audaz y prefería ser un caballero. Ya sé que había sido atrevido en otras ocasiones, que había llegado a la audacia, que me había vuelto hasta fresco, pero no con esta muchacha —a quien sin embargo todavía sostenía su brazo. Mis titubeos interrogativos me llevaron a la mínima expresión y dije: «¿Nombre?». Ella debió pensar que oía solamente un fragmento de una pregunta o tal vez ni siquiera lo pensó porque me dijo instantánea: «Esther Manzano». La oigo todavía y ocurrió hace treinta años. Recuerdo su figura, más bien regordeta o tal vez daba esta impresión por el vestido que llevaba, una suerte de sastre. Recuerdo su voz, que era apagada, y los dientes un poco botados, al pronunciar su nombre. Recuerdo sus ojos que era tal vez lo único verdaderamente bello en su cara. Pero lo que más recuerdo es su nombre (ni siquiera tengo el tacto de su brazo en mi memoria por su traje), escrito por mí con th porque así lo escriben muchas mujeres en La Habana, más cinemáticas que semíticas. Pero tal vez recuerde su nombre porque fue lo único que concedió, todo lo que me dio. Para sorpresa de nadie (no mía entonces, no tuya lector, ahora) no volví a verla: cuando solté su brazo se separó de mí para siempre. Seguí yendo al cine Duplex, completando Fantasía en secciones semanales, pero ella no apareció más. No sé qué le pasó, por qué no cumplió la promesa que se había hecho a sí misma más que a mí. Espero que no haya muerto, arrollada por un auto tan atropellante como fui yo al encontrarla, destruido el amor por la velocidad. Esther Manzano desapareció de mi vida como apareció: súbitamente en el cine Duplex, un sábado, a punto de ver Fantasía, habiendo visto Fantasía mejor dicho, un fragmento de Fantasía.
       Del último encuentro me habían quedado la dulzura de la voz de una muchacha, quizás el color de sus ojos y la certeza de un nombre. Sólo eso y tal vez el nombre fuera falso. Más existencia podía encontrar en la pantalla y Gail Russell resultar más verdadera que Esther Manzano. Pero el hombre puede soportar una gran cantidad de irrealidad. Esa ocasión no me impidió soñar otros encuentros posibles, imaginar tal vez lo imposible: en un cine del barrio, no muy lejos de casa, me esperaba una mujer, más bien una muchacha, complaciente que había ido al cine compelida por el mismo deseo, yo que ahora no iba al cine como cuando era más muchacho a disfrutar la película o como iría después a presenciar el film (ya entonces hasta los nombres habían cambiado para mí y la película devenía film), sino a buscar ese amor que yo sabía que existía, que estaba seguro de encontrar, que me esperaba en uno de los cines vecinos. Fue así como después de muchas maniobras, de escasas escaramuzas, me encontré yendo al Majestic y como otras veces he olvidado la película pero no la ocasión. Esta vez tengo motivos para el olvido porque lo que ocurrió en este lado del cine fue más trascendente, lo que no pasaba a menudo: casi siempre lo que transcurría en la pantalla era para mí la vida y el teatro, el público, las lunetas eran una zona espectral que no tenía ninguna consistencia: como en las sesiones espiritistas, los seres eran las sombras. La ocurrencia comenzó como otras veces a la entrada pero sin ninguna promesa de acontecimiento, lo ordinario ocultando lo extraordinario. Alcancé la puerta al tiempo que entraba una muchacha sola. No sé cómo la vi, nictálope, con la muralla negra que era la oscuridad del cine al entrar de la violenta luz de afuera. Pero la vi sentarse en el medio patio. Todavía estaban levantados los espectadores que la dejaron pasar para ganar un asiento, cuando me apresuraba a sentarme a su lado, en la otra parte en la ribera donde debía de haber otros asistentes, invisibles más que ignorados por mí. El Majestic y su vecino Verdún, baratos, al revés del Alkazar o el Duplex, no tenían muy buena proyección y los reflejos de la pantalla no eran intensos, luz que agoniza. Así la veía a ella en penumbras. Llevaba el pelo largo hasta los hombros, como se usaba en los años cuarenta, influida tal vez por Rita Hayworth, aunque no pensé en ese posible modelo entonces sino en tratar de verle la cara o por lo menos de definir su perfil. No era una línea dibujada para perderme en su perspectiva, como ocurrió con la muchacha del cine Universal. Tenía una