Antón
Chéjov
(Ucrania, 1860 -
Alemania, 1904)
El álbum(1884)
(“Альбом”)
Originalmente publicado en la revista Fragmentos [Añicos] (5 de mayo de 1884),
con el seudónimo «A. Chejonté»;
Obras completas (1899)
El consejero administrativo
Craterov, delgado y seco como la flecha del Almirantazgo, avanzó
algunos pasos y, dirigiéndose a Serlavis, le dijo:
—Excelencia: Constantemente
alentados y conmovidos hasta el fondo del corazón por vuestra gran
autoridad y paternal solicitud...
—Durante más de diez años—le
sopló Zacoucine.
—Durante más de diez años...
¡Hum!... en este día memorable, nosotros, vuestros subordinados,
ofrecemos a su excelencia, como prueba de respeto y de profunda
gratitud, este álbum con nuestros retratos, haciendo votos porque
vuestra noble vida se prolongue muchos años y que por largo tiempo
aún, hasta la hora de la muerte, nos honréis con...
—Vuestras paternales enseñanzas
en el camino de la verdad y del progreso—añadió Zacoucine,
enjugándose las gotas de sudor que de pronto le habían invadido la
frente—. Se veía que ardía en deseos de tomar la palabra para
colocar el discurso que seguramente traía preparado.
—Y que—concluyó—vuestro
estandarte siga flotando mucho tiempo aún en la carrera del genio,
del trabajo y de la conciencia social.
Por la mejilla izquierda de
Serlavis, llena de arrugas, se deslizó una lágrima.
—Señores—dijo con voz
temblorosa—, no esperaba yo ésto, no podía imaginar que
celebraseis mi modesto jubileo. Estoy emocionado, profundamente
emocionado y conservaré el recuerdo de estos instantes hasta la
muerte. Creedme, amigos míos, os aseguro que nadie os desea como yo
tantas felicidades... Si alguna vez ha habido pequeñas dificultades...
ha sido siempre en bien de todos vosotros...
Serlavis, actual consejero de
Estado, dio un abrazo a Craterov, consejero de estado administrativo,
que no esperaba semejante honor y que palideció de satisfacción.
Luego, con el rostro bañado en lágrimas como si le hubiesen
arrebatado el precioso álbum en vez de ofrecérselo, hizo un gesto
con la mano para indicar que la emoción le impedía hablar. Después,
calmándose un poco, dijo unas cuantas palabras más muy afectuosas,
estrechó a todos la mano y, en medio del entusiasmo y de sonoras
aclamaciones, se instaló en su coche abrumado de bendiciones. Durante
el trayecto sintió su pecho invadido de un júbilo desconocido hasta
entonces y de nuevo se le saltaron las lágrimas.
En su casa le esperaban nuevas satisfacciones. Su familia, sus amigos
y conocidos, le hicieron tal ovación que hubo un momento en que
creyó sinceramente haber efectuado grandes servicios a la patria y
que hubiese sido una gran desgracia para ella que él no hubiese
existido. Durante la comida del jubileo no cesaron los brindis, los
discursos, los abrazos y las lágrimas. En fin, que Serlavis no
esperaba que sus méritos fuesen premiados tan calurosamente.
—Señores—dijo en el momento
de los postres—, hace dos horas he sido indemnizado por todos los
sufrimientos que esperan al hombre que se ha puesto al servicio, no ya
de la forma ni de la letra, si se me permite expresarlo así, sino del
deber. Durante toda mi carrera he sido siempre fiel al principio de
que no es el público el que se ha hecho para nosotros, sino nosotros
los que estamos hechos para él. Y hoy he recibido la más alta
recompensa. Mis subordinados me han ofrecido este álbum que me ha
llenado de emoción.
Todos los rostros se inclinaron
sobre el álbum para verlo.
—¡Qué bonito es!—dijo Olga,
la hija de Serlavis—. Estoy segura de que no cuesta menos de
cincuenta rublos. ¡Oh, es magnífico! ¿Me lo das, papá? Tendré
mucho cuidado con él... ¡Es tan bonito!
Después de la comida, Olga se
llevó el álbum a su habitación y lo guardó en su secreter. Al día
siguiente arrancó los retratos de los funcionarios tirándolos al
suelo y colocó en su lugar los de sus compañeras de pensión. Los
uniformes cedieron el sitio a las esclavinas blancas. Colás, el hijo
pequeño de su excelencia, recortó los retratos de los funcionarios y
pintó sus trajes de rojo. Colocó bigotes en los labios afeitados y
barbas oscuras en los mentones imberbes. Cuando no tuvo más que
colorear recortó siluetas y les atravesó los ojos con una aguja,
para jugar con ellas a los soldados. Al consejero Craterov lo pegó de
pie en una caja de cerillas y lo llevó colocado así al despacho de
su padre.
—Papá, mira un monumento.
Serlavis se echó a reír, movió la cabeza y, enternecido, dio un
sonoro beso en la mejilla a Nicolás.
—Anda, pilluelo, enséñaselo a
mamá para que lo vea ella también.
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