Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


Ana al cuello (1895)
[Otros títulos en español:
“Anna colgada al cuello”, “Ana en el cuello”, “Una Anna colgada del cuello”]

(“Анна на шее”)
Originalmente publicado en la revista Noticias de Rusia (número 292, 22 de octubre de 1895);
Obras completas (1903)


1

      No hubo siquiera un refrigerio después de la ceremonia; los novios tomaron una copa cada uno y salieron para la estación. En vez de cena y alegre baile de bodas, en vez de música y danza, habría una peregrinación de doscientas verstas. Muchos aprobaban esto, diciendo que Modest Alekseich ya no era joven y ocupaba un alto puesto en el escalafón; y que una boda bullanguera quizá no hubiera resultado del todo decorosa; además, eso de tocar música cuando un funcionario de cincuenta años se casaba con una chica que apenas había cumplido los dieciocho hubiera sido fastidioso. Se decía también que Modest Alekseich, como hombre de principios que era, hacía este viaje al monasterio para dar a entender a su joven esposa que hasta en el matrimonio daría la primacía a la religión y la moral.
       Acompañaron a los novios. La muchedumbre de parientes y colegas esperaban vaso en mano a que saliera el tren para gritar «¡vivan los novios!», y Piotr Leóntich, el padre de la novia, ya ebrio y muy pálido, con uniforme de profesor y sombrero de copa, se empinaba hacia la ventanilla con su vaso en la mano y decía con voz suplicante:
       —¡Anniuta! ¡Annia! ¡Annia, sólo una palabra!
       Anna bajó la cabeza por la ventanilla y él, envolviéndola en un vaho de vino, le dijo algo al oído —nadie pudo entender nada— y le hizo la señal de la cruz sobre el rostro, el pecho y las manos. Durante la escena respiraba entrecortadamente y tenía los ojos brillantes de lágrimas. Los hermanos de Anna, Petia y Andriusha, estudiantes de secundaria, le retenían por los faldones del frac y murmuraban avergonzados:
       —¡Basta, papá! ¡Papá, que no debes!…
       Cuando arrancó el tren Anna vio a su padre correr unos instantes junto al vagón, tambaleándose y derramando el vino. ¡Y tenía una cara tan compasiva, tan bondadosa y culpable!
       —¡Vivaaa! —gritaba.
       Los novios se quedaron solos. Modest Alekseich paseó la mirada por el compartimento, colocó las cosas en las rejillas y, sonriendo, se sentó frente a su joven esposa. Era un funcionario de mediana estatura, bastante grueso, adiposo, bien cebado, con patillas colgantes y sin bigote. Su barbilla, rasurada, redonda y bien perfilada, parecía un talón. Lo más característico de su rostro era la ausencia de bigote, ese espacio vacío, recién afeitado, que gradualmente se convertía en mejilla grasa que temblaba como si fuera jalea. Mantenía una actitud grave, sus movimientos eran pausados y sus maneras blandas.
       —No puedo menos de recordar ahora un detalle —dijo sonriendo—. Hace cinco años, cuando Kosorotov recibió la orden de Santa Anna de segundo grado y fue a dar las gracias a Su Excelencia, éste le dijo: «De manera que tiene usted ahora tres Annas: una en el ojal de la solapa y dos al cuello»
[las condecoraciones rusas tenían varios grados. Las inferiores se colocaban en el ojal, mientras que las superiores se prendían del pecho o se colgaban del cuello]. Debo añadir que cabalmente por entonces la mujer de Kosorotov había vuelto a vivir con él. Era una mujer huraña y ligera de cascos que se llamaba Anna. Espero que cuando a mí me concedan la Santa Anna de segundo grado, Su Excelencia no tenga motivo de decirme lo mismo.
       Se sonrió con sus ojos chiquitos; y ella se sonrió también, azorada de pensar que este hombre podría besarla con sus labios gordezuelos y húmedos en cualquier momento y que ella ya no tendría derecho a impedírselo. Los blandos movimientos de su cuerpo rollizo la atemorizaban. Sentía repugnancia y pavor. Él se levantó sin prisa, se quitó del cuello la condecoración, se despojó del frac y del chaleco y se puso una bata.
       —Así se está mejor —dijo sentándose junto a Anna.
