Felisberto
Hernández
(Uruguay, 1902-1964)
El corazón verde
Nadie encendía las
láparas
Buenos Aires: Sudamericana, 1947
Hoy he pasado, en esta pieza, horas
felices. No importa que haya dejado la mesa llena de pinchazos. Lo único
que siento es tener que cambiar el diario que la cubre; hace tiempo que
está puesto y le he tomado simpatía; es de un color verdoso, las letras
grandes de los títulos son de color naranja y tiene la fotografía de
unos quintillizos. Cuando la tarde estaba terminando y se apagaba un poco
el gran calor, yo venía hacia mi pieza cansado de caminar. Había ido a
pagar una cuota de un sobretodo comprado en invierno. Estaba un poco
decepcionado de la vida pero tenía cuidado de que no me pisaran los
vehículos; pensaba en mi pieza y recordé las cabecitas peladas de los
quintillizos como si fueran las yemas de cinco dedos. Cuando ya estaba en
mi cuarto con los brazos desnudos sobre el diario verde y un pequeño
círculo de luz daba sobre los libros de colores, abrí una caja de
lápices y saqué mi alfiler de corbata. Lo di vuelta entre mis manos
hasta que se me cansaron los dedos y distraídamente pinchaba el diario en
los ojos de los quintillizos.
Primero ese alfiler
había sido una pequeña piedra verde que el mar había desgastado
dándole forma de corazón; después la habían puesto en un prendedor y
el corazón había quedado emplomado entre el cuadrilátero del tamaño de
un diente de caballo. Al principio, mientras yo lo daba vuelta entre mis
dedos, pensaba en cosas que no tenían que ver con él; pero de pronto él
me empezó a traer a mi madre, después a un tranvía eléctrico, mi
abuela, una señora francesa que se ponía un gorro de papel y siempre
estaba llena de plumitas sueltas; su hija, que se llamaba Ivonne y le daba
un hipo tan fuerte como un grito, un muerto que había sido vendedor de
gallinas, un barrio sospechoso de una ciudad de la Argentina y donde en un
invierno yo dormía en el suelo y me tapaba con diarios, otro barrio
aristocrático de otra ciudad donde yo dormía como un príncipe y me
tapaba con muchas frazadas, y, por último, un ñandú y un mozo de café.
Todos estos
recuerdos vivían en algún lugar de mi persona como en un pueblito
perdido: él se bastaba a sí mismo y no tenía comunicación con el resto
del mundo. Desde hacía muchos años allí no había nacido ninguno ni se
había muerto nadie. Los fundadores habían sido recuerdos de la niñez.
Después, a los muchos años, vinieron unos forasteros: eran recuerdos de
la Argentina. Esta tarde tuve la sensación de haber ido a descansar a ese
pueblito como si la miseria me hubiera dado unas vacaciones.
En muchos años de
mi niñez nosotros vivíamos en la falda del Cerro. La gente que subía la
calle de mi casa llevaba el cuerpo echado hacia adelante y parecía que
fuera buscando algo entre las piedras; y al bajar llevaban el cuerpo
echado hacia atrás, parecían orgullosos y tropezaban con las piedras. De
tarde mi tía me llevaba a unos morros que estaban cerca de la fortaleza.
Desde allí se veían los barcos del dique, con muchos palos grandes y
chicos con espinas de pescados. Cuando en la fortaleza tiraban el
cañonazo de la entrada del sol, mi tía y yo empezábamos a bajar.
Una tarde mi madre
me dijo que me llevaría a casa de una abuela que vivía en la dársena y
que vería un tren eléctrico; sin embargo esa mañana yo me había
portado mal; me habían mandado a buscar almidón en caja; pero yo lo
traje suelto y me retaron; al ratito me mandaron a buscar yerba y como yo
la quería en caja, los almaceneros, que eran amigos de casa, me la
pusieron en una caja de botines; pero yo había cometido otra falta: me
volví a casa con "la plata" y me retaron porque no había no
había pagado; al rato me mandaron a buscar fideos con un peso; yo traje
los fideos pero no quise traer el cambio porque eso era traer la plata y
me retarían; en casa se alarmaron porque no había traído el cambio y me
mandaron a buscarlo; entonces los almaceneros escribieron en un papelito
algo que tranquilizó a mamá. Decía: "El cambio está entre los
fideos."
Esa tarde todas las
mujeres de casa qui8sieron ponerme un gran cuello almidonado que iba
prendido a la camisa con botones de metal; la única que pudo fue otra
abuela —ésta no vivía en la dársena ni llevaba en el pecho el
corazón verde—; ésta tenía los dedos rechonchos y calientes y al
metérmelos en el pescuezo para prenderme el cuello me había pellizcado
la piel; yo me ahogué dos o tres veces y me habían venido arcadas.
