Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Una desgracia (1886)
[Otros títulos en español: “La desgracia”]
(“Несчастье”)
Originalmente publicado Tiempo nuevo [Но́вое вре́мя] (16 de agosto de 1886);
En el crepúsculo [сумерках] (1887, con correcciones);
Obras completas (vol. III, edición de Adolf Marks, 1899-1901)
Sofia Petrovna, esposa del notario Lubiántsev, una mujer joven y hermosa, de unos veinticinco años, paseaba lentamente por el cortafuego del bosque con el abogado Ilín, vecino suyo de veraneo. Eran algo más de las cuatro de la tarde. Sobre la franja talada se habían condensado unas nubes blancas y esponjosas; por debajo de ellas aparecían, aquí y allá, retazos de un cielo intensamente azul. Las nubes permanecían inmóviles, como prendidas en la cima de los altos y viejos pinos. No se movía una hoja, el aire era sofocante.
A lo lejos, la franja quedaba cortada por el pequeño terraplén de la línea del ferrocarril; en aquella ocasión andaba por allí, vaya a saber por qué, un centinela armado con un fusil. Inmediatamente después del terraplén, se veía el blanco edificio de una iglesia de seis cúpulas con las planchas del tejado cubiertas de herrumbre…
—No esperaba encontrarle a usted aquí —decía Sofia Petrovna mirando al suelo y moviendo con la punta de la sombrilla las hojas del año anterior—, pero ahora estoy contenta de haberle encontrado. Necesito hablar con usted seria y definitivamente. Se lo ruego, Iván Mijáilovich, si usted realmente me ama y me respeta, ¡ponga fin a sus persecuciones! Me sigue usted como una sombra, siempre me mira con ojos aviesos, me declara su amor, me escribe cartas extrañas y… ¡y no sé cuándo va a terminar todo esto! Dígame, ¿a qué puede conducir? ¡Dios mío!
Ilín callaba. Sofia Petrovna dio todavía unos pasos y prosiguió:
—Y este cambio brusco se ha producido en usted en unas dos o tres semanas, tras cinco años de conocernos. ¡No le reconozco, Iván Mijáilovich!
Sofia Petrovna miró de reojo a su acompañante. Él, entrecerrando los ojos, contemplaba atentamente las esponjosas nubes. La expresión de su rostro era iracunda, encaprichada y distraída, como la del hombre que sufre y, al mismo tiempo, se ve obligado a escuchar sandeces.
—¡Me sorprende que usted mismo no lo pueda comprender! —prosiguió Lubiántseva, encogiéndose de hombros—. Comprenda que está usted ideando un juego no muy bonito que digamos. Yo estoy casada, amo y respeto a mi marido… tengo una hija… ¿Es posible que para usted todo esto no cuente en absoluto? Además, como viejo amigo mío, conoce usted mi punto de vista sobre la familia… sobre los cimientos de la familia en general…
Ilín carraspeó con cierto despecho y suspiró.
—Los cimientos de la familia… —balbuceó—. ¡Oh, Dios!
—Sí, sí… Amo a mi marido, le respeto y, en cualquier caso, estimo la paz familiar. Antes me dejaré matar que ser la causa de la desgracia de Andréi y de su hija… Por el amor de Dios, se lo ruego, Iván Mijáilovich, déjeme en paz. Seamos, como antes, buenos amigos, acabe con todos estos suspiros y ayes que no le cuadran. ¡Decidido y zanjado! Ni una palabra más sobre el asunto. Hablemos de otra cosa.
Sofia Petrovna volvió a lanzar otra mirada de soslayo al rostro de Ilín. Él seguía mirando hacia lo alto, estaba pálido y se mordía, irritado, los trémulos labios. Lubiántseva no comprendía por qué se ponía furioso ni de qué se indignaba, pero su palidez la conmovió.
—No se enfade, seamos amigos… —dijo con ternura—. ¿De acuerdo? Aquí tiene mi mano.
Ilín tomó con sus dos manos la manita regordeta de ella y se la llevó, despacio, a los labios.
