Ambrose Bierce
(Meigs County, Ohio, 1842 - Chihuahua, México, 1914)


Un hijo de los dioses (1888)
(“A Son of the Gods”)
Originalmente publicado en el periódico The San Francisco Examiner (29 de julio de 1888);
(domingo 14 de abril de 1889);
Tales of Soldiers and Civilians
(San Francisco: E. L. G. Steele, 1891, 300 págs.)



      Día de brisa en un paisaje soleado. Campo abierto a derecha, a izquierda, hacia adelante; detrás, un bosque. En el linde del bosque, frente al campo abierto pero temiendo aventurarse en él, largas líneas de soldados que conversan; crujido de innumerables pasos sobre las hojas secas que tapizan el suelo entre los árboles; voces roncas de los oficiales que dan órdenes. Al frente de las tropas —pero no demasiado expuestos— apartados grupos de soldados de caballería; muchos miran atentamente la cumbre de una colina situada a una milla de distancia en la dirección del avance interrumpido. Porque ese ejército poderoso, que se desplaza en orden de batalla a través de un bosque, acaba de encontrar un obstáculo formidable: el campo abierto. La cumbre de la suave colina a una milla de distancia tiene un aspecto siniestro. Dice: ¡Cuidado! Está coronada por un largo muro de piedra que se extiende a derecha e izquierda. Detrás del muro hay un cerco. Detrás del cerco se ven las copas de algunos árboles dispuestos muy irregularmente. Entre los árboles, ¿qué? Es necesario saberlo.
       Ayer, y muchos días y noches antes, combatíamos en alguna parte; había un incesante cañoneo y de tiempo en tiempo el redoble del vivo fuego de los fusiles al que se mezclaban vítores —nuestros o de nuestro enemigo: rara vez lo sabíamos— atestiguando una ventaja transitoria. Esta mañana, al romper el día, el enemigo había desaparecido. Avanzamos cruzando sus fortalezas y terraplenes —¡tan a menudo lo habíamos intentado vanamente!— a través de los desechos de sus campamentos abandonados, en medio de las tumbas de sus caídos en el bosque.
       ¡Con qué curiosidad lo examinamos todo! ¡Cuán extraño nos pareció todo! Nada nos era completamente familiar. Hasta los objetos más comunes —una montura vieja, una rueda hecha pedazos, una cantimplora olvidada— nos descubrían algún rasgo de la misteriosa personalidad de aquellos desconocidos que habían estado matándonos. El soldado no se representa jamás a sus adversarios como hombres semejantes a él; no puede sacarse la idea de que son seres de otra especie, diferentemente condicionados, en un medio que no es del todo el de esta tierra. Los menores vestigios dejados por ellos detienen su atención y cautivan su interés. Los juzga inaccesibles y cuando los vislumbra de improviso, en la lejanía se le aparecen más lejanos, más considerables de lo que realmente están y son, como objetos en la niebla. En cierto modo, le inspiran un temor reverencial.
       Desde el linde del bosque hasta lo alto de la colina se ven huellas de cascos de caballos y de ruedas, las ruedas del cañón. La hierba amarilla está pisoteada por la infantería. Por ahí han pasado miles, qué duda cabe. Pero no hay rastros en los caminos. Esto es significativo: es la diferencia entre un repliegue y una retirada.
       Esos hombres a caballo son nuestro general en jefe, su estado mayor y su escolta. El general mira la colina distante. Con ambas manos, levantando innecesariamente los codos, sostiene los prismáticos contra sus ojos. Es una moda: confiere dignidad al ademán. Todos lo hacemos así. De pronto, baja los prismáticos y dice unas pocas palabras a quienes lo rodean. Dos o tres edecanes se apartan del grupo y a galope corto se internan en el bosque, a lo largo de las líneas, cada cual en una dirección. Sin haberlas oído, conocemos sus palabras:
       —Díganle al general X que haga avanzar la artillería.
       Aquellos de nosotros que no están en su puesto, se alejan apresuradamente: los que descansaban, se yerguen, y las filas vuelven a formarse sin que la orden haya sido impartida. Algunos de nosotros, oficiales del estado mayor, nos apeamos para verificar la cincha de nuestras cabalgaduras; los que se habían apeado, vuelven a subir.
