Alice Munro
(Wingham, Ontario, 1931–)


Miles City, Montana (1986)
(“Miles City, Montana”)
The Progress of Love
(Toronto: McClelland and Stewart, 1986, 309 págs.)



      Mi padre cruzó el prado con el cuerpo del chico que se había ahogado. Volvían varios hombres juntos, que habían participado en la búsqueda, pero era él quien llevaba el cuerpo. Los hombres estaban cubiertos de barro y agotados y caminaban con la cabeza baja, como avergonzados. Incluso los perros estaban desanimados, chorreando agua fría del río. Cuando partieron, horas antes, los perros iban nerviosos, gruñendo, los hombres en tensión, decididos, y se respiraba una emoción contenida, inexpresable. Todos sabían que podían encontrarse con algo terrible.
       El chico se llamaba Steve Gauley. Tenía ocho años. En aquel momento, el pelo y la ropa habían adquirido el color del barro y llevaban adheridos trocitos de hojas, ramas y hierba. El chico parecía un montón de desperdicios que hubiera quedado a la intemperie todo el invierno. Tenía la cara vuelta hacia el pecho de mi padre, pero yo vi una de las fosas nasales y una oreja empastadas de barro verdoso.
       Creo que no. Creo que en realidad no lo vi. Quizá viera a mi padre cargado con él, y a los demás hombres detrás, pero no me habrían dejado acercarme lo suficiente para distinguir semejante cosa, barro en una fosa nasal. Debí de oír a alguien hablar sobre ello e imaginar que lo había visto. Veo su cara sin cambios, salvo por el lodo —la cara de Steve Gauley, tan conocida, afilada, con expresión furtiva—, y no podía estar así. Tendría que haber estado hinchada y deformada y quizá cubierta de cieno tras tantas horas en el agua.
       Verse obligados a dar tales noticias, presentar tales pruebas a una familia que estaba esperando, sobre todo a una madre, habría sido motivo suficiente para que los hombres se movieran pesadamente, pero lo que ocurría era todavía peor. Por lo que decía la gente, resultaba aún más digno de lástima que no hubiera una madre, ninguna mujer —ni abuela, ni tía, ni siquiera una hermana— para recibir a Steve Gauley y llorarle. Su padre era jornalero, bebedor pero no alcohólico, un hombre excéntrico pero nada divertido, no muy sociable pero tampoco exactamente peligroso. Su paternidad parecía casual, y también que el niño se quedara con él cuando la madre se marchó y que siguieran viviendo juntos. Ocupaban una especie de casa montañesa de tejado muy inclinado y tablas grises, un poquito mejor que una choza —el padre había arreglado el tejado y había apuntalado el porche justo lo necesario, y justo a tiempo—, y su vida en común se mantenía de una forma semejante, es decir, lo suficiente para no tener que acudir a la Ayuda Infantil. No comían juntos ni cocinaban el uno para el otro, pero en la casa había comida. A veces el padre le daba dinero a Steve para que comprase algo en la tienda, y se veía al niño con cosas normales, como masa para tortitas y macarrones.
       Yo conocía bastante a Steve Gauley. Algunas veces me caía bien; otras, fatal. Era dos años mayor que yo. Se acercaba a nuestra casa los sábados; se burlaba de cualquier cosa que yo estuviera haciendo, y no me dejaba en paz. Bastaba que yo me columpiara para que él quisiera hacer lo mismo, y si no le cedía el columpio me empujaba de tal modo que me torcía. Provocaba al perro. Me metía en líos —deliberada y maliciosamente, según me pareció después—, desafiándome a hacer cosas que a mí sola no se me habrían ocurrido: desenterrar las patatas para ver cómo eran cuando aún tenían el tamaño de una canica, y amontonar la leña de tal modo que pudiéramos saltar por encima. En el colegio nunca nos hablábamos. El era un chico solitario, pero no atormentado. Sin embargo, los domingos por la mañana, cuando veía su figura delgada y serena deslizándose por el lindero del bosque de cedros, sabía que ocurriría algo, y que él decidiría qué. A veces todo iba bien. Hacíamos como si fuéramos vaqueros que tenían que domar caballos salvajes. Jugábamos en los prados que había junto al río, no lejos del punto donde se ahogó él. Los dos éramos jinetes y caballos a un tiempo; gritábamos, relinchábamos, corcoveábamos y agitábamos látigos hechos con ramas junto a un riachuelo sin nombre que desemboca en el Saugeen, al sur de Ontario.
       El funeral se celebró en nuestra casa. En la del padre de Steve no había sitio para la gran multitud que se esperaba, dadas las circunstancias. Conservo el recuerdo de la habitación abarrotada, pero no de Steve en el ataúd, ni del sacerdote, ni de las coronas de flores. Recuerdo que yo llevaba una flor, un narciso blanco, que alguien debía de haber arrancado de un tiesto, porque aún era demasiado pronto para que hubieran salido las forsitias o las caltas. Yo me coloqué en fila con los demás niños; todos llevaban un narciso. Cantamos un himno infantil, que alguien acompañó al piano: «Cuando Él venga, cuando Él venga a recuperar Sus joyas». Yo me había puesto unas medias blancas de canalé, que me producían un picor desagradable y se me arrugaban a la altura de los tobillos y las rodillas. La sensación de las medias en las piernas se mezcla con otra sensación en mi memoria. Resulta difícil describirla. Tenía algo que ver con mis padres. Con los adultos en general, pero con mis padres en particular. Mi padre, que había traído el cuerpo de Steve desde el río, y mi madre, que debió de preparar la mayoría de los detalles del funeral. Mi padre con su traje azul oscuro y mi madre con el vestido de terciopelo marrón y el cuello de satén de color crema. Estaban juntos, abriendo y cerrando la boca para cantar el himno, y yo me encontraba lejos de ellos, en la fila de los niños, observando. Sentí un asco profundo, envolvente. A veces a los niños los adultos les producen un acceso de asco. El tamaño, las torpes siluetas, la hinchazón del poder. El aliento, la aspereza, el vello, las repugnantes secreciones. Pero aquello era algo más. Y la ira que lo acompañaba no tenía la menor dignidad. No hubo liberación, como cuando yo acababa por agacharme para coger una piedra y tirársela a Steve Gauley. No podía entenderse ni expresarse, aunque al cabo de un rato se desvaneció, pesadamente; quedó reducida a un regusto, un regusto súbito, una inquietud leve, conocida.