Cuando salimos a la
calle el sol hacía brillar mis zapatos de charol y a mí me daba pena
tropezar con todas las piedras del camino; mi madre me llevaba de la mano
y casi corriendo. Pero yo estaba contento y, cuando ella no contestaba a
mis preguntas, me contestaba yo. De pronto ella me dijo:
—Cállate la boca;
pareces el loco de siete cuernos.
Y enseguida pasamos
por lo del loco. Era una casa sin revocar y muy vieja. En la reja de una
ventana había latas atadas con alambres y detrás gritaba continuamente
el loco llamando a la gente que pasaba. Él era grande, gordo y tenía una
camisa a cuadros. A veces venía la mujer, que era chiquita y flaca, para
hacerlo callar; pero enseguida él seguía gritando y de pronto los gritos
eran roncos.
Después cruzamos
frente a la carnicería: yo pasaba allí mañanas enteras esperando que me
despacharan; la gente estaba callada; pero un mirlo cantaba fuerte,
siempre el mismo canto, y yo me aburría mucho.
Al pie del Cerro
estaba la calle donde pasaba el tren de caballos; primero se oía la
corneta y después el ruido de los caballos, las cadenas y el látigo
largo para alcanzar al cadenero. Yo me hinchaba en uno de los dos asientos
largos para estar frente a la ventanilla. Y mucho rato después me tenía
que tapar las narices porque pasábamos por los frigoríficos que había
cerca de un arroyo. A veces, cuando el tren y los caballos hacían ruido
sobre el puente, yo me olvidaba de taparme la nariz y enseguida sentía el
olor. Esa tarde nos bajamos en el Paso Molino y mi madre entró en una
confitería a conversar con la dueña. Pasado un largo rato, la confitera
dijo:
—Su niño mira los
caramelos.
Y señalando los
boyones me preguntaba:
—¿Quieres de
éstos?... ¿De estos otros?
Yo le dije a mi
madre que quería la tapa del boyón. Se rieron y la confitera me trajo la
tapa de otro que se había roto hacía poco. Mi madre no quería que yo
fuera con aquello por la calle; pero la confitera lo envolvió, lo ató y
le puso un palito para agarrarlo.
Cuando salimos era
de nochecita y yo vi en medio de la calle un zaguán iluminado; mientras
mi madre me llevaba hacia él yo miraba los vidrios de colores. Ella me
decía que era un tren eléctrico. Pero como yo lo veía de la parte de
atrás seguía pensando que era un zaguán. En ese instante tocaron un
timbre, el “zaguán” soltó un suspiro fuerte y empezó a resbalar
despacio hacia adelante. Al principio apenas se movía y las personas que
alcancé a ver dentro de él iban quietas como muñecos dentro de una
vidriera. Nosotros no llegamos a tiempo y al ratito el zaguán iba lejos y
dio vuelta por entre unos árboles.
La casa de mi abuela
quedaba en una calle cerca del puerto. Se entraba por un patio largo y
teníamos que subir escaleras. Después pasamos por un comedor donde
había una mesa con una fuente de pasteles.. Mi madre me había encargado
que no pidiera; entonces yo le dije a mi abuela:
—Si me dan, pido;
si no, no.
A mi abuela le hizo
mucha gracia y en una de las veces que me fue a besar le vi el corazón
verde, se lo pedí y ella no me lo dio. Antes de cenar me dejaron jugar
con una chiquilina que se llamaba Ivonne. La madre tenía en la cabeza un
gorro de papel de diario y toda la cara y la pañoleta llenas de plumitas
blancas muy chiquitas.
Esa noche antes de
dormir vi en la pared una escalerita de luces que eran reflejo de las
persianas. Después no me desperté a pesar de que todos se levantaron por
el ruido que hizo la tapa del boyón cuando se resbaló de abajo de la
almohada y se cayó al suelo. Al otro día, cuando tomaba el café con
leche, sentía a cada momento un grito raro y me dijeron que era el hipo
de Ivonne; parecía que ella lo hiciera por gusto. Esa mañana ella me
convidó para ir a ver un muerto en las piezas del fondo. La madre no
quería dejarla ir porque tenía hipo. Yo miraba el gorro de papel de la
madre y esa mañana el color de las plumitas era violeta. Enseguida pensé
en el muerto. Ivonne le decía a la madre:
—Mamá, es un
muerto de confianza; es aquel viejito que vendía gallinas.
Ivonne me dio la
mano y me llevó; yo tenía miedo y no soltaba la mano. El viejito estaba
solo y tapado con un tul. Ivonne no sólo soltaba los gritos del hipo sino
que quería apagar todas las velas que había alrededor del cajón. De
pronto entró la madre, la agarró de un brazo y la sacó corriendo; y
como yo estaba fuertemente agarrado a la mano de Ivonne, a mí también me
llevaron.