—No soy un colegial —balbuceó—. No me seduce en lo más mínimo la amistad con la mujer amada.
—¡Basta, basta! Decidido y zanjado. Hemos llegado al banco, sentémonos…
A Sofia Petrovna se le llenó el alma de una dulce sensación de tranquilidad: lo más difícil y vidrioso ya estaba dicho, la dolorosa cuestión estaba ya resuelta y terminada. Ahora ya podía ella respirar sin angustia y mirar a Ilín directamente a la cara. Le miró y un sentimiento egoísta de superioridad de la mujer amada sobre el enamorado le inundó el alma como una dulce caricia. Le agradaba que aquel hombre fuerte, un verdadero gigantón, de rostro viril y enojado, de gran barba negra, inteligente, culto y, según dicen, de talento, se hubiera sentado, obediente, a su lado y hubiera bajado la cabeza. Permanecieron dos o tres minutos sentados, en silencio.
—Todavía no hay nada resuelto ni zanjado… —empezó Ilín—. Usted me habla como si estuviera leyendo un librito de moral: “Amo y respeto a mi marido… los cimientos de la familia…”. Todo esto lo sé sin usted, y aún puedo decirle más. Le digo con toda sinceridad y honradez que considero mi conducta delictiva e inmoral. ¿Qué más puede pedirse? Pero ¿a qué decir lo que de todos es sabido? En vez de soltar frases huecas, mejor sería que me explicara: ¿qué debo hacer?
—Ya se lo he dicho: ¡haga un viaje!
—Ya he salido cinco veces, usted lo sabe muy bien, y las cinco he vuelto a medio camino. Puedo mostrarle los billetes de los trenes directos, los conservo todos. ¡No tengo suficiente voluntad para huir de su lado! Lucho, lucho terriblemente, pero ¿para qué diablos sirvo yo, si carezco de temple, si soy débil y apocado? ¡No puedo luchar contra la naturaleza! ¿Comprende? ¡No puedo! Huyo de aquí, pero ella me retiene por los faldones. ¡Maldita, abominable impotencia!
Ilín se puso colorado, se levantó y echó a andar junto al banco.
—¡Rabio como un perro! —refunfuñó, apretando los puños—. ¡Me odio, me desprecio! Dios mío, me arrastro, como un jovenzuelo depravado, tras una esposa ajena, escribo cartas idiotas, me humillo… ¡eh!
Ilín se agarró la cabeza, carraspeó y se sentó.
—¡Y encima, su falta de sinceridad! —prosiguió con amargura—. Si está usted contra mi juego, nada bonito, ¿por qué ha venido aquí? En mis cartas le pido solo una respuesta categórica y franca: sí o no. Y usted, en vez de darme una respuesta franca, ¡se las arregla todos los días para encontrarse “casualmente” conmigo y me suelta citas de un librito de moral!
Lubiántseva se asustó y se puso como la grana. Experimentó de pronto una desazón como la que sienten las mujeres honradas cuando alguien las sorprende desnudas.
—Diríase que tiene usted sospechas de que yo trame un juego… —balbuceó ella—. Yo siempre le he dado a usted una respuesta franca y… ¡y hoy le he suplicado!
—¡Bah! ¿Acaso se suplica, en estas cuestiones? Si de buen comienzo me hubiese dicho: “¡Largo de aquí!”, haría tiempo que me habría largado, pero usted no me lo ha dicho. No me ha respondido francamente ni una sola vez. ¡Extraña indecisión! Como hay Dios, o está usted jugando conmigo o…
Ilín dejó la frase sin concluir y apoyó la cabeza en los puños. Sofia Petrovna empezó a rememorar su conducta, desde el comienzo hasta el fin. Recordó que todos aquellos días no solo de hecho, sino incluso en sus más recónditos pensamientos, se había rebelado contra el galanteo de Ilín. Reconocía, sin embargo, que en las palabras del abogado había una pizca de verdad. Pero no sabía cuál era esa verdad, y por más que pensara no supo qué decir a Ilín en respuesta a su queja. Callar resultaba incómodo, y dijo, encogiéndose de hombros:
—Encima seré yo la culpable.
