Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


Un asesinato (1892)
[Otro título en español: “Ganas de dormir”]

(“Спать хочется”)
Originalmente publicado en en la sección “Notas volátiles”
de Gaceta de San Petersburgo, 24 (25 enero de 1888), firmado por “A. Chejonté”.
Хмурые люди [Gente sombría] (1890)
Obras completas (1899, vol. 5)



      Es de noche. Varka, la niñera, una muchacha de trece años, mece la cuna en la que duerme el bebé, y apenas tararea:
       —Duérmete, niño, duérmete ya…
       Ante el icono arde una lamparilla verde; una cuerda cruza la habitación, de un rincón a otro. En ella están colgados los pañales y unos pantalones grandes y negros. La lamparilla dibuja en el techo una gran sombra verde; los pañales y el pantalón proyectan sombras alargadas sobre la estufa, la cuna y Varka… Cuando titila la luz de la lamparilla, la mancha y las sombras cobran vida, como si el viento las moviera. Hace bochorno. Huele a sopa de col y a zapatería.
       El bebé llora. Hace rato que gimotea y llora, ya sin ganas, pero sigue gritando, y nadie sabe cuándo se calmará. Varka quiere dormir. Se le cierran los ojos, la cabeza se le cae hacia atrás, le duele el cuello. Ni siquiera puede mover los párpados ni los labios. Tiene la impresión de que su cara se ha secado, que es como la corteza de un árbol y que su cabeza se ha hecho tan diminuta como la cabeza de un alfiler.
       —Duérmete niño, duérmete ya… -tararea.
       En la estufa canta un grillo. En la habitación de al lado, tras la puerta, roncan su amo y Afanasi, el oficial… La cuna cruje y Varka runrunea. Todo esto se funde de noche hasta formar una música arrulladora, que es tan dulce escuchar cuando nos vamos a la cama. Sin embargo, ahora esa música solo irrita y agobia, porque es soporífera, y Varka no se puede dormir. Si se durmiera, los amos le pegarían.
       La lamparilla titila. La mancha verde y las sombras se ponen en movimiento, entran en los ojos entreabiertos e inmóviles de Varka, y en su mente adormilada se convierten en nebulosos sueños. Ve nubes oscuras que se persiguen por el cielo y gritan como el bebé. Sopla el viento y desaparecen las nubes, y Varka ve una carretera ancha cubierta de barro mojado; por la carretera una hilera de carruajes, pasa gente con costales al hombro, adelante y atrás flotan unas sombras. A ambos lados, a través de una densa y fría niebla, se ve un bosque. De pronto la gente de las alforjas y las sombras caen al suelo, sobre el barro mojado. “¿Qué pasa?”, les pregunta Varka. “¡Dormir, dormir!”, le responden. Y se duermen profunda, plácidamente, pero en los cables del telégrafo se posan las urracas y los cuervos, gritan como el niño y tratan de despertarles.
       —Duérmete niño, duérmete ya… -tararea Varka y se ve en una oscura y sofocante isba.
       En el suelo se revuelve su difunto padre, Efim Stepánov. Ella no lo ve, pero oye cómo gime y se retuerce de dolor en el suelo. Como él dice, “se le ha desatado la hernia”. El dolor es tan fuerte que no puede pronunciar palabra alguna; respira a duras penas y los dientes le castañetean:
       —Bu-bu-bu-bu…
       Su madre, Pelagueia, ha ido corriendo a la hacienda a decirle a los señores que Efim se muere. Hace rato que se fue y ya debería estar de vuelta. Varka está echada encima del homo, no duerme y permanece atenta al “bu-bu-bu” de su padre. Se oye a alguien acercándose a la isba. Los señores han enviado a un joven médico que ha venido invitado de la ciudad a su casa. No se le ve en la oscuridad, pero se oye cómo tose y abre la puerta.
       —Encienda una luz —dice.
       —Bu-bu-bu —responde Efim.
       Pelagueia se acerca al homo y se pone a buscar las cerillas. Transcurre un minuto de silencio. El médico busca en sus bolsillos y enciende una cerilla.
       —Ahora, doctor, ahora —dice Pelagueia, sale de la isba y regresa poco después con un cabo de vela.
