Felisberto
Hernández
(Uruguay, 1902-1964)
El balcón
(Originalmente publicado en
el Suplemento Literario
de La Nación de Buenos Aires, 16 de diciembre, 1945)
Nadie encendía las láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947
Había una ciudad que a mí me
gustaba visitar en verano. En esa época casi todo un barrio se iba a un
balneario cercano. Una de las casas abandonadas era muy antigua; en ella
habían instalado un hotel y apenas empezaba el verano la casa se ponía
triste, iba perdiendo sus mejores familias y quedaba habitada nada más
que por los sirvientes. Si yo me hubiera escondido detrás de ella y
soltado un grito, éste enseguida se hubiese apagado en el musgo.
El teatro donde yo
daba los conciertos también tenía poca gente y lo había invadido el
silencio: yo lo veía agrandarse en la gran tapa negra del piano. Al
silencio le gustaba escuchar la música;oía hasta la última resonancia y
después se quedaba pensando en lo que había escuchado. Sus opiniones
tardaban. Pero cuando el silencio ya era de confianza, intervenía en la
música: pasaba entre los sonidos como un gato con su gran cola negra y
los dejaba llenos de intenciones.
Al final de uno de
esos conciertos, vino a saludarme un anciano tímido. Debajo de sus ojos
azules se veía la carne viva y enrojecida de sus párpados caídos; el
labio inferior, muy grande y parecido a la baranda de un palco, daba
vuelta alrededor de su boca entreabierta. De allí salía una voz apagada
y palabras lentas; además, las iba separando con el aire quejoso de la
respiración.
Después de un largo
intervalo me dijo:
—Yo lamento que mi
hija no pueda escuchar su música.
No sé por qué se
me ocurrió que la hija se habría quedado ciega; y enseguida me di cuenta
que una ciega podía oír, que más bien podía verse quedado sorda, o no
estar en la ciudad; y de pronto me detuve en la idea de que podría
haberse muerto. Sin embargo aquella noche yo era feliz; en aquella ciudad
todas las cosas eran lentas, sin ruido yo iba atravesando, con el anciano,
penumbras de reflejos verdosos.
De pronto me
incliné hacia él —como en el instante en que debía cuidar de algo muy
delicado— y se me ocurrió preguntarle:
—¿Su hija no
puede venir?
Él dijo
«ah» con un golpe de voz corto y sorpresivo; detuvo el paso, me miró a
la cara y por fin le salieron estas palabras:
—Eso, eso; ella no
puede salir. Usted lo ha adivinado. Hay noches que no duerme pensando que
al día siguiente tiene que salir. Al otro día se levanta temprano,
apronta todo y le viene mucha agitación. Después se le va pasando. Y al
final se sienta en un sillón y ya no puede salir.
La gente del
concierto desapareció enseguida de las calles que rodeaban al teatro y
nosotros entramos en el café. Él le hizo señas al mozo y le trajeron
una bebida oscura en el vasito. Yo lo acompañaría nada más que unos
instantes; tenía que ir a cenar a otra parte. Entonces le dije:
—Es una pena que
ella no pueda salir. Todos necesitamos pasear y distraernos.
Él, después de
haber puesto el vasito en aquel labio tan grande y que no alcanzó a
mojarse, me explicó:
—Ella se distrae.
Yo compré una casa vieja, demasiado grande para nosotros dos, pero se
halla en buen estado. Tiene un jardín con una fuente; y la pieza de ella
tiene, en una esquina, una puerta que da sobre un balcón de invierno; y
ese balcón da a la calle; casi puede decirse que ella vive en el balcón.
Algunas veces también pasea por el jardín y algunas noches toca el
piano. Usted podrá venir a cenar a mí casa cuando quiera y le guardaré
agradecimiento.
Comprendí
enseguida; y entonces decidimos el día en que yo iría a cenar y a tocar
el piano.