—No la culpo por su falta de sinceridad —suspiró Ilín—. Se lo he dicho así porque se me ha ocurrido… Su falta de sinceridad es natural y está en el orden de las cosas. Si las personas se pusieran de acuerdo y se volvieran de pronto sinceras, todo se iría al diablo.
Sofia Petrovna no se sentía con muchos deseos de filosofar, pero se alegró de que se le presentara una oportunidad para variar de conversación.
—¿Por qué? —preguntó.
—Porque solo son sinceros los salvajes y los animales. Dado que la civilización ha introducido en la vida la necesidad de algo tan cómodo como es, por ejemplo, la virtud de la mujer, la sinceridad está fuera de lugar…
Ilín, enojado, se puso a hurgar en la arena con el bastón. Lubiántseva le estaba escuchando sin comprender mucho de lo que él le decía, pero la conversación le gustaba. Le gustaba, en primer lugar, que un hombre de talento hablase con ella, una mujer como muchas, y que tratara de “problemas complicados”, y, además, le proporcionaba una gran satisfacción observar los movimientos de aquel rostro joven, pálido, animoso y aún enfadado. Muchas cosas no las comprendía, y, sin embargo, para Lubiántseva resultaba clara aquella hermosa valentía del hombre contemporáneo, la valentía con que él, sin titubear y sin turbarse en lo más mínimo, resolvía grandes problemas y establecía conclusiones definitivas.
De pronto la mujer se dio cuenta de que le estaba admirando y se asustó.
—Perdone, pero no le comprendo —se apresuró a decir—, ¿por qué se ha puesto a hablar de la falta de sinceridad? Se lo ruego una vez más: sea un buen amigo, de buen corazón, ¡déjeme en paz! ¡Se lo pido con toda sinceridad!
—Está bien ¡seguiré luchando! —suspiró Ilín—. Lo haré de buen grado… Pero difícilmente sacaré nada de mi lucha. O me meteré una bala en la frente o… me pondré a beber de la manera más estúpida. ¡Nada bueno me espera! Todo tiene sus límites, también los tiene la lucha contra la naturaleza. Dígame, ¿cómo se puede luchar contra la locura? Si uno bebe vino, ¿cómo logrará vencer la excitación? ¿Qué puedo hacer yo si su imagen se ha clavado en mi alma y se yergue de manera obsesiva ante mis ojos, día y noche, como ahora este pino? Bueno, explíqueme, ¿qué hazaña he de llevar a cabo para liberarme de ese estado abyecto y desdichado, cuando todos mis pensamientos, deseos y sueños no me pertenecen a mí, sino a cierto diablo que ha tomado posesión de mi ser? Yo la amo, la amo hasta el punto de haber salido de mis carriles, he abandonado mi trabajo y a mis amigos. ¡Me he olvidado de Dios! ¡En mi vida había amado así!
Sofia Petrovna, que no esperaba semejante viraje, inclinó el cuerpo, como alejándose de Ilín, y le miró, asustada, la cara. Vio las lágrimas apuntándole en los ojos, los labios trémulos, una expresión famélica y suplicante que se le había derramado por todo el rostro.
—¡La amo! —balbuceaba él, acercando sus ojos a los grandes ojos asustados de ella—. ¡Es usted tan hermosa! Sufro, aunque le juro que me pasaría toda la vida sentado aquí, sufriendo y mirándola a los ojos. Pero… ¡cállese, se lo suplico!
