Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
¡Chist! (1899)
[Otros títulos en español: “Chisss…”, “¡Tssss!”]
(“Tccc!”)
Originalmente publicado en la revista Fragmentos, Núm. 46 (15 de noviembre de 1899);
Discursos inocentes (1887);
Obras completas (vol. 1, 1899, editada por Adolf Marx)
Iván Krasnukin, periodista de
no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante
desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de
alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita
suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de
un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su
hermana:
—¡Estás molido, moralmente
agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate
en tu despacho y escribe! ¿Y a ésto se llama vida? ¿Por qué no ha
descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un
escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está
alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo,
matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la
melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi
niño, que mi mujer está de parto!... Dice todo esto agitando los
brazos y moviendo los ojos desesperadamente... Luego entra en el
dormitorio y despierta a su mujer.
—Nadia—le dice—, voy a
escribir... Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir si
los niños chillan, si las cocineras roncan... Procura que tenga té
y... un bistec, ¿eh?... Ya lo sabes, no puedo escribir sin té... El
té es lo que me sostiene cuando trabajo.
Aquí nada es resultado del azar,
del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota
una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y
retratos de grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen
de Belinski con una página doblada, una página de periódico,
plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado
en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: "¡Vil!"
También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos
cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes
del género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni
siquiera un segundo, el libre impulso creador...
Krasnukin se recuesta contra el
respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación
del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando las zapatillas y parte
unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta
del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del
cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en
oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer
no cesa de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las
puertecillas de la estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre
unos ojos asustados y olfatea el aire.
—¡Dios mío, el óxido de
carbono!—gime con una mueca de mártir—. ¡El óxido de carbono!
¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el
nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!
Corre a la cocina y se extiende en
lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le
lleva, caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza
de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos
cerrados, abismado en su tema. está inmóvil, tamborilea ligeramente
en su frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su
mujer... Su rostro tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace
un momento.
Igual que una jovencita a quien se
le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un
buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta
las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si
se sintiese mal o entrecierra los ojos con aire lánguido, como un
gato tumbado sobre un sofá... Por último, y no sin vacilaciones,
adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia de
muerte, escribe el título...
—¡Mamá, agua!—grita la voz
de su hijo.
—¡Chist!—dice la madre—.
Papá escribe. Chist...
Papá escribe a toda velocidad,
sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los
bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr
de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: “¡Muy bien, amigo mío!
¡Qué marcha!”
—¡Chist!—rasguea la pluma.
—¡Chist!—dicen los escritores
cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa.
Bruscamente, Krasnukin se endereza,
deja la pluma y aguza el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es el
inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich, que está
rezando sus oraciones.
—¡Oiga!—grita Krasnukin—.
¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.
—Perdóneme—responde
tímidamente Nicolaievich.
—¡Chist!
Cuando ha escrito cinco páginas,
Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira al reloj.
—¡Dios mío, ya son las tres!—gime—.
La gente duerme y yo... ¡sólo yo estoy obligado a trabajar!
Roto, agotado, con la cabeza
caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le
dice con voz lánguida:
—Nadia, dame más té. Estoy sin
fuerzas...
Escribe hasta las cuatro y
escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese
agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los
objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le
atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño
hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he
ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano
doméstico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y
sin talento que solemos ver en las salas de redacción!
—Estoy tan agotado que me
costará trabajo dormirme...—dijo al acostarse—. Nuestro trabajo,
un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el
cuerpo que el alma... Debería tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo
de que si no fuera por mi familia dejaría este trabajo!... ¡Escribir
de encargo! ¡Esto es horrible!
Duerme hasta las doce o la una,
con un sueño profundo y tranquilo... ¡Ay, cuánto más dormiría
aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un
escritor o un editorialista famoso o al menos un editro conocido!...
—¡Ha escrito toda la noche!—cuchichea
su mujer con gesto apurado—. ¡Chist!
Nadie se atreve a hablar ni andar,
ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría
caro profanar.
—¡Chist!—se oye a través de
la casa—. ¡Chist!
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