Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


Iónich (1898)
(“Ионыч”)
Originalmente publicado en el suplemento literario mensual de la revista Niva [Нива],
Núm. 9 (septiembre 1898);
Obras completas (1903) (con correcciones)


I

      Cuando los recién llegados a la ciudad de provincia S. se quejaban del aburrimiento y de la vida monótona, los que vivían allí, como si se justificaran, decían que, por el contrario, en S. se vivía bien, que en S. había biblioteca, teatro, club, se organizaban bailes y, en fin, había familias inteligentes, interesantes y agradables con las que se podía trabar conocimiento. Y señalaban a la familia Turkin como la más cultivada y de talento.
       Esta familia vivía en la calle principal, al lado del gobernador, en su propia casa. El propio Iván Petróvich Turkin, un hombre moreno y apuesto con patillas, organizaba espectáculos de beneficencia con aficionados y él mismo interpretaba a viejos generales, tosiendo de modo harto ridículo. Sabía muchos chistes, charadas y proverbios; le gustaba bromear y ser ingenioso, y su cara tenía siempre una expresión tal, que era imposible saber si hablaba en broma o en serio. Su mujer, Vera Iósifovna, delgaducha y de buen ver cuando llevaba pince-nez, escribía relatos y novelas y las leía de buen grado en voz alta a sus invitados. La hija, la joven muchacha Yekaterina Ivánovna, tocaba el piano. En una palabra, cada miembro de la familia tenía algún talento propio.
       Los Turkin recibían contentos a los invitados y les mostraban alegremente sus habilidades, con entrañable sencillez. Su gran casa de piedra era espaciosa y fresca en verano, la mitad de las ventanas daban a un viejo y umbroso jardín en el que en primavera cantaban los ruiseñores; cuando en la casa se sentaban los invitados, en la cocina resonaban los golpes de los cuchillos, y en el patio olía a cebolla frita, lo que en todas las ocasiones anunciaba una cena sabrosa y abundante.
       Al doctor Dmitri Iónich Stártsev, apenas fue nombrado médico rural y se estableció en Dializh, a nueve verstas de S., también le dijeron que él, como persona culta, debía conocer a los Turkin. Un día, en invierno, le presentaron a Iván Petróvich; hablaron del tiempo, del teatro y del cólera, a lo que siguió una invitación. En primavera, un día de fiesta, el día de la Ascensión, tras recibir a los enfermos, Stártsev se dirigió a la ciudad para distraerse un poco y, de paso, comprarse algo. Andaba sin prisa (aún no tenía caballo), sin dejar de cantar:

Cuando aún no había bebido las lágrimas del cáliz de la vida...[Romanza del poema “Elegía” (1823), de Antón Delvig]