       Unos veinte años después, en 1961, mi marido, Andrew, y yo compramos un coche, el primero, es decir, el primero nuevo. Era un Morris Oxford, de color gris perla (el vendedor lo llamaba de una forma más extravagante), un cochecito grande, con suficiente espacio para nosotros y nuestras dos hijas. Cynthia tenía seis años y Meg tres y medio.
       Andrew me hizo una fotografía, de pie junto al coche. Llevaba pantalones blancos, jersey negro de cuello vuelto y gafas de sol. Me repantingué sobre el coche, torciendo las caderas para parecer más delgada.
       —¡Fantástico! —exclamó Andrew—. Muy bien. Te pareces a Jackie Kennedy.
       Probablemente, en todo el continente, a las mujeres de pelo oscuro y relativamente esbeltas les decían cuando iban vestidas con elegancia o las fotografiaban que se parecían a Jackie Kennedy.
       Andrew nos hacía muchas fotos, a mí y a las niñas, y también fotografiaba la casa, el jardín, nuestras excursiones y nuestras cosas. Encargaba copias, las rotulaba minuciosamente y las enviaba a Ontario, a su madre, su tío y su tía. Sacaba copias para que se las mandara a mi padre, que también vivía en Ontario, y yo lo hacía, pero con menos frecuencia que él. Cuando veía fotografías que creía que yo ya había enviado en cualquier rincón de la casa, Andrew se sorprendía y se molestaba. Le gustaba llevar los recuerdos al día.
       Aquel verano íbamos a ir en persona en lugar de enviar fotografías. Viajaríamos de Vancouver, donde vivíamos, a Ontario, a «casa», como seguíamos llamándolo, en el coche nuevo. Cinco días para llegar, diez de estancia y cinco para volver. Andrew tenía tres semanas de vacaciones, por primera vez. Trabajaba en el departamento jurídico de B. C. Hydro.
       Un sábado por la mañana metimos en el coche las maletas, dos termos —uno con café y otro con limonada—, fruta y bocadillos, cuadernos para dibujar y colorear, ceras de colores, un producto contra los insectos, jerseys (por si hacía frío en las montañas) y a nuestras dos hijas. Andrew cerró la puerta con llave y Cynthia, toda ceremoniosa, dijo:
       —Adiós, casa.
       Meg repitió:
       —Adiós, casa. —Después añadió—: ¿Dónde vamos a vivir ahora?
       —No es adiós para siempre —aclaró Cynthia—. Vamos a volver. ¡Mamá! ¡Meg creía que no íbamos a volver!
       —No es verdad —replicó Meg, dando patadas a mi asiento.
       Andrew y yo nos pusimos las gafas de sol y emprendimos viaje; cruzamos el puente de Lions Gate y atravesamos la mayor parte de Vancouver. Dejamos atrás nuestra casa, el barrio, la ciudad y —en el cruce de Washington y la Columbia Británica— nuestro país. Recorríamos Estados Unidos en dirección este, por la ruta más septentrional, y volveríamos a tocar Canadá en Sarnia, en Ontario. No sé si elegimos aquel camino porque la autopista transcanadiense no estaba terminada por entonces o porque nos apetecía experimentar la sensación de viajar por un país extranjero, muy levemente extranjero, para añadir un poco de interés y aventura.
       Los dos estábamos de muy buen humor. Andrew felicitó al coche varias veces. Dijo que se sentía mucho mejor conduciendo aquel vehículo que el antiguo, un Austin de 19 51 que reducía la velocidad penosamente en las cuestas y daba una imagen de señor viejo y cascarrabias. Eso decía Andrew.
       —Y este, ¿qué imagen da? —preguntó Cynthia.
       Nos escuchaba con mucha atención y le gustaba repetir palabras nuevas, como «imagen». Por lo general, las entendía bien.
       —Alegre —contesté—. Deportiva, pero nada ostentosa.
       —Es práctico, pero con clase —añadió Andrew—. Como mi imagen.
       Cynthia reflexionó sobre el tema y dijo con un orgullo no exento de cautela:
       —¿Quieres decir como a ti te gustaría ser, papá?
       Yo me sentía feliz ante nuestra partida. Me encantaban los cambios. En mi propia casa, a veces tenía la impresión de querer encontrar un lugar donde esconderme, en algunas ocasiones de las niñas, pero con más frecuencia de las cosas que tenía que hacer, del teléfono y de la vida social con los vecinos. Deseaba esconderme para ocuparme de mi verdadero trabajo, que consistía en una especie de búsqueda de partes lejanas de mí misma. Vivía en estado de sitio, siempre perdiendo precisamente lo que quería conservar. Pero en los viajes no había ningún problema. Podía hablar con Andrew y con las niñas, y mirar lo que me señalaban —un anuncio con un cerdo, un poni en un prado, un Volkswagen en una plataforma giratoria— y servir limonada en vasos de plástico, y al mismo tiempo aquellos trocitos y retazos volaban juntos en mi interior. Conseguía hacer una composición básica, que me daba esperanza y ánimos. Lo conseguía gracias a mi condición de observadora. De observadora, no de guardiana.
       Torcimos hacia el este en Everett y subimos hasta las Cascadas. Le enseñé a Cynthia el camino que seguíamos en el mapa. En primer lugar le enseñé el mapa de Estados Unidos, donde también aparecía la parte inferior de Canadá. Después pasé a los mapas parciales de los estados por los que íbamos a pasar. Washington, Idaho, Montana, Dakota del Norte, Minnesota, Wisconsin. Le mostré la línea de puntos que cruzaba el lago Michigan, que era la ruta del transbordador que pensábamos tomar. Después, tras atravesar Michigan, llegaríamos al puente que unía Estados Unidos con Canadá a la altura de Sarnia, en Ontario.
       Meg también quería verlo.
       —No lo entenderás —aseguró Cynthia. Pero se llevó el mapa de carreteras al asiento de atrás—. Siéntate bien —le dijo a Meg—. Quédate quieta y te lo enseñaré.
