Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
En fiestas (1900)
(“На святках”)
Originalmente publicado en la Gaceta de San Petersburgo,
Núm. 1 (1 de enero de 1900);
Obras completas (1900, Vol. X, con correciones);
Obras completas (1903, segunda edición, Vol. XII, con más correciones)
I
—¿Qué hay que escribir? —preguntó Yegor, mojando la pluma en la tinta.
Hacía ya cuatro años que Vasilisa no había visto a su hija Efimia. Ésta, después de la boda, se había marchado con su marido a Petersburgo, desde donde envió dos cartas, no volviendo a recibirse más noticias de ella. La vieja, tanto al amanecer, mientras ordeñaba la vaca, como cuando encendía la estufa, o por la noche al dormitar, estaba siempre pensando en lo mismo: en si su Efimia vivía o no. Había que ponerla una carta, pero el viejo no sabía escribir y no tenía a quién pedir que lo hiciera por él.
He aquí, sin embargo, que llegaron las fiestas, y Vasilisa, incapaz de aguantar más tiempo, se fue a la taberna en busca de Yegor, el hermano del dueño, que de vuelta del servicio se pasaba allí el día de brazos cruzados y del que se decía sabía escribir cartas si se le pagaba bien. Cuando Vasilisa entró en la taberna se puso primeramente a charlar con la cocinera, luego con el ama y por último con el propio Yegor. La escritura de la carta quedó ajustada en quince kopeks. Ahora (esto ocurría en el segundo día de fiestas) en la taberna se hallaba sentado Yegor con la pluma en la mano, y ante él, Vasilisa, pensativa y con rostro afligido y preocupado. Junto a ella estaba Piotr, su viejo, hombre extremadamente alto y delgado, de calva color marrón. Éste, inmóvil, miraba fijamente ante sí, como un ciego. Sobre el fogón, en una cazuela, se asaba carne de cerdo entre chasquidos y resoplidos que parecían emitir este sonido: “Flu, flu, flu”… La atmósfera era sofocante.
—¿Qué hay que poner? —preguntó de nuevo Yegor.
—¿Cómo? —dijo Vasilisa, mirándole con enfado y recelo—. No me metas prisa. ¡No me la estás escribiendo gratis!… Bueno…, escribe… “A nuestro amable yerno Andréi Jrisanfich y a nuestra única y amada hija Efimia Petrovna, enviamos un saludo profundo y cariñoso y nuestra bendición paternal”.
—Bien… Siga.
—Al mismo tiempo les felicitamos por la Navidad. Nosotros nos encontramos en buena salud, lo que también deseamos les conceda el Señor Todopoderoso…
Vasilisa meditó un momento y cambió una mirada con el viejo.
—… que también deseamos les conceda el Señor Todopoderoso —repitió, echándose a llorar.
No pudo decir más. Antes, cuando pensaba sobre ello por las noches, le parecía que lo que tenía que decir no podría caber ni en diez cartas… ¡Mucho tiempo había pasado desde que la hija se marchó con su marido!… ¡Mucha agua había llevado el río!… Los viejos, como huérfanos, se pasaban la noche suspirando profundamente, como si la hija estuviera enterrada. Sin embargo, durante ese tiempo…, ¡cuántos acontecimientos de todas clases…, cuántas bodas y muertes había habido en el pueblo!… ¡Qué largos inviernos!… ¡Qué largas noches!…
—¡Hace un calor! —dijo Yegor desabrochándose el chaleco—. ¡Estaremos lo menos a setenta grados!… ¿Qué más?
Los viejos callaban.
—¿En qué se ocupa tu yerno? —preguntó Yegor.
—Antes era soldado, como sabes, padrecito. Hicisteis juntos el servicio. Era soldado, pero ahora está colocado en Petersburgo, en un establecimiento de aguas. Allí el médico cura a los enfermos con agua, y él en su casa está de portero.
—Míralo puesto aquí —dijo la vieja sacándose una carta del pañuelo—. Es de Efimia y la recibimos, ¡sabe Dios cuánto tiempo hace! ¡Puede que ni viva ya!…
Yegor, tras un momento de meditación, se puso a escribir deprisa:
“En la actualidad, cuando la suerte le destina a cumplimentar el servicio militar, le recomendamos consulte el reglamento de penas pecuniarias y el código del ejército, por cuyas leyes podrá apreciar la cultura de los miembros del Ministerio de la Guerra”.
Mientras escribía iba leyendo en voz alta lo escrito, en tanto que Vasilisa pensaba en que había que decir algo de la gran pobreza por la que habían pasado el año anterior y de que habían tenido que vender la vaca. Había también que pedir dinero, que decir que el viejo estaba enfermo y seguramente se moriría pronto…; pero ¿cómo expresar en palabras todo esto?… ¿Qué era lo que había que decir primero y lo que había que decir después?
—“Ponga atención en la lectura del quinto tomo del reglamento militar —proseguía escribiendo Yegor—. Soldado es nombre célebre, a todos común. Lo mismo se llama soldado el primero de los generales que el último de las filas”.
El viejo movió los labios y dijo lentamente:
—Quisiera conocer a los nietecillos.
—¿Qué nietecillos? —preguntó la vieja, mirándole enfadada—. ¡A lo mejor no los hay!
—¿Nietecillos?… ¡O a lo mejor sí los hay!… ¡Eso quién va a saberlo!…
—“Ello le permitirá apreciar cuál es el enemigo exterior y cuál el interior. El principal enemigo interior es Baco”.
