Guillermo Cabrera Infante
(Gibara, Cuba, 1929 - Londres, 2005)

Balada de plomo y yerro (1952)
Así en la paz como en la guerra
(La Habana: Ediciones R, 1960)



      El Buick, negro, acortó la marcha y rodó una o dos cuadras más, hasta parquear sin ruido bajo un laurel que ocultaba el farol de la esquina y su luz.
       De delante salió un negro (del mismo peso y tamaño, de idéntica figura, vestidos iguales: pantalón blanco y guayabera blanca y zapatos y jipi blancos y cubiertos de la inmune y confiada seguridad de dos delegados moviéndose al unísono) por cada puerta: sólo la guitarra que llevaba uno de ellos evitaba que pareciese una película donde dos cómicos imitan la existencia de un espejo; de detrás emergieron por la misma puerta un mulato de chaqueta a cuadros y pantalón verde, que usaba patillas y un lacio bigote de mexicano y un blanco con traje oscuro y cuello y corbata y calobares, el pelo ligeramente rubio peinado con esmero y los zapatos crujientes y lustrosos. Todos se bajaron simplemente, sin alardes y se reunieron sobre las nudosas raíces del árbol.
       —Bien, aquí estamos —dijo el blanco y se pasó la mano por sobre los cabellos del cogote. Hablaba con una voz suave y lenta, demorando las palabras, sin mover apenas la boca. Fue hasta el centro de la calle y miró a todos lados, luego caminó hasta la acera de enfrente y al rato volvió.
       —El lugar es bueno. Las casas están separadas y hay un placer al lado y la calle está libre. Pasan las guaguas por la esquina, pero no importa: no vamos a estar tan fatales que se atraviese una. Buen lugar.
       —Estaba bien el chequeo de los Mellisos —dijo el mulato.
       —Sí.
       —¡Bien hecho, cará!
       Un negro se separó del grupo y dio unos pasos por la acera y se agachó y recogió un higuillo del suelo, lo estrujó entre los dedos y se limpió dentro del bolsillo lateral del pantalón. Sacó el pañuelo, lo desplegó en el conten y se sentó. Miró a lo largo de la calle, arriba y abajo una y otra vez.
       —To el mundo etá dolmío —dijo.
       —La gente de aquí se acuesta con las gallinas.
       —Mejol.
       —Prenelbar haygene —dijo el otro negro, hablando demasiado rápido.
       —Ya sabrán a qué atenerse —dijo el mulato.
       —Van a correl má —dijo el negro y se rió.
       —Sí. Van haser ejersisio sin querer.
       —Lacorreera vaserande —dijo el otro negro y emitió un sonido gutural indefinido.
       —¿Y esa fiesta? —preguntó el blanco.
       —Na —dijo cada uno, serio.
       —¿Y la chapa? —preguntó sin transición.
       —Pérate.
       Un negro o el otro se volvió al auto y se introdujo en él y luego de hurgar dentro, regresó con ella en sus manos.
       —Aquistá —dijo.
       —¿Y qué esperas? —dijo en un tono amablemente autoritario. El otro no dijo nada y caminó hasta la máquina y quitó la matrícula posterior y puso la otra en su lugar.
       —Yastá —se acercó.
       —Entodavía no vasel farra —dijo el otro negro y devolvió la guitarra al interior del automóvil.
       —¿Y qué hora es?
       —Las dies y dies —respondió el mulato.
       —¿Y a qué hora es?
       —No me acuerdo.
       —Mira ver.
       El mulato extrajo un papel del bolsillo interior de la chaqueta y trabajosamente comenzó a leerlo a la poca luz que había. Dos o tres palabras se le escaparon en voz alta.
       —Alrededor de las onse y media. El sábado vino a la una y el martes a las dies, y anoche no salió. Pero los demás días ha llegado entre dose menos cuarto y onse y cuarto.