nariz corta y algo respingada. No podía definir sus labios, que tal vez no fueran botados, sobresaliendo por encima de la boca como la verdadera protagonista de El séptimo velo. Apenas si podía discernir sus ojos (¿hundidos, salientes, de qué color?) que estaban fijos en el horizonte dramático pero no debían tener las largas pestañas disneyanas de Esther Manzano. Hasta ahora no me había prestado la menor atención, ni siquiera pareció notar que me había sentado a su lado, que estaba allí, vivo, mirándola, y no pude ver su pupila viajar al borde en una mirada cinemática, y no sabría decir lo que me apresuró a abordarla, pirata pícaro. Quizá fuera que ella estaba sola o estar los dos en la misma oscuridad o ambas cosas. Tal vez técnica. Delante de nosotros había otros espectadores y de pronto, sin pensarlo, le dije a ella: «Aquí no se ve nada». Se volvió hacia mí y me dijo: «¿Cómo me dice?». Había un tono agresivo en su pregunta, tanto que intimidó mi intimidad por un momento. Por fin cobré ánimo para contestarle: «Digo que aquí se ve muy mal», lo que era cierto, con todas esas cabezas espectantes delante que hacían soñar con una guillotina horizontal. «Es verdad», dijo ella y se volvió a la pantalla. Entonces hice algo que solamente la timidez, que nos hace a veces audaces, me compelió a hacer. La cogí por el brazo. «¡Eh!», dijo ella, «¿pero qué cosa pasa?», habanera verbal. Ya todos los vecinos sabían que ocurría algo entre nosotros pero nadie dijo ni hizo nada, tal vez acostumbrados a las desavenencias entre parejas (después de todo habíamos entrado juntos), tal vez demasiado sumidos en el cine. «Vamos a cambiarnos de asiento» le anuncié y puedo jurar que nunca fui tan firme. Todavía me asombra mi audacia y mi energía, teniendo en cuenta mi edad, la educación que había recibido y mi natural tímido. Ella entonces hizo algo que cambió la situación en mi favor y eliminó mi embarazo: se puso en pie y se dejó llevar del brazo. Salíamos de la fila atropellando espectadores, pisando pies, dando traspiés. Salimos de la fila y yo comencé a buscar donde sentarnos solos. Encontré un sitio suficientemente alejado y solitario y hacia allí la conduje. Nos sentamos y fue entonces que me di cuenta que había cometido un error: nos habíamos sentado junto a la entrada del servicio de señoras, la luz del letrero genérico cayendo directamente sobre nosotros, la claridad bañando nuestros cuerpos: más el mío, magro, que estaba sentado más cerca de la puerta prohibida. Pero no había nada que hacer. Cambiar de nuevo de asiento podría incomodar a mi casi conquista (no sabía todavía si era una conquista o no pero lo sospechaba por la facilidad con que se dejó levantar del asiento), traer sabe Dios qué inconvenientes y decidí quedarme donde estábamos. Comenzamos por hablar pero debí decir los truismos más fáciles, las palabras de ocasión más irrisorias, las tonterías indicadas porque no recuerdo lo que dije, solamente recuerdo que entre mi monólogo monótono y los lejanos diálogos de los actores le había pasado el brazo por los hombros a mi muchacha (ya no tenía duda de que era una muchacha, si la tuve alguna vez, por su voz que recuerdo joven aunque no muy agradable: había algo de cuervo, de urraca, de cotorra en su fuerte dejo habanero, ese acento que yo todavía podía detectar a pesar de haber vivido tantos años en La Habana, el mismo que me había parecido tan extraño cuando con Eloy Santos encontré por primera vez su sonido, lleno de consonantes intermedias dobladas, arisco y, cosa curiosa, cantado, aunque los habaneros siempre decían que nosotros los de la provincia de Oriente cantábamos, lo que a pesar mío pude comprobar que era cierto años más tarde, cuando, después de no haber visitado el pueblo por nueve años, volví allá: era verdad: los comprovincianos cantaban y llegué a la conclusión de que los idiomas no se hablan sino se cantan, arias más que recitativos) y ninguno de los dos estábamos atendiendo a la película, mirándonos el uno al otro. Ella era la niña de mis ojos, ¿pero qué vería ella en la pantalla doble de mis pupilas? De pronto (el recuerdo comparte los saltos con los sueños y el cine y todos en esa época no tenían color: el recuerdo, los sueños y el cine eran en blanco y negro) nos estábamos besando. Yo que hacía poco que había besado