Felisberto
Hernández
(Uruguay, 1902-1964)
Mi primer concierto
(Originalmente publicado en Alfar
Nº 86, Montevideo, 1947)
Nadie encendía las láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947
El día de mi primer concierto tuve
sufrimientos extraños y algún conocimiento imprevisto de mí mismo. Me
había levantado a las seis de la mañana. Esto era contrario a mi
costumbre, ya que de noche no sólo tocaba en un café sino que tardaba en
dormirme. Y algunas noches al llegar a mi pieza y encontrarme con un
pequeño piano negro que parecía un sarcófago, no podía acostarme y
entonces salía a caminar. Así me había ocurrido la noche antes del
concierto. Sin embargo, al otro día me encerré desde muy temprano en un
teatro vacío. Era más bien pequeño y la baranda de la tertulia estaba
hecha de columnas de latón pintadas de blanco. Allí sería el concierto.
Ya estaba en el escenario el piano; era viejo, negro y lo rodeaban papeles
rojos y dorados: representaban una sala. Por algunos agujeros entraban
rayos de sol empolvados y en el techo el aire inflaba telas de araña. Yo
tenía desconfianza de mí, y aquella mañana me puse a repasar el
programa como el que cuenta su dinero porque sospecha que en la noche lo
han robado. Pronto me di cuenta que yo no poseía todo lo que pensaba. La
primera sospecha la había tenido unos días antes; fue en el momento de
comprometer mi palabra con los dueños del teatro; me vino un calor
extraño al estómago y tuve el presentimiento de un peligro inmediato.
Reaccioné yendo a estudiar enseguida; pero como tenía varios días por
delante, pronto empecé a calcular con el mismo error de siempre lo que
podría hacer con el tiempo que me quedaba. Sólo en la mañana del
concierto me di cuentas de todas las concesiones que me hacía cuando
estudiaba y que ahora, no sólo no había llegado a lo que quería, sino
que no lo alcanzaría ni con un año más de estudio. Pero donde más
sufría, era en la memoria. En cualquier pasaje que se me ocurriera
comprobar si podía hacer lentamente todas las notas, me encontraba con
que en ningún caso las recordaba. Estaba desesperado y me fui a la calle.
A la vuelta de una esquina me encontré con un carro que tenía a los
costados dos grandes carteles con mi nombre en letras inmensas. Aquello me
descompuso más. Si las letras hubieran sido más chicas, tal vez mi
compromiso hubiera sido menor; entonces volví al teatro, traté de estar
sereno y pensar en lo que haría. Me había sentado en la platea y miraba
el escenario, donde el piano estaba solo y me esperaba con su negra tapa
levantada. A poca distancia de mi asiento estaba las butacas donde
acostumbraban a sentarse dos hermanos míos; y detrás de ellos se sentaba
una familia que había criticado, horrorizada, un concierto en que
habían tomado parte muchachas de allí; en pleno escenario las muchachas
se agarraban la cabeza y después se retiraban del piano buscando la
salida; parecían gallinas asustadas. Fue en el instante de recordar eso,
cuando a mí se me ocurrió por primera vez ensayar la presentación de un
concierto en lo que él tuviera de teatral. Primero revisé bien todo el
teatro para estar seguro de que nadie me vería y enseguida empecé a
ensayar la cruzada del escenario; iba desde la puerta del decorado hasta
el piano. La primera vez entré tan ligero como un repartidor apurado que
va a dejar la carne encima de una mesa. Ésa no era la manera de resolver
las cosas. Yo tendría que entrar con la lentitud del que va a dar el
concierto vigesimocuarto de la decimonovena temporada; casi con
aburrimiento; y no debía lanzarme cuando mi vanidad estuviera asustada;
debía dar la impresión de llevar con descuido, algo propio, misterioso,
elaborado en una vida desconocida. Empecé a entrar lentamente; supuse con
bastante fuerza la presencia del público y me encontré con que no podía
caminar bien y que al poner atención en mis pasos yo no sabía cómo
caminaba yo; entonces traté de pasear distraídos por otro lado que no
fuera el escenario y de copiarme mis propios pasos. Algunas veces pude
sorprenderme descuidado; pero aun cuando llevaba el cuerpo flojo y quería
ser natural, experimentaba distintas maneras de andar: movía las caderas
como un torero, o iba duro como si llevara una bandeja cargada, o me
inclinaba hacia los lados como un boxeador.
Después me
encontré con otra dificultad grande: las manos. Ya me había parecido feo
que algunos concertistas, en el momento de saludar al público, dejaran
colgar y balancearse los brazos, como si fueran péndulos. Ensayé caminar
llevándolos al mismo ritmo que los pasos; pero eso resultaba mejor para
una parada militar. Entonces se me ocurrió algo que por mucho tiempo
creí novedoso; entraría tomándome el puño izquierdo con la mano
derecha, como si fuera abrochándome un gemelo. (Años después un actor
me dijo que aquello era una vulgaridad y que la llamaban “la pose del
bailarín”; entonces, riéndose, imitó los pasos de una danza y
alternativamente se iba tomando el puño izquierdo con la mano derecha y
después el puño derecho con la mano izquierda.)