       La oí explicarle a Meg el camino que seguíamos, con exactitud, tal y como se lo había explicado yo. Miró los mapas de todos los estados; sabía buscarlos por orden alfabético.
       —¿Sabes qué es esa línea? —preguntó—. Es la carretera. Es la carretera por la que vamos. Estamos siguiendo esta línea.
       Meg no replicó.
       —Mamá, enséñame dónde estamos ahora mismo —me pidió Cynthia.
       Cogí el mapa y señalé la carretera que atravesaba las montañas. Se lo devolví a Cynthia, que se lo puso delante a Meg.
       —¿Ves dónde se tuerce la carretera? —le preguntó—. Es porque hay muchas curvas. Las torceduras son las curvas. —Pasó varias hojas y se quedó esperando un momento—. Ahora enséñame dónde estamos —dijo. Después me gritó—: ¡Mamá, lo entiende! ¡Lo ha señalado! ¡Meg entiende los mapas!
       Ahora tengo la impresión de que inventamos personajes para nuestras hijas. Las preparábamos a fondo para que desempeñaran sus papeles. Cynthia era inteligente y aplicada, sensible, atenta, prudente. A veces le tomábamos el pelo por su exceso de escrúpulos, por estar demasiado pendiente de lo que queríamos de ella. El menor reproche o fallo, el menor desaire le llegaba a lo más hondo. Tenía el pelo rubio, una piel blanca que reflejaba fácilmente los efectos del sol, el viento, el orgullo o la humillación. Meg era de constitución más sólida, más reservada; no rebelde, pero a veces difícil, misteriosa. Para nosotros, sus silencios denotaban la fortaleza de su carácter, y considerábamos sus negativas indicios de su independencia. Tenía el pelo castaño, y le dejábamos un flequillo liso. Los ojos eran de color avellana claro, brillantes y chispeantes.
       Nos sentíamos completamente satisfechos de estos personajes, y nos recreábamos tanto en sus contradicciones como en sus reafirmaciones. Nos molestaba la actitud dura, sin imaginación, ante la paternidad. Yo le tenía terror a la posibilidad de convertirme en una de esas madres de cuerpo fláccido que se mueven entre una neblina con olor a lana y leche, de expresión solemne ante los deberes triviales. Estaba convencida de que toda la atención que prestan estas madres, su necesidad de sentirse agobiadas, es la causa de los cólicos, de mojar la cama, del asma. Yo defendía otro estilo: la desesperación burlona, la ironía engreída de las madres profesionales que escriben en las revistas. En esos artículos, los niños son prodigiosamente tercos, intransigentes, perversos, indómitos. Y también las madres, gracias a su ingenio, son indómitas. Las madres reales que despertaban mis simpatías eran las que llamaban por teléfono y te decían: «¿No estará en tu casa mi Hitler en miniatura, por casualidad?». Soltaban agudas risas que sobresalían de la neblina lechosa.
       Vimos un ciervo muerto atado con correas a un camión.
       —Lo han matado —dijo Cynthia—. Los cazadores matan a los ciervos.
       —Todavía no ha empezado la temporada de caza —observó Andrew—. Quizá le hayan dado un golpe en la carretera. ¿Veis la señal con los ciervos cruzando?
       —Yo lloraría si matáramos alguno —continuó Cynthia muy seria.
       Yo había preparado bocadillos de mantequilla de cacahuete y mermelada para las niñas y de salmón con mayonesa para nosotros, pero no les había puesto lechuga, y a Andrew le extrañó.
       —Es que no tenía —le expliqué.
       —Podías haber comprado.
       —Tendría que haberme llevado una lechuga entera para poner unas hojas, y pensé que no valía la pena.
       Era mentira. Se me había olvidado.
       —Están mucho más ricos con lechuga.
       —No creí que fuera tan importante. —Tras un silencio, añadí—: No te enfades.
       —No me enfado. Me gustan los bocadillos con lechuga.
       —No pensaba que te molestaría tanto.
       —¿Qué te parecería si yo no me hubiera ocupado de llenar el depósito de gasolina?
       —No es lo mismo.
       —Vamos a cantar —dijo Cynthia.
       Empezó la siguiente canción:

Los cinco patitos
se fueron un día
a ver a su tía.
Si dos se perdieron,
¿cuántos volvieron?

       Andrew me apretó la mano y dijo:
       —Venga, no discutamos.
       —Tienes razón. Debería haber comprado lechuga.
       —No tiene tanta importancia.
       Deseaba que todo lo que sentía por Andrew se uniera y se transformara en un sentimiento duradero y seguro. Incluso había intentado escribir dos listas, una con las cosas que me gustaban de él y otra con las que me fastidiaban —en la química de la vida íntima, las cosas que quería y las que detestaba—, como si esperase demostrar algo con aquello, llegar a una u otra conclusión. Pero lo dejé al comprobar que únicamente demostraba lo que yo ya conocía: mis profundas contradicciones. A veces el simple ruido de sus pisadas se me antojaba tiránico; la forma de su boca, altanera y cruel; su cuerpo, duro y erguido, una barrera que se interponía —consciente, incluso educadamente, y con una delectación grosera en su autoridad masculina— entre mi persona y cualesquiera alegría o placer que pudiera experimentar en mi vida. Después, sin apenas darme cuenta, pasaba a ser un buen amigo y un compañero inseparable. Notaba la delicadeza de sus huesos ligeros y de sus ideas serias, la vulnerabilidad de su amor, que yo imaginaba mucho más puro y más sincero que el mío. Podía conmoverme indeciblemente con su inflexibilidad, con su corrección, que en otras ocasiones despreciaba. Pensaba en lo humilde que era Andrew al aceptar el papel preconcebido de marido, padre y sostén de la familia, y en que, en comparación, yo era secretamente un monstruo egoísta. No tan en secreto, al menos para él. En el fondo de nuestras peleas, se escondía lo que considerábamos las verdades más desagradables.
       —Sé que en realidad eres egoísta y que no se puede uno fiar de ti —me dijo Andrew en una ocasión—. Siempre lo he sabido. Y también que por eso me enamoré de ti.
       —Sí —repliqué, afligida pero contenta.