       Galopando rápidamente por la brilla del campo abierto, llega un joven oficial en un caballo blanco como la nieve. El mandil de su silla de montar es escarlata. ¡Imbécil! Cualquiera que haya oído silbar las balas recuerda que todos los fusiles apuntan instintivamente al hombre qué monta un caballo blanco; cualquiera que haya visto el fogonazo del obús no ignora que un poco de rojo exaspera al toro de la batalla. Que esos colores se hayan puesto de moda en la vida militar debe aceptarse como uno de los fenómenos más sorprendentes de la vanidad humana. Se los diría calculados para aumentar el índice de mortandad.
       Ese joven oficial está de punto en blanco, como en un desfile. Brilla con todas sus galas. Es una edición de lujo, con el canto dorado, de la Poesía de la guerra. Una onda de risas burlonas corre por las filas a medida que avanza. ¡Pero qué apuesto es! ¡Con qué gracia indolente monta a caballo!
       Se para a respetuosa distancia del general en jefe y saluda. El viejo soldado, inclinando la cabeza, responde a su saludo con familiaridad. Lo conoce, evidentemente. El joven da la impresión de hacer un pedido que el general no está dispuesto a conceder. Acerquémonos un poco. ¡Demasiado tarde! ¡Ya han terminado! El joven oficial saluda de nuevo, da media vuelta en su caballo y toma derecho hacia la cumbre de la colina. Está mortalmente pálido.
       Unos cuantos tiradores, a seis pasos de distancia, salen ahora del bosque y avanzan por el campo abierto. El comandante dice unas palabras al clarín, que pega su instrumento a los labios. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Los tiradores se detienen.
       Mientras tanto, el joven jinete ha recorrido cien yardas. Sube al paso la prolongada colina, erguido, sin volver jamás la cabeza. ¡Es admirable! ¡Dios mío, qué no daríamos nosotros por estar en su lugar, por tener su presencia de ánimo! No ha sacado el sable de la vaina; su mano derecha cuelga indolentemente. La brisa sopla sobre el penacho de su sombrero y lo hace flamear con elegancia. La luz del sol descansa en sus charreteras tiernamente, como una visible bendición. Cabalga en línea recta. Diez mil pares de ojos están fijos en él con una intensidad que no puede dejar de sentir; diez mil corazones palpitan al ritmo rápido de los inaudibles pasos de su corcel blanco como la nieve. No está solo: nuestras almas lo acompañan. Todos no somos sino “hombres muertos”. Pero recordamos habernos reído. Sigue y sigue cabalgando, en línea recta hacia la muralla que bordea el cerco. Ni una mirada hacia atrás. ¡Ah, si consintiera en volverse una sola vez, si pudiera sentir ese amor, esa adoración, esa reparación!
       Nadie habla. En las profundidades del bosque se oye aún el murmullo de las multitudes que lo pueblan, invisibles y ciegas, pero en la orilla, allí donde comienza el campo abierto, el silencio es absoluto. El general corpulento se ha transformado en una estatua ecuestre. Los oficiales a caballo del estado mayor, mirando por los prismáticos, están inmóviles. La línea de batalla en el linde del bosque observa una nueva clase de “atención” porque cada soldado se mantiene en la actitud que tenía cuando adquirió bruscamente conciencia de lo que está sucediendo. Todos esos duros e impenitentes matadores de hombres para quienes la muerte en la más atroz de sus formas es algo familiar que pueden observar día tras día, que duermen en las colinas sacudidas por el tronar de los cañones, que comen bajo una lluvia de proyectiles y que juegan a los naipes entre los rostros muertos de sus amigos más queridos, todos ellos, con el corazón palpitante, conteniendo el aliento, acechan el resultado de un acto que compromete la vida de un solo hombre. Tal es el magnetismo del valor y de la devoción.
       Si ahora volvieran ustedes la cabeza, observarían un movimiento simultáneo entre los espectadores, un sobresalto semejante al que produce una corriente eléctrica; después, mirando de nuevo hacia adelante, hacia el jinete lejano, verían que en ese momento mismo ha cambiado de dirección y se desvía en ángulo recto de la ruta precedente.
       Los soldados suponen que ese desvío ha sido causado por un disparo, quizá por una herida, pero tomen ustedes los prismáticos y observarán que se dirige hacia una brecha en el muro y en el cerco. Intenta franquearlos, si no lo matan, para examinar la comarca que se extiende más allá.
