Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, 1929 - Londres, 2005)

Las puertas se abren a las tres (1949)
Así en la paz como en la guerra
(La Habana: Ediciones R, 1960)



      Arriba el sol era un hueco en el cielo por donde entraba el mediodía: el amarillo amarillo de los edificios pintados de amarillo y el blanco quemante de las aceras y el malva del asfalto y el negro de la pelambre de los gatos que dormían en los tejados y el azul de las niñas de los ojos de las niñas de azul: el verde de las hojas nuevas de los laureles y el olor de ajos machacados en las axilas de los muchachos (de caras brillantes y llenas de barros y heridas de uñas y navajas mal manejadas y pelo brillante sobre unas cabezas llenas de ideas nada brillantes) tomando coca-colas en las cafeterías y la fragancia de las faldas de las muchachas al frotarse y el perfume de sus cabelleras: mezclado con el ruido baboso de los besos y el vuelo de las golondrinas y la algarabía de los niños que jugaban a la pelota junto a los autos parqueados junto al parque y el silencio de los ancianos meciéndose en viejas y rechinantes mecedoras y el temblor de las viejitas y el tintinear de las cucharas al chocar con los dientes: el tufo de las cámaras recalentadas y el interior de los ómnibus y de los calzoncillos tendidos al sol: el hedor insoportable de las carnicerías y las funerarias y los consultorios y las fosas y las aulas de la escuela de medicina y de todos los carniceros y de todos los médicos y de todos los estudiantes de medicina y de todos los enterradores y de todos los agentes de pompas fúnebres: lo cadavérico: la muerte o los matadores o los que viven de los muertos o los profanadores de muertos o los que adornan los muertos o los que andan con los muertos: la Muerte y los que la sirven o se sirven de ella —esto yo no lo sentí (porque no lo deseaba), pero sabía que estaba en el ambiente como sentía el ruido del aire entre las ramas de las arecas.
       El rumor del viento en las hojas de las buganvillas y la fragancia de las fedoras me traía su recuerdo; me llegaba en el viento, mezclado con el ruido desvaneciente de la ciudad allá abajo, y aunque yo sabía que no estaba en el aire, sentía su olor palpitando en las aletas de la nariz y un sabor dulce y agrio y picante me venía a los labios mientras un dolor agradable subía por las paredes de mis huesos nasales (como cuando uno come helados de seguido, sin respirar, sólo llevando la cucharita de las bolas frías al hueco caliente, y al revés, sin respirar, no temiendo más que que las bolas se acaben o se acabe uno antes que ellas o que venga alguien a pedir, sin pedir: por eso: come-come-que-te-come-que-te-co- me sin abrir la nariz y sin cerrar la boca, sin respirar) y llegaba hasta los lagrimales y sentía las orejas calientes y rojas y los ojos me dolían bajo los párpados y bajo la tarde espléndida.
       Su recuerdo estaba en el zumbido de la brisa en las vicarias y los cosmos, en el olor a sal y espuma que venía mezclado con el murmullo evanescente de los pinos de la costa, en el vuelo de las palomas sobre mi cabeza, en la tersura del mármol que acariciaban mis dedos, en el gusto a mar que entraba en mis pulmones a cada bocanada: en la tarde y en mí: en la vida que me rodeaba y pugnaba por entrar, afuera y en la vida que empujaba para salir fuera, dentro: en todo.
       Estaba sentado en la silla giratoria y afilaba el lápiz raspando en la suela del zapato izquierdo y enseguida garrapateaba unas caras planas y sonsas sobre el anverso del recibo, listo hacía ya media hora, y las borraba, para luego pintarlas de nuevo y borrarlas otra vez. Me aburría sin nada que hacer y, nada en que pensar, sólo esperando que se fuera, no aguardando más que saliera el último para marcharme a casa, pero ellos no se iban; no era que no lo desearan, sino que no podían; yo no quería comprenderlo y cuando alguno se asomaba por sobre mi buró y estiraba la mano y la sacaba fuera de la ventana y le daba vueltas —como si la hornease— estúpida y ceremoniosamente, lo miraba serio y se marchaba rápido y no lo repetía —pero todos (casi todos, mejor dicho: la madre no se había despegado un momento de allí y la niñita permanecía en un rincón, acurrucada y con los ojos enrojecidos y el viejo que no había llorado porque tenía lentes ahumados y bajo ellos no tenía ojos, aunque lo disimulase muy bien y no usase bastón ni lazarillo, que fue el único que fue a la puerta y salió a la acera y estuvo mirando el cielo como si viese y allá permaneció hasta que el agua le rodaba por los cristales negros y regresó al salón todo empapado y la mujer le dijo: «Pero, Papá» —esto sucedió tres veces) habían hecho lo mismo, uno cada vez.