       Las mejillas de Efim están lívidas, sus ojos brillan y su mirada es tan afilada que parece atravesar la isba y al médico.
       —Vamos a ver qué te ocurre, ¿eh? —le dice el médico, inclinándose ante él. ¿Hace mucho que tienes esto?
       —¿Qué? Me muero, doctor, me ha llegado la hora… No saldré vivo de esta…
       —¡No digas tonterías…! ¡Te curaremos!
       —Como quiera, doctor, le estoy profundamente agradecido, solo nosotros lo sabemos… Cuando la muerte viene a visitamos, no hay nada que hacer.
       El médico explora a Efim durante un cuarto de hora, luego se pone en pie y dice:
       —Yo no puedo hacer nada… Tienes que ir al hospital a que te operen. Ve ahora… ahora mismo. Es un poco tarde, en el hospital ya están durmiendo todos, pero no pasa nada, te voy a dar una nota. ¿Me oyes?
       —Doctor, ¿y en qué le llevamos? —pregunta Pelagueia—. No tenemos caballo.
       —No importa, se lo pediré a los señores, ellos dejarán un caballo.
       Sale el médico, la vela se apaga y se oye de nuevo “bu-bu-bu”. Al cabo de media hora alguien se acerca a la isba. Los señores han enviado un carro para ir al hospital. Efim se arregla y se va…
       Llega el día y hace una buena y clara mañana. Pelagueia no está en casa: ha ido al hospital a preguntar por Efim. Llora un niño y Varka oye que alguien le canta con su propia voz:
       —Duérmete niño, duérmete ya…
       Pelagueia regresa; se santigua y murmura:
       —Anoche le operaron, y esta mañana ha entregado su alma a Dios… Que el Señor le tenga en la gloria… Dicen que era tarde…, que debía haber ido antes…
       Varka va al bosque y llora, pero alguien le da una bofetada tan fuerte que se golpea la frente contra un abedul. Levanta la vista y ve al zapatero, su amo, ante ella.
       —¿Qué es esto, perra sarnosa? —le dice— ¡El niño llora y tú estás dormida!
       Le da un fuerte tirón de orejas, y ella sacude la cabeza, mece la cuna y tararea su canción. La mancha verde y las sombras del pantalón y de los pañales se agitan, le hacen un guiño y de nuevo se meten en su mente. De nuevo ve la carretera cubierta de barro mojado, la gente con los costales al hombro y las sombras echadas en el suelo, que duermen profundamente. Al mirarlas, Varka siente muchas ganas de dormir; de buen grado se echaría, pero Pelagueia, su madre, camina a su lado y le dice que se dé prisa… Las dos van a la ciudad a buscar trabajo.
       —¡Una limosna, por el amor de Dios! —pide la madre a los caminantes—. Tengan compasión, señores.
       —¡Dame el niño! —le responde una voz conocida—. ¡Dame el niño! —repite, enfadada, la misma voz— ¿Estas dormida, maldita?
       Varka se levanta de golpe, mira a su alrededor y comprende todo: no hay carretera, ni Pelagueia, ni caminantes, pero en el centro de la habitación está el ama, que viene a dar el pecho al bebé. Mientras el ama, gorda y ancha de hombros, amamanta y calma a su niño, Varka permanece de pie, la mira y espera a que acabe. Tras los cristales el aire se viste de azul, las sombras y la mancha verde del techo palidecen. Pronto será de día.
       —Toma —dice el ama, abrochándose el camisón—. Llora. Seguro que le han echado mal de ojo.
       Varka toma al bebé, lo mete en la cuna y lo mece otra vez. La mancha verde y las sombras se desvanecen poco a poco, y ya no hay nadie que se le meta en la cabeza y que nuble su mente. Aunque, como antes, tiene ganas, muchas ganas de dormir. Varka apoya la cabeza en el borde de la cuna y la mece con todo el cuerpo, para vencer el sueño, pero los ojos se le cierran y la cabeza le pesa cada vez más.
       —¡Varka, enciende la estufa! —resuena desde la habitación de al lado la voz del ama.