       —Estamos un poco adelantados.
       —Mejol, así etá ma filme el purso cuando venga—dijo un negro.
       Los mellizos habían hecho su parte bien. Los mandaron a vigilar la calle y tomar nota de las salidas y entradas del hombre, porque parecían uno solo: se podían sustituir en el chequeo sin que nadie lo notase ni siquiera ellos mismos, porque tal parecía que la sección del cerebro donde grababan lo visto y oído se la pasaban de uno a otro como la caricatura de la antorcha en una carrera de relevos, y el sustituto seguía ordenando el material registrado en la misma forma que el sustituido y alguno que acertó a fijarse más de una vez en el hombre peque- ñito parado en la esquina creyó sin lugar a dudas que era el mismo individuo: por eso cuando lo contaron todo allá, cada uno enumeraba los movimientos del hombre en la mitad del día, y el otro lo completaba o lo iniciaba. Les habían encargado ese trabajo para que el tipo no se diera cuenta y se quedara, ya que tenían la perfecta cara del cretino: los ojos botados sobre el pequeño pegote de la nariz, la frente abultada y el cráneo redondo y corto; los brazos regordetes, inútiles y la misma manera de caminar con las puntas de los pies unidas, los talones separados y las piernas gambadas. Ellos no tenían nada que ver con la organización, pero uno de la plana mayor vivía en el mismo solar que ellos antes de ser oficial clase quinta y fue él quien los trajo.
       La vigilancia fue para ellos algo agradable y ligeramente cómico, pues tenían abundante comida y les dieron una pistola para los dos (porque uno de ellos la pidió y la rogó y la suplicó y porque se la entregaron con la condición de que les mandarían las balas tan pronto se formara algún rollo) y se sintieron gente importante. Habían dormido en la caseta de Obras Públicas en una construcción dos cuadras más allá y les llevaban la comida en un cajón de carpintero. Cuando uno terminaba su turno, se arrimaba allí y en el momento que no veía a nadie en la calle se escurría adentro de un salto y al poco rato salía el otro caminando de espaldas.
       Al atardecer del día en que se cumplía la semana de estar vigilando, vino una máquina y dos individuos se apearon y cargaron con el que estaba parado en la esquina y luego hicieron lo mismo con el otro, que estaba en el interior de la caseta mirando cómo una fila de hormigas se llevaba un pedazo de pan; los escondieron en un lugar apartado para que no pudieran ver a nadie. Ellos habían hecho el trabajo con la infalible paciencia de un insecto y lo hicieron bien, pero había un pero.
       —Se olvidaron del garaje.
       —Mejor. Vamos a tener una facilidad que no esperaba; tendrá que bajarse de la máquina a abrirlo. Voy a arreglar la puerta.
       Extrajo de un bolsillo una cajita de chicles y se echó una pastilla a la boca y comenzó a mascar con fuerza. Cruzó la calle, franqueó la verja, y atravesó el angosto pasadizo entre los jardines; llegó al portal y se detuvo frente a la puerta, antes había sacado la goma de entre los dientes y ahora la introducía firmemente y lentamente en el ojo de la cerradura; luego se limpió los dedos en los bajos y regresó.
       —¿Y ya dieron con la estación?
       —No, entodavía. No lo hemos ensendío entodavía.
       —¿Y para cuándo lo vas a dejar? —volvió a preguntar, de nuevo colocando la misma letra que era la misma palabra ante cada interrogación, para enfatizarla.
       —Ahora.
       —Que a ustedes hay que indicarles a cada momento lo que tienen que hacer.
       Uno de los negros, el que había respondido, que era el chofer, se metió dentro del auto y encendió el radio; cuando estuvo caliente hizo girar el dial y lo detuvo; al cabo de un rato un agudo pito salió silbando por la bocina y una voz monótona repitió: «Carro diez. Carro diez. Reporte y diga situación en la demarcación. Carro diez. Diez y cuarenta y ocho», y se calló tan de repente como había comenzado.