       Ella recordaba lo penosa que había sido la boda; le había parecido que el sacerdote, los invitados y todo el mundo en la iglesia la miraban con pena. ¿Por qué una chica tan simpática y tan mona como ella se casaba con este hombre tan poco interesante y ya entrado en años? Todavía esa misma mañana se había alegrado de ver que todo iba saliendo bien; sin embargo, a la hora de la boda y en este momento en el vagón se sentía culpable, engañada y en ridículo. Se había casado con un hombre rico y, no obstante, carecía de dinero, el traje de boda se lo habían confeccionado a crédito, y cuando hoy su padre y sus hermanos la acompañaban a la estación les notó en la cara que no tenían un kopek. ¿Cenarían esta noche? ¿Y mañana? Y sin saber por qué, le parecía que, sin ella, el padre y los chicos estarían con hambre, tan acongojados como la noche después del entierro de la madre.
       «¡Oh, qué desgraciada soy! —pensaba—. ¿Por qué soy tan desgraciada?».
       Con la torpeza del hombre grave inhabituado a tratar con mujeres, Modest Alekseich le tocó la cintura y le dio unas palmaditas en el hombro, mientras que ella pensaba en el dinero, en la madre y en la muerte de ésta. Cuando murió la madre, el padre, Piotr Leóntich, profesor de caligrafía y dibujo en la escuela secundaria, se dio a la bebida y con ello empezaron las estrecheces; los chicos no tenían zapatos ni chanclos, el padre fue llevado ante el juez de paz, llegó un oficial del juzgado a embargar los muebles… ¡Qué vergüenza! Anna se vio obligada a cuidar del padre alcohólico, a zurcir los calcetines de los hermanos, a ir a la compra, y cuando alababan su belleza, juventud y elegancia de modales, le parecía que todo el mundo notaba su sombrerillo barato y los agujeros de sus botas disimulados con tinta. Y por las noches, lágrimas, amén del pensamiento obsesivo e inquietante de que muy pronto despedirían a su padre de la escuela por su debilidad, y de que él no lo sobrellevaría y moriría como la madre. Pero he aquí que ciertas señoras conocidas de la familia empezaron a afanarse y a buscarle a Anna un buen partido. Pronto encontraron a este mismo Modest Alekseich, ni joven ni guapo, pero con dinero. Tenía unos cien mil rublos en el banco, sin contar una propiedad patrimonial que había dado en arrendamiento. Era hombre de principios, bien considerado de Su Excelencia. Según le decían a Anna, no sería difícil obtener de Su Excelencia una nota para el director de la escuela, o incluso para un vocal del consejo pedagógico, y no despedirían a Piotr Leóntich.
       Mientras recordaba estos detalles se oyó de pronto música cuyo sonido irrumpió por la ventanilla mezclado con el ruido de voces. El tren se detuvo en un apeadero. Al otro lado del andén, entre la muchedumbre, tocaban con viveza una armónica y un violín chillón, y de detrás de los altos abedules y álamos, de detrás de los chalets iluminados por la luna, llegaban los sones de una banda militar; de seguro que era noche de baile en esos chalets. Por el andén paseaban veraneantes y lugareños que se aprovechaban del buen tiempo para respirar el aire puro. También estaba Artinov, propietario de toda esa colonia veraniega, un ricacho moreno, alto, grueso, que por la cara parecía armenio, con ojos saltones y vestido de modo extraño. Llevaba una camisa desabotonada que dejaba ver el pecho, botas altas con espuelas, y del hombro le colgaba una capa negra que le arrastraba como si fuera la cola de un vestido. Tras él iban dos galgos con los hocicos puntiagudos casi a ras de tierra.
       A Anna le brillaban aún las lágrimas en los ojos, pero ya no se acordaba de su madre, ni del dinero, ni de la boda, sino que estrechaba la mano a estudiantes y oficiales conocidos suyos, riendo alegremente y hablando con rapidez:
       —¡Hola! ¿Cómo están ustedes?
       Bajó al andén, a la luz de la luna, y se puso de modo que la vieran en su espléndido vestido nuevo y con sombrero.
       —¿Por qué nos paramos aquí? —preguntó.
       —Porque es un apeadero —le respondieron—; están esperando el tren correo.