       En la ciudad, comió, paseó por el parque, y luego se acordó de la invitación de Iván Petróvich y decidió ir a visitar a los Turkin y ver qué tipo de gente era.
       —Buenas, pase, por favor —dijo Iván Petróvich al recibirle en el porche—. Estoy muy contento, muy contento de ver a un huésped tan agradable. Pase, por favor. Le presento a mi fiel esposa. Le digo, Vérochka, —prosiguió, presentando al doctor a su mujer—, le digo que no tiene ningún derecho romano a quedarse sentado en el hospital, debe dedicar su tiempo de ocio a la sociedad. ¿No es cierto, cariño?
       —Siéntese aquí —le dijo Vera Iósifovna, sentando al invitado junto a ella—. Puede cortejarme. Mi marido está celoso, es un Otelo, pero intentaremos comportarnos de modo que él no se dé cuenta.
       —¡Oh, cariñito, eres muy juguetona…! —murmuró tiernamente Iván Petróvich y le dio un beso en la frente—. Llega usted en buena hora —se dirigió de nuevo al invitado—, mi fiel esposa ha escrito una novela grandísima y hoy la leerá en voz alta.
       —Zhánchik —dijo Vera Iósifovna a su marido—, dites que l’оп nous donne du thé [en el original, en francés: “di que nos sirvan el té”].
       Presentaron a Stártsev a Yekaterina Ivánovna, una muchacha de dieciocho años, muy parecida a su madre, tan delgaducha y de buen ver como ella. Su cara tenía aún una expresión infantil, y era de fino, tierno talle; su pecho, virginal, ya desarrollado, bello, sano, hablaba de la primavera, de la primavera auténtica. A continuación bebieron té con mermelada, con miel, con bombones, y deliciosas pastas que se deshacían en la boca. Conforme avanzó la tarde, fueron llegando invitados y a cada uno de ellos Iván Petróvich dirigía sus ojos sonrientes y les decía:
       —Buenas, pasen, por favor.
       Después, todos se sentaron en el salón de estar con caras muy serias, y Vera Iósifovna leyó su novela. Comenzaba así: “Arreciaba la tormenta…”. Las ventanas estaban entreabiertas y se oía cómo en la cocina resonaban los golpes de los cuchillos y se percibía el olor a cebolla frita… En los blandos y profundos sillones reinaba la paz, las bujías relucían con tanta ternura en la penumbra del salón; en ese instante de una noche de verano, en el que subían voces y risas de la calle y llegaba desde el patio la fragancia de las lilas, era difícil imaginar cómo arreciaba la helada y cómo el sol moribundo iluminaba con sus fríos rayos un valle helado y a un caminante solitario. Vera Iósifovna leía sobre cómo una condesa joven y hermosa organizaba en su pueblo escuelas, hospitales, bibliotecas y cómo se enamoró de un pintor ambulante; leía sobre lo que nunca sucede en la vida y, sin embargo, era agradable y cómodo escuchar, y acudían a la cabeza pensamientos buenos y tranquilos y no quería uno levantarse.
       —No está nada mal… —dijo en voz baja Iván Petróvich.
       Uno de los invitados, al oírlo, regresó con sus pensamientos de algún lugar remoto y con voz apenas audible dijo:
       —Sí… desde luego…
       Pasó una hora y otra. En el vecino parque de la ciudad tocaba una orquesta y cantaba un coro popular. Cuando Vera Iósifovna cerró su cuaderno, todos permanecieron en silencio cinco minutos y escucharon la “Luchinushka” [“Astilla”, canción popular rusa] que cantaba el coro, y esa canción expresaba lo que no había en la novela y lo que sucede en la vida.
       —¿Publica sus obras en las revistas? —preguntó Stártsev a Vera Iósifovna.
       —No —respondió ella— no he publicado en ningún sitio. Las escribo y las escondo en mi armario. ¿Para qué publicarlas? —explicó—. Si ya tenemos los medios para vivir.
       Y todos suspiraron sin saber por qué.
       —Y ahora tú, Kótik [gatita], toca algo —dijo Iván Petróvich a su hija.
       Levantaron la tapa del piano de cola, destaparon la partitura, que estaba preparada de antemano. Yekaterina Ivánovna se sentó y sus manos golpearon el piano; luego volvió a golpearlo con todas sus fuerzas de nuevo, una y otra vez. Sus hombros y su pecho se estremecían, ella golpeaba con obstinación siempre en el mismo lugar, y daba la impresión de que no pararía hasta que no metiera las teclas dentro del piano. El salón se llenó de estruendos, todo temblaba: el suelo, el techo, los muebles… Yekaterina Ivánovna tocaba un pasaje difícil, interesante precisamente por su dificultad, largo y monótono, y Stártsev, al escucharla, se imaginaba que caía un torrente de piedras desde lo alto de una montaña, caía y caía, y él deseaba que dejara de caer lo antes posible, pero al mismo tiempo, Yekaterina Ivánovna, enardecida por la tensión, fuerte, enérgica, con un rizo que le caía por la frente, le gustaba mucho. Tras el invierno, pasado en Dializh entre enfermos y campesinos, sentarse en el salón, contemplar a esa criatura joven, graciosa y, sin duda, pura, y escuchar esos sonidos ensordecedores y aborrecibles, aunque también cultos, era tan agradable, tan nuevo…
       —Bueno, Kótik, hoy has tocado como nunca —dijo Iván Petróvich con lágrimas en los ojos, cuando su hija terminó y se levantó—. Muere, Denis, no escribirás nada mejor [cita del crítico teatral P. A. Arapov, dirigida en 1861 a Denis Fonvizin, autor de la comedia Nedoros (1782)].
       Todos la rodearon, la felicitaron, se asombraron, convencidos de que hacía tiempo que no habían escuchado esa música, y ella les escuchó en silencio, sin sonreír apenas, con una expresión de triunfo escrita por toda su figura.
       —¡Maravilloso! ¡Magnífico!
       —¡Maravilloso! —dijo también Stártsev, rindiéndose al elogio general—. ¿Dónde ha estudiado música? —le preguntó a Yekaterina Ivánovna—, ¿en el conservatorio?
       —No, me preparo aún para entrar en el conservatorio, hasta ahora he estudiado aquí, con madame Zavloskaia.
       —¿Ha terminado el curso en el instituto local?
       —¡Oh, no! —respondió por ella Vera Iosifovna—. Invitamos a los profesores a venir a casa. Estará de acuerdo en que en el instituto o en la universidad puede haber malas influencias. Mientras la muchacha crece, debe permanecer sólo bajo la influencia de su madre.
       —Pero yo iré al conservatorio —dijo Yekaterina Ivánovna.
       —No, Kótik quiere a su mamá. Kótik no disgustará a su papá ni a su mamá.
       —¡No! ¡Iré, iré! —dijo con risa caprichosa, golpeando el suelo con la pierna.
       Durante la cena Iván Petróvich exhibió sus talentos. Con ojos sonrientes, contó chistes, palabras ingeniosas, propuso enigmas divertidos que él mismo resolvió, hablando todo el tiempo en su lengua insólita, nacida de largos ejercicios cómicos y que, por lo visto, se había convertido desde hacía tiempo en habitual para él: mayormente, no está nada mal, le agradezco humildemente…
       Pero eso no era todo. Cuando los invitados, ahítos y satisfechos, se agolpaban en el vestíbulo, repartiéndose sus abrigos y bastones, alrededor de ellos se revolvía el lacayo Pavlushka, o como le llamaban ahí, Pava, un chico de unos catorce años, de pelo corto, y mofletes redondos.
       —¡Vamos, Pava, representa! —le dijo Iván Petróvich.
       Pava hizo una pose, levantó los brazos y declamó con tono trágico:
       —¡Muere, desgraciada! [réplica de la tragedia Otelo de William Shakespeare]
       Todos rieron.
       “Es divertido”, pensó Stártsev al salir a la calle.
       Aún entró en un restaurante y bebió una cerveza, luego se dirigió a pie a Dializh. Por el camino, iba cantando:
       —Tu voz para mí es dulce y lánguida [variación del primer verso del poema “Noche” de Pushkin: “Mi voz para ti es dulce y lánguida”].
       Tras recorrer nueve verstas, al irse a acostar no sentía el más mínimo cansancio, bien al contrario, tenía la impresión de que de buena gana habría recorrido veinte verstas más.