       Permaneció sentado frente al timón escuchando el radio y, para sustraer la atención del espacio en blanco que quedaba entre señal y señal, se puso a mirar a través del parabrisas y a lo largo de la calle mientras fumaba. La calle atravesaba un reparto lleno de casas modernas y residencias fabricadas según la moda que dominó el gusto de los ricos por los años 38 y 40 y palacetes construidos con retazos de viejos estilos europeos, antes del 33. El barrio era nuevo y aún había solares yerbíos en los que se veían las vallas anunciando su venta.
       —Pista —murmuró.
       Era una noche quieta y cálida de comienzos de junio y la fresca brisa que venía del mar zumbaba en las hojas de las palmeras y hacía cambiar la sombra de los laureles sobre el asfalto. De los jardines subía un vaho húmedo y musgoso y grato: el olor de la tierra mojada y la frescura de la yerba llena de rocío y la fragancia de los jazmines y las madreselvas se confundían en un aura dulce y suave que chocaba contra las caras y los gestos de aquellos hombres, demasiado duros para la amable noche de verano.
       —Mierda —murmuró.

       Cincuenta y cuatro minutos después de que llegaron, un automóvil se acercó a ellos y frenó violentamente. Todos se miraron alarmados y se pusieron duros y se tocaron el lado izquierdo, menos el mulato que se llevó la mano al lado derecho y uno de los negros que agarró la guitarra y puso los dedos sobre el cierre.
       —¿Qué pasa? —todos sintieron cómo la voz conocida los aflojaba.
       —¿Qué tal, Papo? —dijo el blanco.
       —¡Hey! —dijo el mulato.
       —Buena, Brau Lima —dijo un negro.
       —Quiaysecretario —dijo el otro.
       —¿Nada?
       —No. Todavía.
       —¿Hubo algo?
       —No, sólo un problema con un americano. Pero no tiene importancia. Estaba borracho. El que no viene es el tipo.
       —¿Habrá olío argo?
       —Sí, quisá sospeche.
       —No, no recuerda lo que hizo y tampoco recuerda que nosotros podemos recordar —dijo Papo.
       —El que hace siempre olvida lo hecho y olvida también que al que le han hecho nunca olvida —dijo otra voz adentro.
       —La venganza ha llegado y nuestra demora la perdonarán los mártires —dijo Brau Lima o Papo o como se llamase.
       Cuando terminaron, los negros sintieron ganas de aplaudir y el mulato ganas de cagarse en ellos y el blanco de dejar todo aquello de una vez.
       —Hasta luego.
       —Buena puntería —gritó alguien desde adentro.
       —Adiós.
       —Uruguay —dijo un negro o el otro.
       El auto partió sin ruido y sin luces y marchó lentamente hasta perderse en una curva.
       —Y la venganza de los otros nos alcanzará —dijo el mulato, contagiado con la tirada retórica.
       —^Nuestra gente nos vengará —dijo el blanco.
       —Y ellos buscarán la revancha. Y los que queden de nosotros se desquitarán con los que queden de ellos. Hasta completar una ensarta interminable de muertos.
       —Te crees un remate y no comprendes que no eres más que un eslabón de la cadena. —Cuidaonolalealguien —dijo un negro y se rió.
       —Ese chamullo no lleva a ningún lao —dijo el otro de adentro del auto.
       —Hay otro que sí —dijo el mulato, molesto.
       —¿Qué?
       —Tú sabes.
       —¿El qué?
       —Ya te dije que tú sabes.
       —¿Miedo? —preguntó mientras salía del auto.
       —¿A qué? —preguntó el otro, repitiendo el equivalente de un acto que había hecho mucho de muchacho: ponerse una paja sobre el hombro y susurrar desafiando, «¡A que no me la quitas!».
       —A desil.
