Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


La helada (1887)
(“Мороз”)
Originalmente publicado en la Gaceta de San Petersburgo, Núm. 11 (12 de enero de 1887);
Obras completas (vol. III, con correcciones estilísticas y cambios en los personajes)


      El día de Reyes se había organizado en N, capital de provincia, una fiesta «popular» con fines benéficos. Se había elegido la parte ancha del río, entre el mercado y la sede episcopal, se había cercado con una cuerda, abetos y banderas, y se había dispuesto todo lo necesario para patinar, montar en trineo y practicar el descenso. Todo se había hecho a la mayor escala posible. Los carteles eran enormes y prometían no pocas diversiones: patinaje, una banda militar, lotería sin perdedores, iluminación eléctrica, etcétera. Pero una fuerte helada estaba a punto de echar abajo todos los preparativos. Desde la víspera la temperatura había caído a veintiocho grados bajo cero y además soplaba viento; se pensó en posponer la fiesta, pero se renunció a ello porque el público la esperaba con impaciencia desde hacía mucho tiempo y no quería oír hablar de aplazamientos.
       —¡Vamos, si estamos en invierno, es normal que nieve! —le aseguraban las damas al gobernador, partidario del aplazamiento—. ¡Si alguien tiene frío puede calentarse en cualquier parte!
       Los árboles, los caballos y las barbas estaban blancos de escarcha; hasta el aire parecía crujir, incapaz de soportar el frío, pero a pesar de todo, poco después de la bendición del agua, algunos policías ateridos estaban ya en la pista de patinaje y a la una en punto empezó a tocar la banda militar.
       A las cuatro de la tarde, cuando la fiesta estaba en su máximo apogeo, la buena sociedad del lugar se reunió para calentarse en el pabellón del gobernador, levantado a la orilla del río. Se encontraban allí el viejo gobernador con su esposa, el obispo, el presidente del tribunal, el director del instituto y muchas otras autoridades. Las damas estaban sentadas en sillones, mientras los caballeros se habían agrupado en tomo a la ancha puerta de vidrio y veían cómo la gente patinaba.
       —Ah, Dios santo —dijo el obispo, perplejo—. ¡Qué notas sacan con los pies! ¡Je, je, je! Un cantante no haría con su voz lo que estos granujas con los pies… ¡Ah, va a matarse!
       —Es Smímov… Es Grúzdiev —decía el director del instituto, nombrando a los alumnos que pasaban a toda velocidad junto al pabellón.
       —¡No se da por vencido! —dijo el gobernador, echándose a reír— Miren, señores, ahí está nuestro alcalde… Viene hacia aquí. Qué desgracia: ¡nos va a marear con su charla!
       Desde la otra orilla se acercaba al pabellón, sorteando a los patinadores, un anciano pequeño y delgado con una pelliza de piel de zorro desabotonada y un gorro de gran tamaño. Era el alcalde, el comerciante Yereméiev, un millonario natural de N. Con los brazos separados y encogido de frío, brincaba y golpeaba un chanclo con otro; era evidente que se dirigía a toda prisa a algún lugar donde protegerse del viento. A medio camino se dobló de pronto, se deslizó detrás de una dama y le tiró de la manga. Cuando ésta se dio la vuelta, el alcalde se echó a un lado y, visiblemente satisfecho de haber conseguido asustarla, estalló en ruidosas y seniles carcajadas.
       —¡Es muy vivo, el viejecito! —dijo el gobernador—. Lo que me sorprende es que aún no se haya puesto los patines.
       Al acercarse al pabellón, el alcalde ensayó un ligero trotecillo, empezó a agitar los brazos y, tomando impulso, se deslizó con sus enormes chanclos hasta la entrada.
       —¡Yegor Ivánich, debería comprarse unos patines! —le dijo el gobernador, saliendo a su encuentro.