Aquella misma
mañana mi abuela me regaló el corazón verde; y hace pocos años, nuevos
hechos vinieron a juntarse a esos recuerdos.
Yo estaba en una
ciudad de la Argentina donde el encargado de arreglar mis conciertos
había cometido errores desde el principio y al final no se había podido
hacer nada. Mientras tanto tuve tiempo de ir descendiendo por todas las
categorías de los hoteles del centro y al fin había caído en un barrio
sospechoso de los suburbios, donde un amigo alquiló una pieza. A él los
padres le habían mandado una cama y él me cedió un colchón. Hacía
mucho frío y yo había gastado la mayor parte de mi dinero en comprar
diarios viejos: los ponía abiertos encima de una cobija fina y arriba de
ellos un sobretodo que me había prestado el encargado de mis conciertos.
Una noche desperté a mi amigo con un grito feroz; yo también me
desperté y me encontré poniendo una almohada en la pared: estaba
soñando que allí había un agujero donde aparecía sonriendo un loco que
tenía en la cabeza un gorro de papel de diario. Y después de pensar
mucho en eso —no quería volver a dormirme porque tenía miedo de
repetir la pesadilla— recordé el gorro de la mamá de Ivonne.
A los pocos días
paseaba con tristeza entre las luces del centro de la ciudad, y de pronto
decidí empeñar el corazón verde para ir al cine. Esa noche, después de
la función me animé a pedirle dinero a otro amigo que tenía en Buenos
Aires; ya le debía mucho, pero ahora me arriesgaría porque tenía casi
arreglado un concierto en una ciudad vecina. Esa misma noche volví a
pensar en el gorro de la mamá de Ivonne y decidí mandarle preguntar a la
mía qué hacía aquella señora con las plumitas y el gorro de papel de
diario. Es posible que mi madre lo hubiera sabido. También le dije que yo
recordaba haber visto que la señora tironeaba algo que tenía en las
faldas y yo había pensado que desplumaba a un animalito.
Cuando vino el
dinero, rescaté el corazón verde y me fui a la ciudad vecina. Allí todo
fue bien desde el principio y pude hospedarme en un hotel cómodo. Me
habían dado una pieza con tres camas, una de matrimonio y dos de una
plaza. Yo quería una pieza para mí solo y yo podía elegir la cama que
quisiera. A la noche, después de una cena más bien exagerada, elegí la
cama de matrimonio y puse en ella las frazadas de todas las camas. Los
muebles eran de una vejez muy oscura y los espejos eran borrosos y veían
mal la luz.
La tarde que di el
primer concierto, tuve tiempo —antes que se cerraran los negocios— de
comprar libros, lápices de colores para subrayarlos y un índice muy
lindo al que después le buscaría aplicación. Apenas cené y me metí
con los libros en la cama de matrimonio, pensé en el cine y no pude
resistir a la tentación: me vestí de nuevo y fui a ver una película
vieja en que unos enamorados se daban besos largos. Era muy feliz y no
quería acostarme; fui a un café donde había un ñandú muy manso que
vagaba a pasos lentos entre las mesas. Yo estaba distraído mirándolo y
dando vuelta entre los dedos al alfiler de corbata cuando el ñandú vino
apresuradamente hacia mí, me sacó de un picotón el corazón verde y se
lo tragó. Mis ojos miraban con desesperación el alfiler bajando, como un
bulto dentro de una media, por el cuello del ñandú; hubiera querido
hacerlo correr hacia arriba; pero llegó el mozo del café y me dijo:
—No se preocupe.
—¡Pero, señor!
¡Si es un viejo recuerdo de familia!
—Escuche,
caballero —me decía el mozo levantando una mano como el vigilante que
detiene un vehículo—: el ñandú se ha tragado muchas cosas y siempre
las ha devuelto. Quédese tranquilo, que mañana o pasado yo le entregaré
su alfiler como si nada hubiera ocurrido.
Al otro día vi en
los diarios las crónicas de mis conciertos. Pero uno de ellos traía en
primera plana un título que decía: “La estadía del pianista depende
del ñandú.” Y el artículo estaba lleno de bromas.
Ese mismo día
recibí carta de mi madre en que me decía que la mamá de Ivonne hacía
cisnes de polvera, que los hacía de todos los colores y que los tironeos
serían para sacar las plumitas del paquete, porque a veces venían muy
apretadas.
Al otro día el mozo
del café me trajo el alfiler y me dijo:
—Ya le había
dicho yo, señor; el ñandú es muy serio y devuelve todo.
Para otra vez que
vaya a descansar a ese pueblito de recuerdos, tal vez me encuentre con que
la población ha aumentado; casi seguro que allí estará aquel diario
verde y los quintillizos a quienes les pinché los ojos con el alfiler.
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