       Notando que Artinov la estaba mirando, entornaba los ojos con coquetería y hablaba en francés en voz alta. Y como tenía una voz tan melodiosa; y como sonaba música y se reflejaba la luna en el estanque; y como Artinov la miraba con avidez y curiosidad y era un conocido tunante donjuanesco; y como todo el mundo estaba alegre, ella también se sintió alegre de repente. Y cuando el tren se puso en marcha y sus amigos los oficiales se llevaron la mano a la visera en señal de despedida, ella ya estaba tarareando la polca de la banda militar, que retumbaba tras los árboles, mandaba en su seguimiento. Volvió a su compartimento tan gozosa como si en el apeadero la hubieran convencido de que, pasara lo que pasara, sería feliz sin remedio.
       Los novios estuvieron dos días en el monasterio y regresaron a la ciudad. Ocupaban una vivienda del gobierno. Cuando Modest Alekseich se iba al trabajo, Anna tocaba el piano, o lloraba de aburrimiento, o se acostaba en el sofá y leía novelas u hojeaba una revista de modas. Durante la comida, Modest Alekseich comía mucho y hablaba de política, de nombramientos, traslados y condecoraciones, de que había que trabajar duro, de que la vida en familia no es un deleite, sino un deber, de que un grano no hace granero pero ayuda al compañero, y de que él ponía la religión y la moral por encima de todas las cosas de este mundo. Y empuñando el cuchillo como si fuera una espada, exclamaba:
       —Todo hombre debe tener sus obligaciones.
       Anna se asustaba de escucharle, no podía comer y solía levantarse de la mesa con hambre. Después de la comida el marido se echaba un rato y roncaba ruidosamente y ella iba a visitar a su propia familia. El padre y los hermanos la miraban de un modo especial, como si momentos antes de llegar ella la hubieran estado censurando por haberse casado por interés con un hombre pesado, con un pelmazo a quien no quería. El frufrú de su vestido, las pulseras y, en general, su continente señoril los cohibía y ofendía. En presencia de ella se sentían violentos y no sabían de qué hablarle; pero, no obstante, la querían tanto como antes y todavía no se habían acostumbrado a comer solos. Ella se sentaba a comer con ellos sopa de coles, papilla y patatas fritas en grasa de cordero que olía a velas de sebo. Piotr Leóntich llenaba con mano temblorosa su vaso y bebía de prisa, con ansia, con repugnancia; luego bebía un segundo vaso, más tarde un tercero. Petia y Andriusha, muchachos pálidos y delgaduchos, de ojos grandes, tomaban la garrafa y decían azorados:
       —No debes, papá… Basta, papá.
       Anna también se inquietaba y le rogaba que no bebiera más, pero él estallaba de pronto y daba un puñetazo en la mesa.
       —No permito que nadie me vigile —gritaba—. ¡Mocosos! ¡Zángana! ¡Os echo a todos de aquí!
       Pero en su voz había un acento de debilidad y de bondad, y nadie se asustaba de él. Después de la comida solía engalanarse; pálido, con la barbilla llena de cortaduras de navaja de afeitar, estirando el cuello flaco, pasaba media hora larga ante el espejo, acicalándose, peinándose, retorciéndose el bigote negro, perfumándose, anudándose la corbata; luego se ponía los guantes y el sombrero de copa y salía a dar lecciones particulares. Si era día festivo se quedaba en casa pintando o tocando el armonio que chirriaba y gruñía. Trataba de arrancarle sonidos melodiosos acompañando su propio canto o bien regañaba a los chicos:
       —¡Miserables! ¡Granujas! ¡Habéis echado a perder el instrumento! Por las noches el marido de Anna jugaba a las cartas con los colegas que vivían bajo el mismo techo en las viviendas del gobierno. Cuando había partida se reunían las mujeres de los funcionarios, feas, mal vestidas, más ordinarias que cocineras, y empezaba el chismorreo, tan feo y chabacano como las mujeres mismas. De vez en cuando Modest Alekseich iba con Anna al teatro. Durante los entreactos no se apartaba de ella un paso y la llevaba del brazo por los pasillos y el vestíbulo. Cuando se inclinaba ante alguien, en seguida decía a Anna en voz baja: «Consejero de estado…, es recibido por Su Excelencia…» o bien: «Hombre de posibles…, tiene casa propia». Cuando pasaban ante el ambigú, a Anna le hubiera apetecido tomar algo dulce. Le gustaba el chocolate y la tarta de manzanas, pero no tenía dinero y le daba vergüenza pedírselo al marido. Él cogía una pera, la apretaba entre los dedos y preguntaba indeciso:
       —¿Cuánto es?
       —Veinticinco kopeks.
