Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
En la barbería (1883)
[Otros títulos en español: “En la peluquería”]
(“В цирульне”)
Originalmente publicado, como “Drama en la barbería”, en la revista El espectador,
Núm. 10 (7 de enero de 1883);
Obras completas (con numerosas correcciones y cambios, incluido el título)
Es por la mañana. Aún no son las siete, pero la barbería de Makar Kuzmich Blestkin ya está abierta. El dueño, un joven de unos veintitrés años, sucio, vestido con ropas mugrientas que pretenden pasar por elegantes, está poniendo en orden el local. En realidad, no tiene nada que limpiar, pero el trabajo le ha hecho sudar. Aquí pasa una bayeta, allí rasca con la uña, más allá encuentra una chinche y la retira de la pared.
La barbería es pequeña, estrecha, destartalada. Las paredes de troncos están cubiertas de un empapelado que recuerda una camisa de cochero desteñida. Entre las dos ventanas con cristales mates y lacrimosos hay una puertecilla delgada, miserable, chimante, coronada por una campanilla medio verdosa por la humedad que tintinea de vez en cuando, sin razón aparente, se estremece y emite un sonido quejumbroso. Si miráis el espejo suspendido de una de las paredes, veréis vuestro rostro deformado en todos los sentidos de la manera más lamentable. Es delante de ese espejo donde el barbero corta los cabellos y afeita a sus clientes. En una mesita tan sucia y mugrienta como Makar Kuzmich, todo está dispuesto: peines, tijeras, navajas, fijadores y polvos de a kopek y agua de colonia muy diluida también de a kopek. La verdad es que toda la barbería no vale ni medio rublo.
El chirrido de la enfermiza campanilla suena por encima de la puerta y un hombre de edad madura, con zamarra de piel de cordero y botas de fieltro, entra en la barbería. Lleva la cabeza y el cuello cubiertos por un chal de mujer.
Es el padrino de Makar Kuzmich, Erast Ivánich Yágodov. Antaño trabajaba como guardián en el consistorio, ahora vive cerca del Estanque Rojo y ejerce el oficio de cerrajero.
—¡Buenos días, Makar! —le dice al barbero, que sigue ocupado en su labor de limpieza.
Se besan. Yágodov se quita el chal de la cabeza, se santigua y se sienta.
—¡Sí que queda esto lejos! —dice, carraspeando—. No es poca cosa. Del Estanque Rojo a la puerta de Kaluga.
—¿Qué tal le va?
—Nada bien, hermano. He tenido fiebre.
—¿Qué me dice? ¡Fiebre!
—Fiebre. He pasado un mes en cama; creí que me moría. Me administraron la extremaunción. Ahora se me cae el cabello. El doctor me ha ordenado que me lo corte. Dice que me saldrá un pelo nuevo y más fuerte. Entonces pensé: vete a ver a Makar. Antes que ir a cualquier otro sitio, vale más ir a casa de un pariente. Lo hará mejor y no te cobrará nada. Queda un poco lejos, es verdad, pero ¿qué importa? Así te darás un paseo.
—No faltaría más. ¡Siéntese!
Makar Kuzmich, chocando los talones, le señala una silla. Yágodov se sienta, se mira en el espejo y parece satisfecho con lo que ve: en el cristal aparece una jeta torcida, con labios de calmuco, una nariz ancha y chata y ojos en la frente. Makar Kuzmich cubre los hombros de su cliente con una servilleta blanca salpicada de manchas amarillas y empieza a manejar las tijeras.
—¡Se lo voy a cortar al rape! —dice.
—Naturalmente. Que tenga aspecto de tártaro o de bomba. Así nacerá más tupido.
—¿Qué tal está la tía?
—Bien. Hace poco asistió al parto de la mujer del comandante. Le dieron un rublo.
—Un rublo, nada menos. ¡Agárrese la oreja!
—Ya lo hago… No me cortes, ten cuidado. ¡Ay, qué daño! Me tiras del pelo.
—No es nada. En nuestro oficio es imposible hacer las cosas de otra manera. Y ¿qué tal se encuentra Anna Erástovna?