       Dentro estaba el hedor pegajoso de las flores de muerto y los colores y ruidos que acompañan al ceremonial: las coronas de crisantemos rojos y crisantemos blancos.
       las dalias,
       las extrañas-rosas,
       las hortensias,
       las rosas,
       las cannas,
       los amarantos,
       las gardenias,
       los pensamientos,
       los cojines de gladiolos blancos
       y gladiolos rojos,
y los cuchicheos y las voces apagadas y las risas sofrenadas y las malas palabras reprimidas y los deseos avivados por el alcohol y refrenados por el respeto y el miedo, y ios suspiros, los sollozos, los gritos ahogados, los aullidos incontenibles, las lágrimas fuera, los ruidos de siempre tratando de entrar e impidiéndoselo los otros:
       el rodar de las ruedas y el pitar de los cláxones y el ajetreo de las gentes al pasar casi corriendo y los gritos anónimos y el chapaleteo de las suelas y las gomas y el correr del agua y el caer intermitente, intenso del agua.
       Afuera, la lluvia caía ruda como al comienzo; adentro, las mujeres seguían llorando como al principio, blanda y débilmente y los hombres continuaban haciendo los mismos chistes groseros y miraban la mujer que media hora atrás había tenido un ataque de nervios y se había rasgado la blusa, como si aún tuviera los senos al aire y no le hubieran cubierto el pecho con un chal negro. Ya las mujeres no tenían chiste que contar ni los hombres lágrimas que llorar y todos teníamos ganas de que aquello acabara: ellos para descansar del muerto y yo para descansar de ellos y del muerto.
       Pero el aguacero no variaba más que para coger fuerzas.
       El insoportable vaho de las flores (yo no debía sentirlo ya, pero a pesar del tiempo siempre me molestaba), ahora aumentado por las últimas coronas que habían llegado, se apelotonaba sobre mis sienes y me envolvía el rostro, cerraba mis ojos, cubriéndolos de agua en las comisuras y entraba por la nariz, impidiéndome respirar. Me levanté y fui hasta la puerta y me recosté al marco a mirar cómo llovía. El agua corría por las cunetas y las paredes y se deslizaba calle abajo, hacia la esquina donde estaba la entrada de la cloaca; papeles y desperdicios y un programa de cine y gollejos de naranjas flotaban en el agua ya clara y transparente.
       Me volví al escuchar un nuevo escándalo en la capilla y antes de comprobar qué ocurría, pasó por mi mente —no sólo por allí: por todo el cuerpo— una sensación extraña, agradable; sin saber qué era, permanecí unos segundos inmóvil y aguardando, luego comencé a buscar por el salón y no encontré nada y entonces me volví y la vi (ahora podía ver la acera opuesta con nitidez) apretada contra la pared y los pies dando pequeños saltos al ser mojados por el agua. Estaba protegida por la menguada marquesina de la casa de efectos eléctricos y radios y tocadiscos, ahora cerrada y el agua caía alrededor de ella, en cerco.
       La lluvia disminuía con rapidez y el cielo empezó a despejarse; ya la gente comenzaba a trajinar en la calle de nuevo y el suelo se cubrió de periódicos abandonados; ella se aventuró a separarse de la pared y adentro comenzaron los gritos de nuevo: inevitablemente, escampaba.
       Tuve que entrar para entregar el recibo y me detuve a ayudar a cubrir el ventanillo y cargar el féretro hasta el carro. Luego la gente se abalanzó sobre la puerta y me empujaron hacia atrás. Cuando salí ella se iba y los autos se habían puesto en marcha. Lentamente fueron saliendo y al quedar la calle despejada, vi su vestido violeta a lo lejos. Sentí que se marchase. Antes de entrar vi en el pavimento empapado el letrero que decía airarenuF.
       No muy lejos, abajo en la calle o quizás allí mismo, en cualquier cantina, una victrola automática o un tocadiscos (la música tenía ese sonido que sólo produce un fonógrafo o una banda lejana) o una orquesta; un septeto y una sola voz repetían una y otra vez, incesantemente, un bolero dulce y embriagador, como la tarde:

A las tres es la cita
no te olvides de mí

      Y el viento se llevaba las palabras y la música y entonces sólo oía el murmullo de los árboles y el aire y mi respiración y volvía con él:

Al caer de la tarde
cuando se oculta el sol
Nos hallará la noche
hablándonos de amor

      El grato perfume de las madreselvas que ya comenzaban a abrir me circundaba, fundido con la fragancia de los jazmines y el aroma de las resedas. De las ramas de las buganvillas venían los gorriones y escarbaban entre la yerba y algunos llegaban hasta mis pies y picaban restos de rositas de maíz esparcidos en un cartucho roto.
       Caminando hacia mí venía una muchacha vestida como ella y por un momento creí que era ella, pero cuando casi me levantaba a recibirla, salió de detrás un hombre y ella se apresuró y extendió los brazos y los tomó entre sus manos, y caminaron juntos.
       La segunda vez yo estaba en la biblioteca, estudiando anatomía y ella estaba leyendo una no- velita rosa o algo por el estilo. Levanté la cabeza y encontré sus ojos: dos bolitas negras rodeadas de negro: no pude estudiar más y cogí el lápiz y comencé a dibujar su cara y cuando terminé le pasé el papel; ella lo miró con recelo, pero luego que vio lo que era me sonrió y dijo amablemente:
       —Me ha hecho favor. Yo no soy así.
       —El lápiz es haragán y mi mano torpe. Fue lo mejor que pude hacer. Es un pálido reflejo.
       —Gracias —dijo ella.
       Me pasé al asiento junto a ella y aparentamos hablar de estudios, aunque por debajo de las palabras habituales corrían otras palabras.
       Cuando ella se levantó para entregar el libro y marcharse, la acompañé. Salimos. Afuera, la tarde, soleada, resplandecía. Caminamos juntos y seguimos hablando: yo miraba su pelo a veces amarillo y otras dorado, como la cerveza o como orines de yegua, y ella miraba las sandalias que cubrían sus pies pequeños y sorprendentemente perfectos. Anduvimos un gran rato, aunque entonces me pareció que caminamos poco.
       —Parece que llevamos el mismo camino —dijo ella.
       —Oh, no. Yo me quedo en la otra cuadra. ¿Vive por aquí?
       —Voy a casa de mi tía, al doblar. ¿Y usted?
       —Yo trabajo en... —mi lengua se detuvo mientras los pies seguían llevando mi cuerpo junto al de ella; y entonces la miré bien y me pareció haberla visto antes (no frente a la funeraria, antes de eso, mucho antes), pero no traté de recordar. Continué contemplándola: baja y quizá un poco gorda y con las caderas amplias y los senos redondos y su cara hermosa y casi perfecta: sólo la frente demasiado ancha y masculina, rompiendo la línea de mu- chacha-muchacha, y su boca que era a primera vista insolente, pero luego se revelaba amable y casi tímida, y la pequeña nariz y los brazos y las manos, finas y tiernas y suaves: su cuerpo perfecto.
       Ya en la escalera, en la casa, luego que había subido dos escalones y vuelta hacia mí, antes de proseguir, le dije:
       —No me ha dicho su nombre.
       —Virginia —me dijo.
       —Me llamo Silvestre —le dije.
       Cuando llegaba a la reja y casi oprimía el botón, pregunté:
       —¿Nos volveremos a ver?
       —Yo vengo todos los días a la misma hora —me dijo.
       —Hasta luego —le dije.
       Me fui sin escuchar su despedida y con las manos en los bolsillos y soñando las monedas, y ni siquiera esperé a oír sus pasos mientras subía las escaleras.
       Al otro día fui, pero llegué demasiado temprano y tuve que esperar en la puerta. No bajaron más que chinos (no se cómo podía haber tantos metidos en una casa que sólo tenía dos pisos: el primero estaba ocupado por una logia y en el segundo debía vivir su tía y nunca he visto chinos masones). Cuando me iba, después de haber aguardado una hora, la vi aparecer tras la esquina y ya no me acordé —ni me importó— lo demás.
       Dos palomas volaron sobre el parque tomadas de las manos y una perra y un perro pasaron junto a mi, cogidos del brazo. Ya hacía rato que las puertas y las damas de noche y los jazmines y las madreselvas se habían abierto.
       Oí unos pasos y cuando levanté la cabeza vi una pareja que caminaba por la acera del parque, hacia los bancos bajo la ceiba. En ese instante pasó un camión pintado de rojo y miré sus rostros (antes sólo había mirado los pies de ella) y los vi enrojecer. Pero cuando pasó el camión sus caras continuaban enrojecidas. Miré el camión que se alejaba y me di cuenta que era un camión de recogida de basura nuevo y era blanco.
       En algún reloj a pesar de mí dieron las cuatro.
       La tercera —o la cuarta, mejor dicho, contando la vez antes de la primera— vez la vi cuando estaba en la carnicería de mi tío y sentí estar allí, y salí rápidamente y me paré junto a la línea como si estuviera esperando el tranvía, para que ella me viese allí y comprendí que estaba renegando de mi tío —más que de él, de su oficio— y que lo mismo que me había empujado a hacerlo, me había hecho ocultarle dónde trabajaba y lamenté haberle contado que estudiaba medicina.
       Luego paseamos y al final, cansada ella de caminar y yo deseoso de poder hablarle con tranquilidad, nos sentamos en el parque. Pero cuando le fui a hablar, ella puso su mano sobre mi boca (sentí sus dedos en mis labios) y me dijo que no se lo dijera ahora, que la dejara mirarme y que no hablase. Y ahí permaneció un gran rato. Después se recostó y reclinó la cabeza en el espaldar y miró el cielo y cerró los ojos. La creí dormida y me incliné sobre ella, pero antes de llegar me dijo, sin abrir los ojos, casi un susurro: «Quieto». No volvió a hablar más que cuando se iba:
       —Espérame —me dijo—. Las puertas se abren a las tres. Vendré.
       Comprendí: por eso la estaba esperando ahora; pero eran las cinco y no llegaba. Ella sabía que yo debía estar en el trabajo antes de las cinco y no podía dejar de ir. Me dijo a las tres. Pero no venía. Yo tenía que irme y deseaba verla, porque presentía que no podía decirle otro día lo que iba a decirle hoy. Pero no venía. Ya las puertas se habían abierto hacía dos horas y pronto las cerrarían. Pero no venía.
       Yo sabía que ella no sabía que yo sabía que ella no tenía tía alguna en aquella casa ni quizás en otro lado fuera de los muros del cementerio y que sólo lo había simulado, para que yo no supiera dónde vivía. Pero yo no ignoraba que ella ignoraba que yo no ignoraba que ella era hija de un enterrador y vivía en una casita de madeta al final del cementerio, más allá de donde entierran a los que no tienen tierra donde ser enterrados. Por eso yo tenía noción de que la conocía, porque un día fui a acompañar un entierro, y luego, para alejarme de la gente que lloraba, llegué caminando hasta la casa entre los pinos y la vi, lavando bajo un árbol que no era pino, pero ella no me vio, porque estaba llorando y sus lágrimas rodaban por su cara y caían en la batea y se fundían con el agua en que lavaba. Me fui porque un perro que estaba sentado en la puerta comenzó a gruñir y los gritos insoportables de las mujeres parientes del que era enterrado, indicaban que ya lo estaban bajando y que yo tenía que estar allí para irme en el carro —lo recordé, porque me la imaginé llorando no sé dónde y no sé por qué.
       El sol era un hueco en el cielo por donde se iba la tarde.
       El aura agradable había cesado y un viento fuerte e insoportable de cuaresma comenzaba a soplar ya. El olor pegajoso de las azucenas y las mariposas y las madreselvas lo llenaba todo. El parque estaba solitario y yo estaba solo. Adán, Adán, me dije, tienes todas tus costillas.
       No muy lejos, abajo en la calle o quizás allí mismo, en cualquier cantina, una victrola automática o un tocadiscos (la música tenía ese sonido que sólo produce un fonógrafo o una banda lejana) o una orquesta; un septeto y una sola voz, gangosa e insufrible, repetían incansablemente una canción estúpida y sin objeto como mi estancia allí:

A las siete es la cita

      Y la voz gangosa y a veces rajada continuaba, alargando las vocales, distorsionando las palabras:

noteooolvidees deemíí

      Y el viento la traía cada vez con más fuerza:

teengotaantas coositaas
queeeteequieeroo deeciirr

      Y el viento de cuaresma y la voz gangosa:

poorque tueeres midióos

      Y el viento y la voz y el acompañamiento, insufribles:

no faalltees alaciiita
queteesperoalass seeiss...

      Y el viento y la voz y la música y el parque se quedaron allí.
       Me fui con el sol: un sol mustio se ponía modestamente tras las azoteas: al mirar a atrás, al bajar la vista vi el banco: sentados en él una muchacha y un muchacho hablaban muy juntos, casi sin dejar que las palabras se movieran en el aire: como si oyeran por la boca y los labios fuesen orejas.
       Continué mi camino: el hedor de las carnicerías y los consultorios y las fosas y las aulas de la escuela de medicina y las funerarias y de todos los carniceros y de todos los médicos y de todos los estudiantes de medicina y de todos los enterradores y de todos los agentes de pompas fúnebres, me asfixiaba y aunque yo no quería sentirlo (sólo deseaba su recuerdo, la fragancia de su recuerdo, pero no podía sentirlo porque no estaba ya en el aire) se introducía en mi nariz, obligándome a oler su fetidez cada vez que respiraba. Mis zapatos crujían.
       Abajo, en la calle, un hombre con una larga pértiga en las manos encendía los faroles uno a uno: al verlo comprendí: fue entonces cuando me di cuenta que estaba solo-solo y que nunca más vería a Virginia: nunca más sentiría lo que sentí cuando ella me dijo: «Espérame. Las puertas se abren a las tres. Yo iré»: la idea de la soledad me espantaba: pero era inevitable y la acepté: lo supe porque unas lágrimas gordas me nublaron los ojos. Ya no pude distinguir más que los reflejos amarillos de las luces amarillas.



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