a una muchacha por primera vez, aunque beso leve, beso de Beba, era a mi vez besado intensamente: era ella la que me estaba besando y trataba de abrir mi boca para introducir su carne, beso de lengua que nunca me habían dado y que aunque yo conocía por referencias (entre ellas las literarias: venidas de las novelitas galantes, no de lo que era mi favorita fuente de literatura: el cine: entonces en el cine nadie se besaba con la boca abierta, pese a la pasión, controlada por la censura) no me parecía un acto higiénico, que era por doble herencia paterna y materna una preocupación máxima: la higiene, la única protección contra la pobreza, que es como decir contra la vida ya que vivía pobremente: mi vida era la pobreza. Las reglas iban del impostergable lavarse las manos antes de comer (mi padre insistía al principio de la llegada a la ciudad, capital del vicio y del virus, que lo hiciera cada vez que viniera de la calle, pero tuvo que pactar en su guerra contra los microbios: una de las características de la pobreza en Zulueta 408 era que el agua corriente se hacía espasmódica y había que esperar que brotara, milagro repetido, una o dos horas al día y luego dejó de subir del todo y había que bajar a buscarla o irla a acopiar al amanecer a la pila pública que había en la plaza de Alvear justa justicia: Alvear fue el constructor del acueducto y en la placita tenía no sólo su monumento epónimo sino su escarnio anónimo, —a tres cuadras de casa, famosa fuente artificial que aparece al principio de una novela notable y un film notorio. Mi vida en La Habana, temprano en la mañana, estaba dominada por la preocupación, la obsesión de terminar de cargar el agua suficiente para el día en dos cubos, asesinos de las manos, antes de que comenzaran a congregarse los estudiantes a la puerta del Instituto, que había algunos que ya a las siete y media estaban esperando que abrieran las puertas y entre éstos sin duda debía de haber uno o dos conocidos y, lo que era peor, una conocida) a estipulaciones nunca expresadas porque mi padre era un fanático de la higiene tanto como del comunismo y mi madre una loca por la limpieza, que sin duda incluían para los dos la prohibición del sexo oral, la clase de besos que me estaba dando esta muchacha ahora, su lengua buscando la mía, ávida y violenta, empujándome hacia atrás en mi asiento (ella estaba casi encimada) y yo preocupado no tanto con la higiene como con la luz que caía directamente sobre esta zona hecha erógena de lunetas. Luego ella irresistible desabotonó, zafó uno a uno los botones de la portañuela (no eran todavía los rápidos días del zipper, también llamado en ciertos cuarteles cierre de cremallera, que es una frase —una frase para un nombre— que siempre me hizo reír) y buscó entre mis calzoncillos hasta encontrar mi cosa, ese independiente instrumento del deseo que tiene en La Habana tantos nombres, todos incongruentemente femeninos (pero como a su vez el sexo de la hembra tiene nombres machos hay que declarar a la verba más extraña que la fusión), algunos tan esotéricos como levana, sonido y furia sexual que no significan nada, palabra sin duda inventada porque aun las palabras más exóticas, como pinga, que el diccionario admite como nombre de una percha y añade que es voz usada en Filipinas, sin saber que quizá sea más usada en La Habana que en Manila pero no como percha ni pértiga, pero ¿de dónde viene la voz de levana, que tal vez se escriba lebana, para envidia de las lesbianas? Mientras, ella estaba buscando mi apéndice ciego si no ciclópeo, polifenómeno, encontrándolo y tirando de él ya que no podía extraerlo gentilmente debido a su urgencia y mi turgencia y a la estrechez de la abertura primero de mis calzoncillos y después de mi portañuela, halando, jalando, tratando de sacarlo (y me confunde que yo emplee nombres masculinos para lo que en La Habana se usan palabras femeninas: ¿una, contradicción de términos o tal vez el signo de la culturalización?) sin dejar de besarme, dando ahora un tirón final porque la había sacado (vuelvo a la feminidad del miembro) y no bien estaban fuera bálano, prepucio y glande cuando ya ella me estaba masturbando, pero tal como ella procedía era más hacerme una paja que masturbarme: yo me masturbaba, ella me hacía una paja, y aunque había mucho más arte