Él me vino a buscar
al hotel una tarde en que el sol todavía estaba alto. Desde lejos, me
mostró la esquina donde estaba colocado el balcón de invierno. Era en un
primer piso. Se entraba por un gran portón que había al costado de la
casa y que daba a un jardín con una fuente de estatuillas que se
escondían entre los yuyos. El jardín estaba rodeado por un alto
paredón; en la parte de arriba le habían puesto pedazos de vidrio
pegados con mezcla. Se subía a la casa por una escalinata colocada
delante de una galería desde donde se podía mirar al jardín a través
de una vidriera. Me sorprendió ver, en el largo corredor, un gran número
de sombrillas abiertas; eran de distintos colores y parecían grandes
plantas de invernáculo. Enseguida el anciano me explicó:
—La mayor parte de
estas sombrillas se las he regalado yo. A ella le gusta tenerlas abiertas
para ver los colores. Cuando el tiempo está bueno elige una y da una
vueltita por el jardín. En los días que hay viento no se puede abrir
esta puerta porque las sombrillas se vuelan, tenemos que entrar por otro
lado.
Fuimos caminando
hasta un extremo del corredor por un techo que había entre la pared y las
sombrillas. Llegamos a una puerta, el anciano tamborileó con los dedos en
el vidrio y adentro respondió una voz apagada. El anciano me hizo entrar
y enseguida vi a su hija de pie en medio del balcón de invierno; frente a
nosotros y de espaldas a vidrios de colores. Sólo cuando nosotros
habíamos cruzado la mitad del salón ella salió de su balcón y nos vino
a alcanzar. Desde lejos ya venía levantando la mano y diciendo palabras
de agradecimiento por mi visita. Contra la pared que recibía menos luz
había recostado un pequeño piano abierto, su gran sonrisa amarillenta
parecía ingenua.
Ella se disculpó
por el hecho de no poder salir y señalando el balcón vacío, dijo:
—Él es mi único
amigo.
Yo señalé al piano
y le pregunté:
—Y ese inocente,
¿no es amigo suyo también?
Nos estábamos
sentando en sillas que había a los pies de ella. Tuve tiempo de ver
muchos cuadritos de flores pintadas colocadas todos a la misma altura y
alrededor de las cuatro paredes como si formaron un friso. Ella había
abandonada en medio de su cara una sonrisa tan inocente como la del piano;
pero su cabello rubio y desteñido y su cuerpo delgado también parecían
haber sido abandonados desde mucho tiempo. Ya empezaba a explicar por qué
el piano no era tan amigo suyo como el balcón, cuando el anciano salió
casi en puntas de pie. Ella siguió diciendo:
—El piano era un
gran amigo de mi madre.
Yo hice un
movimiento como para ir a mirarlo; pero ella, levantando una mano y
abriendo los ojos, me detuvo:
—Perdone,
preferiría que probara el piano después de cenar, cuando haya luces
encendidas. Me acostumbré desde muy niña a oír el piano nada más que
por la noche. Era cuando lo tocaba mi madre. Ella encendía las cuatro
velas de los candelabros y tocaba notas tan lentas y tan separadas en el
silencio como si también fuera encendiendo, uno por uno, los sonidos.
Después se levantó
y pidiéndome permiso se fue al balcón; al llegar a él le puso los
brazos desnudos en los vidrios como si los recostara sobre el pecho de
otra persona. Pero enseguida volvió y me dijo:
—Cuando veo pasar
varias veces a un hombre por el vidrio rojo casi siempre resulta que él
es violento o de mal carácter.
No pude dejar de
preguntarle:
—Y yo ¿en qué
vidrio caí?
—En el verde. Casi
siempre les toca a las personas que viven solas en el campo.
—Casualmente a mí
me gusta la soledad entre plantas —le contesté.
Se abrió la puerta
por donde yo había entrado y apareció el anciano seguido por una
sirvienta tan baja que yo no sabía si era niña o enana. Su cara roja
aparecía encima de la mesita que ella misma traía en sus bracitos. El
anciano me preguntó:
—¿Qué bebida
prefiere?
Yo iba a decir
«ninguna», pero pensé que se disgustaría y le pedí una cualquiera. A
él le trajeron un vasito con la bebida oscura que yo le había visto
tomar a la salida del concierto. Cuando ya era del todo la noche fuimos al
comedor y pasamos por la galería de las sombrillas; ella cambió algunas
de lugar y mientras yo se las elogiaba se le llenaba la cara de felicidad.