       No deben ustedes olvidar la naturaleza del acto de este hombre; en el hecho en sí no pueden ver una bravata, ni un sacrificio inútil. Si el enemigo no se ha batido en retirada, acumula todas sus fuerzas detrás de la colina. El explorador encontrará nada menos que una línea de batalla; no se necesitan puestos de avanzada, centinelas en vista, tiradores para anunciar nuestro avance. Nuestras líneas de ataque serán visibles, conspicuas, estarán expuestas a un fuego de artillería que arrasará la tierra en el preciso instante en que salgan del linde del bosque, a media distancia de una lluvia de balas que hará perecer a todos nuestros soldados. En suma, si el enemigo está allí, sería una locura atacarlo de frente; habrá que desbordarlo siguiendo el plan inmemorial que consiste en amenazar sus líneas de comunicación, tan necesarias a su existencia como lo es su tubo de aire para el buzo sumergido en el fondo del mar. ¿Pero cómo saber a ciencia cierta que el enemigo está allí? Sólo hay un medio: alguien que vaya y vea. Por lo común, se acostumbra mandar una línea de tiradores. Pero en este caso todos pagarían con sus vidas una respuesta afirmativa. El enemigo, agazapado en doble fila tras el muro de piedra, y a cubierto por el cerco, aguardará hasta que le sea posible contar los dientes de cada asaltante. La mitad de ellos caerá a la primera salva, y la otra mitad sufrirá igual destino antes de poder batirse en retirada. ¡Qué caro cuesta satisfacer una curiosidad! ¡A qué alto precio debe a veces un ejército comprar sus informes! “Déjenme pagar por todos”, ha dicho ese galante caballero, ese Cristo soldado. No hay ninguna esperanza, excepto la esperanza contra toda esperanza de que la colina esté despejada. En verdad, el caballero podría preferir el cautiverio a la muerte. Mientras avance, los soldados enemigos no dispararán. ¿Por qué dispararían?
       Puede entrar sano y salvo en las filas hostiles y convertirse en un prisionero de guerra. Pero esto haría fracasar su propósito. Es preciso que regrese sano y salvo a nuestras líneas, o que lo maten ante nuestros ojos. Sólo así sabremos cómo proceder. Porque su captura puede muy bien ser la obra de media docena de rezagados.
       Ahora comienza una extraña justa de inteligencia entre un hombre y un ejército. Nuestro caballero, a un cuarto de milla de la cumbre, dobla de pronto hacia la izquierda y galopa en dirección paralela a la colina. Ha visto a su adversario: lo sabe todo. Una configuración del terreno ligeramente favorable le ha permitido distinguir parte de las tropas enemigas. Ahora estaría en condiciones de comunicarnos lo que sabe. Si estuviera aquí, podría decírnoslo, pero ya no debemos esperar su vuelta: ha de hacer el mejor uso de los pocos minutos que le quedan por vivir para obligar al adversario mismo a que nos dé aquellos informes claramente, francamente, cosa que repugna, desde luego, a esa discreta potencia. No hay un solo tirador en esas filas de hombres agazapados, no hay un solo artillero junto a esos cañones disimulados y prontos a disparar, que ignore las exigencias de la situación, el imperativo debe de ser paciente. Por lo demás, sus jefes tuvieron tiempo de sobra para prohibirles que dispararan. En realidad, una sola bala podría abatirlo sin revelar gran cosa. Pero un disparo es contagioso… Y vean ustedes cuán rápidamente se desplaza sin detenerse nunca, excepto para hacer girar su caballo antes de tomar una nueva dirección, sin volverse nunca hacia sus ejecutores. Lo distinguimos todo a través de los prismáticos, nos parece que todo sucede a la distancia de un balazo. Sí, lo distinguimos todo excepto al enemigo, cuya presencia, cuyos pensamientos, cuyos motivos inferimos. A simple vista sólo hay una silueta negra sobre un caballo blanco, dibujando zigzags sobre una colina distante, tan lentamente que casi parece que serpenteara.