       —Sé que me iría mejor sin ti.
       —Sí, desde luego.
       —Y tú serías más feliz sin mí.
       —Sí.
       Y por último —por último— arrepentidos y purificados, nos cogíamos de la mano y nos reíamos, nos reíamos de aquellos dos ignorantes, nosotros. Sus resentimientos, sus quejas, su autojustificación. Saltábamos por encima de ellos. Los llamábamos mentirosos. Tomábamos vino en la cena o decidíamos dar una fiesta.
       No he visto a Andrew desde hace años, no sé si sigue delgado, si le ha encanecido el pelo por completo, si continúa con la manía de la lechuga, si se empeña en decir la verdad o si está gordo y decepcionado.

       Pasamos la noche en Wenatchee, en Washington, donde no llovía desde hacía semanas. Cenamos en un restaurante construido alrededor de un árbol; no un árbol joven en un barril, sino uno robusto y alto. A la luz de las primeras horas de la mañana salimos del fértil valle, ascendiendo por laderas secas, rocosas, muy empinadas, que daban la impresión de ir a desembocar en otras montañas, pero en la cumbre había una ancha meseta, cortada por los grandes ríos Spokane y Columbia. Sembrados de cereales y praderas, kilómetro tras kilómetro. Había carreteras rectas y pueblecitos agrícolas con silos. Vimos un cartel que anunciaba que el condado que atravesábamos, el de Douglas, tenía la segunda cosecha de trigo más grande de todo Estados Unidos. Las autoridades habían plantado árboles de sombra. Al menos yo pensé que los habían plantado, porque en el campo no había árboles tan enormes.
       Todo aquello me parecía maravilloso.
       —¿Por qué me gusta tanto? —le dije a Andrew—. ¿Porque no parece un decorado?
       —Porque te recuerda a casa —contestó Andrew—. Un grave ataque de nostalgia.
       Pero lo dijo con dulzura.
       Cuando hablábamos de «casa», refiriéndonos a Ontario, teníamos en mente dos lugares distintos. Mi casa era una granja de pavos, en la que vivía mi padre, viudo, y aunque era el mismo sitio donde había vivido mi madre, el que había empapelado, pintado, limpiado y amueblado, mostraba las consecuencias del abandono y de una vida social un tanto desordenada. Allí se desarrollaba una vida que mi madre no hubiera podido predecir ni admitir. Se daban fiestas para la gente que trabajaba con los pavos, y a veces uno o dos jóvenes se instalaban allí una temporada, invitaban a sus amigos y se corrían juergas improvisadas. A mi juicio, aquello a mi padre le sentaba mejor que estar solo, y no lo criticaba; no tenía ningún derecho a hacerlo. A Andrew no le gustaba ir allí, naturalmente, porque no era la clase de hombre capaz de sentarse a la mesa de la cocina con los obreros a contar chistes. Ellos se sentían intimidados por mi marido y le despreciaban, y me parecía que mi padre, cuando ellos estaban en casa, tenía que ponerse de su parte. Y no era Andrew el único con problemas. Yo podía transigir con los chistes, pero me suponía un gran esfuerzo.
       Añoraba los días de mi infancia, antes de que tuviéramos los pavos. Teníamos vacas y vendíamos la leche a la fábrica de quesos. Una granja de pavos no es ni mucho menos tan bonita como una granja de productos lácteos o de ovejas. Ves desde el principio que los pavos acabarán sin remedio siendo cadáveres congelados y carne. No se puede pretender que tengan una vida propia, idílica, como las vacas en los prados o los cerdos en su pocilga. Los cobertizos para los pavos son edificios alargados, prácticos, naves de metal. Ni vigas, ni heno, ni establos cálidos. Incluso el olor de los excrementos resulta más ofensivo que el olor normal del estiércol de establo. Ni rastro de briznas de heno, ni vallas ni cantos de pájaros ni espinos en flor. Los pavos se soltaban en un terreno alargado, en el que escarbaban hasta dejarlo limpio. No parecían aves grandes, sino ropa tendida ondeando al viento.
       Un día, poco después de la muerte de mi madre, cuando ya me había casado —estaba preparando el equipaje para reunirme con Andrew en Vancouver— me quedé sola en casa con mi padre un par de días. Llovió a cántaros toda la noche. Con las primeras luces del día vimos que el terreno donde comían los pavos estaba inundado. Al menos las zonas más bajas lo estaban: era como un lago con muchas islas. Los pavos se habían apiñado en aquellas islas. Esos animales son muy estúpidos. (Mi padre decía: «¿Te has fijado en los pollos, en lo estúpidos que son? Pues un pollo es un Einstein comparado con un pavo».) Pero habían logrado amontonarse en las partes secas para no ahogarse. Sin embargo, podían empujarse, asfixiarse unos a otros, enfriarse y morir. No debíamos esperar a que descendiera el nivel del agua. Cogimos una vieja barca de remos que teníamos. Yo remaba mientras mi padre izaba los pavos empapados hasta la barca, y los llevábamos al cobertizo. Seguía lloviendo un poco. La tarea resultaba difícil, absurda y muy incómoda. Nos reíamos. Yo me sentía contenta de estar trabajando con mi padre. Me atraía cualquier trabajo duro, repetitivo, monótono, que dejara el cuerpo agotado y la mente aplastada (aunque a veces el espíritu puede permanecer maravillosamente ligero), y sentía nostalgia anticipada por aquella vida y aquel lugar. Pensé que si Andrew me hubiera visto bajo la lluvia, con las manos enrojecidas, cubierta de barro, tratando de sujetar las patas de los pavos y remar al mismo tiempo, habría querido sacarme de allí y hacer que lo olvidara todo. Aquella vida tan dura le enfurecía. Mi apego a ella le enfurecía. Pensé que no debería haberme casado con él. Pero ¿con quién si no? ¿Con alguien que trabajara en la granja?
       Y yo no quería quedarme allí. Quizá me sintiera mal por tener que marcharme, pero me habría sentido peor si alguien me hubiera obligado a quedarme.