II

      Stártsev siempre tenía en mente ir a casa de los Turkin, pero en el hospital había mucho trabajo, y de ningún modo podía encontrar una hora libre. Pasó más de un año así, ocupado y solo, pero un día le llevaron una carta en un sobre azul…
       Vera Iósifovna sufría migrañas desde hace tiempo, pero últimamente, cuando Kótik la amenazaba cada día con ir al conservatorio, los ataques se repetían más a menudo. Todos los médicos de la ciudad habían estado en casa de los Turkin: finalmente, le llegó el turno al médico rural. Vera Iósifovna le escribió una carta conmovedora en la que le pedía que fuera a aliviar sus sufrimientos. Stártsev fue y después de eso comenzó a ir con frecuencia a casa de los Turkin, con mucha frecuencia… De hecho, ayudó un poco a Vera Iósifovna, y ella contaba a todos sus invitados que era un doctor extraordinario, prodigioso. Pero él ya no iba a casa de los Turkin a causa de sus migrañas…
       Era un día festivo. Yekaterina Ivánovna terminó sus largos y extenuantes ejercicios de piano. Luego se sentaron largo rato en el salón y bebieron té, y Iván Petróvich contó algo divertido. Sonó el timbre; había que ir al vestíbulo a recibir a una visita. Stártsev aprovechó ese minuto de confusión y dijo a Yekaterina Ivánovna en un susurro, muy nervioso:
       —Gracias a Dios, se lo suplico, no me atormente, vamos al jardín.
       Ella se encogió de hombros, como si no supiera y no comprendiera qué quería él de ella, pero se levantó y salió.
       —Usted toca el piano tres, cuatro horas —dijo él, yendo tras ella—, luego se sienta con su mamá, y es imposible hablar con usted. Concédame al menos un cuarto de hora, se lo suplico.
       Se acercaba el otoño, y el viejo jardín estaba en silencio, triste, y en las avenidas yacían por el suelo oscuras hojas. Pronto se haría de noche.
       —Hace una semana que no la veo —prosiguió Stártsev—, ¡si supiera cuánto he sufrido! Siéntese. Escúcheme.
       Ambos tenían un lugar preferido en el jardín: el banco bajo el viejo y gran arce. Y se sentaron en ese banco.
       —¿Qué desea? —preguntó Yekaterina Ivánovna con tono seco y frío.
       —Hace una semana que no la veo, hace tanto que no la oigo. Deseo terriblemente, tengo muchas ganas de oír su voz. Hábleme.
       Ella le encantaba por su frescura, por la expresión ingenua de sus ojos y de sus mejillas. Incluso en cómo le quedaba el vestido, él veía algo extraordinariamente adorable y conmovedor por su sencillez y gracia ingenua. Y al mismo tiempo, a pesar de esa ingenuidad, ella le parecía muy inteligente y culta para su edad. Con ella podía hablar de literatura, arte, de lo que fuera, ante ella podía quejarse de la vida, de la gente, aunque a veces sucedía que en medio de una conversación seria, ella de repente se echaba a reír sin venir a cuento o regresaba corriendo a la casa. Ella, como todas las muchachas de S., leía mucho (en general, en S. se leía muy poco, y en la biblioteca local decían que si no fuera por las muchachas y por los jóvenes judíos, tendrían que cerrarla); eso le gustaba infinitamente a Stártsev y, cada vez que se veían, él le preguntaba qué había leído últimamente, y escuchaba encantado cuando ella se lo contaba.
       —¿Qué ha leído esta semana, mientras no nos hemos visto? —le preguntó ahora—. Dígamelo, se lo ruego.
       —He leído a Písemski [Alekséi F. Písemski (1821-1881), escritor y crítico literario ruso, autor de la novela Tysiacha dush (Mil almas, 1858)].
       —¿Qué obra?
       —Mil almas —respondió Kótik—. ¡Qué nombre tan gracioso pusieron a Písemski: Alekséi Feofiláktich!
       —¿Adónde va? —preguntó asustado Stártsev cuando ella se levantó de improviso y fue a la casa—. Tengo que hablar con usted, tengo que explicarle una cosa… ¡Quédese conmigo aunque sólo sea cinco minutos!, ¡se lo suplico!
       Ella se detuvo, como si quisiera decir algo, luego le puso con torpeza una nota en la mano, corrió a la casa y se sentó de nuevo ante el piano.
       “Esta noche, a las once —leyó Stártsev—, esté en el cementerio junto a la tumba de Demetti”.
       “Eso no es nada inteligente —pensó él de camino a casa—. ¿Por qué precisamente en el cementerio? ¿Para qué?”.