La pluma chirriaba trazando sobre el papel unas filigranas en forma de ganchos de pesca. Yegor escribía de prisa, releyendo después varias veces cada renglón. Satisfecho, sano, carirredondo, roja la nuca y sentado despatarrado en el taburete ante la mesa, representaba la encamación de una vulgaridad brutal, vanidosa e invencible, orgullosa de haber nacido y de haberse criado en una taberna.
Vasilisa no comprendía claramente, pero no podía expresarlo con palabras, teniendo que limitarse a observarle irritada y recelosa. Su voz, sus frases incomprensibles, el ambiente sofocante, le daban dolor de cabeza y embrollaban sus pensamientos. Ya no decía ni pensaba nada y esperaba solamente a que Yegor terminara de hacer chirriar su pluma, en tanto que la mirada del viejo revelaba una plena confianza. Tenía fe en la vieja, que le había llevado allí, y en Yegor, y antes, al mencionar el establecimiento balneario, podía verse que tenía fe en dicho establecimiento y en las propiedades curativas de su agua. Cuando terminó de escribir, Yegor se levantó y leyó la carta desde el principio hasta el fin. El viejo, sin comprender nada, asentía con la cabeza, lleno de confianza.
—No está mal… Ha salido de corrido. No está mal.
Tras depositar sobre la mesa tres monedas de a cinco kopeks, abandonaron la taberna. El viejo fijaba ante sí una mirada inmóvil, como la de un ciego, plenamente confiado el rostro, mientras Vasilisa, al salir de la taberna, espantaba enfadada a un perro, diciendo:
—¡Uuuuu!… ¡Maldito!
La vieja se pasó la noche en vela. Torturada por sus cavilaciones, se levantó al amanecer y tras decir sus oraciones se fue a la estación a echar la carta.
Tenía que recorrer once verstas.
II
El establecimiento balneario dirigido por el doctor B. O. Moselveiser estaba abierto el día de Año Nuevo, igual que cualquier otro; pero el portero Andréi Jrisanfich estrenaba galones en el uniforme, brillaban sus zapatos de un modo especial y felicitaba la entrada de año a cuantos venían, deseándoles mucha suerte.
Era por la mañana. En pie, junto a la puerta, Andréi Jrisanfich leía el periódico. A las nueve en punto hizo su aparición la figura familiar del general, uno de los clientes habituales, y tras él, el cartero.
Andréi Jrisanfich despojó al general de su capote y le dijo:
—¡Feliz Año Nuevo! ¡Muchas felicidades, excelencia!
—Gracias, amigo. Igualmente.
Luego, el general, mientras subía por la escalera, señalando a una puerta, preguntó:
—Y en esta habitación, ¿qué hay? —siempre preguntaba lo mismo, olvidando inmediatamente la respuesta.
—Es el gabinete de masaje, excelencia.
Cuando los pasos de éste se desvanecieron, Andréi Jrisanfich, echando una mirada al correo recién llegado, encontró una carta a su nombre. Después de abrirla y de leer unos cuantos renglones, despacio y con los ojos siempre en el periódico, se dirigió a su habitación, situada allí mismo, a un extremo del pasillo. Efimia, su mujer, sentada sobre la cama, daba de mamar a un niño. Otro, algo mayor, junto a ella, apoyaba la cabeza en sus rodillas, mientras un tercero dormía sobre la cama.
Andréi entró en la habitación y entregó a su mujer la carta con estas palabras:
—Seguramente es de la aldea.
Luego volvió a salir, y sin apartar los ojos del periódico se detuvo en el pasillo, a poca distancia de la puerta. Podía oír la voz temblorosa de Efimia leyendo los primeros renglones. Leyó éstos y no pudo seguir. La bastaban aquellos renglones… Echándose a llorar y cogiendo entre sus brazos a su hijo mayor, empezó a besarle y a decirle, sin que él pudiera comprender si lloraba o reía:
—¡Es de la abuela y del abuelo!… ¡De la aldea!… ¡Virgen Santísima!… ¡La de nieve que habrá allí ahora!… ¡Los árboles se ponen blancos, blancos!… ¡Los niños se pasean en unos trineos chiquititos, y el abuelo, calvito, se está sentado en la yacija, al lado de la estufa…, y el perrito amarillo…! ¡Amados míos!… ¡Queridos!…
Andréi Jrisanfich recordó en este momento que su mujer le había dado dos o tres veces cartas rogándole que las enviara a la aldea; pero unas veces por unas cosas y otras por otras, nunca había podido hacerlo. Las cartas que no había mandado se habían extraviado por alguna parte.
—¡Por el campo corren liebres chiquititas!… —proseguía Efimia, inundada de lágrimas y besando a su niño—. ¡El abuelo es muy bueno y muy tranquilo y la abuela también es muy buena!… ¡En la aldea toda la gente es de corazón y tiene temor de Dios!… ¡Allí hay una iglesia pequeñita y los campesinos cantan!… ¡Si nos llevaras allí, Virgen Santísima, protectora nuestra!…
Mientras no venía nadie, Andréi Jrisanfich volvió a entrar en su habitación a fumar, y Efimia, de repente, se calló y se secó los ojos. Sólo sus labios temblaban. Tenía mucho miedo a su marido. La mirada de éste, sus paseos, la estremecían, llenándola de espanto. Ante él no se atrevía a pronunciar ni una sola palabra.
Andréi Jrisanfich había empezado a fumar; pero, precisamente en aquel instante, sonó el timbre. Apagó el cigarrillo y, poniendo un rostro grave, corrió hacia la puerta de entrada.
Del piso superior, sonrosado y fresco por el baño, bajaba el general.
—Y en esta habitación…, ¿qué hay? —preguntó, señalando a una puerta.
Andréi Jrisanfich, cuadrándose, dijo en voz alta:
—¡La ducha sharko, excelencia!
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