Ambrose Bierce
(Meigs County, Ohio, 1842 - Chihuahua, México, 1914)


El hombre y la serpiente (1890)
(“The Man and the Snake”)
Originalmente publicado en el periódico The San Francisco Examiner
(29 de junio de 1890);
Tales of Soldiers and Civilians
(San Francisco: E. L. G. Steele, 1891, 300 págs.)



      En fuentes bien informadas se asegura —y lo confirman tantas personas que no sería ni sabio ni prudente contradecirlas—, que los ojos de la serpiente tienen la propiedad magnética de atraer, aun contra su voluntad, a aquellos que caen bajo su mirada, pereciendo miserablemente a causa de su mordedura.

I

      Recostado plácidamente en el sofá del cuarto, en bata y zapatillas, Harker Brayton sonrió al leer ese párrafo en el viejo libro de Morrister, Maravillas de la ciencia. «La única maravilla en todo esto —se dijo— es que los hombres de probada inteligencia y cultura de la época de Morrister hayan creído tonterías de las que se ríen en nuestros tiempos hasta los más ignorantes».
       Siguió reflexionando, pues era Brayton un hombre muy reflexivo; inconscientemente bajó el libro, sin cambiar la dirección de su mirada, sin embargo, y apenas hubo apartado el volumen de la altura de sus ojos, algo captó su atención desde un rincón en la penumbra del cuarto. Lo que veía, hundidos en la sombra, bajo su cama, eran dos pequeños destellos, separados entre sí apenas por una pulgada de distancia. Acaso no fuese más que el reflejo de la lámpara de gas que daba la luz justa para que pudiera leer, colgada de un clavo en la pared. No reparó más en ello y siguió leyendo.
       Un momento después, algo, un impulso que no se detuvo a analizar, no obstante tratarse de un hombre muy reflexivo, le obligó de nuevo a bajar el libro para buscar con la mirada lo que había observado antes. Allí seguían los destellos. Parecían aún más brillantes y poseían un cierto resplandor verdoso que no había percibido antes. Incluso le dio la impresión de que se habían movido, que se hallaban algo más cerca. Pero tampoco le concedió mayor atención; cosas de la penumbra, pensó; una cierta pereza, por lo demás, le hizo pensar que no merecía la pena levantarse para escrutar en la penumbra.
       De pronto, algo, cualquier cosa en el texto, le hizo concebir una idea inquietante; por tercera vez bajó el libro, dejándolo reposar sobre el brazo del sofá. El libro se deslizó entonces y cayó ruidosamente sobre el suelo de madera. A medias incorporado, Brayton escrutó la oscuridad debajo de su cama, donde los destellos persistían —le pareció— e incluso eran más intensos. Ahora sí se mostraba en verdad atento; ahora sí era ansiosa e imperativa su mirada. Tanto, que al fin se percató de la presencia de una gran serpiente, enrollada sobre sí misma, bajo su cama, sobre la pequeña alfombra. Los destellos eran sus ojos. La horrible cabeza se erguía pesadamente desde la parte interior del rollo de su cuerpo y descansaba en la última vuelta de la espiral, dirigida en todo momento hacia él, como para observar sus movimientos. El contorno de la mandíbula, ancha y estremecedora, su estúpida frente, servían pata advertir la dirección de la perversa mirada. Los ojos de la serpiente ya no eran dos simples puntos luminosos, pues miraban a los suyos con aviesa intención.