—¿Mi hija? Estupendamente. El miércoles de la semana pasada se prometió en matrimonio con Sheikin. ¿Por qué no viniste?
El ruido de las tijeras se interrumpe. Makar Kuzmich deja caer los brazos y pregunta con terror:
—¿Quién se ha prometido?
—Anna.
—¿Cómo es posible? ¿Con quién?
—Con Prokofi Petrov Sheikin. Su tía trabaja como gobernanta en el callejón Zlatoustenski. Es una buena mujer. Naturalmente, todos estamos muy contentos, alabado sea Dios. La boda se celebrará dentro de una semana. Ven, nos correremos una juerga.
—Pero ¿qué me dice? —pregunta Makar Kuzmich, pálido, sorprendido, encogiéndose de hombros—. ¡No puedo creerlo! ¡Es… es totalmente imposible! Si Anna Erástovna… si yo… si yo albergaba sentimientos por ella, tenía intenciones. ¿Cómo ha ocurrido algo así?
—Pues ya lo ves. Se han prometido, eso es todo. Es un buen hombre.
El rostro de Makar Kuzmich se cubre de un sudor frío. Deja las tijeras en la mesa y empieza a frotarse la nariz con el puño.
—Tenía intenciones… —dice—. ¡No es posible, Erast Ivánich! Yo… estoy enamorado y le he ofrecido mi corazón… La tía había dado su consentimiento. Siempre le he respetado como a un padre… Siempre le corto el pelo gratis… Siempre me he mostrado servicial con usted y, cuando mi padre murió, se quedó usted con el sofá y diez rublos en dinero que no me ha devuelto. ¿Se acuerda usted?
—¡Cómo no voy a acordarme! Claro que me acuerdo. Pero ¿qué clase de novio serías tú, Makar? No tienes dinero, ni posición, te ocupas de un oficio insignificante…
—Y ¿Sheikin es rico?
—Sheikin es maestro de obras. Tiene quinientos rublos en títulos. Así es, hermano… Di lo que quieras, pero el asunto está cerrado. No es posible dar marcha atrás, Makar. Búscate otra novia… No es el fin del mundo… ¡Bueno, sigue cortando! ¿Qué haces ahí parado?
Makar Kuzmich guarda silencio y no se mueve de su sitio; luego se saca un pañuelo del bolsillo y se echa a llorar.
—¡Bueno, basta! —le consuela Erast Ivánich—. ¡Déjalo ya! ¡Sollozas como una mujer! Acaba de cortarme el pelo y llora luego todo lo que quieras. ¡Coge las tijeras!
Makar coge las tijeras, durante un minuto las mira con aire abstraído y a continuación vuelve a dejarlas sobre la mesa. Le tiemblan las manos.
—¡No puedo! —dice—. ¡Ahora no puedo, me faltan las fuerzas! ¡Soy muy desdichado! ¡Y ella también! Nos queríamos, nos habíamos prometido, pero personas sin corazón y sin piedad nos han separado. ¡Váyase, Erast Ivánich! No puedo verle.
—En ese caso volveré mañana, Makar. Terminarás de cortarme el pelo mañana.
—De acuerdo.
—Cálmate. Vendré mañana por la mañana, a primera hora.
Con la mitad de la cabeza pelada al rape, Erast Ivánich parece un presidiario. Le resulta molesto irse con esa pinta, pero no hay nada que hacer. Se envuelve la cabeza y el cuello con el chal y sale. Una vez solo, Makar Kuzmich se sienta y sigue llorando en silencio.
Al día siguiente, por la mañana temprano, Erast Ivánich aparece de nuevo en la barbería.
—¿Qué se le ofrece? —le pregunta Makar Kuzmich con frialdad.
—Acaba de cortarme el pelo, Makar. Aún te queda la mitad de la cabeza.
—Págueme por adelantado. No trabajo gratis.
Erast Ivánich se marcha sin pronunciar palabra. Hasta la fecha sigue teniendo el pelo largo en una mitad de la cabeza y corto en la otra. Considera un lujo pagar por un corte de pelo y espera a que los cabellos cortados crezcan por sí mismos. Así fue a la boda.
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