Sofia Petrovna, como cogida por sorpresa, comenzó a pensar deprisa, muy deprisa, con qué palabras podría detener a Ilín. “¡Me iré!”, decidió, pero no había tenido tiempo aún de iniciar un movimiento para levantarse, cuando Ilín se había hincado de rodillas a sus pies… Le abrazaba las piernas, la miraba a la cara y hablaba con pasión, con ardor, con elocuencia. El miedo y el vértigo impedían a Sofia Petrovna oír las palabras del hombre; no sabía por qué, en ese momento de peligro, cuando las rodillas se le doblaban agradablemente, como en un baño tibio, la mujer buscaba con cierta malignidad viperina un sentido a sus sensaciones. La ponía furiosa que todo su ser, en vez de alzarse con la protesta de la virtud, estuviera colmado de una sensación de impotencia, de pereza y de vacío, como le ocurre al borracho a quien nada le arredra. Solo en el fondo del alma cierto lejano pedacito se burlaba malignamente como diciendo: “¿Por qué no te vas? ¿Tiene que ser así, pues? ¿Sí?”.
Buscando un sentido en sí misma, no comprendía por qué no había retirado la mano a la que Ilín se había pegado como una sanguijuela, ni a qué santo se apresuraba ella a mirar, al mismo tiempo que Ilín, a derecha e izquierda por si alguien estuviera observando. Pinos y nubes permanecían inmóviles y miraban severos, a la manera de los viejos preceptores, que ven la travesura, pero se comprometen, por dinero, a no denunciarla a la dirección. El centinela se había quedado plantado, como un poste, en el terraplén y, al parecer, miraba hacia el banco.
“¡Que mire!”, pensó Sofia Petrovna.
—Pero… pero ¡escúcheme! —articuló ella, por fin, con acento desesperado—. ¿A qué conducirá todo esto? ¿Qué sucederá después?
—No lo sé, no lo sé… —musitó él, agitando la mano como para liberarse de pensamientos desagradables.
Se oyó el silbido ronco y temblón de una locomotora. Este sonido frío y ajeno de la vida cotidiana sobresaltó a Lubiántseva.
—No tengo tiempo… ¡es la hora! —dijo ella, levantándose rápidamente—. Llega el tren… ¡Viene Andréi! Ha de cenar.
Sofia Petrovna se volvió, con el rostro encendido, hacia el terraplén. Primero se arrastró despacio la locomotora, tras ella aparecieron los vagones. No era el tren de cercanías, como creía Lubiántseva, sino uno de carga. Los vagones, en largo rosario, como los días de la vida humana, se extendieron, uno tras otro, sobre el blanco fondo de la iglesia, ¡parecían no tener fin!
Pero he aquí que el tren terminó de pasar y el último vagón, con los faroles y el guardafrenos, desapareció tras el follaje. Sofia Petrovna dio bruscamente media vuelta y, sin mirar a Ilín, retrocedió a toda prisa por el claro del bosque. Ya se había dominado. Roja de vergüenza, ofendida no por Ilín, no, sino por su propia falta de carácter, por la desvergüenza con que ella, una mujer virtuosa y honesta, había permitido que un extraño le abrazara las rodillas, no pensaba más que en llegar cuanto antes a su casa de veraneo, junto a su familia. El abogado apenas podía seguirla. Al dejar el claro doblando por un estrecho sendero, ella le echó una mirada tan rápida que solo le vio las rodillas polvorientas, y le hizo un signo con la mano para que no la siguiera.
Ya en su casa, Sofia Petrovna permaneció unos cinco minutos inmóvil en su habitación, mirando ora la ventana ora su mesa de escribir…
—¡Infame! —se insultaba—. ¡Infame!
A despecho de sí misma, recordaba con todos los detalles, sin ocultar nada, que todos aquellos días se había opuesto a los galanteos de Ilín, pero se había sentido inclinada a ir a su encuentro para tener una explicación con él; más aún, cuando él se había arrodillado a sus pies, Sofia Petrovna había experimentado un placer insólito. Lo recordaba todo, sin compadecerse, y, muerta de vergüenza, ganas sentía de darse unas bofetadas.
“Pobre Andréi —pensaba, procurando imprimir en su rostro una expresión lo más tierna posible al recordar a su marido—. ¡Varia, mi pobre niñita, no sabe qué madre tiene! ¡Perdonadme, queridos! Os quiero mucho… ¡mucho!”.