       Estaba claro: Kótik bromeaba. Porque, ¿a quién, se le ocurriría, en serio, dar una cita por la noche, lejos de la ciudad, en un cementerio, cuando es fácil poder verse en la calle, en el parque de la ciudad? Además, ¿era conveniente que él, médico rural, una persona inteligente, sólida, suspirara, recibiera notas, fuera a los cementerios, hiciera tonterías de las que se ríen ahora incluso los estudiantes de bachillerato? ¿Hasta dónde llevaría esa aventura romántica? ¿Qué dirían sus amigos cuando se enteraran de ella? Así pensaba Stártsev mientras andaba por el club alrededor de las mesas, pero a las diez y media se fue y se dirigió al cementerio.
       Por entonces, ya tenía un par de caballos y al cochero Panteleimon con un chaleco de terciopelo. Brillaba la luna. Todo estaba en silencio. Hacía calor, pero era un calor otoñal. En los arrabales, cerca del matadero, ladraban los perros. Stártsev dejó los caballos en los confines de la ciudad, en una bocacalle, y fue a pie al cementerio. “Todos tenemos nuestras rarezas —pensó—. Kótik también es rara y, quién sabe, puede que no sea una broma y venga”, y se entregó a esta débil y lejana esperanza, que le embriagó.
       Anduvo media versta por los campos. El cementerio formaba a lo lejos una franja oscura, como si fuera un bosque o un parque grande. Divisó la tapia del muro blanco, la puerta de entrada… A la luz de la luna, se podría leer en la entrada: “Vendrá la hora…” [el Evangelio de San Juan, cap. 5, vers. 28: “Vendrá la hora, cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz”]. Stártsev franqueó la verja, y lo primero que vio fue cruces blancas y tumbas a ambos lados de una amplia avenida y sus sombras negras y las de los álamos. A su alrededor se veía a lo lejos blancos y negros, y los árboles soñolientos inclinaban sus ramas hacia los blancos. Parecía que aquí había más luz que en los campos; las hojas de los arces, semejantes a zarpas, se distinguían nítidamente en la arena amarilla de la avenida y en las lápidas, y las inscripciones de las tumbas se veían con claridad. En los primeros instantes, a Stártsev le asombró lo que veía ahora por vez primera en su vida y seguramente no volvería a ver nunca más: un mundo que no se parecía al otro; un mundo en el que la luz de la luna era tan leve y bella, como si estuviera aquí su cuna, donde no hay vida, no, no la hay, pero en cada álamo oscuro, en cada tumba se siente la presencia del misterio, que promete una vida tranquila, hermosa, eterna. Desde las lápidas y las flores ajadas, junto con el olor otoñal de las hojas, sopla el perdón, la melancolía y la paz.
       Reinaba el silencio. Las estrellas miraban desde el cielo con profunda humildad, y los pasos de Stártsev resonaban bruscamente y con fuerza. Sólo cuando dejó de sonar el reloj de la iglesia y él se imaginó que estaba muerto, enterrado ahí para siempre, le pareció que había alguien que le miraba y por un instante pensó que eso no es la paz ni el descanso, sino la sorda angustia de la inexistencia, una agobiante desolación…
       La tumba de Demetti tiene el aspecto de una capilla, coronada por un ángel. En cierto tiempo, pasó por S. una compañía italiana de ópera y una de sus cantantes falleció, la enterraron y pusieron allí ese monumento. En la ciudad, ya nadie se acordaba de ella, pero la lamparilla de la entrada reflejaba la luz de luna y, al parecer, ardía.
       No había nadie. Además, ¿quién vendría aquí a medianoche? Pero Stártsev esperó, y como si la luz de luna alentara su pasión, esperaba apasionadamente, y dibujaba en su imaginación un beso, abrazos. Estuvo sentado más de media hora junto al monumento, luego paseó por las avenidas laterales, con el sombrero en la mano, esperando y pensando en cuántas mujeres y doncellas que fueron hermosas, encantadoras, que amaron y ardieron por las noches de pasión, entregándose a las caricias, estaban encerradas aquí, en sus tumbas. Cómo, en esencia, la madre naturaleza se burla del hombre, cómo da vergüenza reconocer eso. Stártsev pensaba así y, al mismo tiempo quería gritar que él desea, espera el amor a toda costa. Ante él ya no había trozos de mármol blanco, sino cuerpos hermosos, él veía formas que se ocultaban vergonzosas entre las sombras de los árboles, sentía el aire cálido, y una languidez que se hacía insoportable…
       Como si cayera un telón, la luna desapareció bajo las nubes, y de pronto, todo oscureció. Stártsev a duras penas pudo encontrar la entrada —todo estaba oscuro, como una noche otoñal—, después caminó media hora y buscó la bocacalle donde había dejado sus caballos.
       —Estoy cansado, apenas me tengo en pie —dijo a Panteleimon.
       Y, al sentarse con placer en el coche, pensó:
       “No habría que engordar”.