II

      Encontrarse una serpiente en el dormitorio de un edificio de la mejor construcción, y en una ciudad moderna, no es cosa tan común como en las casas de campo, por lo que cabe hacer algunas observaciones.
       Harker Brayton, hombre soltero, de treinta y cinco años, culto, elegante y bastante ocioso, atlético, rico y famoso, de buena salud, había regresado a San Francisco después de viajar por los más recónditos y extraños lugares del mundo. Sus gustos, siempre un poco extravagantes, incluso los propios de un sibarita, se habían exacerbado a causa de ciertas privaciones padecidas durante alguno de aquellos viajes, y como ni siquiera todo lo que ofrecía el Castle Hotel bastaba para dejarlo satisfecho, aceptó con gusto la hospitalidad de su amigo, un distinguido científico, el doctor Druring. La casa del doctor Druring, grande, antigua, situada en lo que es hoy un barrio oscuro y triste de la ciudad, tan lejos del esplendor de otro tiempo, mostraba un aspecto exterior de orgullosa dignidad y buena fortuna. Era, a todas luces, la casa más llamativa de todo el vecindario, que por aquel entonces comenzaba a venirse a menos, si bien lentamente… Era, igualmente, una casa a través de cuya observación se podía suponer que la habitaba un excéntrico, como suelen serlo los científicos.
       La casa tenía, en fin, alguna de esas características debidas al aislamiento común de los excéntricos… Una de esas características era un pabellón, irrelevante desde el punto de vista de su arquitectura, y hasta incongruente en cuanto a su porqué: constituía en sí mismo una mezcla de laboratorio, de zoológico y de museo. Allí era donde el doctor daba rienda suelta a su vocación, estudiando las formas de la vida animal que mayor interés despertaban en él y hasta coincidían con sus gustos; unos gustos que propendían, hay que señalarlo, hacia las especies inferiores. Los animales, para caer en gracia a sus refinados sentidos de científico excéntrico, debían conservar algunas características rudimentarias que los vincularan con los dragones de la prehistoria, como es el caso de los sapos y de las serpientes. Las simpatías del doctor, pues, estaban decididamente volcadas en el género de los reptiles. Adoraba las especies digamos pedestres; se describía, muy orgulloso él, como «el Zola de la zoología». A su esposa y a sus hijas, que para su desgracia no compartían tan iluminada curiosidad por los trabajos y mucho menos por los hábitos de tan notable científico, las excluía austera e inútilmente del serpentario —no habían pretendido jamás pisarlo, ésa es la verdad—, sentenciándolas a la compañía de sus pares, aunque para aligerar los rigores de su suerte, y merced a la gran fortuna de que era dueño, les daba autorización para que superasen en la casa el brillo que sus reptiles mostraban en el serpentario, por lo que todas ellas, es cierto, lucían con gran esplendor su belleza.
       En lo que a la arquitectura y mobiliario se refiere, el serpentario gozaba de una severa sencillez, de acuerdo con la humilde condición de sus ocupantes, a muchos de los cuales, como es lógico, no se les podía dejar en libertad, por cuanto atesoraban la molesta particularidad de que estaban vivos. En su propio hábitat, sin embargo, no sufrían ningún tipo de restricción, digamos personal, salvo aquella que los protegiese del funesto hábito de morderse los unos a los otros. Y como le habían advertido prolijamente a Brayton, era común encontrarse a alguno de aquellos seres, a veces en lugares donde resultaba un tanto complicado explicar su presencia. Pero a pesar del serpentario y sus pavorosas asociaciones —a lo que no dio mucha importancia, en cualquier caso—, Brayton encontraba muy de su gusto la estancia en la mansión de los Druring.