       Eso quiere decir que es hora de levantarse y de ponerse a trabajar. Varka deja la cuna y va al cobertizo a por leña. Está contenta. Cuando andas y corres, ya no tienes tantas ganas de dormir como cuando estás sentada. Lleva la leña, enciende la estufa y siente cómo se estira su entumecido rostro y cómo se aclaran sus ideas.
       —¡Varka, pon el samovar! —grita el ama.
       Varka parte algunas astillas y apenas las enciende y coloca en el samovar, oye una nueva orden:
       —¡Varka, limpia los chanclos del amo!
       Se sienta en el suelo, limpia los chanclos y piensa en lo agradable que sería meter la cabeza en un gran y profundo chanclo y dormirse un ratito… De pronto el chanclo crece y se ensancha, hasta ocupar toda la habitación. Varka deja caer el cepillo, pero enseguida cabecea y se le cierran los ojos. Procura entonces mantener la mirada despierta para que los objetos no crezcan y no se muevan.
       —¡Varka, friega la escalera de la calle: así da vergüenza cuando vienen los clientes!
       Varka friega la escalera, limpia la habitación, luego enciende otra estufa y va a la tienda. Trabaja mucho, no le queda ni un minuto libre.
       Pero nada le resulta tan pesado como pelar patatas de pie ante la mesa de la cocina. La cabeza se le cae a la mesa, la patata parece difuminarse, el cuchillo se le cae de la mano y, mientras tanto, el ama, gorda y severa, anda a su lado con las mangas remangadas y habla tan alto que le zumban los oídos. También es un martirio servir la comida, lavar, coser. Hay momentos en que desearía echarse al suelo y dormir sin ocuparse de nada.
       Pasa el día. Al ver cómo se oscurecen las ventanas, Varka se aprieta sus entumecidas sienes y sonríe sin saber por qué. La bruma del atardecer acaricia sus adormecidos ojos y le promete echar una cabezadita. Por la tarde acuden las visitas.
       —¡Varka, pon el samovar! —grita el ama.
       El samovar de los señores es pequeño, antes de que todas las visitas terminen de tomar el té, ha de calentarlo cinco veces. Tras el té, Varka permanece una hora entera de pie y sin moverse, mirando a las visitas, a la espera de recibir órdenes.
       —¡Varka, ve a comprar tres botellas de cerveza!
       Abandona la casa y procura ir corriendo, para ahuyentar el sueño.
       —¡Varka, ve a por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia el arenque!
       Por fin las visitas se van. Apagan las luces y los dueños se acuestan.
       —¡Varka, mece al bebé! —se oye la última orden.
       En la estufa canta el grillo; la mancha verde del techo y las sombras del pantalón y de los pañales se meten de nuevo por los ojos entreabiertos de Varka, centellean y le nublan la cabeza.
       —Duérmete niño, duérmete ya… -tararea.
       Y el niño grita y se desespera. Varka ve de nuevo la carretera sucia, a la gente con costales al hombro, a Pelagueia y a su padre Efim. Lo comprende todo, conoce a todos, solo que, adormilada, no logra entender cuál es la fuerza que la tiene atada de pies y manos, que la oprime y le impide vivir. Mira a su alrededor, busca esa fuerza para librarse de ella, pero no la encuentra. Finalmente, completamente exhausta, se esfuerza con toda su alma y aguza la vista, mira arriba, a la centelleante mancha verde y, tras escuchar atentamente el grito, descubre al enemigo que no le deja vivir.
       Ese enemigo es el niño.
       Se ríe. Se asombra: ¿cómo no ha podido entender antes algo tan sencillo? La mancha verde, las sombras y el grillo también parecen reírse y asombrarse.
       Esa falsa idea se apodera de Varka. Se levanta del taburete y, con una amplia sonrisa, sin pestañear, se pasea por la habitación. Le complace, y hasta le produce un cosquilleo, pensar que ahora se librará del niño que la tiene encadenada de pies y manos… Lo mataré y luego dormiré, dormiré, dormiré…
       Riéndose, haciendo guiños y amenazando con los dedos a la mancha verde, Varka se acerca cautelosamente a la cuna y se inclina sobre el bebé. Lo estrangula, se tumba rápidamente en el suelo, se ríe de la alegría de pensar que ahora podrá dormir, y al cabo de un minuto, duerme profundamente, como si estuviera muerta…




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