Y, deseando probarse a sí misma que todavía era una buena esposa y una buena madre, que la corrupción aún no había atacado los “cimientos” de que había hablado a Ilín, Sofia Petrovna corrió a la cocina y se puso a gritarle a la cocinera por no haber preparado aún la mesa para Andréi Ilich. Se esforzaba en imaginarse el aspecto cansado y hambriento del marido, cómo le dirigiría en voz alta palabras de compasión y cómo le serviría con sus propias manos la cena, cosa que nunca hacía. Después fue a buscar a su hija Varia, la levantó en brazos y la abrazó con calor. La pequeña le parecía pesada y fría, pero no quería confesárselo, y se puso a explicarle cuán bueno, honesto y cariñoso era su papá.
En cambio, cuando poco después llegó Andréi Ilich, apenas le saludó. La oleada de sentimientos afectados se había desvanecido sin haberle demostrado nada; solo la había irritado y enfurecido por su falsedad. Sofia Petrovna estaba sentada junto a la ventana, sufría, se enojaba. Solo cuando los golpea la desgracia los hombres pueden comprender cuán difícil es dominar los propios sentimientos y pensamientos. Sofia Petrovna contaba, luego, que se había producido en ella “tal revoltijo, que le resultaba tan difícil entender algo como contar una bandada de gorriones en vuelo veloz”. Al ver, por ejemplo, que no se alegraba de la llegada del marido, que no le gustaba la manera en que él se conducía en la mesa, llegó de súbito a la conclusión de que empezaba a odiarle.
Andréi Ilich, decaído por el hambre y la fatiga, atacó el salchichón, mientras esperaba que le sirvieran la sopa, y lo comió con avidez, masticando ruidosamente y moviendo las sienes.
“Dios mío —pensaba Sofia Petrovna—, yo le amo y lo respeto, pero… ¿por qué mastica de manera tan repugnante?”.
En sus pensamientos la confusión no era menor que en sus sentimientos. Lubiántseva, como todas las personas poco experimentadas en la lucha contra los pensamientos desagradables, se aplicaba con todas sus fuerzas a no pensar en su desventura, pero cuanto más celo ponía en su esfuerzo, tanto más nítida aparecía en su mente la imagen de Ilín, el polvo de sus rodillas, las esponjosas nubes, el tren…
“¿Por qué he ido hoy, estúpida de mí?”, se atormentaba. “¿Es posible que no pueda fiarme de mí misma?”.
El miedo tiene los ojos grandes. Cuando Andréi Ilich terminaba de comer su último plato, ella ya había tomado una firme decisión: ¡contárselo todo al marido y huir del peligro!
—Andréi, he de hablar contigo seriamente —empezó a decir después de la cena, cuando su marido se quitaba la levita y las botas altas para echarse a descansar.
—Tú dirás.
—¡Vayámonos de aquí!
—Hum… ¿Adónde? Es pronto aún para volver a la ciudad.
—No, hagamos un viaje o algo por el estilo…
—Un viaje… —balbuceó el notario, desperezándose—. También yo sueño con esto, pero ¿de dónde saco el dinero y a quién confío el bufete?
Luego, tras reflexionar un poco, añadió:
—Realmente, te aburres. ¡Vete tú de viaje, si quieres!
Sofia Petrovna estuvo de acuerdo, pero enseguida pensó que Ilín se alegraría de la oportunidad, y que haría el viaje con ella, en el mismo tren, en el mismo vagón… Cavilaba y contemplaba a su esposo, ya harto, pero aún decaído. Sin saber por qué, detuvo su mirada en los pies de él, minúsculos, casi femeninos, enfundados en calcetines a rayas, de cuyas puntas sobresalían unos hilos…
Tras la cortina desplegada, zumbaba y se daba golpes contra el cristal un abejorro. Sofia Petrovna contemplaba los hilos, escuchaba el zumbido del insecto e imaginaba cómo haría el viaje… Ilín se queda sentado vis-à-vis día y noche, sin apartar de ella los ojos, enojado por su impotencia y pálido por dolores del alma. Se llama joven depravado, la regaña, se tira de los cabellos, pero, cuando se hace la oscuridad, aprovecha un momento en el que los pasajeros se adormecen o bajan en una estación, se hinca ante ella de rodillas y le abraza las piernas, como entonces, junto al banco…
Se dio cuenta de que estaba soñando…
—Escucha, ¡sola no me voy! —dijo ella—. ¡Tienes que hacer el viaje conmigo!
