Ambrose Bierce
(Meigs County, Ohio, 1842 - Chihuahua, México, 1914)
Dos ejecuciones castrenses (1906)
(“Two Military Executions”)
Originalmente publicado en Cosmopolitan (noviembre de 1906);
The Collected Works of Ambrose Bierce, Vol. III: Can Such Things Be?
(Nueva York: The Neale Publishing Company, 1910, 429 págs.)
En la primavera de 1862 el ejército mandado por el general Buell [Don Carlos Buell, 1818-1898, era un general de la Unión, organizador de los ejércitos del Potomac] acampaba a la espera de librar la que sería la victoriosa batalla de Shiloh [también conocida como batalla de Pittsburg, se libró del 6 al 7 de abril de 1862]. Era una tropa compuesta fundamentalmente por voluntarios con poca instrucción militar. A pesar de ello, muchas de sus secciones combatían con arrojo extraordinario; ya habían dado muestras de su valor casi temerario en el oeste de Virginia y en Kentucky. La guerra era por aquel entonces un negocio reciente, y los soldados una nueva industria no del todo bien conocida por los jóvenes americanos de la época, que veían en las cosas relacionadas con la vida militar, a menudo, algo extraño, incomprensible, no muy de su agrado. Sus jefes, por ello, tenían que hacer frecuentes demostraciones de su autoridad para que aquellos muchachos comprendiesen que la disciplina y la subordinación son aspectos fundamentales de la vida militar. Para alguien imbuido desde la infancia en ese aserto falaz pero fascinante, según el cual todos los hombres nacen iguales, la subordinación a una autoridad no es cosa fácil de sobrellevar, y los jóvenes voluntarios americanos, en la flor de su vida, no podían sobrellevarlo de buen grado.
Así ocurrió que uno de los hombres de Buell, el soldado Bennett Story Greene, cometió la indiscreción de golpear a un oficial. De haber llevado más guerra a cuestas es seguro que no lo hubiese hecho, pero, como sir Andrew Aguecheek [es decir, el personaje de Shakespeare, en Twelfth Night, or What You Will, 1602], no tuvo tiempo más que para contemplar su desgracia, sin que se le concediese la oportunidad de retractarse. Se le negó el tiempo necesario para que corrigiera esas sus nada militares maneras, en suma… Fue arrestado, acusado de insubordinación, juzgado por un tribunal militar y condenado a morir fusilado.
—Deberías haberme devuelto el golpe y en paz —dijo el condenado al oficial agredido—. Eso es lo que hacíamos en la escuela, de niños, cuando tú no eras más que Will Dudley, cuando yo era tan bueno o tan malo como tú… Nadie me vio sacudirte… La disciplina no debería conducir al sufrimiento.
—Ben Greene, tienes razón en eso —dijo el teniente—, ¿Podrás perdonarme? Sólo para saber tu respuesta he venido a verte.
No hubo respuesta por parte del condenado; poco después otro oficial asomaba la cabeza por la puerta del calabozo donde estaba el reo para anunciar que el tiempo concedido al teniente, para la entrevista, había concluido.
A la mañana siguiente, cuando el soldado Greene fue fusilado en presencia de toda su brigada, por un pelotón reclutado entre varios de sus compañeros, el teniente Dudley volvió la cabeza, cerró los ojos y musitó una oración suplicando piedad. También pedía piedad para sí mismo.
Unas semanas después de aquello, mientras la división de Buell se paseaba victoriosa a lo largo del río Tennessee y acudía en socorro de las fuerzas de Grant, que se veían sometidas a un duro hostigamiento por parte del enemigo, una noche, de acampada los hombres, cayó una gran tormenta. Se tomó la decisión de avanzar de noche, aun a despecho de la fuerte tormenta, pues llegaron informes al mando según los cuales el enemigo se disponía a modificar su posición, retrasando las líneas. Así, entre cadáveres y armas abandonadas, los hombres de Buell siguieron bajo la tormenta paso a paso, en dirección al enemigo. La oscuridad era completa. No cesaba la lluvia y cada trueno hacía que aquellos hombres aguerridos se estremecieran como si cayese sobre ellos una gran manta de balas. Todo significaba muerte; la muerte acechaba por doquier, era un sentimiento generalizado entre la tropa.
Con las primeras luces de la mañana, cuando escampaba, la división de Buell detuvo su marcha para estudiar los informes de los exploradores y hacer una definición de la línea de fuego. Aprovecharon entonces los sargentos para ordenar formar a los soldados y pasar lista. El sargento primero de la compañía en la que estaba el teniente Dudley comenzó a nombrar a sus soldados por orden alfabético. No los llevaba escritos, pero tenía una muy buena memoria. Los hombres iban respondiendo “¡presente!” uno a uno y así se llegó a la letra G.
—¡Gorham!
—¡Presente!
—¡Grayrock!
—¡Presente!
La buena memoria del sargento, sin embargo, se vio súbitamente afectada por el hábito de pasar lista.
—¡Greene!
—¡Presente!
La respuesta fue nítida, perfectamente audible, no había margen para el error.
Se produjo un movimiento súbito e inevitable entre la tropa, como sacudidos los hombres por una corriente eléctrica. El sargento palideció y guardó silencio por unos instantes. Llegó a su lado el capitán y le dijo con rostro colérico:
—¡Repita ese nombre, sargento!
Parece claro que la Sociedad de Investigaciones Físicas no se ocupa, al menos de manera principal, de los fenómenos relacionados con lo desconocido.
—¡Bennett Greene! —gritó el sargento.
—¡Presente!
Todas las caras se volvieron en dirección al lugar del que salía aquella voz tan familiar. Los dos soldados entre los que formaba Greene, en razón de su estatura, se miraban con el horror dibujado en sus rostros.
—¡Diga otra vez ese nombre completo, sargento! —gritó de nuevo el capitán, convertido en una especie de inexorable investigador de lo oculto—. ¡Diga otra vez el nombre de ese muerto! —añadió, ahora con la voz temblorosa.
—¡Bennett Story Greene! —llamó el sargento.
—¡Presente!
En ese instante se dejó sentir un disparo de rifle, un solo disparo, que venía de más allá del frente. Los hombres no oyeron sólo el disparo, sino que sintieron también el silbido inequívoco de la bala.
—¿Qué demonios ha sido eso? —inquirió el capitán.
El teniente Dudley se acercó lentamente hasta el capitán.
—Aquí tiene la respuesta —dijo, mientras se abría la guerrera para mostrar un balazo en mitad del pecho, del que manaba sangre.
Acto seguido, el teniente Dudley cayó de rodillas e instantes después yacía muerto.
Poco más tarde aquel ejército llegaba a la primera línea de fuego para relevar a los hombres que hasta entonces habían sostenido el frente. Y en breve, victoriosa aquella tropa, no volvió a sonar un tiro.
De Bennett Greene, experto en ejecuciones castrenses, no se volvió a tener noticia.
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