       —Vaya, hombre —decía volviéndola a su lugar; pero como hubiera sido embarazoso alejarse del ambigú sin comprar nada, pedía agua de Seltz y se bebía él sólo la botella; se le saltaban las lágrimas y Anna en esos momentos le aborrecía.
       O, enrojeciendo de repente, decía rápidamente a Anna: —¡Hazle una reverencia a esa señora anciana!
       —¡Pero si no la conozco!
       —No importa. Es la esposa del director de la oficina de Hacienda. ¡Te digo que le hagas una reverencia! —murmuraba con insistencia—. No se te va a caer la cabeza.
       Arma se inclinaba y, en efecto, no se le caía la cabeza, pero era penoso. Hacía todo lo que le mandaba el marido y se irritaba consigo misma porque se dejaba engañar como una tonta redomada. Se había casado con él sólo por interés, y ahora resultaba que tenía menos dinero que antes de casarse. Antes, por lo menos, su padre le daba de cuando en cuando una moneda de veinte kopeks, pero ahora no veía un cuarto. No podía tomar dinero a hurtadillas ni pedirlo, porque temía al marido y temblaba ante él. Le parecía que desde tiempo atrás llevaba en el alma el terror hacia ese hombre. Ya en su infancia el director de la escuela secundaria era para ella una fuerza terrible e imponente que se le venía encima como un nubarrón o como una locomotora dispuesta a arrollarla; otra fuerza semejante de la que se hablaba siempre en la familia y que, por algún motivo, todos temían era Su Excelencia; y había, por añadidura, una docena de fuerzas de menor cuantía, entre ellas los profesores de la escuela, con el bigote afeitado, severos, implacables; y ahora, por último, Modest Alekseich, hombre de principios, que hasta en la cara se parecía al director. En la fantasía de Anna todas estas fuerzas se fundían en una, que en forma de oso blanco, enorme y feroz, se abalanzaba sobre los débiles y los culpables como su padre; y ella no se atrevía a contradecir a su marido, sonreía forzadamente y expresaba un contento fingido cuando la acariciaba toscamente o le daba abrazos que, por lo afrentosos, le causaban terror.
       Sólo una vez se atrevió Piotr Leóntich a pedir prestados a su marido cincuenta rublos para pagar una deuda desagradable, pero…, ¡qué sufrimiento le costó!
       —Bueno, se los doy —dijo Modest Alekseich reflexionando—; pero le advierto que en adelante no le ayudo mientras no deje de beber. Esa debilidad es vergonzosa en un funcionario público. No puedo menos de recordarle el hecho, por demás conocido, de que ese vicio ha destruido a muchas gentes capaces que, de haber practicado la abstinencia, quizá hubieran llegado con el tiempo a alcanzar puestos elevados.
       Y seguían las frases largas: «en la medida en que…», «partiendo de esa base…», «en vista de lo que se acaba de decir…»; y el pobre Piotr Leóntich se moría de humillación y sentía unas ganas enormes de beber.
       Cuando los muchachos, por lo común con los zapatos rotos y los pantalones deshilachados, iban a visitar a Anna, también se veían obligados a escuchar sermones.
       —Todo hombre debe tener sus obligaciones.
       Pero no les daba dinero. No obstante, regaló a Anna sortijas, brazaletes y broches, diciendo que convenía tener tales cosas por si llegaba un día aciago. Y a menudo abría la cómoda de ella y hacía inventario para comprobar que todo estaba intacto.


2

      Mientras tanto llegó el invierno. Aún faltaba bastante para la Navidad cuando se anunció en el periódico local que el 29 de diciembre se celebraría el acostumbrado baile de invierno en el Palacio de la Nobleza. Todas las noches, después de la partida de cartas, Modest Alekseich cuchicheaba, agitado, con las esposas de sus colegas, miraba preocupado a Anna y luego se paseaba largo rato por la habitación pensando en algo. Por fin, una noche, ya bastante tarde, se detuvo ante Anna y dijo:
       —Debes hacerte un vestido de baile, ¿entiendes? Pero, por favor, consulta con Maria Grigorievna y con Natalia Kuzmínishna.