III

      Más allá de la primera sorpresa y de un cierto estremecimiento, provocado por la repugnancia, el señor Brayton no pareció muy afectado al descubrir a la serpiente. Pensó primero en hacer sonar la campanilla para llamar a un sirviente de la casa, pero aunque el cordón colgaba a su alcance, desistió de inmediato. Quizá le habrían tomado por un cobarde, aunque no podía decirse otra cosa que aceptar que, al menos allí y en ese preciso momento, lo era en cierta medida… Tenía algo de miedo… Pero prefería aguantarse el miedo a hacer el ridículo. Una situación tan desagradable como absurda. Pero no quería quedar mal ante las damas de la casa, tan exquisitas.
       El reptil, por lo demás, pertenecía a una especie desconocida por Brayton. Sólo podía conjeturar su longitud; en la zona más gruesa parecía del tamaño de un brazo. ¿Y cuál y cuánto sería su peligro, si lo tenía? ¿Era una serpiente venenosa? ¿Era una constrictor? Su conocimiento de las señales que del peligro de la naturaleza tenía, no le permitía darse una respuesta fiel. Nunca antes se había visto obligado a descifrar un código semejante, a pesar de lo mucho y en muy malas condiciones que había viajado.
       La criatura, en cualquier caso, le resultaba repugnante, fuese o no peligrosa. Una criatura fuera de lugar, de trop… Una impertinencia más que evidente. Ni siquiera el bárbaro gusto imperante en nuestro tiempo y en nuestro país —que ha sobrecargado las paredes con cuadros, el piso con muebles y los muebles con adornos— daba lugar a ese trozo de vida salvaje… Además —¡oh, qué insoportable idea!—, las exhalaciones de su aliento se mezclaban con el mismo aire que él respiraba. Tales pensamientos fueron cobrando forma en su mente de forma tan afilada, que Brayton no tuvo otro remedio que decirse que había que hacer algo, que era necesario abandonar aquellas hirientes meditaciones y pasar a la acción. Es, en suma, lo que solemos llamar un proceso de consideración de las circunstancias; algo que requiere de un alto grado de decisión, en definitiva. Así es, por lo demás, como se diferencian los listos de los tontos, los juiciosos de los aletargados por su propio magma mental; así es como una hoja marchita y arrastrada por los vientos del otoño muestra mayor o menor inteligencia que las demás hojas, cayendo sobre la tierra o sobre las aguas de un lago, sin dejarse arrastrar por el viento hasta los vertederos. El secreto de las acciones humanas no es tal, pues se trata de un secreto a voces; un espasmo que contrae nuestros músculos. ¿Tiene alguna importancia que a los cambios necesarios para ello, que hacen instintivamente nuestras moléculas, les demos el nombre tan simple de voluntad?
       Brayton se incorporó, alerta para retroceder lentamente y sin molestar con sus movimientos a la serpiente, para poder llegar bien a la puerta. Así es como los hombres se retiran de la presencia de los más grandes, pues la grandeza supone poder y el poder es, siempre y en cualquier circunstancia, una amenaza. Brayton estaba seguro de que conseguiría retroceder sin tropezarse con nada. Si la criatura monstruosa lo seguía, aquel mal gusto que decoraba las paredes con cuadros había provisto igualmente a la habitación de una más que notable panoplia en la que había armas orientales que no podían por menos que evocar actos sanguinarios; lo más necesario, en su caso, para defenderse. Mientras, los ojos de la serpiente ardían, más perversos y malévolos que antes.
       Brayton levantó su pie derecho para dar el primer paso hacia atrás. Pero no pudo evitar sentirse inundado por un inequívoco sentimiento de vergüenza al hacerlo. «En esta casa se me considera un hombre valiente —pensó—, pero no estoy muy seguro de que el valor sea otra cosa que orgullo… ¿Me puedo permitir la cobardía de retroceder poco a poco y con mil precauciones, sólo porque no hay nadie ahora mismo que me pueda ver?».
       Tenía la mano derecha sobre el respaldo de una silla, suspendido en el aire el pie.
       —¡Esto es absurdo! —dijo entonces en voz alta—. No soy tan cobarde como para tener miedo de descubrir a los otros mis temores…
       Levantó el pie un poco más, doblando ligeramente la rodilla, y lo plantó entonces con decisión en el suelo, algo más atrás, sólo un poco más atrás que el otro pie… No pudo saber cómo lo hizo. Un intento con el pie izquierdo tuvo el mismo resultado: le quedó algo más atrás que el derecho. La mano aferraba el respaldo de la silla, con el brazo más extendido ahora, levemente, apenas perceptible aquella extensión; el brazo, rígido, tiraba de la silla, como si no se atreviese a soltar aquel apoyo. La pérfida cabeza de la serpiente se erguía como para contemplar la maniobra. No se había movido, no se había desenrollado aún, pero sus ojos tenían destellos eléctricos, como si lanzasen contra él un sinfín de agujas luminosas.
       Brayton estaba muy pálido; más bien, tenía su rostro un tono color ceniza. Volvió a retroceder un paso, y luego otro, siempre muy lentamente, arrastrando con suavidad la silla. No pudo, empero, evitar que la silla cayese al suelo, haciendo un gran estrépito al estrellarse contra la madera del piso. Sintió el pobre hombre que lanzaba un gemido; mas la serpiente no emitió ruido alguno, ni se movió, aunque sus ojos eran ahora dos soles deslumbrantes; toda la serpiente, en fin, parecía agazapada tras sus ojos, que emitían ondas concéntricas de ricos y vividos colores, los cuales, a medida que crecían sucesivamente, se desvanecían como las pompas de jabón al caer al suelo. Ondas que parecían acercarse hasta casi tocar su cara, pero que de inmediato se alejaban a distancias que deseaba Brayton inimaginables. En algún lugar sonaba un tambor, con súbitas interrupciones de una música lejana e inusitadamente dulce, como si saliera de las notas de un arpa. Reconoció la melodía del sol naciente en la estatua de Memmon y tuvo la grata sensación de hallarse junto al Nilo, entre los juncos de sus riberas, escuchando a través del silencio de los siglos aquel himno inmortal.
       La música cesó. Poco a poco fue transformándose insensiblemente en el ruido distante de una tormenta de truenos que se desvanece. Ante sus ojos se extendía un paisaje bañado por el sol y la lluvia, surcado por un hermoso arco iris que enmarcaba en su curva excesiva hasta un centenar de bellas ciudades. A mitad de camino, una inmensa serpiente lucía una gran corona y levantaba la cabeza desde sus espectaculares circunvoluciones para mirarlo mejor… Tenía los mismos ojos de su difunta madre. De pronto, aquel paisaje encantado pareció ocultarse tras el telón en el acto final de un drama y desapareció en el vacío. Algo golpeó con mucha dureza su cara y su plexo. Cayó al suelo. Sangraba por la nariz, que supo tenía rota, y por los labios hinchados. Así estuvo un momento, aturdido, con los ojos cerrados y la barbilla hundida en el pecho, pero se recuperó pronto. Advirtió entonces que la caída, al desviarle la vista del prodigio, había roto aquel encantamiento que le había cautivado. Tuvo la certeza de que si mantenía apartados de allí los ojos podría retroceder. Pero la idea de tener a una serpiente a tan corta distancia —aunque no la viera—, una serpiente que quizá pretendiese enroscarse en su cuello, era en verdad terrible. Levantó la cabeza y miró, valiente, aquellos ojos malditos. Y quedó otra vez encantado.
       La serpiente no se había movido. Parecía haber perdido sus poderes sobre la imaginación: ya no se repetían aquellas magníficas imágenes de unos momentos antes. Bajo aquella cabeza achatada y estúpida, descerebrada, las cuencas negras de los ojos simplemente resplandecían como antes, con una expresión de malignidad inefable. Era como si la criatura monstruosa, segura de su inminente triunfo, hubiese decidido no poner en práctica su astucia seductora última.
       Pero sucedió una escena espantosa. El hombre postrado en el suelo, a muy corta distancia de la vil criatura, levantó la parte superior del cuerpo, apoyándose en los codos, hacia atrás la cabeza, extendidas las piernas al máximo… Tenía la cara tan blanca que parecía enharinada, y había puntitos rojos, de sangre, en su frente, en la nariz, en la barbilla y en las mejillas; sus ojos estaban desmesuradamente abiertos y de sus labios goteaba lenta y espesa espuma mientras unas fuertes convulsiones sacudían su cuerpo, haciéndolo temblar como tiemblan en el aire las serpentinas. Consiguió doblarse sobre el estómago, buscando a la vez acercarse cuanto más pudiera a la serpiente, moviendo para ello las piernas hacia los lados e impulsándose sobre los codos, aunque con las manos abiertas y extendidas como si quisiera evitar aquel avance.