       —¡Ya lo estoy pensando! —respondió él con una voz chillona y algo gangosa, quitándose el gorro—. ¡Mis respetos, excelencia! ¡Saludos, monseñor! ¡Y a todos ustedes, señores, larga vida! ¡Menuda helada! ¡Esto sí que es frío, Dios bendito! ¡Nos vamos a morir! —haciendo guiños con sus párpados rojos de frío, Yegor Ivánich golpeó el suelo con los chanclos y empezó a darse manotazos por todo el cuerpo, como un cochero aterido—. ¡Maldita helada! ¡Hace un tiempo de perros! —siguió diciendo, con una amplia sonrisa—. ¡Un verdadero suplicio!
       —Es bueno para la salud —comentó el gobernador—. El frío fortalece al hombre, lo revigoriza.
       —Es posible que sea sano, pero estaríamos mejor sin él —dijo el alcalde, secándose la perilla con un pañuelo rojo—. ¡Que se quede con Dios! Soy de la opinión, excelencia, de que el Señor nos lo envía como castigo. En verano pecamos y en invierno expiamos la culpa… ¡Sí! —Yegor Ivánich dirigió una rápida mirada a su alrededor y juntó las manos—. Pero ¿dónde puede uno calentarse? —preguntó, dirigiendo una mirada asustada primero al gobernador y luego al obispo—. ¡Excelencia! ¡Monseñor! ¡Apuesto a que las señoras están tan ateridas como nosotros! ¡Se necesitaría algo! ¡No podemos seguir así!
       Todos empezaron a agitar los brazos, diciendo que no habían ido a patinar para calentarse, pero el alcalde, sin prestar atención, abrió la puerta y llamó a alguien con el dedo. Acudieron un obrero y un bombero.
       —Id corriendo a casa de Sabatin —farfulló— y decidle que nos envíe lo antes posible… ¿Cómo se llama? ¿Cómo es? En fin, decidle que envíe diez vasos de vino caliente… el más caliente que tenga o ponche…
       En el pabellón se oyeron algunas risas.
       —¡Ya ha encontrado con qué agasajamos!
       —No será más que un trago… —balbució el alcalde—. Entonces, diez vasos… Bueno, y también benedictino… y que ponga a calentar dos botellas de vino tinto… ¿Y para las mujeres? Bueno, dile que nos mande unos bollos, nueces… y algunos caramelos… ¡En marcha! ¡Daos prisa!
       El alcalde guardó silencio durante un minuto y a continuación siguió echando pestes del frío, al tiempo que daba palmadas y golpeaba el suelo con los pies.
       —No, Yegor Ivánich —trataba de persuadirle el gobernador—, no blasfeme: el frío de Rusia tiene su encanto. Hace poco leí que muchas buenas cualidades del pueblo ruso se deben a la inmensidad de los espacios y al clima, a la dura batalla por la existencia… ¡Es absolutamente cierto!