—¡Sófochka, deja de fantasear! —suspiró Lubiántsev—. Hay que ser serio y desear solo lo posible.
“¡Me acompañarás, cuando te enteres!”, pensó Sofia Petrovna.
Decidida a hacer un viaje a toda costa, se sintió fuera de peligro. Poco a poco se ordenaron sus pensamientos, se puso de buen humor y hasta se permitió pensar en todo; como quiera que pienses, como quiera que sueñes, ¡es necesario partir! Mientras el marido dormía, fue oscureciendo… Sofia Petrovna estaba en el salón, tocando el piano. La animación vespertina que reinaba al otro lado de las ventanas, los sones de la música, pero, sobre todo, la idea de que era una mujer muy sensata y había sabido vencer al mal, acabaron alegrándola definitivamente. Otras mujeres en su lugar, le decía su conciencia tranquilizada, con toda probabilidad no habrían resistido, se habrían dejado arrastrar por el torbellino; ella, en cambio, casi se muere de vergüenza, había sufrido y ahora escapaba de un peligro que, quizá, ni siquiera existía. La conmovía tanto su virtud y su decisión que hasta se contempló unas tres veces en el espejo.
Cuando ya había oscurecido, llegaron las visitas. Los hombres se retiraron al comedor para jugar a las cartas; las damas ocuparon el salón y la terraza. El último en presentarse fue Ilín. Estaba triste, sombrío, como enfermo. Se sentó en el extremo del diván y no se levantó de allí en toda la velada. Por lo común alegre y parlanchín, esa vez permanecía callado, fruncido el ceño, y se restregaba los ojos. Cuando se veía obligado a responder a una pregunta, sonreía con gran esfuerzo, solo con el labio superior, y respondía de manera entrecortada e iracunda. Unas cinco veces quiso decir agudezas, pero le salieron desabridas e impertinentes. Sofia Petrovna le creía próximo al histerismo. Solo ahora, sentada al piano, comprendió por primera vez que aquel desdichado no estaba para bromas, que tenía el alma enferma y no sabía dónde meterse. Por ella aquel hombre echaba a perder los mejores días de su carrera y de su juventud, se gastaba el último dinero veraneando, había abandonado a su suerte a madre y hermanas, y, aún más importante, se consumía en atormentadora lucha consigo mismo. El más simple sentido de humanidad obligaba a tratarlo en serio…
De todo esto tenía Sofia Petrovna clara conciencia, hasta que le dolió el corazón, y, si en ese momento se hubiera acercado a Ilín y le hubiera dicho “¡no!”, en su voz habría habido una fuerza a la que resultaría difícil no doblegarse. Pero no se le acercó, no dijo nada, ni siquiera pensó hacerlo… Al parecer, nunca la mezquindad y el egoísmo de su joven naturaleza se había manifestado con tanta fuerza como durante esa velada. Comprendía que Ilín era desdichado, que estaba en el diván como sentado sobre brasas. Ella sufría por él, pero, al mismo tiempo, la presencia del hombre, que la amaba hasta el tormento, llenaba su alma de un sentimiento de triunfo, de la sensación de su fuerza. Tenía conciencia de su propia juventud, de su hermosura, de su inexpugnable seguridad, y —¡había hecho bien al decidir partir!— dio rienda suelta a su voluntad en aquella velada. Coqueteaba, reía sin cesar, cantaba con especial sentimiento, llena de inspiración. Todo la alegraba, todo le resultaba cómico. Le daba risa recordar el episodio del banco y al centinela que observaba. Le parecían cómicos los invitados, las agudezas desabridas de Ilín, el alfiler que este llevaba en la corbata y que le veía por primera vez. El alfiler representaba una serpiente roja con ojitos de diamante. Tan cómico le parecía aquel alfiler, que habría estado dispuesta a besarlo.