III

      Al día siguiente fue por la tarde a casa de los Turkin para declararse. Pero eso resultó inadecuado, ya que el peluquero peinaba a Yekaterina Ivánovna en su alcoba. Se preparaba para ir a una velada de baile en el club.
       Le tocó de nuevo estar sentado largo rato en el salón y tomar té. Iván Petróvich, al ver que el huésped estaba pensativo y aburrido, sacó unas notas del bolsillo de su chaleco y leyó una carta ridícula de un administrador alemán de cómo en su hacienda se había echado a perder la testarudez y se había derrumbado la timidez.
       “La dote no debe ser pequeña”, pensaba Stártsev, escuchando distraído.
       Después de una noche de insomnio, se encontraba en un estado de estupor, como si le hubieran dado de beber algo dulce y soporífero; Su corazón se sentía confuso, pero alegre y cálido, y al mismo tiempo una parte fría y pesada de su cabeza razonaba:
       “¡Para, antes de que sea tarde! ¿Es ella para ti? Es una niña mimada, carprichosa, que duerme hasta las dos de la tarde, y tú eres el hijo de un diácono, médico rural”.
       “Bueno, ¿y qué? —pensaba—. No importa”.
       “Además, si te casas con ella —continuaba razonando—, su familia te obligará a dejar la comarca y a vivir en la ciudad”.
       “Bueno, ¿y qué? —pensaba—. Pues viviremos en la ciudad. Nos darán la dote, compraremos los muebles…”.
       Por fin salió Yekaterina Ivánovna con un vestido de baile escotado, guapa, limpia, y Stártsev, enamorado, se emocionó hasta tal punto que no pudo decir ni una sola palabra, sólo la miraba y sonreía.
       Ella comenzó a despedirse y él, sin motivo para quedarse allí, se levantó diciendo que era hora de volver a casa: le esperaban los enfermos.
       —Aquí no hay nada que hacer —dijo Iván Petróvich—, váyase y acompañe a Kótik al club.
       En el patio, lloviznaba, estaba muy oscuro, y sólo por la tos ronca de Panteleimon se podía adivinar dónde estaban los caballos. Echaron el capote de la calesa.
       —Yo me quedo y tú te vas —dijo Iván Petróvich, ayudando a sentarse a su hija en la calesa— y él también se va… ¡Vamos! ¡Marchaos, por favor!
       Se fueron.
       —Ayer estuve en el cementerio —empezó Stártsev—. Fue muy descortés y cruel de su parte.
       —¿Estuvo en el cementerio?
       —Sí, estuve allí y la esperé casi dos horas. Sufrí…
       —Y sufrirá si no entiende las bromas.
       Yekaterina Ivánovna, contenta de haberse burlado tan astutamente del enamorado y de que la quisieran tanto, echó a reír y de pronto gritó asustada, puesto que en ese instante los caballos giraron bruscamente para pararse en la puerta del club y la calesa se inclinó. Stártsev abrazó a Yekaterina por el talle; ella, asustada, se abalanzó sobre él, que no pudo controlarse y la besó apasionadamente en los labios y en el mentón, abrazándola con más fuerza.
       —¡Basta! —dijo ella secamente.
       Un instante después ella ya no estaba en la calesa y el guardia de a entrada iluminada del club gritó con voz repugnante a Panteleimon:
       —¿Qué haces ahí parado? ¡Sigue adelante!
       Stártsev fue a su casa, pero regresó pronto. Vestido con un frac ajeno y una corbata blanca almidonada, que se escurría y quería salir fuera del cuello, se sentó a medianoche en el salón del club y dijo a Yekaterina con voz apasionada:
       —¡Qué poco saben los que nunca han amado! Me parece que nadie ha descrito fielmente el amor, y que casi no se puede describir ese sentimiento tierno, alegre y tormentoso, y quien lo ha experimentado aunque sea sólo una vez no puede traducirlo a palabras. ¿De qué sirven los prólogos, las descripciones? ¿De qué sirve la inútil elocuencia? Mi amor es infinito… Se lo ruego, por favor —dijo por fin Stártsev—, sea mi esposa.
       —Dmitri Iónich, —dijo Yekaterina Ivánovna, con expresión seria, después de pensar—, Dmitri Iónich, le estoy muy agradecida por el honor que me hace, le respeto, pero… —se levantó y siguió hablando de pie—, perdóneme, pero no puedo ser su mujer. Hablemos en serio. Dmitri Iónich, usted sabe que quiero al arte más que a nada en la vida, lo quiero con locura, adoro la música y he dedicado toda mi vida a ella. Quiero ser artista, quiero la gloria, los éxitos, la libertad, y usted quiere que siga viviendo en esta ciudad, que continúe esta vida vacía e inútil, que se me ha hecho insoportable. Convertirme en su mujer, eso no, perdone. Uno debe aspirar siempre a las metas más altas, más brillantes, y la vida familiar me ataría para siempre. Dmitri Iónich (ella estuvo a punto de sonreír, pues al pronunciar “Dmitri Iónich” recordó a “Alekséi Feofiláktych”), Dmitri Iónich, usted es una persona buena, noble, inteligente, es el mejor de todos… —sus ojos se empañaron de lágrimas—, lo siento en el alma, pero… pero… entienda…
       Y, para no llorar, ella se retiró y salió de la sala.
       A Stártsev dejó de latirle agitado el corazón. Al salir del club a la calle, lo primero que hizo fue quitarse la rígida corbata y respirar a pleno pulmón. Se sentía un poco avergonzado, y herido en su orgullo —no esperaba la negativa— y no creía que todos sus sueños, anhelos y esperanzas le hubieran llevado a ese final tan estúpido, como en una farsa representada por una compañía de aficionados. Sentía pena de sus sentimientos, de todo su amor, sentía tanta pena que le parecía que iba a ponerse a sollozar o que pegaría con todas sus fuerzas con su paraguas en la ancha espalda de Panteleimon.
       Durante tres días ese asunto se le fue de las manos: no comió y no durmió, pero cuando se enteró de que Yekaterina Ivánovna se había marchado a Moscú para ingresar en el conservatorio, se tranquilizó y siguió viviendo como antes.
       Luego, al recordar a veces cómo caminó sin rumbo por el cementerio o cómo fue por toda la ciudad buscando un frac, se desperezaba y decía:
       —¡Pero, cuántas preocupaciones!