El comedor estaba en
un nivel más bajo que la calle y a través de pequeñas ventanas
enrejadas se veían los pies y las piernas de los que pasaban por la
vereda. La luz, no bien salía de una pantalla verde, ya daba sobre un
mantel blanco; allí se había reunido, como para una fiesta de recuerdos,
los viejos objetos de la familia. Apenas nos sentamos, los tres nos
quedamos callados un momento; entonces todas las cosas que había en la
mesa parecían formas preciosas del silencio. Empezaron a entrar en el
mantel nuestros pares de manos: ellas parecían habitantes naturales de la
mesa. Yo no podía dejar de pensar en la vida de las manos. Haría muchos
años, unas manos habían obligado a estos objetos de la mesa a tener una
forma. Después de mucho andar ellos encontrarían colocación en algún
aparador. Estos seres de la vajilla tendrían que servir a toda clase de
manos. Cualquiera de ellas echaría los alimentos en las caras lisas y
brillosas de los platos; obligarían a las jarras a llenar y a volcar sus
caderas; y a los cubiertos, a hundirse en la carne, a deshacerla y a
llevar los pedazos a la boca. Por último los seres de la vajilla eran
bañados, secados y conducidos a sus pequeñas habitaciones. Algunos de
estos seres podrían sobrevivir a muchas parejas de manos; algunas de
ellas serían buenas con ellos, los amarían y los llenarían de
recuerdos, pero ellos tendrían que seguir viviendo en silencio.
Hacía un rato,
cuando nos hallábamos en la habitación de la hija de la casa y ella no
había encendido la luz —quería aprovechar el último momento el
resplandor que venía de su balcón—, estuvimos hablando de los objetos.
A medida que se iba la luz, ellos se acurrucaban en la sombra como si
tuvieran plumas y se prepararan para dormir. Entonces ella dijo que los
objetos adquirían alma a medida que entraban en relación con las
personas. Algunos de ellos antes habían sido otros y habían tenido otra
alma (algunos que ahora tenían patas, antes habían tenido ramas, las
teclas habían sido colmillos), pero su balcón había tenido alma por
primera vez cuando ella empezó a vivir en él.
De pronto apareció
en la orilla del mantel la cara colorada de la enana. Aunque ella metía
con decisión sus bracitos en la mesa para que las manitas tomaran las
cosas, el anciano y su hija le acercaban los platos a la orilla de la
mesa. Pero al ser tomados por la enana, los objetos de la mesa perdían
dignidad. Además el anciano tenía una manera apresurada y humillante de
agarrar el botellón por el pescuezo y doblegarlo hasta que le salía
vino.
Al principio la
conversación era difícil. Después apareció dando campanadas un gran
reloj de pie; había estado marchando contra la pared situada detrás del
anciano; pero yo me había olvidado de su presencia. Entonces empezamos a
hablar. Ella me preguntó:
—¿Usted no siente
cariño por las ropas viejas?
—¡Cómo no! Y de
acuerdo a lo que usted dijo de los objetos, los trajes son los que han
estado en más estrecha relación con nosotros —aquí yo me reí y ella
se quedó seria y no me parecería imposible que guardaran de nosotros
algo más que la forma obligada del cuerpo y alguna emanación de la piel.
Pero ella no me oía
y había procurado interrumpirme como alguien que intenta entrar a saltar
cuando están torneando la cuerda. Sin duda me había hecho la pregunta
pensando en lo que respondería ella.
Por fin dijo:
—Yo compongo mis
poesías después de estar acostada —ya, en la tarde había hecho
alusión a esas poesías— y tengo un camisón blanco que me acompaña
desde mis primeros poemas. Algunas noches de verano voy con él al
balcón. El año pasado le dediqué una poesía.
Había dejado de
comer y no se le importaba que la enana metiera los bracitos en la mesa.
Abrió los ojos como ante una visión y empezó a recitar:
—A mi camisón
blanco.
Yo endurecía todo
el cuerpo y al mismo tiempo atendía a las manos de la enana. Sus deditos,
muy sólidos, iban arrollados hasta los objetos, y sólo a último momento
se abrían para tomarlos.
Al principio yo me
preocupaba por demostrar distintas maneras de atender; pero después me
quedé haciendo un movimiento afirmativo con la cabeza, que coincidía con
la llegada del péndulo a uno de los lados del reloj. Esto me dio
fastidio; y también me angustiaba el pensamiento de que pronto ella
terminaría y yo no tenía preparado nada para decirle; además, al
anciano le había quedado un poco de acelga en el borde del labio inferior
y muy cerca de la comisura.