       Y le dio cien rublos. Ella los tomó, pero en lo de encargar un vestido no consultó con nadie, sino que habló sólo con su padre y trató de imaginarse cómo se hubiera vestido su madre para el baile. Su difunta madre iba siempre a la última moda y siempre se había esmerado con Anna, vistiéndola con elegancia, como una muñeca, y enseñándole a hablar francés y a bailar admirablemente la mazurca (durante cinco años antes de casarse había sido institutriz). Al igual que su madre, Anna se hacía un vestido nuevo de otro viejo, limpiaba los guantes con bencina, alquilaba joyas; y, también como su madre, sabía entornar los ojos, velar la voz, tomar posturas atrayentes, extasiarse cuando era necesario, y dar a su mirada una expresión melancólica y misteriosa. De su padre había heredado el pelo y los ojos oscuros, la nerviosidad y la manera de estar siempre acicalada.
       Cuando media hora antes de ir al baile, Modest Alekseich, sin levita, entró en el cuarto de su esposa a ponerse al cuello la condecoración ante el espejo, quedó prendado de su belleza y del esplendor de su aéreo y flamante atavío. Y peinándose las patillas decía complacido:
       —¡Conque así es mi mujer! ¡Conque así eres, Anniuta! —siguió diciendo y su voz tomó de pronto un timbre de entusiasmo—. ¡Yo te he hecho feliz a ti, y hoy tú puedes hacerme feliz a mí! Te ruego que te hagas presentar a la esposa de Su Excelencia. Te lo suplico. Con ayuda de ella puedo ascender a relator mayor.
       Fueron al baile. Ahí estaba el Palacio de la Nobleza y el conserje en el portal. El recibimiento aparecía lleno de perchas, de abrigos de pieles, de lacayos atareados y de damas escotadas que se protegían con los abanicos del viento penetrante. Olía a gas del alumbrado y a militares. Cuando Anna, subiendo la escalinata del brazo de su marido, oyó la música y se vio de cuerpo entero en un espejo enorme, iluminada por las luces innumerables, sintió despertarse el gozo en su alma y tuvo el mismo barrunto de felicidad que había experimentado aquella noche de luna en el apeadero. Caminaba orgullosa, segura de sí misma, con conciencia de ser señora y ya no muchacha, e imitando involuntariamente a su difunta madre en el modo de andar y los ademanes. También se sentía rica y libre por primera vez en su vida. Ni siquiera la cohibía la presencia del marido, y cuando cruzó el umbral del palacio adivinó por instinto que la proximidad de su viejo consorte de ningún modo la humillaba, antes bien ponía en ella el sello de picante misterio que tanto agrada a los hombres. En el gran salón tronaba ya la orquesta y empezaba el baile. Después de su vivienda del gobierno, Anna, abrumada por la luz, los colores abigarrados, la música, el bullicio, paseaba la mirada por la sala y pensaba: «¡Oh, qué hermoso!». Y en un solo golpe de vista reconoció entre la muchedumbre a todas sus amistades, a todos aquéllos a quienes tiempo atrás encontraba en las veladas y los paseos, a todos esos oficiales, profesores, abogados, funcionarios, hacendados, a Su Excelencia, a Artinov y a las damas de la alta sociedad, engalanadas, muy escotadas, guapas y feas, que ya habían ocupado sus puestos en las barracas y los pabellones del bazar de beneficencia para la venta en provecho de los pobres. Un oficial enorme con charreteras —ella le había conocido en la calle Staro-Kievskaia cuando era alumna de secundaria, pero ahora no recordaba su apellido— apareció como brotado del suelo y la invitó a un vals, y ella se alejó de su marido, rauda, con la sensación de ir navegando en un velero, bajo una fuerte tormenta, y de que su marido quedaba allá lejos en la orilla. Bailaba con pasión, con entusiasmo, el vals, la polca, la cuadrilla, pasando de mano en mano, atolondrada por la música y el barullo, mezclando el ruso y el francés, extasiada, riente, sin pensar en su marido, ni en nadie, ni en nada. Triunfaba con los hombres —ello era evidente— y no podía ser de otro modo, jadeaba de agitación, estrujaba febrilmente el abanico entre las manos y tenía ganas de beber. El padre, Piotr Leóntich, en un frac arrugado que olía a bencina, se acercó a ella con un platito de helado color de rosa.
       —Hoy estás encantadora —dijo mirándola con arrobo—. Nunca he lamentado tanto como ahora que te hayas casado… ¿Por qué? Sé que lo hiciste por nosotros, pero… —Con manos temblorosas sacó un pequeño fajo de billetes y dijo—: Hoy he cobrado las lecciones particulares y puedo pagar a tu marido lo que le debo.