IV

      Pasaron cuatro años. En la ciudad Stártsev tenía ya una gran clientela de pago. Cada mañana atendía rápidamente a los enfermos en su casa de Dializh, luego iba a ver a los enfermos de la ciudad, y ya no iba en una calesa de dos caballos, sino de tres ataviados con campanillas, y volvía a casa tarde, ya de noche. Engordó, echó panza, andaba a pie a disgusto, pues se ahogaba. Y Panteleimon también engordó, y cuanto más crecía a lo ancho, más triste suspiraba y se quejaba de su amarga suerte: ¡la comida hartaba!
       Stártsev frecuentaba diversas casas y veía a mucha gente, pero no tenía intimidad con nadie. La gente del lugar, con sus conversaciones, sus visiones del mundo e incluso con su aspecto físico, le irritaba. Poco a poco, la experiencia le había enseñado que mientras jugara a las cartas, o comiera con ellos, eran personas pacíficas, benevolentes e incluso no estúpidas, pero en el momento en que comenzaba a hablar con ellos de cualquier cosa que no fuera comestible, por ejemplo, de política o de ciencia, se encontraban en un callejón sin salida o defendían una filosofía tan confusa y maligna que sólo cabía alejarse con un gesto de la mano y marcharse. Cuando Stártsev intentó hablar incluso con un liberal de la provincia, por ejemplo, de que la humanidad, gracias a Dios, progresaba y de que con el tiempo no harían falta los pasaportes ni la pena de muerte, el lugareño le miró con malos ojos e incrédulo le preguntó: “Entonces, ¿eso significa, que cualquiera podría degollar a quien quisiera en plena calle?”. Y cuando Stártsev decía en sociedad, con ocasión de una cena o de tomar el té, que hace falta trabajar, que sin trabajo no se puede vivir, entonces todos tomaban eso como un reproche y se enfadaban y discutían con él. Los provincianos no hacían nada de nada, absolutamente nada, y no había modo alguno de pensar de qué hablar con ellos. Y Stártsev rehuía las conversaciones y sólo comía y jugaba al whist, y cuando con ocasión de alguna fiesta familiar le invitaban a comer, se sentaba y comía en silencio, mirando al plato: y todo lo que en ese momento se hablaba le parecía sin interés, injusto y estúpido; él se sentía irritado, inquieto, pero se callaba y debido a que siempre permanecía callado con gesto adusto, y miraba al plato, le pusieron el mote en la ciudad del “polaco engreído”, aunque él nunca fue polaco.
       Declinaba las diversiones como el teatro y los conciertos, pero sin embargo, jugaba gustosamente al whist a diario, unas tres horas. Tenía también una diversión que se fue apoderando de él poco a poco, casi sin darse cuenta: sacar por las tardes de sus bolsillos los billetes que había conseguido en la consulta; contaba billetes amarillos y verdes, que olían a perfume, a vinagre, a láudano y aceite de ballena. Distribuidos en todos los bolsillos había unos setenta rublos y cuando juntaba algunos cientos, los llevaba a la Sociedad de Mutuo Crédito y los depositaba en una cuenta corriente.
       En los cuatro años después de la marcha de Yekaterina Ivánovna sólo había estado en casa de los Turkin dos veces, por invitación de Vera Iósifovna, que seguía curándose la migraña. Cada verano Yekaterina Ivánovna acudía a visitar la casa de sus padres, pero él no la vio ni una sola vez; por algún motivo no tuvo ocasión de hacerlo.
       Así pasaron cuatro años. Una mañana tranquila y cálida llegó a la clínica una carta. Vera Iósifovna escribió a Dmitri Iónich que le echaba mucho de menos, y le pedía que sin faltar acudiera a su casa a aliviar su sufrimiento; hoy, por cierto, era el día de su cumpleaños. Abajo había una addenda que decía: “Me uno a la solicitud de mi madre. K.”.
       Stártsev lo pensó y por la tarde fue a casa de los Turkin.
       —¡Buenas, pase por favor! —le recibió Iván Petróvich, sonriendo sólo con los ojos—. Bonjour.
       Vera Iósifovna, bastante envejecida, con los cabellos canosos, extendió a Stártsev la mano, suspiró ostensiblemente y dijo:
       —Usted, doctor, no quiere cortejarme, nunca viene a vernos, ya soy vieja para usted. Pero ha venido una joven y quizás ella será más afortunada.
       ¿Y Kótik? Había adelgazado, estaba más pálida, guapa y fuerte; y era ya Yekaterina Ivánovna y no Kótik; ya no tenía la frescura de antes y la expresión de ingenuidad infantil. Y en la mirada y en las maneras había algo nuevo, le faltaba audacia y parecía culpable, como si aquí, en casa de los Turkin, ya no se sintiese en casa.
       —¡Cuánto tiempo! —dijo ella, dando la mano a Stártsev. Era evidente que le latía agitado el corazón, y mirándolo fijamente y con curiosidad a la cara, prosiguió:
       —¡Cómo ha engordado! Está moreno y recio, pero en general ha cambiado poco.
       También ahora ella le gustaba, le gustaba mucho, pero había algo que le faltaba o le sobraba, él no sabría decirlo qué era precisamente, pero algo le impedía sentir lo mismo que antes. A él no le gustaba su palidez, su nuevo aspecto, la débil sonrisa, la voz, y al cabo de poco ya no le gustaba su vestido, el sillón en el que se sentaba, no le gustaba algo del pasado, cuando casi se casa con ella. Él recordó su amor, los sueños y esperanzas que le agitaron cuatro años atrás, y se sintió incómodo.