       —Tú sabes que no. Con ella no le tengo miedo a nada —y la golpeó suavemente.
       —Guapo detrás de un gatillo no sirve un carajo.
       —Lo contrario: uno con unos cojones como para fajarse con los puños con cuatro, teniendo una cuarentisinco ensima. Y qué fue —y sacó la pistola, le quitó el peine y la tiró dentro de la máquina antes de que el otro tuviera tiempo de hacer otra cosa que echarse para atrás, pero los otros que no habían estado atendiendo y sólo habían oído palabras sueltas que no decían nada dichas en un tono que no significaba nada se dieron cuenta del qué fue y se metieron por el medio.
       —Tabuenoyá.
       —Dejen eso —dijo el blanco en un tono que era ligeramente más duro y alto que el acostumbrado. —No quiero litigios. Por lo menos antes de esto. Luego pueden rifársela. Pero ahora han venido a algo y tienen que hacerlo.
       Se miraron dispuestos a darse la mano si alguien lo proponía, pero nadie habló y el negro caminó hasta debajo del árbol y se recostó al tronco y el mulato entró en el auto y volvió a cargar la pistola. Diecisiete minutos antes de que preguntara la hora por segunda vez uno de los negros advirtió:
       —Ahí viene un guardia.
       —Naturales, caballeros —dijo el blanco y cada uno adoptó el aire que creía más inocente y que era el que los hubiera hecho aparecer más culpables ante otro policía que fuera menos incapaz.
       —¿Ocurre algo? —dijo el policía.
       —Nada, guardia.
       —Matando el tiempo.
       —¿Qué hasen por aquí?
       —Esperando un amigo.
       —Le van a dar una serenata, ¿eh?
       —Si, una serenata.
       —Una sorpresita que le queremos dar.
       —Vamos a selebrar un aniversario.
       —¿Quién los manda a ustedes, la Atesé?
       —La misma.
       —¿Pertenesen a ella?
       —Anjá. Somos del sindicato.
       —Bueno, no se me demoren mucho.
       —Está bien, guardia.
       —Hasta luego. Que se diviertan.
       —Muchas gracias. Hasta luego —dijo el blanco.
       El policía continuó su camino, haciendo la posta, débil y enjuto dentro de su disfraz y caminando trabajosamente sobre sus pies planos y cansados.
       —Y bien que nos vamos a divegtil —dijo un negro, cuando ya se había marchado.
       Uno de los negros se metió de nuevo en el auto y el otro volvió a sentarse sobre el pañuelo, en la acera. El blanco y el mulato quedaron juntos, hablando.
       —¿Qué hora es? —preguntó el mulato.
       —Las onse.
       —Caramba, hace ya una hora y media que estamos aquí.
       Dentro de la media hora salió un hombre del bar de la esquina y mientras venía hacia ellos dejó de ser un hombre para ser una sombra. Cuando estuvo cerca se convirtió en un hombre grande y gordo al que los hombros subidos hasta el cogote aumentaban la estatura; un tipo enorme: más de seis pies y alrededor de doscientas treinta libras, la cabeza ancha, pesada, el cuello corto y grueso, las piernas pequeñas y los brazos largos y colgantes y cubierto de profuso vello rubio; tenía una apariencia simiesca y usaba una camisa amarilla con palmeras verdes y una gorra de visera larga verde y pantalones amarillos y zapatos de suelas dobles: estaba vestido con el eterno atuendo que los turistas traen cada vez que visitan La Habana, escogido con el mismo criterio del explorador que hace su primer viaje al corazón de la selva. Venía completamente borracho: dando tumbos y cantando una canción con una voz gangosa y acolchada:

—Yess ahwanna cubanaa
too ssuuck mah priiicckk at Havaanna.

Yes apritty cutiiiee cuvaanna
too ssuuck to suucckk

       La última frase se le quedó en la boca, tambaleándose frente a los hombres a un costado de la acera.