Sofia Petrovna cantaba excitada, con entusiasmo desgarrador, unas romanzas que elegía —habríase dicho que escarbando en el dolor ajeno— tristes, melancólicas, romanzas donde se hablaba de esperanzas perdidas, del pasado, de la vejez… “Y la vejez se acerca cada día más…”, cantaba. Pero ¿qué le importaba a ella, la vejez?
“Parece que me está ocurriendo algo poco encomiable…”, pensaba de vez en cuando entre risas y canciones.
Las visitas se despidieron a medianoche. El último en irse fue Ilín. Sofia Petrovna tuvo aún arrestos suficientes para acompañarle hasta el último peldaño de la terraza. Sentía ganas de comunicarle que partiría con su marido y de ver qué efecto le producía la noticia.
La luna se había escondido tras las nubes, pero la claridad era suficiente para que Sofia Petrovna viera que el viento le sacudía a él los faldones del abrigo, y agitaba las cortinas de la terraza. Se distinguía, asimismo, cuán pálido estaba Ilín y cómo contraía el labio superior, esforzándose en sonreír.
—Sonia, Sónechka… ¡adorada mía! —balbuceó sin dejarla hablar—. ¡Hermosa mía!
En un arranque de ternura, con lágrimas en la voz, derramaba en sus oídos palabras acariciadoras, a cuál más tierna, y la trataba de “tú”, como si fuera su esposa o su amante. Inesperadamente para ella, él la abrazó de pronto, con una mano por el talle y con la otra le cogió el codo.
—Querida, encanto mío… —balbuceó, besándola en el cuello, cerca de la nuca—, sé sincera, ¡vente ahora conmigo!
Ella se desprendió del abrazo y levantó la cabeza para dar rienda suelta a su indignación y enfurecerse, pero la indignación no apareció y toda su cacareada virtud y su pureza le bastó para decir una frase que en análogas circunstancias dicen todas las mujeres corrientes:
—¡Se ha vuelto usted loco!
—De verdad, ¡vámonos! —prosiguió Ilín—. Ahora, y también allí, junto al banco, me he convencido de que usted, Sonia, es tan incapaz de resistir como yo… ¡Tampoco a usted le espera nada bueno! Usted me ama y regatea infructuosamente con su conciencia…
Al ver que ella se alejaba, la agarró por la manga de encaje y acabó de decidir, a toda prisa:
—Si no es hoy, será mañana, pero ¡tendrá que ceder! ¿A qué viene, pues, esta dilación? Mi querida, mi adorada Sonia, la sentencia está dictada, ¿para qué aplazar su ejecución? ¿Para qué engañarse a sí misma?
Sofia Petrovna se libró de él y se deslizó ligera por la puerta. De vuelta en el salón, cerró maquinalmente el piano, permaneció un buen rato contemplando la viñeta de un cuaderno de música y se sentó. No podía ni estar de pie ni pensar… De todo su fuego y de su excitación no quedaba en ella más que una espantosa debilidad, con una sensación de pereza y de hastío. La conciencia le susurraba que durante aquella velada se había comportado mal, tontamente, como una jovencita alocada, que hacía un momento se había dejado abrazar en la terraza y que aún notaba una sensación de malestar en el talle y junto al codo. En el salón no había nadie, solo ardía una vela. Lubiántseva permanecía sentada en el taburete redondo, inmóvil ante el piano, como si esperara algo. Y como si se aprovechara de su extremo decaimiento y de la oscuridad, un deseo pesado, irresistible, empezó a apoderarse de ella. Como una boa, ese deseo le iba encadenando los miembros y el alma, iba creciendo a cada instante, y ya no la amenazaba, como antes, sino que se erguía ante ella claramente, en toda su desnudez.