       La madre de Andrew vivía en Toronto, en un edificio de apartamentos que daba a Muir Park. Mientras Andrew y su hermana estuvieron en casa, su madre dormía en el salón. Su marido, médico, había muerto cuando los niños eran demasiado pequeños para ir al colegio. La madre hizo un curso de secretariado y malvendió la casa, se mudó a un apartamento y logró criar a sus hijos, con la ayuda de algunos familiares: su hermana Caroline y su cuñado Roger. Andrew y su hermana iban a colegios particulares y a un campamento en verano.
       —Supongo que por cortesía de las hermanitas de la caridad, ¿no? —le dije en una ocasión a Andrew burlándome de su empeño en asegurar que había sido pobre.
       Según me lo imaginaba yo, Andrew había llevado una vida urbana protegida y mimada. Su madre volvía a casa con dolor de cabeza después de trabajar todo el día en medio del ruido y la cruda luz de la oficina de unos grandes almacenes, pero no se me ocurrió pensar que la suya hubiera sido una vida llena de penalidades o digna de admiración. No creo que tampoco ella se considerase digna de admiración; solo desgraciada. Se preocupaba por su trabajo en la oficina, su ropa, la cocina, los niños. Por encima de todo se preocupaba por lo que pudieran pensar Roger y Caroline.
       Caroline y Roger vivían en la zona este del parque, en una bonita casa de piedra. Roger era un hombre alto, con la calva cubierta de pecas y la panza firme. Una operación de garganta le había dejado sin voz; hablaba en un áspero susurro. Pero todos le prestaban atención. Una vez, durante una cena en la casa de piedra —cuyos muebles de comedor eran enormes, palaciegos, con un brillo oscuro— le hice una pregunta. Creo que tenía algo que ver con Whittaker Chambers, cuya historia aparecía por entonces en el Saturday Evening Post. Empleé un tono suave, pero Roger adivinó la intención subversiva y le dio por llamarme señora Gromiko, aludiendo a lo que él denominaba mis «simpatías». Quizá ansiara un adversario y no encontrara ninguno. En aquella cena vi la mano de Andrew temblorosa al encender el cigarrillo de su madre. El tío Roger había costeado sus estudios y formaba parte de la junta directiva de varias empresas.
       —No es más que un viejo cabezota —me dijo más tarde—. No merece la pena discutir con él.
       Antes de que abandonáramos Vancouver, la madre de Andrew escribió lo siguiente: «¡A Roger le ha sorprendido la idea de que vayas a comprarte un coche pequeño!». Los signos de admiración denotaban temor. En aquella época, y sobre todo en Ontario, preferir un coche europeo pequeño a uno grande norteamericano podía considerarse una especie de declaración de principios, algo que Roger llevaba mucho tiempo oliéndose.
       —No es tan pequeño —dijo Andrew de mal humor.
       —Eso da igual —repliqué—. ¡El tema es que no es asunto suyo!

       Pasamos la segunda noche en Missoula. Como en una gasolinera de Spokane nos dijeron que había obras en la autopista número dos y que nos esperaba un viaje de calor y molestias, lleno de atascos, tomamos la carretera interestatal y atravesamos Coeur d’Alene y Kellogg hasta llegar a Montana. Después de Missoula giramos hacia el sur, en dirección a Butte, pero nos desviamos para ver Helena, la capital del estado. En el coche fuimos jugando a los personajes.
       Cynthia era un personaje ya muerto, una chica estadounidense. Posiblemente una señora. No aparecía en ningún cuento ni se la veía en la televisión. Cynthia no la conocía por un libro. Tampoco había ido a la guardería ni era familiar de ningún amigo suyo.
       —¿Es humana? —preguntó Andrew astutamente.
       —¡No! ¡Eso es lo que no me habíais preguntado!
       —Un animal —murmuré reflexiva.
       —¿Es una pregunta? ¡Solo podéis hacer dieciséis!
       —No, estaba pensando. Un animal muerto.
       —Es el ciervo —dijo Meg, que no participaba en el juego.
       —¡No vale! —protestó Cynthia—. ¡Ella no está jugando!
       —¿Qué ciervo? —preguntó Andrew.
       Yo contesté:
       —El de ayer.
       —Anteayer —corrigió Cynthia—. Meg no estaba jugando. Nadie lo ha adivinado.
       —El ciervo del camión —dijo Andrew.
       —Era una cierva, porque no tenía cuernos, y estadounidense, y estaba muerta —explicó Cynthia.
       Andrew comentó:
       —Me parece un poco morboso, lo del ciervo muerto.
       —Yo sí lo he adivinado —dijo Meg.
       Y Cynthia añadió:
       —Creo que sé lo que significa morboso. Como deprimente.
       Helena, una ciudad que antiguamente tenía minas de plata, se nos antojó desolada aun a plena luz del día. A continuación, Bozeman y Billings, no precisamente desoladas: pueblos pujantes, extensos, con kilómetros y kilómetros de cegador oropel ondeando sobre solares llenos de coches usados. Por entonces estábamos tan cansados y teníamos tanto calor que no podíamos ni jugar a los personajes. Aquellos pueblos industriosos y prosaicos me recordaban a otros lugares parecidos de Ontario, y pensé en lo que realmente aguardaba allí: los enormes muebles funerarios del comedor de Roger y Caroline, las cenas para las que tenía que planchar los vestidos de las niñas y advertirles sobre el uso correcto de los cubiertos, y en la otra mesa, a cien kilómetros de distancia, los chistes de los empleados de mi padre. Tendría que meter entre medias los placeres en los que había estado pensando: contemplar el paisaje o beber una Coca-Cola en un bar anticuado con ventiladores y techo de chapa ondulada.
       —Meg se ha dormido —dijo Cynthia—. Está muy caliente, y como estoy sentada a su lado, yo también tengo mucho calor.
       —Espero que no tenga fiebre —repliqué sin volverme.