       Tomaron té con un pastel dulce. Después Vera Iósifovna leyó en voz alta una novela, leyó sobre lo que nunca sucede en la vida, y Stártsev escuchaba y miraba su cabeza canosa y bella y esperaba a que terminase.
       “Carece de talento —pensó él— no quien no sabe escribir relatos, sino quien los escribe y no sabe ocultarlo”.
       —No está mal —dijo Iván Petróvich.
       Luego Yekateriva Ivánovna tocó el piano ruidosamente largo tiempo y, cuando terminó, le dieron las gracias y la alabaron largo tiempo.
       “Menos mal que no me casé con ella”, pensó Stártsev.
       Ella le miró y, por lo visto, esperaba que él le propusiera ir al jardín, pero él permaneció en silencio.
       —Hablemos —dijo ella acercándose a él—. ¿Cómo está? ¿Qué hace? ¿Qué tal le va? Todos estos días he estado pensando en usted —continuó nerviosa—, quería enviarle una carta, quería ir en persona a su casa en Dializh, y ya había decidido ir, pero luego pensé: sabe Dios cómo me tratará ahora. Le esperaba hoy con tanta agitación. Por Dios, vayamos al jardín.
       Fueron al jardín y se sentaron en el banco bajo el viejo arce, como cuatro años antes. Estaba a oscuras.
       —¿Qué tal vive? —preguntó Yekaterina Ivánovna.
       —No me va mal. Vamos tirando —contestó Stártsev.
       Y no pudo pensar nada más. Callaron.
       —Estoy agitada —dijo Yekaterina Ivánovna y se tapó la cara con las manos—, pero usted no presta atención. Estoy tan bien en casa, estoy tan contenta de ver a todos, y no puedo habituarme. ¡Cuántos recuerdos! Me parecía que hablaríamos sin parar, hasta la mañana.
       Ahora él veía su cara de cerca, sus ojos brillantes, y aquí, en la sombra, ella parecía más joven que en la habitación, e incluso parecía que había regresado a ella su expresión infantil de antaño. Y al mismo tiempo, ella le miraba con curiosidad ingenua, como si quisiera mirarle más de cerca y comprender al hombre que en un tiempo la amó con tanto ardor, con tanta ternura, y con tanta infelicidad; sus ojos le agradecían a él ese amor. Y él recordó todo lo que sucedió, hasta los más pequeños detalles, cómo caminó sin rumbo por el cementerio, cómo después, a la mañana siguiente, agotado, regresó a su casa, y se sintió triste y sintió pena por el pasado. En su corazón se encendió una pequeña llama.
       —¿Recuerda cómo la acompañé al club por la tarde? —dijo él—. Entonces llovía, estaba oscuro…
       La pequeña llama se encendía cada vez más en su corazón, y ya tenía ganas de hablar, de quejarse de la vida…
       —¡Ah! —dijo con un suspiro—. Usted pregunta cómo vivo. ¿Cómo vivimos aquí? De ningún modo. Envejecemos, engordamos, vamos tirando. Día tras día, pasa pálidamente la vida, sin impresiones, sin pensamientos… De día, las ganancias, de noche, el club, la sociedad de los jugadores de cartas, de los alcohólicos, de las voces roncas, que no puedo soportar. ¿Qué hay de bueno en ello?
       —Pero usted tiene un trabajo, un fin noble en la vida. A usted le gustaba tanto hablar de su clínica… Yo entonces era una extraña que se imaginaba que era una gran pianista. Ahora todas las hijas de los hacendados tocan el piano, y yo también lo tocaba, como todas, pero no tenía nada de especial. Yo soy tan pianista como mi madre escritora. Y, por último, entonces yo a usted no le entendía, pero después, en Moscú, pensé a menudo en usted. Sólo pensaba en usted. ¡Qué felicidad ser médico rural, ayudar a los que sufren, servir al pueblo! ¡Qué felicidad! —repitió Yekaterina Ivánovna emocionada. Cuando pensaba en usted en Moscú, le imaginaba tan idealista, tan elevado…
       Stártsev se acordó de los papeles que por las tardes se sacaba de los bolsillos con tanto placer, y la llama del corazón se apagó.
       Él se levantó para ir a la casa. Ella le agarró de la mano.
       —Usted es la mejor persona que he conocido en mi vida —continuó ella—. Nos veremos, hablaremos, ¿verdad? Prométamelo. No soy pianista, ya no me hago ilusiones sobre mí y no tocaré ni hablaré de música delante de usted.
       Cuando entraron en la casa y Státsev vio su cara a la luz de la tarde, y sus ojos tristes, agradecidos, inquisidores, pendientes de él, se sintió incómodo y pensó de nuevo “Menos mal que no me casé con ella entonces”.
       Empezó a despedirse.
       —Usted no tiene ningún derecho romano de marcharse sin la cena —le dijo Iván Petróvich acompañándole—. Es bastante estirado de su parte. Bueno, haz la escena —dijo, dirigiéndose a Pava en el zaguán.
       Pava, que ya no era un niño, sino un joven con bigotes, hizo la pose, levantó la mano y dijo con voz trágica:
       —¡Muere, desgraciada!
       Todo eso irritó a Stártsev. Al sentarse en la calesa y mirar la casa oscura y el jardín, que en un tiempo le resultaban tan entrañables y adorables, recordó todo de repente: las novelas de Vera Iósifovna, el ruidoso piano de Kótik, y las agudezas de Iván Petrovich y la pose de Pava, y pensó que si la gente de mayor talento de toda la ciudad estaba tan desprovista de talento, entonces no debía ser una ciudad.
       Al cabo de tres días Pava le trajo una carta de Yekaterina Ivánovna.