       —Oh! Dose sspics agan —dijo—. You kno fellahs spics ah want you let me put lehs on’oder side. Stepp aside, yellos! Put yors darty feet off de wohk.
       Fue a empujar al que estaba más cerca, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo. Mientras se levantaba vio la guitarra y fue hacia uno de los negros y le dijo:
       —Ah wanna you to make music in that guiterra for me. Look —y sacó un par de maracas del bolsillo— ah have two cubans rattle of meself. Lets ssing ssomthing we both —el negro se quedó quieto, mitándole los ojos—. Come on, lets ssing a butiful ssong we both.
       —Gouan, ameritan. Les we alone
—dijo el mulato trabajosamente—. We wan to be alone.
       —Garahed
—dijo el blanco y el borracho lo miró y no pudo entender lo que dijo y se volvió al negro.
       —Come on, fellah sspic, make mine music. Come on.
       —Let him tranquil
—le dijo el mulato, inventando las palabras y lo tocó en la espalda. El americano borracho volvió a mirarlo y le dijo de mala gana:
       —Wotta you tryng aganst me? Wotta yoy tryng to do me, dirty yello? Am goin to put you in jail. Am an american —lo amenazó, y volvió al negro—: Come nigger boy make music. Look I gotta... gotta... How do you say? Oh yeah. I gotta marracas... marracas —y se las puso ante los ojos.
       —Compadre, métase las maracas en el culo.
       —Oh, you darty negro, lousy son of —y la palabra negro soltó el contén que aguantaba a los otros y se abalanzaron sobre él antes de que su mano golpeara al negro, pero los barrió de un golpe. El blanco saltó y se colocó tras el tipo y le puso la pistola en el lomo. Sintió bajo las palmeras verdes la dura presión y comprendió por debajo de la borrachera que era una pistola sobre las espaldas y se quedó quieto.
       —Garahed, saramambich o te meto un plomo en un pulmón.
       Se desprendió de ellos y siguió caminando a tumbos y más allá de la media cuadra comenzó a cantar de nuevo con su voz fofa:

—Ah ivanna a chiquita banana
to suck mah bohs at Havana
Too suucckk mah baalls at Havaaannaa.

       Los hombres sentían llegar sobre sí la mitad de la noche, pesante, y vigilaban: el blanco achicaba los ojos astutos y miopes tras los calobares (bajo los gruesos lentes sus ojos eran en extremo pequeños y parecían hundidos y alejados del rostro) y los movía pausadamente, mientras la cabeza permanecía firme sobre los hombros; el mulato iba de un lado al otro, dando grandes zancadas con sus piernas largas y extraordinariamente móviles. En una ocasión se detuvo y preguntó:
       —¿Por qué estás en esto?
       —Me gusta —respondió un negro.
       —¿Y tú? —preguntó al otro.
       —Necesito unos yerros.
       —¿Y tú?
       —Estoy esperando la otra guerra. Hice lo mismo cuando vine de España. No tuve que esperar mucho. Del 38 al 41. Ahora esto se demora demasiado. ¿Y tú?
       —Soy el único que no sé por qué ando en este asunto. Me lo he estado preguntando toda la noche y no puedo responder —y se rascó, inquieto, el pelo duro como alambre.
       —Estás ner\'ioso. Es porque es tu primera noche. Lo mismo pasa en la guerra a los que entran en batalla por primera vez y a las mujeres que paren por primera vez. Nervios. Ya te pasará.
       El mulato dio la espalda y comenzó a ir de un lado para otro de nuevo. Los demás volvieron a vigilar. Al cabo de un rato, uno de los negros entró en el auto y se sentó al timón, y el otro abrió el estuche de guitarra y sacó una ametralladora de mano sin culatín, le colocó un peine exageradamente largo y se sentó en un guardafango.