       Para qué estamos haciendo esto, pensé, y enseguida encontré la respuesta: para lucirnos. Para darles a la madre de Andrew y a mi padre la alegría de ver a sus nietas. Era nuestra obligación. Pero además, queríamos demostrarles algo: qué hijos tan tenaces éramos, cuán incansablemente buscábamos su beneplácito. Era como si en un momento dado hubiéramos recibido un aviso, inolvidable, indigesto: que no éramos precisamente personas de provecho y que, probablemente, el triunfo más vulgar de la vida se encontraba fuera de nuestro alcance. Roger transmitía tales avisos —así era su carácter—, pero seguro que ni la madre de Andrew, ni la mía, ni mi padre lo hubieran hecho. Lo único que querían decirnos era: «Andad con cuidado y seguid adelante». Cuando estaba en el instituto mi padre me tomaba el pelo diciéndome que yo empezaba a creerme tan lista que jamás encontraría novio. Él debió de olvidarlo al cabo de una semana, pero yo no. Andrew y yo no olvidábamos las cosas. Éramos resentidos.
       —Ojalá hubiera una playa —dijo Cynthia.
       —A lo mejor sí la hay —replicó Andrew—. Después de la siguiente curva.
       —No hay curvas —protestó Cynthia, en tono ofendido.
       —Exacto.
       —Ojalá quedara limonada.
       —No tengo más que agitar la varita mágica y aparecerá aquí mismo —respondí—. ¿Te parece bien, Cynthia? ¿No preferirías zumo de uva? Y ya puestos, ¿quieres que haga una playa?
       La niña guardó silencio, y yo me arrepentí inmediatamente.
       —Quizá haya una piscina en el próximo pueblo —dije. Miré el mapa—. En Miles City. Bueno, al menos podremos beber algo fresco.
       —¿Está muy lejos? —preguntó Andrew.
       —No mucho —contesté—. A unos cincuenta kilómetros.
       —En Miles City hay una preciosa piscina azul para niños, y un parque con árboles muy bonitos —dijo Cynthia, como si recitara un hechizo.
       Andrew me advirtió:
       —Has estado a punto de liar una buena.

       Pero había piscina. Y también un parque, aunque no exactamente el oasis de las fantasías de Cynthia. Árboles de pradera, de hojas tenues —chopos de Virginia y álamos—, hierba agostada, y una alta alambrada alrededor de la piscina. En el interior, un muro de bloques de hormigón, aún sin acabar. No se oían gritos ni chapoteos; sobre la puerta vi un cartel que decía que la piscina estaba cerrada desde el mediodía hasta las dos de la tarde. Eran las doce y veinticinco.
       No obstante, grité: «Oiga, ¿hay alguien ahí?». Pensé que tenía que haber alguien, porque había un camión pequeño aparcado ante la puerta. En un lateral del vehículo se leía lo siguiente: «Tenemos lo que hay que tener para quitarle la sed. (Y, además, tenemos Roto-Rooter)».
       Salió una chica con camisa roja de socorrista sobre el traje de baño.
       —Lo siento, hemos cerrado.
       —Es que pasábamos por aquí —dije.
       —Cerramos entre doce y dos. Puede verlo en el cartel.
       Estaba comiendo un bocadillo.
       —Sí, me he fijado —repliqué—, pero es que no vemos una gota de agua desde hace mucho tiempo y las niñas tienen un calor espantoso. Si pudieran meterse un momentito, solo cinco minutos... Nosotros las vigilaremos.
       Detrás de la socorrista apareció un chico. Llevaba vaqueros y una camiseta con las palabras «Roto-Rooter».
       Estaba a punto de decir que veníamos de la Columbia Británica y que íbamos a Ontario cuando recordé que, por lo general, los nombres geográficos no significan nada para los estadounidenses.
       —Estamos atravesando todo el país —expliqué—. No podemos esperar a que abran la piscina, pero nos gustaría que las niñas se refrescasen un poco.
       Cynthia llegó corriendo descalza y se quedó detrás de mí.
       —Mamá, mamá, ¿dónde está mi bañador?
       Después se quedó callada, al percibir la seriedad de la conversación de los adultos. Meg salió del coche; acababa de despertarse y llevaba la camiseta levantada y los pantalones cortos bajados, con la tripa rosa al aire.
       —¿Son solo esas dos? —preguntó la chica.
       —Sí, solo ellas. Nosotros las vigilaremos.
       —No puedo dejar entrar a los adultos. Si son solo ellas dos, supongo que puedo vigilarlas. Estoy comiendo. —Le dijo a Cynthia—: ¿Quieres venir a la piscina?
       —Sí, por favor —contestó Cynthia con decisión.
       Meg miró al suelo.
       —Solo un ratito, porque la piscina está cerrada —dije—. Se lo agradecemos muchísimo —añadí, dirigiéndome a la chica.
       —Bueno, puedo comer ahí fuera, si son solo ellas dos.
       Miró hacia el coche como si pensara que podía soltarle más niños.
       Cuando encontré su bañador, Cynthia se lo llevó a los vestuarios. No consentía que nadie la viera desnuda, ni siquiera su hermana. Cambié a Meg, que se colocó de pie en el asiento delantero del coche. Tenía un bañador de algodón rosa con tirantes que se cruzaban y abotonaban y volantes en el trasero.
       —Está muy caliente —dije—. Pero no creo que tenga fiebre.
       Me encantaba ayudar a Meg a vestirse y desnudarse, porque su cuerpo aún conservaba una absoluta falta de timidez, una dulce indiferencia, algo del olor a leche del cuerpo de los bebés. El cuerpo de Cynthia se había reducido hacía ya tiempo y había cambiado, hasta adquirir su forma propia. A todos nos gustaba abrazar a Meg, apretujarla y besarla. A veces se enfadaba y nos rechazaba, pero su rotunda independencia y su terrible retraimiento únicamente contribuían a hacerla más seductora, más susceptible a los tormentos y las caricias del cariño familiar.
       Andrew y yo nos quedamos en el coche con las ventanillas abiertas. Oí una radio, y pensé que sería de la chica o de su novio. Tenía sed y salí del coche para buscar un puesto o una máquina de refrescos en el parque. Llevaba pantalones cortos y tenía las pantorrillas empapadas de sudor. Vi una fuente en el otro extremo del parque y me dirigí a ella dando un rodeo, refugiándome en la sombra de los árboles. Nada parecía real hasta que salí del coche. Aturdida por el calor, con el sol cayendo a plomo sobre las casas abrasadas, el cemento y la hierba quemada, caminaba lentamente. Me fijé en una hoja aplastada, pisé el palo de un polo con el tacón de la sandalia, miré de reojo un cubo de basura atado a un árbol. Así se ven los detalles más nimios cuando resurge el mundo, tras llevar mucho tiempo conduciendo: se observan su singularidad y su situación exacta y la melancólica coincidencia de estar allí para verlos.
