Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Exageró la nota (1885)
[Otros títulos en español: “Exageró”, “Un exagerado”]
(“Пересолил”)
Originalmente publicado en en la revista Fragmentos, 46 (16 de noviembre de 1885);
Relatos abigarrados (1886);
Obras completas (1899, vol. I)
La finca a la cual se dirigía
para efectuar el deslinde distaba unos treinta o cuarenta kilómetros,
que el agrimensor Gleb Smirnov Gravrilovich tenía que recorrer a
caballo. Se había apeado en la estación de Grilushki.(Si el cochero
está sobrio y los caballos son de buena pasta, pueden calcularse unos
treinta kilómetros; pero si el cochero se ha tomado cuatro copas y
los caballos están fatigados, hay que calcular unos cincuenta.)
—Oiga, señor gendarme, ¿podría
decirme dónde puedo encontrar caballos de posta? —le preguntó el
agrimensor al gendarme de servicio en la estación.
—¿Cómo dice? ¿Caballos de
posta? Aquí no hay un perro decente en cien kilómetros a la redonda.
¿Cómo quiere que haya caballos? ¿Tiene usted que ir muy lejos?
—A la finca del general Jojotov,
en Devkino.
—Intente en el patio, al otro
lado de la estación —dijo el gendarme, bostezando—. A veces hay
campesinos que admiten pasajeros.
El agrimensor dio un suspiro y,
malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas
discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y
recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un
chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.
—Vaya un carro —gruñó el
agrimensor al subir al destartalado vehículo—. No se sabe dónde
está la parte delantera ni la parte trasera...
—Nada más fácil —replicó el
campesino—. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y
donde está sentado su señoría es la parte de atrás.
El caballo era joven, aunque muy
flaco, abierto de patas y de orejas caídas. Cuando el campesino,
alzándose sobre su asiento, lo azotó con el látigo, el caballo se
limitó a sacudir la cabeza; al segundo azote, acompañado de una
blasfemia, el carro rechinó y empezó a temblar como si tuviera
fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó; después del
cuarto, se puso en marcha.
—¿Crees que llegaremos a ese
paso? —preguntó el agrimensor, dolorido por las fuertes sacudidas y
maravillado de la habilidad que muestran los carreteros rusos para
combinar la marcha a paso de tortuga con sacudidas capaces de
arrancarle a uno el alma del cuerpo.
—¡Desde luego! —respondió el
carretero, en tono tranquilizador—. El caballo es joven y animoso...
Cuando se pone en marcha, no hay modo de detenerlo. ¡Arre—e—e,
maldi—i—i—to!
Cuando el carro salió del patio
de la estación empezaba a oscurecer. A la derecha del agrimensor se
extendía una llanura interminable, oscura y helada. Probablemente
conducía al lugar donde Cristo dio las tres voces... En el horizonte,
donde la llanura se confundía con el cielo, se extinguía
perezosamente el frío crepúsculo de aquella tarde otoñal. A la
izquierda del camino, en la oscuridad, se divisaban unos montones que
lo mismo podían ser pilas de heno del año anterior que casas rurales.
El agrimensor no veía lo que había delante, pues en aquella
dirección su campo visual quedaba tapado por la ancha espalda del
carretero. La calma era absoluta. El frío, intensísimo. Helaba.
“¡Qué parajes más solitarios!
—pensaba el agrimensor, mientras trataba de taparse las orejas con
el cuello del abrigo—. Ni un solo árbol, ni una sola casa... Si por
desgracia te asaltan, nadie se entera de ello, aunque dispares un
cañonazo. Y el cochero no tiene un aspecto muy tranquilizador que
digamos... ¡Vaya espaldas! Un tipo así te pega un trompazo y sacas
el hígado por la boca. Y su cara es de lo más sospechosa...”
—Oye, amigo —le preguntó al
cochero—. ¿Cómo te llamas?
—¿A mí me hablas? Me llamo
Klim.
—Dime, Klim, ¿qué tal andan
las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No hay quienes hagan bromas
pesadas?
—No, gracias a Dios. ¿Quién va
a gastar bromas en un lugar como éste?
—Me alegro de que no tengan esas
aficiones. Pero, por si acaso, voy armado con tres revólveres —mintió
el agrimensor—. Y, con un revólver en la mano, el que quiera
buscarme las pulgas está arreglado: puedo enfrentarme con diez
bandidos, ¿sabes?
La oscuridad era cada vez más
intensa. De pronto el carro emitió un quejido, rechinó, tembló y
dobló hacia la izquierda, como si lo hiciera de mala gana.
“¿A dónde me lleva este
sinvergüenza? —pensó el agrimensor—. Íbamos en línea recta y
ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe Dios... quizás a
alguna cueva de bandoleros... y... no sería el primer caso...”
—Escucha —le dijo al campesino—.
¿De veras no son peligrosos estos parajes? ¡Qué lástima! Con lo
que a mí me gusta verme las caras con los bandidos... Aquí donde me
ves, con mi aspecto flaco y enfermizo, tengo la fuerza de un toro...