Media hora estuvo así, sentada, sin moverse y sin poner traba alguna a sus pensamientos sobre Ilín. Después se levantó perezosa y se dirigió al dormitorio, arrastrando los pies. Andréi Ilich ya se había acostado. Ella se sentó ante la ventana abierta y se abandonó al deseo. Ya no tenía “confusión” alguna en la cabeza, todos sus sentimientos y pensamientos se apretujaban acordes en torno a un objetivo claro. Aún intentó luchar, pero abandonó enseguida… Ahora comprendía cuán fuerte e implacable era el enemigo. Para luchar contra él se precisaba fuerza y energía, pero el nacimiento, la educación y la vida no le habían dado nada en que apoyarse.
“¡Inmoral! ¡Infame!”, se insultaba a sí misma por su impotencia. “Así eres tú, ¿eh?”.
Hasta tal punto se indignaba ante esa impotencia su honestidad ofendida, que Sofia Petrovna se aplicó a sí misma cuantas palabras injuriosas conocía, se recriminó con palabras hirientes y humillantes. Se decía que nunca había sido honesta, que si no había caído antes era porque no había tenido ocasión, que aquella lucha suya de todo el día no había sido más que una diversión y una comedia…
“Admitamos que he luchado —pensaba—, pero ¡qué lucha es esta! También las que se venden luchan antes de venderse, pero a pesar de todo se venden. Bonita lucha: ¡en un día se ha cortado, como la leche! ¡En un día!”.
Se convenció también de que no era el sentimiento lo que la arrastraba fuera de la casa, ni era la personalidad de Ilín, sino la curiosidad por las sensaciones que la esperaban… ¡Era una veraneante ávida de diversión, como tantas otras!
“A la ma-a-dre le mataron a un pollue-e-lo pequeñín”, cantó alguien fuera con ronca voz de tenor.
“Si he de irme, ha llegado la hora”, pensó Sofia Petrovna. De pronto el corazón se le puso a latir con espantosa fuerza.
—¡Andréi! —casi gritó—. Escucha, nosotros… iremos de viaje, ¿verdad?
—Sí… Ya te lo he dicho: ¡vete sola!
—Pero escucha… —articuló ella—, ¡si no vas conmigo, corres el riesgo de perderme! Me parece que yo… ¡estoy enamorada!
—¿De quién? —preguntó Andréi Ilich.
—¡Qué te importa a ti, de quién! —gritó Sofia Petrovna.
Andréi Ilich se levantó, dejó colgar los pies al borde de la cama y miró sorprendido la ensombrecida figura de su mujer.
—¡Fantasías! —bostezó él.
No podía creerlo, pero, a pesar de todo, se asustó. Después de haber reflexionado un poco y de haber hecho algunas preguntas intrascendentes a su mujer, expuso sus opiniones acerca de la familia, de la infidelidad… Habló sin poner en ello el alma unos diez minutos y se acostó. Su sermón no tuvo éxito. ¡Son muchas las opiniones que se sostienen en este mundo y una buena mitad de ellas pertenecen a individuos que no se han encontrado nunca en situaciones difíciles!
Pese a lo avanzado de la hora, al otro lado de las ventanas aún había veraneantes. Sofia Petrovna se echó sobre los hombros una talma ligera, permaneció unos momentos de pie, cavilando… Aún tuvo valor para decir a su soñoliento marido:
—¿Duermes? Voy a dar una vuelta… ¿Me acompañas?
Era su última esperanza. Como no obtuvo respuesta, salió. Soplaba el viento, el aire era fresco. Ella no se daba cuenta del viento ni de la oscuridad, caminaba, caminaba… Una fuerza invencible la empujaba y parecía que, si ella se detuviera, algo le daría un empellón por la espalda.
—¡Inmoral! —balbuceaba maquinalmente—. ¡Infame!
Se ahogaba, se moría de vergüenza, no notaba dónde ponía los pies, pero lo que la empujaba hacia adelante era más fuerte que su vergüenza, que su razón, que su miedo…
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