       ¿Dónde están las niñas?
       Me di la vuelta y eché a andar rápidamente, sin correr, hacia un punto de la alambrada donde el muro de hormigón que había detrás estaba inacabado. Vi una parte de la piscina, y a Cynthia metida en el agua hasta la cintura, agitando las manos en la superficie y contemplando discretamente algo que había en el extremo de la piscina y que yo no podía distinguir. Por su postura, su discreción y la expresión de su cara pensé que debía de estar mirando una escena entre la socorrista y su novio. No vi a Meg, pero pensé que estaría jugando en la zona que no cubría; tanto esa zona como la más profunda quedaban fuera del alcance de mi vista.
       —¡Cynthia! —Tuve que llamarla dos veces para que se enterase de dónde venía mi voz—. ¡Cynthia! ¿Dónde está Meg?
       Siempre que recuerdo esta escena, Cynthia se vuelve delicadamente hacia mí y a continuación da otra vuelta completa en el agua —me recuerda a una bailarina de puntillas— y extiende los brazos con gesto teatral.
       —¡Ha de-sa-pa-re-ci-do!
       Cynthia tenía gracia natural e iba a clase de baile, de modo que estos movimientos podrían haber sido tal y como los he descrito. Dijo: «Ha desaparecido», tras recorrer toda la piscina con la mirada, pero lo más probable es que la extraña artificialidad de sus palabras y de sus gestos y su falta de preocupación fueran solo imaginaciones mías. Por el miedo que experimenté al no ver a Meg —todavía convencida de que estaba en la parte que no cubría— debí de considerar los movimientos de Cynthia insoportablemente lentos y fuera de lugar, y el tono en que articuló la frase «Ha desaparecido» antes de que comprendiera lo que eso representaba (¿o estaba ya encubriendo su culpa?) se me antojó exquisita y monstruosamente sereno.
       Llamé a Andrew y vi a la socorrista. Señalaba hacia el extremo más profundo de la piscina y decía: «¿Qué es eso?».
       Allí, ante mis ojos, apareció un montón de volantes, un ramillete, bajo la superficie del agua. ¿Por qué se le ocurría a una socorrista quedarse quieta señalando algo, por qué preguntaba qué era aquello, por qué no se lanzaba al agua y lo rescataba? No se tiró a la piscina; la rodeó corriendo por el borde. Pero para entonces Andrew ya había franqueado la cerca. Había tantas cosas que parecían inadmisibles: la conducta de Cynthia, la de la socorrista... y de repente me dio la impresión de que Andrew subía de un salto la cerca, que parecía tener veinte metros de altura. Debió de subir con mucha rapidez, aferrándose al alambre.
       Como yo no podía ni saltarla ni escalarla, corrí hasta la puerta, donde había una especie de verja, cerrada. No era muy alta y logré encaramarme a ella. Recorrí a la carrera los pasillos de cemento y la pileta de desinfectante para los pies y llegué al borde de la piscina.
       La tragedia había acabado.
       Andrew había llegado el primero adonde estaba Meg y la había sacado del agua. No tuvo más que extender el brazo y cogerla, porque Meg estaba nadando, con la cabeza sumergida: se dirigía hacia el borde de la piscina. Andrew la llevaba en brazos, con la socorrista detrás. Cynthia salió del agua y echó a correr para alcanzarlos. La única persona que no intervino fue el novio de la chica, que se quedó en el banco de la parte que no cubría, tomando un batido. Me sonrió, y su gesto me pareció insensible, aunque el peligro ya hubiera pasado. Quizá lo hiciera por pura amabilidad. Observé que no había apagado la radio, que solo había bajado el volumen.
       Meg no había tragado agua. Ni siquiera se había asustado. Tenía el pelo pegado a la cabeza y los ojos abiertos de par en par, dorados de asombro.
       —Iba a coger el peine —dijo—. No sabía que fuera tan profundo.
       Andrew exclamó:
       —¡Estaba nadando! Ella sola. He visto su bañador en el agua y después a ella nadando.
       —Por poco se ahoga —terció Cynthia—. ¿No? Meg por poco se ahoga.
       —No entiendo cómo ha ocurrido —dijo la socorrista—. Estaba allí y un segundo después desapareció.
       Lo que ocurrió es que Meg salió de la piscina por la parte que no cubría y corrió hasta el otro extremo por el borde. Vio un peine que se le había caído a alguien en el fondo. Se agachó y extendió el brazo para recogerlo, engañada por la profundidad del agua. Se inclinó y se escurrió; cayó al agua con un ruido tan leve que nadie lo oyó: ni la socorrista, que estaba besando a su novio, ni Cynthia, que los estaba observando. Debió de ser entonces cuando yo, bajo los árboles, pensé: ¿dónde están las niñas? Debió de ser justo entonces. En aquel momento, Meg se deslizaba, sorprendida, en el agua azul, traicioneramente límpida.
       —No se preocupe —le dije a la socorrista, que estaba a punto de llorar—. Es muy rápida.
       (Aunque no era eso precisamente lo que decíamos de Meg. Por el contrario, tardaba mucho en pensarse las cosas y en tomar decisiones.)
       —Has nadado, Meg —dijo Cynthia, como para felicitarla.
       (Más tarde nos contó lo del beso.)
       —No sabía que fuera tan profundo —repitió Meg—. No me he ahogado.

       Compramos hamburguesas y patatas fritas y nos las comimos en la mesa de un merendero no lejos de la autopista. De tan nerviosa que estaba se me olvidó pedir una hamburguesa sin nada para Meg y tuve que quitarle la salsa y la mostaza con una cuchara de plástico y después frotar la carne con una servilleta de papel para que se la comiera. Aproveché que había un cubo de basura allí cerca para limpiar el coche. Después reanudamos el viaje hacia el este, con las ventanillas delanteras bajadas. Cynthia y Meg se quedaron dormidas en el asiento de atrás.