       —Tal vez lo sea, excelencia, pero sin él estaríamos mejor. No hay duda de que el frío expulsó a los franceses, favorece la congelación de toda clase de alimentos y permite a los niños patinar… ¡Todo eso es verdad! Para la persona bien alimentada y con buenas ropas, el frío no es más que un placer, pero para el obrero, el mendigo, el peregrino o el inocente es el colmo de los males y de las calamidades. ¡Una desgracia, una desgracia, monseñor! Este frío hace la pobreza dos veces más dura, vuelve al ladrón más astuto y al malvado más cruel. ¡Para qué hablar! Yo ya he llegado a los setenta y tengo un abrigo de piel, una estufa, ron y toda clase de ponches. Poco me importa ahora el frío, no le presto la menor atención, no quiero saber nada de él. Pero antes, ¡Virgen Santa! ¡Tiemblo solo de pensarlo! Con los años mi memoria se ha debilitado y lo he olvidado todo: los enemigos, los pecados, los infortunios de toda índole; lo he olvidado todo, pero del frío bien que me acuerdo. Después de la muerte de mi madre me quedé como un diablillo abandonado, como un huérfano sin hogar… No tenía familiares ni allegados, vestía unos pobres harapos, pasaba hambre, carecía de techo; en una palabra, no tenemos aquí morada permanente, pero andamos en busca de la venidera. Entonces se me presentó la oportunidad de servir de guía a una anciana ciega por cinco kopeks al día… Las heladas eran crueles, rabiosas. En cuanto salía de casa con la vieja empezaba el martirio. ¡Dios mío! Al principio temblaba como si tuviera fiebre, me encogía, saltaba; luego me empezaban a doler los oídos, los dedos y los pies. Era como si me los estuvieran apretando con unas tenazas. Pero todo eso tenía poca importancia; era una nadería, una bagatela. Lo malo era cuando todo el cuerpo se helaba. Después de tres horas caminando en medio del frío, Señor, se pierde toda apariencia humana. Las piernas se endurecen, el pecho se agarrota, el vientre se entumece y sobre todo se siente un dolor en el corazón como no hay otro. Ese malestar se vuelve insoportable y todo el cuerpo se arrastra tristemente, como si en lugar de una anciana llevaras de la mano a la misma muerte. Te quedas entorpecido y rígido como una estatua, avanzas y tienes la impresión de que no eres tú quien camina, sino que otra persona mueve tus pies. Una vez que el alma se hiela, uno es capaz de cualquier cosa: de dejar a la vieja sin guía, de sustraer un bollo de una cesta, de pelearse con alguien. ¡Y la situación apenas mejora cuando, después de tantas horas a la intemperie, pasas la noche bajo techo! En lugar de dormir, lloras hasta la media noche, sin saber siquiera la razón de tu llanto…
       —Vamos a patinar un poco antes de que anochezca —dijo la esposa del gobernador, a la que había aburrido aquel relato—. ¿Quién viene conmigo?
       La mujer salió acompañada de casi todos los presentes. Solo quedaron en el pabellón el gobernador, el obispo y el alcalde.
       —¡Reina de los Cielos! ¡Y el día que me colocaron como dependiente en una pescadería! —continuó Yegor Ivánich, levantando tanto las manos que la pelliza de piel de zorro se abrió—. Entré en la tienda al amanecer… a las nueve estaba ya completamente helado, tenía el morro azul y los dedos tan agarrotados que no podía desabrochar un botón o contar el dinero. Mientras estaba allí de pie, entumecido de frío, pensaba: «Señor, ¿voy a tener que seguir así hasta la tarde?». A la hora de la comida tenía el vientre rígido y me dolía el corazón… ¡Sí! Cuando más tarde adquirí mi propio negocio, la vida tampoco mejoró. Unas heladas impresionantes, una tienda parecida a una ratonera, corrientes de aire en cualquier rincón; tenía una pelliza desarrapada y toda sarnosa, perdónenme la palabra, que abrigaba menos que una piel de pez y dejaba pasar el viento… Cuando tienes el cuerpo aterido, te aturdes y te vuelves más duro que el hielo: a uno le tiras de la oreja hasta casi arrancársela, a otro le das un capón, miras al cliente como si fueras un malhechor o una bestia salvaje, y tratas de desollarlo; y cuando vuelves a casa por la tarde, en lugar de irte a dormir, descargas tu mal humor en la familia, reprochándole el pan que come, dando voces y perdiendo hasta tal punto los estribos que ni siquiera cinco agentes bastarían para reducirte. El frío te hace malo y te lleva a beber vodka más allá de toda medida —Yegor Ivánich juntó las manos y continuó—: ¡Y qué decir de la época en que transportábamos pescado a Moscú! ¡Virgen Santa!