en mi modo, había efectividad en su manera porque enseguida estaba consiguiendo ese murmullo inaudible para un segundo que precede a la venida, esa agitación que viene antes de la eyaculación, ese momento en que el pene busca una penetración que no existe más que en la imaginación de su glande, la ha estado buscando hace un coño y ahora sabe que no la conseguirá, idea fija en su prepucio que desecha, y circunciso él solo, bálano sin vagina, como con vida propia (con individualidad, en efecto) va a producir los movimientos siempre bruscos, siempre hacia arriba, siempre convulsos, que por una simpatía incomprensible del apéndice vermicular pasan al cuerpo y la agitación se generaliza, como se estaba propagando ahora en que el pene, al revés de la pila de agua de la plaza de Alvear, se convierte en un surtidor, en regadera, fuente natural brotando, manando, regando las inmediaciones, saltando por sobre la fila delantera, finalmente en manguera que se dispara en chorro hasta la impoluta pantalla, borrando a los actores, bañando a las actrices, desdibujando a los personajes (que me maten simiente), pegando en el espaldar de los asientos de delante, cayendo sobre mis piernas, en un movimiento inverso, cada vez menos intenso, ella sosteniendo el guisopo de mi pene asperjando apenas ahora y es entonces que oigo las frases que me ha estado diciendo esta muchacha, murmurando primero, después hablando alto, luego gritando: «Vas a ver» (claro que con su pronunciación habanera ella no decía «Vas a ver» del todo, cópula más que ligado), «Tú vas a ver», añadiendo el pronombre para individualizarme, «Tú vas a ver lo que es una mujer», la última frase la dijo casi ferozmente para intimidar al intimar mientras me masturbaba, al tiempo que mordía mi boca y me di cuenta de que no era muchacha lo que tenía al lado (no puedo decir que estaba entre mis brazos: más bien estaba yo entre los suyos) sino, como dijo ella, una mujer, tal vez la primera mujer que me encontraba, si exceptúo la sierra madre del cine Lira, escalada pero sin dar con su tesoro, y las mujeres de Zulueta 408: pero éstas fueron fantasías y nunca existieron sexualmente. Mientras que mi apresante (yo soy sin duda su presa) se hizo una mujer alrededor mío, la Dra. Jekyll transformada en Mrs. Hyde al beber mi brebaje —de la lluvia de leche alguna gota debió caer en su boca ávida, vida bebida—, Lana Turner transformándose en Ingrid Bergman. Trenzada, boa constrictora, pitonisa, ella seguía en la masturbación como si se masturbara a sí misma (en realidad no había visto masturbarse a una mujer todavía, masaje de seno y sexo, y sospechaba que no había mucha diferencia entre la masturbación masculina y femenina, sin saber que una era una manipulación horizontal y la otra un frote vertical, sin darme cuenta de la inexistencia de un miembro o reparar en la existencia de un esbozo de pene, ese clítoris médico llamado en La Habana pepita, como si fuera una semilla o una gota de oro de un tesoro: pero esos datos para el dedo no me pasaban por la mente entonces disfrutando como estoy, gozando como estoy, casi satisfecho como estoy) sacudiendo mi pene poderoso devenido pudoroso, su cuerpo poroso desertado ahora por la sangre antaño inundante, convirtiéndose en su mano en un barquillo empapado con el sorbete derritiéndose hacia abajo —pero es una voz vecina la que termina nuestro breve encuentro. Alguien está diciendo: «¡Qué barbaridad! ¡Las cosas que hay que ver!». Hay otras voces que se añaden declarando qué asquerosidad qué cochinada ya no se puede ni venir ni al cine y caímos en cuenta (o creo que ella cayó, como yo, levantándose del sueño sexual) que estábamos rodeados de señoras, de madres patrias, de miembros (perdón, palabra culpable) de familia que llevan sus hijos a la matinée, y que hemos ofrecido, nosotros dos, un espectáculo alterno, teatro arenga, tableau vivant, ayudados por la luz del letrero que dice (si los letreros hablaran) casi irónicamente «Damas» ahí al lado. Yo, temeroso de la ley como siempre, aun antes del síndrome de Soriano, tengo miedo de que venga el acomodador incómodo (¿pero había acomodador en el Majestic?, no lo recuerdo, no creo que pudieran permitirse el lujo de un Virgilio para cada Dante), el portero portátil, el malgenioso gerente del cine, acompañados por