IV

      El doctor Druring y su esposa estaban sentados en la biblioteca de la casa. El doctor Druring tenía muy buen humor aquel día.
       —Querida, acabo de hacerme con un magnífico ejemplar de ophiophagus —anunció a su esposa.
       —¿Y qué es eso? —preguntó ella sin mostrar el menor interés.
       —¡Cuán grande es tu ignorancia, cariño! Si después de casarse, un hombre descubre que su esposa nada sabe ni de latín ni de griego, tendrá todo el derecho del mundo a pedir el divorcio… El ophiophagus, querida, como su propio nombre lo indica, es una serpiente que se come a las otras…
       —Pues a ver si se come a todas las que tienes —dijo ella mientras se acercaba la lámpara con aire ausente—. ¿Y cómo se las come? Bueno, me imagino que hipnotizará primero a las otras serpientes, ¿no?
       —Una tontería semejante sólo se te podría ocurrir a ti, cariño —dijo el doctor con cierta petulancia—. Parece mentira que digas esas cosas, sabiendo lo mucho que me molesta cualquier alusión vulgar a las supersticiones populares que hablan del poder hipnótico de las serpientes…
       Interrumpió tan grata conversación un alarido que rompió de rincón a rincón el silencio de la casa. Era como la voz de un demonio que gritase en su tumba. Se dejó sentir una y otra vez, claramente. Ambos saltaron para ponerse en pie, confuso el hombre y muy asustada la mujer. No había desaparecido el eco del último grito cuando el doctor ya estaba fuera del salón, subiendo la escalera de dos en dos peldaños. En el corredor, ante la habitación que habían ofrecido a Brayton, ya había algunos sirvientes. Se lanzaron contra la puerta, que cedió fácilmente. Brayton yacía de bruces, muerto. Tenía la cabeza y los brazos parcialmente ocultos bajo la cama. Tiraron de los pies y dieron la vuelta al cuerpo. Su cara estaba cubierta de sangre y espuma, desorbitados sus ojos.
       —Ha debido de morir de un síncope —dijo aquel gran hombre de ciencia, dejándose caer de rodillas junto al cadáver y poniendo la mano sobre el pecho de Brayton para comprobar si aún le latía el corazón.
       Mas cuando así estaba se le ocurrió apartar la vista del cadáver, lo que llevó su mirada bajo la cama.
       —¡Santo cielo! —gritó el doctor Druring—. ¿Qué demonios hace esto aquí?
       Raudo metió el brazo bajo la cama, sacó a la serpiente y la arrojó hacia el otro extremo de la habitación. Con un sonido áspero se deslizó sobre la madera del piso encerado hasta chocar contra la pared, donde quedó inmóvil. Era una serpiente disecada. Por eso tenía dos botones por ojos.




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