En cierta ocasión me atacaron unos bandidos. Pues bien, lo sacudí a
uno de tal modo, que ahí quedó, ¿entiendes? Y los otros, gracias a
mí, fueron enviados a Siberia condenados a trabajos forzados. Ni yo
mismo sé de dónde saco tanta fuerza... Tomo con una mano a un
hombrón como tú... y lo volteo.
Klim miró de reojo al agrimensor,
parpadeó y arreó al caballo.
—Sí, amigo —continuó el
agrimensor—. Pobre del que se meta conmigo. Le arranco los brazos,
las piernas y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los
tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me conocen.
Soy un funcionario del Estado, un personaje... La Superioridad sabe
que hago este viaje... y está pendiente de que nadie se meta conmigo.
A lo largo del camino, detrás de los arbustos, hay soldados apostados
y gendarmes apostados. ¡Para! ¡Para! —bramó súbitamente—. ¿Dónde
te has metido? ¿Adónde me llevas?
—¿No tiene usted ojos? ¡Al
bosque!
“Es cierto, al bosque —pensó
el agrimensor—. ¡Me había asustado! Pero no me conviene que este
hombre se dé cuenta de mi preocupación... Ya ha notado que tengo
miedo. ¿Por qué se vuelve a mirarme tantas veces? Seguro que está
tramando algo... Antes avanzaba a paso de tortuga y ahora vuela”.
—Oye, Klim, ¿por qué arreas de
ese modo al caballo?
—No le he dicho nada. Se ha
puesto a galopar por iniciativa suya. Cuando echa a correr, no hay
modo de detenerlo... Con esas patas que tiene...
—¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y
te aconsejo que no corras tanto. Frena un poco al caballo. ¿Me oyes?
¡Frénalo!
—¿Por qué?
—Porque... porque detrás de mí
debían salir otros cuatro camaradas de la estación. Tienen que
alcanzarnos... Prometieron alcanzarme en este bosque... El viaje será
más entretenido con ellos... Son gente sana, fuerte... los cuatro
llevan pistola... ¿Por qué te vuelves tantas veces y te agitas como
si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh? ¡Cuidado, amigo! ¿Tengo
monos en la cara? Lo único que tengo interesante son mis revólveres...
Espera, voy a sacarlos y te los enseñaré... Espera...
El agrimensor fingió rebuscar en
sus bolsillos; pero en aquel instante sucedió lo que nunca se hubiera
imaginado, a pesar de toda su cobardía; de repente, Klim se lanzó
fuera del carro y se dirigió a cuatro patas hacia la espesura del
bosque lindante.
—¡Socorro! —empezó a gritar—.
¡Socorro! ¡Llévate el caballo y la carreta, maldito, pero no me
condenes el alma! ¡Socorro!
Se oyeron pasos veloces que se
alejaban, crujidos de ramas al quebrarse, y luego reinó el silencio.
Lo primero que hizo el agrimensor, que jamás se esperaba aquella
salida, fue detener el caballo. Luego se acomodó lo mejor que pudo en
el carro y empezó a pensar.
“El muy imbécil ha huido, se ha
asustado... Bueno, ¿y qué hago yo ahora? No puedo seguir adelante,
porque no conozco el camino, y, además, podrían creer que he robado
el caballo... ¿Qué hago?”
—¡Klim! ¡Klim!
—¡Klim! —le respondió el
eco.
La simple idea de tener que pasar
la noche en aquel oscuro bosque, al aire libre, sin más compañía
que los aullidos de los lobos, el eco y los relinchos del caballo le
ponían la carne de gallina.
—¡Klimito! —empezó a gritar—.
¡Querido! ¿Dónde estás, Klimt?
El agrimensor se pasó unas dos
horas gritando, y ya se había quedado ronco, se había hecho ya a la
idea de pasar la noche en el bosque, cuando una débil ráfaga de
viento llevó hasta sus oídos un lamento.
—¡Klim! ¿Eres tú, querido? ¡Acércate!
—¿No... no me matarás?
—Sólo he querido gastarte una
broma, querido. ¡Te lo juro! ¡No llevo ningún revólver, créeme!
¡Te he mentido por miedo! ¡Vámonos, por favor! ¡Me estoy helando!
Klim comprendió que si el
agrimensor hubiera sido un bandido, como había temido, se habría
marchado con el caballo y el carro sin esperar a más. Salió de su
escondrijo y se dirigió hacia el vehículo con paso vacilante.
—¡Vamos! —exclamó el
agrimensor—. ¡Sube! Te he gastado una broma inocente y te has
asustado como un niño.
—¡Dios te perdone! —gruñó
Klimt, subiendo a la carreta—. Si llego a imaginármelo, no te
hubiera llevado ni por cien rublos de plata. Por poco me muero de
miedo...
Klim azotó el caballo. El carro
tembló. Klim azotó al animal por segunda vez y el vehículo se
tambaleó. Después del cuarto azote, cuando el carro se puso en
marcha, el agrimensor se tapó las orejas con el cuello del abrigo y
se quedó pensativo. Ni el camino ni Klim le parecían ya peligrosos.
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