La poesía era
cursi, pero parecía bien medida; con «camisón» no rimaba ninguna de
las palabras que yo esperaba; le diría que el poema era fresco. Yo miraba
al anciano y al hacerlo me había pasado la lengua por el labio inferior,
pero él escuchaba a la hija. Ahora yo empezaba a sufrir porque el poema
no terminaba. De pronto dijo «balcón» para rimar con «camisón», y
ahí terminó el poema.
Después de las
primeras palabras, yo me escuchaba con serenidad y daba a los demás la
impresión de buscar algo que ya estaba a punto de encontrar:
—Me llama la
atención —comencé— la calidad de adolescencia que le ha quedado en
el poema. Es muy fresco y...
Cuando yo había
empezado a decir «es muy fresco», ella también empezaba a decir:
—Hice otro...
Yo me sentí
desgraciado; pensaba en mí con un egoísmo traicionero. Llegó la enana
con otra fuente y me serví con desenfado una buena cantidad. NO quedaba
ningún prestigio: ni el de los objetos de la mesa, ni el de la poesía,
ni el de la casa que tenía encima, con el corredor de las sombrillas ni
el de la hiedra que tapaba todo un lado de la casa. Para peor, yo me
sentía separado de ellos y comía en forma canallesca; no había una vez
que el anciano no manoteara el pescuezo del botellón que no encontrara mi
copa vacía.
Cuando ella terminó
el segundo poema, yo dije:
—Si esto no
estuviera tan bueno —yo señalaba el plato— le pediría que me dijera
otro.
Enseguida el anciano
dijo:
—Primero ella
debía comer. Después tendrá tiempo.
Yo empezaba a
ponerme cínico, y en aquel momento no se me hubiera importado dejar que
me creciera una gran barriga. Pero de pronto sentí como una necesidad de
agarrarme del saco de aquel pobre viejo y tener para él un momento de
generosidad. Entonces señalándole el vino le dije que hacía poco me
había hecho un cuento de un borracho. Se lo conté, y al terminar los dos
empezaron a reírse desesperadamente; después yo seguí contando otros.
La risa de ella era dolorosa; pero me pedía por favor que siguiera
contando cuentos; la boca se le había estirado para los lados como un
tajo impresionante; las «patas de gallo» se le habían quedado prendidas
en los ojos llenos de lágrimas, y se apretaba las manos juntas entre las
rodillas. El anciano tosía y había tenido que dejar el botellón antes
de llenar la copa. La enana se reía haciendo como un saludo de medio
cuerpo.
Milagrosamente todos
habíamos quedado unidos y yo no tenía el menor remordimiento.
Esa noche no toqué
el piano. Ellos me rogaron que me quedara, y me llevaron a un dormitorio
que estaba al lado de la casa que tenía enredaderas de hiedra. Al
comenzar a subir la escalera, me fijé que del reloj de pie salía un
cordón que iba siguiendo a la escalera, en todas sus vueltas. Al llegar
al dormitorio, el cordón entraba y terminaba atado en una de las
pequeñas columnas del dosel de mi cama. Los muebles eran amarillos,
antiguos, y la luz de una lámpara hacía brillar sus vientres. Yo puse
mis manos en mi abdomen y miré el del anciano. Sus últimas palabras de
aquella noche habían sido para recomendarme:
—Si usted se
siente desvelado y quiere saber la hora, tire de este cordón. Desde aquí
oirá el reloj del comedor; primero le dará las horas y, después de un
intervalo, los minutos.
De pronto se empezó
a reír, y se fue dándome las «buenas noches». Sin duda se acordaría
de uno de los cuentos, el de un borracho que conversaba con un reloj.
Todavía el anciano
hacía crujir la escalera de madera con sus paso pesados, cuando yo ya me
sentía solo con mi cuerpo. Él —mi cuerpo— había atraído hacia sí
todas aquellas comidas y todo aquel alcohol como un animal tragando a
otros; y ahora tendría que luchar con ellos toda la noche. Lo desnudé
completamente y lo hice pasear descalzo por la habitación.