       Cerca de las doce, el silencio se volvió algo con cuerpo, que casi se podía tocar; la brisa del mar se detuvo y los danzones del tocadiscos se callaron y los autos dejaron de pasar por la calzada. De pronto, en el silencio denso de la medianoche el tlok tló del tolete de un policía sonó como un aviso. Con el golpe, ellos se volvieron y vieron al hombre, que aún se movía con el impulso que le había dado el ómnibus y vieron también la bota del policía colgando como un apéndice del otro estribo, todavía. Se quedaron un momento sorprendidos, porque ya no lo esperaban y menos lo esperaban por ahí. El blanco pensó: «Por eso fue que no mencionaron el garaje», pero dijo:
       —Ahí está.
       —Yateníaeldeomóso —dijo un negro.
       —¡Vaya! —dijo el mulato.
       —¿Cualés? —preguntó el mismo negro.
       —Ahí está, en la esquina.
       —¿Cuáldellos?
       —El del jipi. El otro cruzó la calle.
       El hombre caminaba ahora por la acera opuesta, casi junto a la esquina. Andaba despacio y confiado y venía vestido con traje blanco y .sombrero de jipijapa. Marchaba con las piernas estebadas y los codos separados. —Ya. Arranca —dijo el blanco, arrimándose al chofer— y deja el motor en marcha. No enciendas las luces y atiende el radio. Tú, vigila la calle de la espalda y si hay algo dispara dos o tres ráfagas al aire. Luego tú sabes lo que hay que hacer. Mulato, te escondes detrás de la tercera mata y después que yo dispare corres y lo cruzas y lo rematas.
       Había hablado más rápido que nunca, pero quedamente y sin titubeos. Estaba tranquilo. Fueron a la acera de enfrente y el mulato se quedó tras el arbolito y él comenzó a avanzar hacia el hombre que marchaba muy despacio hacia él. Caminaba con el saco abierto, y la mano derecha ligeramente combada sobre el vientre y la izquierda sosteniendo uno de los faldones. Se cruzaron. Se viró y sacó la pistola no bien pasó frente al hombre, pero el otro se volvió como avisado y lo vio con el arma a la altura del pecho, disponiéndose a tirar, y trató de decir algo y no pudo, porque la bala ya había salido y se le metió en la frente, bajo el ala del sombrero y quedó con la boca abierta. El hombre, con un tiro entre los ojos, se volvió y le dio la espalda y corrió unos metros y trató de saltar al jardín, pero la cerca era demasiado alta y los bajos del pantalón se enredaron en una pica y cayó hacia atrás (la pierna todavía enganchada en la reja) con el cuerpo combado en un arco inverosímil aleteando los brazos. El blanco corrió al centro de la calle y gritó: «Acábalo, Yeyo» y antes de terminar el grito, se volvió y vio al otro sobre el hombre y la línea de fuego que unía la mano del mulato con su pecho y oyó las cuatro detonaciones y casi enseguida oyó el tableteo innumerable de la Thompson, y aún con el estmendo en sus oídos y en sus ojos la figura rota del hombre colgando cabeza abajo, ya sin sombrero y sin vida caminó hasta la máquina, mientras el arma volvía a matraquear, y por encima del staccatto del ratatatatatá de la ametralladora oyó la voz de Yeyo tratando de hacerse oír.
       —¿Qué? —gritó y en el mismo instante cesó el tableteo y su voz sonó extraordinariamente fuerte en el súbito silencio.
       —No es —dijo el mulato desde el otro lado de la calle.
       —¿Qué? —repitió.
       —No es el tipo.
       Y todos corrieron para allá y cuando llegaron vieron al hombre enganchado en la reja por los pies y la cabeza sin pelos tocando la acera y en la frente un punto morado. Se quedaron callados.
       —No, no es. Éste es calvo.
       —¡Coñoo! —dijo uno.
       —¡Me cago en Dios! Hemos trabajado por gusto —murmuró otro en voz baja.



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