       Andrew y yo hablamos en voz baja sobre lo sucedido. ¿Y si yo no hubiera sentido el impulso de ver cómo estaban las niñas? ¿Y si hubiéramos ido al pueblo a comprar bebidas, como habíamos pensado hacer? ¿Cómo había subido Andrew la valla? ¿La saltó o la escaló? (No lo recordaba.) ¿Cómo había llegado tan deprisa hasta donde estaba Meg?
       Y pensar que la socorrista no estaba vigilando... Y Cynthia absorta en la escena del beso, sin ver nada más. Sin ver que Meg se caía al agua.
       Ha desaparecido.
       Pero consiguió nadar. Contuvo el aliento y subió a la superficie nadando.
       ¡Qué cadena de eslabones afortunados!
       Solamente hablamos de eso: de la suerte. Pero yo sentí la necesidad de imaginarme lo contrario. Meg arrancada de nuestro lado, su cuerpo preparado para enviarlo a otro lugar. ¿A Vancouver —donde nunca nos habíamos fijado en nada semejante a un cementerio— o a Ontario? Los garabatos que había dibujado aquella mañana habrían seguido en el asiento trasero del coche. ¿Cómo podía soportarse todo aquello de golpe, cómo lo aguantaba la gente? Los hombros suaves y regordetes, las manos, los pies, el fino pelo castaño, la expresión satisfecha, reservada: todo exactamente igual que cuando estaba viva. Una tragedia de lo más corriente.
       Una niña ahogada en una piscina a mediodía, a pleno sol. La socorrista está un poco alterada y se toma la tarde libre. Se marcha con su novio en el camión de reparto de Roto-Roo-ter. El cadáver viajando en un ataúd especial. Tranquilizantes, llamadas telefónicas, preparativos. Una ausencia tan brusca, una catástrofe y un cambio ciegos. Levantarse atontada por las pastillas, pensar por un momento que no es verdad. Pensar: si no hubiéramos parado, si no hubiéramos tomado esta carretera, si no nos hubieran dejado entrar en la piscina. Probablemente nadie se habría enterado nunca de lo del peine.
       Estas divagaciones tienen algo de repugnante, ¿no? Algo humillante. Poner el dedo en el cable para recibir la descarga, para sentir un poco cómo es, y retirarlo enseguida. Estaba convencida de que Andrew era más escrupuloso que yo con estos temas y de que trataba con todas sus fuerzas de pensar en otra cosa.
       Mientras observaba a mis padres en el funeral de Steve Gauley, separada de los adultos, sintiendo aquel rechazo hacia ellos, creí comprender algo por primera vez. Se trataba de algo verdaderamente grave. Empecé a comprender que eran cómplices. Sus cuerpos grandes, rígidos y acicalados no se interponían entre la muerte súbita, ni de ningún otro tipo, y yo. Daban su consentimiento. Eso parecía. Daban su consentimiento a la muerte de otros niños y a la mía, no diciendo o pensando algo especial, sino por la mera circunstancia de haber hecho hijos: me habían hecho a mí. Me habían hecho a mí y por esa razón mi muerte —por muy apenados que se sintieran, cualquiera que fuera su actitud— les parecería todo menos imposible o antinatural. Era un hecho, y ya entonces comprendí que no podía culparlos a ellos.
       Pero los culpaba. Los acusaba de desfachatez, de hipocresía. En nombre de Steve Gauley y en nombre de todos los niños que sabían que por derecho deberían haber alcanzado la libertad para llevar un tipo de vida nuevo, superior, no para quedar atrapados en las trampas de los adultos vencidos, con su sexo y sus funerales.
       Steve Gauley se había ahogado, según decía la gente, por ser poco menos que huérfano y andar tan suelto. Si le hubieran atendido bien y le hubieran dado tareas que hacer y le hubieran controlado, no se habría caído de una rama insegura a la charca, a una poza junto al río, no se habría ahogado. Le tenían abandonado, era libre, y por eso se ahogó.
       Y su padre se lo tomó como un accidente, como algo que podría haberle ocurrido a un perro. No tenía un buen traje para el funeral, y no inclinó la cabeza mientras rezaban. Pero fue el único adulto que yo salvé de la quema. Fue el único que, a mi juicio, no dio su consentimiento. No pudo evitar nada, pero tampoco era cómplice de nada, no como los demás, que recitaban el padrenuestro con sus voces engoladas, destilando religión y deshonra.

       En Glendive, no lejos de la frontera de Dakota del Norte, tuvimos que elegir: o continuar por la interestatal o dirigirnos hacia el noroeste, hacia Williston, por la dieciséis, y después seguir por carreteras secundarias hasta volver a la autopista dos.
       Decidimos que la interestatal resultaría más rápida, y que no debíamos malgastar demasiado tiempo —es decir, dinero— en el camino. No obstante, optamos por regresar a la autopista dos.
       —Me apetece más —dije.
       Andrew replicó:
       —Es porque lo habíamos planeado así desde el principio.
       —No hemos podido ver Kalispell y Havre, ni Wolf Point. Me gusta ese nombre.
       —Pararemos a la vuelta.
       Que Andrew dijera «a la vuelta» me sorprendió agradablemente. Desde luego, estaba convencida de que regresaríamos, con nuestra vida, nuestra familia y nuestro coche intactos, tras haber cubierto toda aquella distancia, tras haber cumplido con nuestras obligaciones y resuelto problemas, tras habernos expuesto a la inspección de forma tan temeraria, pero oírselo decir supuso un alivio para mí.
       —No puedo dejar de pensar en cómo notaste la señal de alarma —dijo Andrew—. Debe de ser que las madres tenéis un sexto sentido.
       En parte yo también quería creerlo, para recrearme en ese sexto sentido, y en parte para advertir a Andrew —y a todos— de que no se podía contar jamás con él.
       —Pues lo que yo no entiendo es cómo subiste la valla —repliqué.
       —Ni yo.
       Y así continuamos, con las dos pequeñas en el asiento de atrás confiando en nosotros, porque no les quedaba más remedio, y nosotros confiando en que, con el tiempo, se nos perdonase todo lo que aquellas niñas tendrían que ver y condenar: lo frívolo, lo arbitrario, lo indiferente, lo cruel; todos nuestros errores naturales y concretos.




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