Enseguida de
acostarme quise saber qué cosa estaba haciendo yo con mi vida en aquellos
días; recibí de la memoria algunos acontecimientos de los días
anteriores, y pensé en personas que estaban muy lejos de allí. Después
empecé a deslizarme con tristeza y con cierta impudicia por algo que era
como las tripas del silencio.
A la mañana
siguiente hice un recorrido sonriente y casi feliz de las cosas de mi
vida. Era muy temprano; me vestí lentamente y salí a un corredor que
estaba a pocos metros sobre el jardín. De este lado también había yuyos
altos y árboles espesos. Oí conversar al anciano y a su hija, y
descubrí que estaban sentados en un banco colocados bajo mis pies.
Entendí primero lo que decía ella:
—Ahora Úrsula
sufre más; no sólo quiere menos al marido, sino que quiere más al otro.
El anciano
preguntó:
—¿Y no puede
divorciarse?
—No; porque ella
quiere a los hijos, y los hijos quieren al marido y no quieren al otro.
Entonces el anciano
dijo con mucha timidez:
—Ella podría
decir a los hijos que el marido tiene varias amantes.
La hija se levantó
enojada:
—¡Siempre el
mismo, tú! ¡Cuándo comprenderás a Úrsula! ¡Ella es incapaz de hacer
eso!
Yo me quedé muy
intrigado. La enana no podía ser —se llamaba Tamarinda—. Ellos
vivían, según me había dicho el anciano, completamente solos. ¿Y esas
noticias? ¿Las habrían recibido en la noche? Después del enojo, ella
había ido al comedor y al rato salió al jardín bajo una sombrilla color
salmón con volados de gasas blancas. A mediodía no vino a la mesa. El
anciano y yo comimos poco y tomamos poco vino. Después yo salí para
comprar un libro a propósito para ser leído en una casa abandonada entre
los yuyos, en una noche muda y después de haber comido y bebido en
abundancia.
Cuando iba de
vuelta, pasó frente al balcón, un poco antes que yo, un pobre negro
viejo y rengo, con un sombrero verde de alas tan anchas como las que usan
los mejicanos.
Se veía una mancha
blanca de carne, apoyada en el vidrio verde del balcón.
Esa noche, apenas
nos sentamos a la mesa, yo empecé a hacer cuentos, y ella no recitó.
Las carcajadas que
soltábamos el anciano y yo nos servían para ir acomodando cantidades
brutales de comida y de vinos.
Hubo un momento en
que nos quedamos silenciosos. Después, la hija nos dijo:
—Esta noche quiero
oír música. Yo iré antes a mi habitación y encenderé las velas del
piano. Hace ya mucho tiempo que no se encienden. El piano, ese pobre amigo
de mamá, creerá que es ella quien lo irá a tocar.
Ni el anciano ni yo
hablamos una palabra más. Al rato vino Tamarinda a decirnos que la
señorita nos esperaba.
Cuando fui a hacer
el primer acorde, el silencio parecía un animal pesado que hubiera
levantado una pata. Después del primer acorde salieron sonidos que
empezaron a oscilar como la luz de las velas. Hice otro acorde como si
adelantara otro paso. Y a los pocos instantes, y antes que yo tocara otro
acorde más, estalló una cuerda. Ella dio un grito. El anciano y yo nos
paramos; Él fue hacia su hija, que se había tapado los ojos, y la
empezó a calmar diciéndole que las cuerdas estaban viejas y llenas de
herrumbre. Pero ella seguía sin sacarse las manos de los ojos y haciendo
movimientos negativos con la cabeza. Yo no sabía qué hacer; nunca se me
había reventado una cuerda. Pedí permiso para ir a mi cuarto, y al pasar
por el corredor tenía miedo de pisar una sombrilla.
A la mañana
siguiente llegué tarde a la cita del anciano y la hija en el banco del
jardín, pero alcancé a oír que la hija decía:
—El enamorado de
Úrsula trajo puesto un gran sombrero verde de alas anchísimas.
Yo no podía pensar
que fuera aquel negro viejo y rengo que había visto pasar en la tarde
anterior; ni podía pensar en quién traería esas noticias por la noche.