       Ella le alargó el platillo y, arrebatada por alguien, se alejó, viendo fugazmente por encima del hombro de su pareja cómo su padre, deslizándose por el parqué, abrazaba a una señora y se la llevaba consigo por el salón.
       «¡Qué bueno es cuando no está bebido!», pensaba.
       Bailó la mazurca con el mismo oficial enorme, el cual se movía con aire grave e importante, como si se ahogara dentro de su uniforme, encogiendo el pecho y los hombros, y taconeando apenas; no tenía la menor gana de bailar; mientras que ella revoloteaba, excitándole con su belleza, con su busto medio descubierto. Sus ojos ardían, sus movimientos eran apasionados, en tanto que él parecía cada vez más indiferente y le alargaba la mano con benevolencia como si fuera un rey.
       —¡Bravo, bravo! —se oía exclamar al público.
       Pero poco a poco hasta el oficial enorme se vio prendido; se animó, se agitó y, entregándose al hechizo, se sintió poseído de frenesí; se movía ágilmente, con energía juvenil, y ella, por su parte, encogía los hombros y miraba con picardía, como si ahora ella fuera la reina y él un esclavo. Se le antojaba que los observaba todo el salón, que toda esa gente los admiraba y envidiaba. Apenas el oficial enorme le hubo dado las gracias cuando la multitud se abrió de pronto, los hombres se irguieron de un modo un tanto extraño, dejando caer los brazos. Era que se acercaba Su Excelencia, en frac con dos estrellas. Sí, era a ella a quien se acercaba Su Excelencia, porque la miraba directamente, de hito en hito, se sonreía dulzonamente y hacía movimientos masticatorios con los labios, lo que en él era costumbre cuando veía a mujeres guapas.
       —Encantado, encantado —empezó a decir—. Mandaré detener a su marido por habernos ocultado hasta ahora tamaño tesoro. Vengo a usted con un encargo de mi mujer —prosiguió dándole el brazo—. Debe usted ayudarnos… Sí, hay que concederle a usted un premio de belleza… como hacen en América… Sí, sí… los americanos… Mi mujer la espera con impaciencia.
       La condujo a una barraca, ante una señora entrada en años, cuyo rostro era en su parte inferior tan desproporcionadamente grande que parecía como si llevara una piedra gruesa en la boca.
       —Ayúdenos usted —dijo la señora con voz gangosa, como cantando—. Todas las mujeres guapas trabajan en el bazar de beneficencia y usted es la única que no hace más que pasearse. ¿Por qué no quiere usted ayudarnos?
       Se fue y Anna ocupó su sitio ante el samovar de plata y las tazas. En seguida empezó un comercio animado. Anna no aceptaba por una taza de té menos de un rublo y obligó al oficial enorme a tomar tres tazas. Llegó Artinov, el ricachón de ojos saltones, asmático; pero con indumentaria muy distinta de aquélla en que Anna le había visto en el verano, es decir, que iba de frac, como todos. Sin apartar los ojos de ella bebió una copa de champaña y pagó cien rublos, luego pidió té y le dio otros cientos —y todo ello sin decir palabra, atormentado por el asma—. Anna invitaba a los compradores y les cobraba el dinero, persuadida por completo de que sus miradas y sonrisas eran recibidas con profunda satisfacción. Ahora comprendía que había nacido exclusivamente para esta vida bulliciosa, brillante y risueña, con música, baile y admiradores, y el temor que antes había sentido de que había una fuerza que se abalanzaba sobre ella y amenazaba con arrollarla le parecía ahora ridículo. Ya no temía a nadie y sólo lamentaba que su madre no estuviera allí con ella para alegrarse de su éxito.
       Piotr Leóntich, pálido, pero todavía firme en sus piernas, se acercó a la barraca y pidió una copa de coñac. Anna se ruborizó, esperando que diría algo indecoroso (ya se avergonzaba de tener un padre tan pobre y ordinario), pero él bebió, pagó con un billete de diez rublos que sacó del fajo y se retiró altivamente sin despegar los labios. Algo después Anna vio que tomaba parte con una señora en el grand-rond, y ya entonces se tambaleaba y decía algo en voz alta que abochornaba a su pareja. Anna recordaba cómo en el baile de tres años antes su padre se había tambaleado y había gritado del mismo modo, con la consecuencia de que un inspector de policía tuvo que llevárselo a casa a dormir la borrachera; y al otro día el director amenazó con despedirle del servicio. ¡Qué inoportuno era este recuerdo!