agentes del orden público, obvios y a la vez impenetrables policías que personifican la ley de tal modo que la menor contravención se convierte en un insulto a su persona. Mientras, mi pene se hizo penoso y se escurrió hacia su guarida, obediente ante la orden silente, y aprovechando su sumisión me abotoné la portañuela por temor a una insubordinación de mi miembro sedicioso, deseoso. Me senté correctamente (recordé con presciencia las lecciones que me dará un día un profesor de cinematografía, crítico pretencioso que era más bien un cronista de buenas costumbres, acerca de cómo había que sentarse en el cine: la espalda recta y pegada al espaldar, las piernas juntas y tocando en las rodillas, los pies apuntando al frente, la cabeza erguida en dirección a la pantalla, los ojos mirando el espectáculo fijamente) y obligué con mi acción reparadora a que mi compañera abandonara el abrazo amoroso y se sentara con corrección en su asiento. Los gritos escandalizados se apaciguaron, las exclamaciones se hicieron murmullos, el runrún devino susurro y finalmente reinó el silencio, no Universal pero sí Majestic. Ya podían las damas madres llevar a sus hijas damitas al baño o inodoro, aunque ese sitio sucio no sea ninguna de las dos cosas. Los caballeros podían envainar su envidia. El público amable todo podía asumir su carácter pasivo. Nosotros dos, esta mujer de la que ni siquiera sabía su nombre, la que no me había dicho más que frases amenazadoras de amor, y yo, que por fin había encontrado lo que busqué durante años en tantos cines, nos sumamos a la mayoría y pasamos de amantes apasionados a ecuánimes espectadores.
       No recuerdo si vimos la película entera en esa función discontinua: creo que yo no la vi completa. Sí sé que salimos todavía de día y en la puerta, de nuevo cegado, esta vez por el sol aún vertical, otro proyector de imágenes, revelador, pude ver que mi amante momentánea no era una mujer: era una muchacha que estaba en camino de ser mujer pero era muy joven. Tengo que decir, lamentablemente, que la princesa se volvió cenicienta: no era una versión vertiginosa de Rita Hayworth: era todo menos bella. Su pelo estaba cortado a la moda por las horquetillas. Su nariz no era, como creí en el cine, respingada a la manera de Judy Garland pero chata: no era una nariz, era una ñata. Sus ojos no se parecían a los de Gail Russell: no eran feos pero lo que salía de entre ellos no era hermoso: su mirada era torva. Su boca se veía demasiado fina y ahora embarrada por el creyón corrido, que ni siquiera se preocupó en corregir antes de salir del cine y hacerse labios. Era más bien alta y delgada pero estaba pobremente vestida. Sus manos —que no se había lavado del engrudo tal vez fueran largas pero lo único que me atrajo, más bien me distrajo, de ellas fue que tenían unas manchas oscuras que iban del dorso hasta el brazo y no eran precisamente pecas. Ella me vio mirándole las manos, las manchas y me dijo como explicación: «La manteca». Esta frase críptica explicaba las máculas, todo: ella era una cocinera. «Yo vengo siempre los domingos», me dijo ella a continuación y era efectivamente domingo. «¿Tú vienes el que viene?», me preguntó en una promesa de cine seminal. Le dije que sí pero antes de contestarle había decidido que no la vería más. No puedo decir qué precipitó esta decisión. No seguramente que ella fuera cocinera: poco tiempo después una de mis distracciones favoritas: mi hobby y objetivo, sería la persecución de criaditas. ¿Tal vez fue el ofrecimiento de que ella me enseñaría lo que era una mujer magistral? Yo estuve buscando esa posible, imposible maestra muchos años, ¿cómo la iba a rechazar ahora? Quizá fuera la certeza de que la próxima vez nuestro encuentro tendría que terminar inevitablemente en la cama. ¿Estaría yo preparado para el amor horizontal? Estoy seguro de que mi negativa tiene una explicación y que las causas hay que encontrarlas arriba, pero ésta es la fecha y hora en que no he logrado saber por qué no volví jamás al Majestic los domingos. Tal vez temería la sabiduría de noción, expresada por Silvio, rigorista. Cuando le conté el cuento de la bella sonriente con el alfiler matador bajo la capa, me dijo: «Un día vas a encontrar tu Némesis en un cine».



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