Al mediodía,
volvimos a almorzar el anciano y yo solos. Entonces aproveché para
decirle:
—Es muy linda la
vista desde el corredor. Hoy no me quedé más porque ustedes hablaban de
una Úrsula, y yo temía ser indiscreto.
El anciano había
dejado de comer, y me había preguntado en voz alta:
—¿Usted oyó?
Vi el camino fácil
para la conferencia, y le contesté:
—Sí, oí todo,
¡pero no me explico cómo Úrsula puede encontrar buen mozo a ese negro
viejo y rengo que ayer llevaba el sombrero verde de alas tan anchas!
—¡Ah! —dijo el
anciano—, usted no ha entendido. Desde que mi hija era casi una niña me
obligaba a escuchar y a que yo interviniera en la vida de personajes que
ella inventaba. Y siempre hemos seguido sus destinos como si realmente
existieran y recibiéramos noticias de sus vidas. Ellas les atribuye
hechos y vestimentas que percibe desde el balcón. Si ayer vio pasar a un
hombre de sombrero verde, no se extrañe que hoy se lo haya puesto a uno
de sus personajes. Yo soy torpe para seguirle esos inventos, y ella se
enoja conmigo. ¿Por qué no la ayuda usted? Si quiere yo...
No lo dejé
terminar:
—De ninguna
manera, señor. Yo inventaría cosas que le harían mucho daño.
A la noche ella
tampoco vino a la mesa. El anciano y yo comimos, bebimos y conversamos
hasta muy tarde de la noche.
Después que me
acosté sentí crujir una madera que no era de los muebles. Por fin
comprendí que alguien subía la escalera. Y a los pocos instantes
llamaron suavemente a mi puerta. Pregunté quién era, y la voz de la hija
me respondió:
—Soy yo; quiero
conversar con usted.
Encendí la
lámpara, abrí una rendija de la puerta y ella me dijo:
—Es inútil que
tenga la puerta entornada; yo veo por la rendija del espejo, y el espejo
lo refleja a usted desnudito detrás de la puerta.
Cerré enseguida y
le dije que esperara. Cuando le indiqué que podía entrar, abrió la
puerta de entrada y se dirigió a otra que había en mi habitación y que
yo nunca pude abrir. Ella la abrió con la mayor facilidad y entró a
tientas en la oscuridad de otra habitación que yo no conocía. Al momento
salió de allí con una silla que colocó al lado de mi cama. Se abrió
una capa azul que traía puesta y sacó un cuaderno de versos. Mientras
ella leía yo hacía un esfuerzo inmenso para no dormirme; quería
levantar los párpados y no podía; en vez, daba vuelta para arriba los
ojos y debía parecer un moribundo. De pronto ella dio un grito como
cuando se reventó la cuerda del piano; y yo salté de la cama. En medio
del piso había una araña grandísima. En el momento que yo la vi ya no
caminaba, había crispado tres de sus patas peludas, como si fuera a
saltar. Después yo le tiré los zapatos sin poder acertarle. Me levanté,
pero ella me dijo que no me acercara, que esa araña saltaba. Yo tomé la
lámpara, fui dando la vuelta a la habitación cerca de las paredes hasta
llegar al lavatorio, y desde allí le tiré con el jabón, con la tapa de
la jabonera, con el cepillo, y sólo acerté cuando le tiré con la
jabonera. La araña arrolló las patas y quedó hecha un pequeño ovillo
de lana oscura. La hija del anciano me pidió que no le dijera nada al
padre porque él se oponía a que ella trabajara o leyera hasta tan tarde.
Después que ella se fue, reventé la araña con el taco del zapato y me
acosté sin apagara la luz. Cuando estaba por dormirme, arrollé sin
querer los dedos de los pies; esto me hizo pensar en que la araña estaba
allí, y volví a dar un salto.
A la mañana
siguiente vino el anciano a pedirme disculpas por la araña. Su hija se lo
había contado todo. Yo le dije al anciano que nada de aquello tenía la
menor importancia, y para cambiar de conversación le hablé de un
concierto que pensaba dar por esos días en una localidad vecina. Él
creyó que eso era un pretexto para irme, y tuve que prometerle volver
después del concierto.
Cuando me fui, no
pude evitar que la hija me besara una mano; yo no sabía que hacer. El
anciano y yo nos abrazamos, y de pronto sentí que él me besaba cerca de
una oreja.
