Antón
Chéjov
(Ucrania, 1860 -
Alemania, 1904)
Aniuta(1886)
(”Анюта”)
Originalmente publicado en Añicos [Fragmentos], 8 (22 de febrero de 1886);
Relatos abigarrados [Пестрых рассказов] (1886, primera edición)
Obras completas, editadas por A. Marx (1889, tomo II)
Por la peor habitación del
detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de
tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba
en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio,
tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.
Junto a la ventana, cuyos
cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla,
cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco
años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.
En el reloj del corredor sonaron,
catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún
arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el
aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio,
lleno de agua enjabonada.
—El pulmón se divide en tres
partes —recitaba Klochkov—. La parte superior llega hasta cuarta o
quinta costilla...
Para formarse idea de lo que
acababa de decir, se palpó el pecho.
—Las costillas están dispuestas
paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano —continuó—
Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto
o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...
Aniuta interrumpió la costura, se
quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella,
frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.
—La primera costilla —observó—
es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la
segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás
delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué
te pasa?
—¡Tiene usted los dedos tan
fríos!...
—¡Bah! No te morirás... Bueno;
esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré...
Voy a dibujarlas...
Cogió un pedazo de carboncillo y
trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas,
correspondientes cada una a una costilla.
—¡Muy bien! Ahora veo claro.
Voy a auscultarte un poco. Levántate.
La muchacha se levantó y Klochkov
empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan absorto
en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las
manos de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo,
no se movía, temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no
me estoy quieta —pensaba— no saldrá bien de los exámenes.»
—¡Si, ahora todo está claro!
—dijo por fin él, cesando de golpear—. Siéntate y no borres los
dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del
pulmón. Y comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta.
Aniuta, con las rayas negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre
temblaba de frío y pensaba. Solía hablar muy poco, casi siempre
estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.
Klochkov era el sexto de los
jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años.
Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios
universitarios, habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la
habían olvidado hacía tiempo. Uno de ellas vivía en París, otros
dos eran médicos, el cuarto era pintor de fama, el quinto había
llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en terminar también sus
estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso la
celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni
azúcar, ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor
para llevarla al almacén, cobrar los veinticinco copecs y comprar
tabaco, té y azúcar.
—¿Se puede? —preguntaron
detrás de la puerta.
Aniuta se echó a toda prisa un
chal sobre los hombros.
Entró el pintor Fetisov.
—Vengo a pedirle a usted un
favor —le dijo a Klochkov—. ¿Tendría usted la bondad de
prestarme, por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un
cuadro y necesito una modelo.
—¡Con mucho gusto! —contestó
Klochkov—. ¡Anda, Aniuta!
—¿Cree usted que es un placer
para mí? —murmuró ella.
—¡Pero mujer! —exclamó
Klochkov—. Es por el arte... Bien puedes hacer ese pequeño
sacrificio.
Aniuta comenzó a vestirse.
—¿Qué cuadro es ése? —preguntó
el estudiante.
—Psiquis. Un hermoso asunto;
pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los días de
modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué
tiene usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo
unas medias que se destiñen...» Usted siempre a vueltas con la
Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia! Yo no podría...
—La Medicina exige un trabajo
serio.
—Es verdad... Perdóneme,
Klochkov; pero vive usted... como un cerdo. ¡Que sucio está esto!
—¿Qué quiere usted que yo le
haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce rublos
al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.
—Tiene usted razón; pero...
podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta
cultura no debe descuidar la estética, y usted... La cama deshecha,
los platos sucios...
—¡Es verdad! —balbuceó
confuso Klochkov—. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido
tiempo de arreglar la habitación.
Cuando el pintor y Aniuta se
fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no
tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después.
La siesta le había puesto de mal humor. Recordó las palabras de
Fetisov, y, al fijarse en la pobreza y la suciedad del aposento,
sintió una especie de repulsión. En un porvenir próximo recibiría
a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té en un
comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien
respetaría todo el mundo...; pero, a la sazón..., aquel cuarto sucio,
aquellos platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo... ¡Qué
asco! Aniuta, por su parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal
vestida, despeinada...
Y Klochkov decidió separarse de
ella en seguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la coronilla!
Cuando la muchacha, de vuelta,
estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con acento solemne:
—Escucha, querida... Siéntate y
atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya vivir
contigo.
Aniuta venía del estudio de
Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había
acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov sin decir
nada, temblándole los labios.
—Debes comprender que, tarde o
temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres una buena
muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.
Aniuta se puso de nuevo el abrigo
en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las agujas,
el hilo...
—Esto es de usted —dijo,
apartando unos cuantos terrones de azúcar.
Y se volvió de espaldas para que
Klochkov no la viese llorar.
—Pero ¿por qué lloras? —preguntó
el estudiante.
Tras de ir y venir, silencioso,
durante un minuto a través de la habitación, añadió con cierto
embarazo:
—¡Tiene gracia!... Demasiado
sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es inevitable. No
podemos vivir juntos toda la vida.
Ella estaba ya a punto, y se
volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a
despedirse. A Klochkov le dio lástima...
«Podría tenerla —pensó— una
semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le
diré que se vaya.»
Y, enfadado consigo mismo por su
debilidad, le gritó con tono severo:
—Bueno; ¿qué haces ahí como
un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te quitas el
abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!
Aniuta se quitó el abrigo sin
decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a
su silla de junto a la ventana.
Klochkov cogió su libro de
medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por el
aposento.
«El pulmón se divide en tres
partes. La parte superior...»
En el corredor alguien gritaba a voz en cuello:
—¡Grigory, tráeme el samovar!
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