Ese día almorcé
apenas y pasé toda la tarde en el escenario. A la nochecita vino el
electricista y combinamos las penumbras de la sala y la escena. Después
me probé el smoking que me había regalado un amigo; era muy chico y me
dejó inmovilizado; con él hubiera tenido que dar por inútiles todos los
ensayos de naturalidad y soltura; además, en cualquier momento podía
rompérseme. Por fin decidí utilizar mi traje de calle; todo tendría
más naturalidad; claro que tampoco me parecía bien lo que fuera
demasiado familiar; yo hubiera querido levantar , al mismo tiempo, algo
extraño; pero yo estaba muy cansado y sentía en las axilas las
lastimaduras que me había dejado el smoking. Entonces me fui a esperar la
hora del concierto en la penumbra de la platea. Apenas me quedaba un
instante quieto me volvía el empecinamiento de querer recordar las notas
de un pasaje cualquiera; era inútil que tratara de desecharlo; el único
alivio consistía en ir a buscar la música y fijarme en las notas.
Un rato antes del
concierto llegaron los dos hermanos amigos míos y el afinador. Les dije
que me esperaran un momento y me encerré en el camarín, porque si no
hubiese terminado el pasaje que repasaba no hubiera tenido un instante de
tranquilidad. Después, cuando hablara con ellos, tendría la atención
ocupada y no empezaría a recordar ningún otro pasaje. Todavía no había
nadie en la sala. Uno de ellos se asomó a la puerta del decorado y miró
el piano negro como si se tratara de un féretro. Y después todos me
hablaban tan bajo como si yo fuera el deudo más allegado al muerto.
Cuando empezó a entrar la gente, hicimos pequeños agujeros en el
decorado y mirábamos al público un poco agachados y como desde una
trinchera. A veces el piano, como un gran cañón, impedía ver una zona
grande de la platea. Yo iba a ver un poco por los agujeros de los otros
como un oficial que les fuera dando órdenes. Deseaba que hubiera poca
gente porque así el desastre se comentaría menos; además habría un
promedio menor de entendidos. Y todavía tendría en mi favor todo lo que
había ensayado en escena para la gente que no pudiera juzgar directamente
la música. Y aun los que encendieran poco, dudarían. Entonces empecé a
envalentonarme y a decirles a mis amigos:
—¡Parece mentira!
¡La indiferencia que hay para estas cosas! ¡Cuántos sacrificios
inútiles!
Después empezó a
venir más gente y yo me sentí aflojar; pero me frotaba las manos y les
decía:
—Menos mal, menos
mal.
Parecía que ellos
también tuvieran miedo. Entonces yo, en un momento dado, hice como que
recién me daba cuenta que ellos podrían estar preocupados y empecé a
hablarles subiendo la voz:
—Pero, díganme
una cosa... ¿Ustedes están preocupados por mí? ¿Ustedes creen que es
la primera vez que me presento en público y que voy a ir al piano como si
fuera a un instrumento de tortura? ¡Ya lo verán! Hasta ahora me callé
la boca. Pero esperaba esta noche para después decirles, a esas
profesoras que charlan, cómo “un pianista de café” —yo había ido
contratado a tocar en un café— puede dar conciertos; porque ellas no
saben que puede ocurrir lo contrario, que en este país un pianista de
concierto tenga que ir a tocar a un café.
Aunque mi voz no se
oía desde la sala, ellos trataron de calmarme.
Ya era la hora;
mandé tocar la campana y le pedí a mis amigos que se fueran a la platea.
Antes de irse me dijeron que vendrían al final y me transmitirían los
comentarios. Di orden al electricista de dejar la sala en penumbra; hice
memoria de los pasos, me tomé el gemelo del puño izquierdo con la mano
derecha y me metí en el escenario como si entrara en el resplandor
próximo a un incendio. Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis
ojos, era más fuerte la suposición con que me representaba mi manera de
caminar vista desde la platea, y me rodeaban pensamientos como pajarracos
que volaran obstaculizándome el camino; pero yo caminaba con fuerza y
trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario.
Había llegado a la
silla y todavía no aparecían los primeros aplausos. Al fin llegaron y
tuve que inclinarme a saludar interrumpiendo el movimiento con que había
empezado a sentarme. A pesar de este pequeño contratiempo traté de
seguir desarrollando mi programa. Miré al público de una manera más
bien general y distraída; pero alcancé a ver en la penumbra el color
blancuzco de las caras como si hubieran sido de cáscaras de huevo. Y
encima del terciopelo de la baranda hecha de columnitas de latón pintadas
de blanco vi sembrados muchos pares de manos. Entonces yo puse las mías
en el piano, dejé escapar acordes repetidos velozmente y enseguida me
volví a quedar quieto. Después, y según mi programa, debía mirar unos
instantes el teclado como para concentrar el pensamiento y esperar la
llegada de la musa o del espíritu del autor. —Era el de Bach y debía
estar muy lejano—. Pero siguió entrando gente y tuve que cortar la
comunicación. Aquel inesperado descanso me reconfortó; volví a mirar a
la sala y pensé que estaba en un mundo posible. Sin embargo, al pasar
unos instantes sentí que me iba a alcanzar aquel miedo que había dejado
atrás hacía un rato. Traté de recordar las teclas que intervenían en
los primeros acordes; pero enseguida tuve el presentimiento de que por ese
camino me encontraría con algún acorde olvidado. Entonces me decidí a
atacar la primera nota. Era una tecla negra; puse el dedo encima de ella y
antes de bajarla tuve tiempo de darme cuenta que todo iba a empezar, que
estaba preparado y que no debía demorar más. El público hizo un
silencio como el vacío que se siente antes del accidente que se ve venir.