No alcancé a dar el
concierto. Recibí a los pocos días un llamado telefónico del anciano.
Después de las primeras palabras, me dijo:
—Es necesario su
presencia aquí.
—¿Ha ocurrido
algo grave?
—Puede decirse que
una verdadera desgracia.
—¿A su hija?
—No.
—¿A Tamarinda?
—Tampoco. No se lo
puedo decir ahora. Si puede postergar el concierto venga en el tren de las
cuatro y nos encontraremos en el Café del Teatro.
—¿Pero su
hija está bien?
—Está en la cama.
No tiene nada, pero no quiere levantarse ni ver la luz del día; vive nada
más que con la luz artificial, y ha mandado cerrar todas las sombrillas.
—Bueno. Hasta
luego.
En el Café del
Teatro había mucho barullo, y fuimos a otro lado. El anciano estaba
deprimido, pero tomó enseguida las esperanzas que yo le tendía. Le
trajeron la bebida oscura en el vasito, y me dijo:
—Anteayer había
tormenta, y a la tardecita nosotros estábamos en el comedor. Sentimos un
estruendo, y enseguida nos dimos cuenta que no era la tormenta. Mi hija
corrió para su cuarto y yo fui detrás. Cuando yo llegué ella ya había
abierto las puertas que dan al balcón, y se había encontrado nada más
que con el cielo y la luz de la tormenta. Se tapó los ojos y se
desvaneció.
—¿Así que le
hizo mal esa luz?
—¡Pero, mi amigo!
¿Usted no ha entendido?
—¿Qué?
—¡Hemos perdido
el balcón! ¡El balcón se cayó! ¡Aquella no era la luz del balcón!
— Pero un
balcón...
Más bien me callé
la boca. Él me encargó que no le dijera a la hija ni una palabra
del balcón. Y yo, ¿qué haría? El pobre anciano tenía confianza en
mí. Pensé en las orgías que vivimos juntos. Entonces decidí esperar
blandamente a que se me ocurriera algo cuando estuviera con ella.
Era angustioso ver
el corredor sin sombrillas.
Esa noche comimos y
bebimos poco. Después fui con el anciano hasta la cama de la hija y
enseguida él salió de la habitación. Ella no había dicho ni una
palabra, pero apenas se fue el anciano miró hacia la puerta que daba al
vacío y me dijo:
—¿Vio cómo se
nos fue?
—¡Pero,
señorita! Un balcón que se cae...
—Él no se cayó.
Él se tiró.
—Bueno, pero...
—No sólo yo lo
quería a él; yo estoy segura de que él también me quería a mí; él
me lo había demostrado.
Yo bajé la cabeza.
Me sentía complicado en un acto de responsabilidad para el cual no estaba
preparado. Ella había empezado a volcarme su alma y yo no sabía cómo
recibirla ni qué hacer con ella.
Ahora la pobre
muchacha estaba diciendo:
—Yo tuve la culpa
de todo. Él se puso celoso la noche que yo fui a su habitación.
—¿Quién?
—¿Y quién va a
ser? El balcón, mi balcón.
—Pero señorita,
usted piensa demasiado en eso. Él ya estaba viejo. Hay cosas que caen por
su propio peso.
Ella no me
escuchaba, y seguía diciendo:
—Esa misma noche
comprendí el aviso y la amenaza.
—Pero escuche,
¿cómo es posible que?...
—¿No se acuerda
quién me amenazó?... ¿Quién me miraba fijo tanto rato y levantando
aquellas tres patas peludas?
—¡Oh!, tiene
razón. ¡La araña!
—Todo eso es muy
suyo.
Ella levantó los
párpados. Después echó a un lado las cobijas y se bajó de la cama en
camisón. Iba hacia la puerta que daba al balcón, y yo pensé que se
tiraría al vacío. Hice un ademán para agarrarla; pero ella estaba en
camisón. Mientras yo quedé indeciso, ella había definido su ruta. Se
dirigía a una mesita que estaba al lado de la puerta que daba hacia al
vacío. Antes que llegara a la mesita, vi el cuaderno de hule negro de los
versos.
Entonces ella se
sentó en una silla, abrió el cuaderno y empezó a recitar:
—La viuda del
balcón...
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