       Y empezó a describir, con voz entrecortada, las privaciones que padeció con sus dependientes cuando transportaba pescado a Moscú…
       —¡Sí —dijo el gobernador con un suspiro—, es increíble lo que puede soportar el ser humano! Usted, Yegor Ivánich, llevaba pescado a Moscú y yo en mis tiempos fui a la guerra. Recuerdo un caso extraordinario…
       Y el gobernador contó cómo, en el transcurso de la última guerra ruso-turca, en una noche glacial, el destacamento al que pertenecía pasó trece horas inmóvil en medio de la nieve, bajo un viento cortante; los soldados, temiendo que los descubrieran, no habían encendido fuego, guardaban silencio y no se movían; estaba prohibido fumar…
       Empezaron a evocar distintos recuerdos. El gobernador y el alcalde daban muestras de vivacidad y animación e, interrumpiéndose uno a otro, se pusieron a rememorar sus vivencias. El obispo contó que, cuando era sacerdote en Siberia, se desplazaba en un trineo tirado por perros; un día de intenso frío se quedó dormido, se cayó del trineo y estuvo a punto de morir helado; cuando los tungusos dieron la vuelta y lo encontraron estaba más muerto que vivo. Luego, como si se hubieran puesto los tres de acuerdo, los ancianos callaron, se sentaron muy cerca unos de otros y se quedaron pensativos.
       —¡Ah! —murmuró el alcalde—. Se diría que ha llegado el momento del olvido, pero cuando ves a los aguadores, a los escolares y a los presos con sus pobres uniformes, todo vuelve a la memoria. Fíjense en esos músicos que están tocando ahí fuera. Seguro que les duele el corazón, tienen el vientre rígido y los instrumentos pegados a los labios por el hielo… Tocan y piensan: «Virgen santísima, ¡aún tenemos que pasar tres horas más a la intemperie!».
       Los ancianos se sumieron en sus propias reflexiones. Pensaban en que, más allá del nacimiento, el rango, la riqueza y el conocimiento, había algo que acercaba el último mendigo a Dios: la debilidad, el dolor, la paciencia…
       Entre tanto el aire adquirió una tonalidad azulada… La puerta se abrió y en el pabellón entraron dos criados de Sabatin llevando platos y una tetera de gran tamaño envuelta en un paño. Cuando los vasos estuvieron llenos y por la estancia se expandió el intenso olor de la canela y del clavo, la puerta volvió a abrirse, dejando pasar a un joven inspector de policía sin bigote, con la nariz purpúrea, todo cubierto de escarcha. Se acercó al gobernador y, llevándose la mano a la visera, dijo:
       —Su excelencia la gobernadora me ha pedido que les informe de que ha vuelto a casa.
       Viendo los dedos del inspector, ateridos y separados en la visera, así como su nariz, sus ojos empañados y su capuchón, cubierto de blanca escarcha a la altura de la boca, todos sintieron, por alguna razón, que debía de dolerle el corazón, que tenía el vientre rígido y el alma embotada…
       —Escuche —dijo el gobernador con voz vacilante—, ¡bébase un vaso de vino caliente!
       —Vamos, vamos… ¡tómatelo! —dijo el alcalde con un gesto de la mano—. ¡No te dé vergüenza!
       El inspector cogió el vaso con ambas manos, se alejó unos pasos y, tratando de no hacer ruido, se puso a beber ceremoniosamente, a pequeños sorbos. Mientras tragaba con aire turbado, los ancianos lo miraban en silencio, figurándose que el dolor desaparecía del corazón del inspector y su alma se volvía más ligera. El gobernador lanzó un suspiro:
       —¡Es hora de volver a casa! —dijo, poniéndose en pie— ¡Adiós! Escuche —añadió, dirigiéndose al inspector—, dígale a los músicos que… dejen de tocar y pídale de mi parte a Pável Semiónovich que les envíe… cerveza o vodka.
       El gobernador y el obispo se despidieron del alcalde y salieron del pabellón.
       Yegor Ivánich se sirvió vino caliente y, mientras el inspector apuraba su vaso, tuvo tiempo de contarle muchas cosas interesantes. No sabía estar callado.



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