Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
El gordo y el flaco(1883)
(“Толстый и тонкий”)
Originalmente publicado en la revista Fragmentos, 40 (1 de octubre de 1883);
Relatos abigarrados (1886, primera edición), con cambios significativos;
Obras completas (1899, vol. I)
En una estación de ferrocarril
de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro,
flaco.
El gordo, que acababa de comer en
la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían
como guindas maduras. Olía a Jere y a Fleure d'orange. El flaco
acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas
de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una
mujer delgaducha, de mentón alargado —su esposa—, y un colegial
espigado que guiñaba un ojo —su hijo.
—¡Porfiri! —exclamó el gordo,
al ver al flaco—. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo
sin verte!
—¡Madre mía! —soltó el
flaco, asombrado—. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde
sales?
Los amigos se besaron tres veces y
se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas.
Los dos estaban agradablemente asombrados.
—¡Amigo mío! —comenzó a
decir el flaco después de haberse besado—. ¡Esto no me lo esperaba!
¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen
mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha
sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves...
Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach... luterana... Y éste es
mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafania, este amigo
mío es amigo de la infancia! ¡Estudiamos juntos en el gimnasio!
Nafanail reflexionó un poco y se
quitó el gorro.
—¡Estudiamos juntos en el
gimnasio! —prosiguió el flaco—. ¿Recuerdas el apodo que te
pusieron? Te llamaban Eróstrato porque pegaste fuego a un libro de la
escuela con un pitillo; a mí me llamaban Efial, porque me gustaba
hacer de espía... Ja, ja... ¡Qué niños éramos! ¡No temas,
Nafania! Acércate más ... Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach...
luterana.
Nafanail lo pensó un poco y se
escondió tras la espalda de su padre.
—Bueno, bueno. ¿Y qué tal
vives, amigazo? —preguntó el gordo mirando entusiasmado a su amigo—.
Estarás metido en algún ministerio, ¿no? ¿En cuál? ¿Ya has hecho
carrera?
—¡Soy funcionario, querido
amigo! Soy asesor colegiado hace ya más de un año y tengo la cruz de
San Estanislao. El sueldo es pequeño... pero ¡allá penas! Mi mujer
da lecciones de música, yo fabrico por mi cuenta pitilleras de madera...
¡Son unas pitilleras estupendas! Las vendo a rublo la pieza. Si
alquien me toma diez o más, le hago un descuento, ¿comprendes? Bien
que mal, vamos tirando. He servido en un ministerio, ¿sabes?, y ahora
he sido trasladado aquí como jefe de oficina por el mismo
departamento... Ahora prestaré mis servicios aquí. Y tú ¿qué tal?
A lo mejor ya eres consejero de Estado, ¿no?
—No, querido, sube un poco más
alto —contestó el gordo—. He llegado ya a consejero privado...
Tanto dos estrellas.
Súbitamente el flaco se puso
pálido, se quedó de una pieza; pero en seguida torció el rostro en
todas direcciones con la más amplia de las sonrisas; parecía que de
sus ojos y de su cara saltaban chispas. Se contrajo, se encorvó, se
empequeñeció... Maletas, bultos y paquetes se le empequeñecieron,
se le arrugaron... El largo mentón de la esposa se hizo aún más
largo; Nafanail se estiró y se abrochó todos los botones de la
guerrera...
—Yo, Excelencia... ¡Estoy muy
contento, Excelencia! ¡Un amigo, por así decirlo, de la infancia, y
de pronto convertido en tan alto dignatario!¡Ji, ji!
—¡Basta, hombre! —repuso el
gordo, arrugando la frente—. ¿A qué viene este tono? Tú y yo
somos amigos de la infancia. ¿A qué viene este tono? Tú y yo somos
amigos de la infancia, ¿a qué me vienes ahora con zarandajos y
ceremonias?
—¡Por favor!... ¡Cómo quiere
usted...! —replicó el flaco, encogiéndose todavía más, con risa
de conejo—. La benevolente atención de Su Excelencia, mi hijo
Nafanail... mi esposa Luisa, luterana, en cierto modo...
El gordo quiso replicar, pero en
el rostro del flaco era tanta la expresión de deferencia, de dulzura
y de respetuosa acidez, que el consejero privado sintió náuseas. Se
apartó un poco del flaco y le tendió la mano para despedirse.
El flaco estrechó tres dedos,
inclinó todo el espinazo y se rió como un chino: “¡Ji, ji, ji!”
La esposa se sonrió.
Nafanail dio un taconazo y dejó
caer la gorra. Los tres estaban agradablemente estupefactos.
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