Sonó la primera nota y parecía que hubiera caído una piedra en un
estanque. Al darme cuenta que aquello había ocurrido sentí como una
señal que me ofuscó y solté un acorde con la mano abierta que sonó
como una cachetada. Seguí trabado en la acción de los primeros compases.
De pronto me incliné sobre el piano, lo apagué bruscamente y empecé a
picotear un “pianísimo”en los agudos. Después de este efecto se me
ocurrió improvisar otros. Metía las manos en la masa sonora y la
moldeaba como si trabajara con una materia plástica y caliente; a veces
me detenía modificando el tiempo de rigor y ensayaba dar otra forma a la
masa; pero cuando veía que estaba a punto de enfriarse, apresuraba el
movimiento y la volvía a encontrar caliente. Yo me sentía en la cámara
de una mago. No sabía qué sustancias había mezclado él para levantar
este fuego; pero yo me apresuraba a obedecer apenas él me sugería una
forma. De pronto caía en un tiempo lento y y la llama permanecía serena.
Entonces yo levantaba la cabeza inclinada hacia un lado y tenía la
actitud de estar hincado en un reclinatorio. Las miradas del público me
daban sobre la mejilla derecha y parecía que me levantarían ampollas.
Apenas terminé estallaron los aplausos. Yo me levanté a saludar con
parsimonia, pero tenía una gran alegría. Cuando me volví a sentar
seguía viendo las columnitas de la tertulia y las manos aplaudiendo.
Todo ocurría sin
novedad hasta que llegué a una “Cajita de Música”. Yo había corrido
la silla un poco hacia los agudos para estar más cómodo; y las primeras
notas empezaron a caer como gotas al principio de una lluvia. Estaba
seguro que aquella pieza no iba más mal que las anteriores. Pero de
pronto sentí en la sala murmullos y hasta creí haber oído risas.
Empecé a contraerme como un gusano, a desconfiar de mis medios y a
entorpecerlos. También creí haber visto moverse una sombra alargada
sobre el piso del escenario. Cuando pude echar una mirada fugaz me
encontré con que realmente había una sombra; pero estaba quieta. Seguí
tocando y seguían en la sala los murmullos. Aunque no miraba, ahora veía
que la sombra hacía movimientos. No iba a pensar en nada monstruoso; ni
siquiera en que alguien quisiera hacerme una broma. En un pasaje
relativamente fácil vi que la sombra movía un largo brazo. Entonces
miré y ya no estaba más. Volví a mirar enseguida y vi un gato negro. Yo
estaba por terminar la pieza y la gente aumentó el murmullo y las risas.
Me di cuenta que el gato se estaba lavando la cara. ¿Qué haría con él?
¿Lo llevaría para adentro? Me pareció ridículo. Terminé, aplaudieron
y al pararme a saludar sentí que el gato me rozaba los pantalones. Yo me
inclinaba y sonreía. Me senté y se me ocurrió acariciarlo. Pasó el
tiempo prudente antes de iniciar la obra siguiente y no sabía qué hacer
con el gato. Me parecía ridículo perseguirlo por el escenario y ante el
público. Entonces me decidí a tocar con él al lado; pero no podía
imaginar, como antes, ninguna forma que pudiera realizar o correr detrás
de ninguna idea: pensaba demasiado en el gato. Después pensé en algo que
me llenó de temor. En la mitad de la obra había unos pasajes en que yo
debía dar zarpazos con la mano izquierda; era del lado del gato y no
sería difícil que él también saltara sobre el teclado. Pero antes de
llegar allí me había hecho esta reflexión: “Si el gato salta, le
echarán las culpas a él de mi mala ejecución.” Entonces me decidí a
arriesgarme y a hacer locuras. El gato no saltó; pero yo terminé la
pieza y con ella la primera parte del concierto. En medio de los aplausos
miré todo el escenario; pero el gato no estaba.
Mis amigos, en vez
de esperar el final, vinieron a verme en el intervalo y me contaron los
elogios de la familia que se sentaba detrás de ellos y que tanto había
criticado en el concierto anterior. También habían hablado con otros y
habían resuelto darme un pequeño lunch después del concierto.
Todo terminó muy
bien y me pidieron dos piezas fuera del programa. A la salida y entre un
montón de gente, sentí que una muchacha decía: “Cajita de Música, es
él.”
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