       Tomemos nuevamente los prismáticos: se ha cansado de su fracaso, o ha visto su error, o ha enloquecido: ¡ahora se lanza en línea recta contra el muro de piedra como si quisiera saltarlo junto con el cerco! Un instante después da media vuelta y desciende la colina, rápido como el viento, hacia sus amigos, hacia la muerte. En seguida, abarcando centenares de yardas a derecha e izquierda, impetuosas columnas de humo aparecen tras el muro de piedra. En seguida el viento las disipa y antes de que hayamos oído el crepitar de los fusiles, el jinete cae. No, vuelve a incorporarse en su silla; se ha contentado con hacer plegar su caballo sobre las patas de atrás. ¡De nuevo el caballo está sobre sus cuatro patas, y ambos se alejan! Rompemos en formidables vítores que nos liberan de la insoportable tensión de nuestros sentimientos. ¿Y el caballo y su caballero? Sí, ambos se alejan. Se alejan de verdad. Vienen directamente hacia nuestra izquierda, en línea paralela al muro que ahora escupe sin tregua llama y fuego. Los fusiles crepitan de modo constante y ese corazón valeroso sirve de blanco a cada bala.
       De pronto, una gran sábana de humo se levanta detrás del muro. Una y otra la suceden y suben antes de que alcance a nuestros oídos el tronar de las explosiones y el zumbido de los proyectiles que llegan y brincan hasta donde estamos, a través de nubes de polvo, haciendo caer de vez en cuando a un hombre, causando una distracción momentánea, suscitando un egoísta pensamiento fugaz.
       El polvo se dispersa. ¡Increíble!… Ese caballo y ese caballero hechizados han franqueado un barranco y suben otra colina para descubrir otra conspiración de silencio y frustrar el designio de otras huestes armadas. Un instante más, y también aquella cumbre entra en erupción. El caballo se encabrita y golpea el aire con sus patas delanteras. Por fin cae. Pero… ¡quién diría! El hombre se ha desprendido del animal muerto. Se yergue, inmóvil, y con la mano derecha levanta el sable por encima de la cabeza. Nos mira de frente. Luego baja la mano a la altura del rostro, extiende el brazo, la hoja del sable describe una curva hacia el suelo. Es una señal a nosotros, al mundo, a la posteridad. Es el saludo de un héroe a la muerte y a la historia.
       De nuevo se ha roto el hechizo. Nuestros hombres tratan de lanzar vítores: la emoción los ahoga: articulan gritos roncos, discordantes, aferran sus armas y se precipitan tumultuosamente en el campo abierto. Los tiradores, sin haber recibido órdenes, en contra de las órdenes, avanzan a todo correr como sabuesos sueltos. Nuestros cañones hablan y los del enemigo contestan a coro. De izquierda a derecha, hasta donde la vista alcanza, erige sus torres de humo la distante colina, que ahora parece tan cerca, y los gruesos proyectiles se abaten gruñendo sobre la masa hormigueante de nuestras tropas. Uno después de otro, nuestros estandartes emergen del bosque, nuestras filas se adelantan impetuosamente, y las armas bruñidas centellean al sol. Sólo los últimos batallones, dando pruebas de obediencia, permanecen a la distancia prescrita del frente rebelde.
       El general en jefe no se ha movido. Baja ahora sus prismáticos y echa una ojeada a derecha e izquierda. Ve la corriente humana que avanza a ambos lados del grupo formado por él y por su escolta, como un remolino de olas partido en dos por un peñasco. Ni el menor signo de emoción en su rostro: está pensando. De nuevo mira hacia adelante: examina en toda su extensión esa colina terrible y maléfica. Dice una palabra en voz baja a su clarín. ¡Tralalá! ¡Tralalá! Tan imperiosa es la orden que se hace obedecer. La repiten los clarines de todos los destacamentos subordinados. Las notas breves, metálicas, se afirman por encima del zumbido del ataque y atraviesan el ruido de cañón. Detenerse es batirse en retirada. Los estandartes se repliegan lentamente, las filas dan media vuelta, melancólicas, cargando a los heridos. Los tiradores recogen los muertos.
       ¡Ah, esos muchos, muchos muertos inútiles! A esa gran alma cuyo hermoso cuerpo yace allí, tan nítidamente recortado sobre el flanco árido de la colina, ¿no hubieran podido ahorrarle la amarga conciencia de un sacrificio vano? ¿Es que una sola excepción habría herido demasiado gravemente la implacable perfección del plan eterno, ineluctable, divino?




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