       Cuando en las barracas se apagaron los samovares y las damas de beneficencia entregaron los ingresos a la señora de la piedra en la boca, Artinov condujo del brazo a Anna a la sala donde se servía una cena a todos los participantes en el bazar. Cenaban sólo unas veinte personas, pero era grande el bullicio. Su Excelencia propuso un brindis: «En este elegante comedor nos cumple beber por la prosperidad de los comedores económicos a cuyo auxilio se ha dedicado el bazar de hoy». Un general de brigada brindó por «la fuerza ante la cual cede incluso la artillería» y todos procedieron a chocar sus copas con las de las damas. ¡Estuvo bien, pero que muy bien!
       Cuando acompañaron a Anna a su casa ya amanecía y las cocineras iban a la compra. Gozosa, ebria, rebosante de nuevas impresiones, rendida, se desnudó, se dejó caer en la cama y se durmió en el acto.
       A las dos de la tarde la despertó la doncella para anunciarle que había venido de visita el señor Artinov. Se vistió de prisa y fue a la sala. Poco después de irse Artinov llegó Su Excelencia para darle las gracias por su participación en el bazar de beneficencia. Mirándola empalagosamente y mordiéndose los labios, le besó la mano, le pidió permiso para visitarla de nuevo y se marchó. Ella permaneció en medio de la sala, maravillada, embelesada, sin poder creer que tan súbitamente se hubiera producido un cambio en su vida, y un cambio tan asombroso; y en ese mismo momento entró su marido, Modest Alekseich, quien ahora se presentaba ante ella con esa expresión halagadora, dulzona, mitad respetuosa mitad servil, que estaba acostumbrada a ver en él en presencia de los poderosos y los ilustres; y con arrebato, con indignación, con desprecio, convencida de que ello no traería consecuencias, dijo pronunciando claramente cada palabra:
       —¡Salga usted de aquí, imbécil!
       Después de esto Anna no tuvo un solo día libre y tomaba parte en giras campestres, paseos y funciones teatrales. Todos los días volvía a casa al amanecer, se acostaba en el suelo de la sala y luego, en tono conmovido, decía a todo el mundo que dormía bajo las flores. Necesitaba mucho dinero, pero ya no temía a Modest Alekseich y gastaba el de este como si fuera propio; y ello sin solicitarlo ni exigirlo; simplemente le mandaba las facturas o unas notas que decían: «Entréguense al portador doscientos rublos», o bien «Páguense cien rublos en el acto».
       Por Pascua, Modest Alekseich recibió la Anna de segundo grado. Cuando se presentó a dar las gracias, Su Excelencia dejó el periódico que estaba leyendo y se hundió aún más en el sillón:
       —Conque tiene usted ahora tres Annas —dijo, examinando sus manos blancas con uñas sonrosadas—; una en el ojal de la solapa y dos al cuello.
       Modest Alekseich se llevó dos dedos a los labios para no soltar una carcajada y repuso:
       —Ahora hay que esperar la llegada al mundo del pequeño Vladimire. Me permito pedir a Vuestra Excelencia que sea el padrino.
       Aludía a la Orden de Vladimir de cuarto grado y ya imaginaba cómo referiría por todas partes este juego de palabras tan feliz en su agudeza y osadía; y hubiera dicho alguna otra sutileza igualmente feliz, pero Su Excelencia volvió a sumirse en su periódico y le despidió con un movimiento de cabeza.
       Anna se paseaba en troika por doquier, iba de caza con Artinov, hacía papeles en obras teatrales de un acto, asistía a cenas y visitaba a su familia cada vez con menos frecuencia. Ahora los miembros de ésta comían solos. Piotr Leóntich bebía más que antes, no había dinero y el armonio hacía ya tiempo que lo habían vendido para pagar deudas. Los muchachos ya no dejaban al padre salir solo e iban tras él para que no cayera. Y cuando por la calle Staro-Kievskaia pasaba Anna, en un coche tirado por dos caballos con un tercero de repuesto y con Artinov haciendo de cochero en el pescante, y se encontraba con su familia, Piotr Leóntich se quitaba el sombrero de copa y se preparaba a decirle algo a gritos, pero Petia y Andriusha le cogían del brazo y le decían con voz suplicante:
       —No debes, papá…, ¡ya basta, papá…!




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