     No viene a vernos, ¿por qué? —escribió ella—. Temo que usted haya cambiado de actitud hacia nosotros. Temo, y me resulta horrible sólo pensarlo. Tranquilíceme, venga y diga que todo está bien.
     Necesito hablar con usted.
     Suya

E. T.

       —Dile, querido, que hoy no puedo ir, estoy muy ocupado. Díle que iré dentro de tres días.
       Pero pasaron tres días, pasó una semana y él no fue. Al pasar delante de la casa de los Turkin, recordaba que hacía falta acercarse aunque sólo fuera un minuto, pero lo pensaba y… no iba.
       Y ya no fue nunca más a casa de los Turkin.


V

      Pasaron unos años más. Stártsev engordó todavía más, echó más panza, respira pesadamente y ya anda echando atrás la cabeza. Cuando, rollizo, colorado, va en la calesa de tres caballos con campanillas y Panteleimon, también rollizo y colorado, se sienta pescozudo en el pescante con los brazos extendidos como si fueran de madera y grita a los que se encuentra: “¡Por la derecha, ve por la derecha!”. El cuadro es impresionante, y parece que va no una persona, sino un dios pagano. En la ciudad tiene una clientela enorme, nunca descansa, y ya tiene una propiedad y dos casas en la ciudad y ahora busca una tercera, más conveniente, y cuando en la Sociedad de Mutuo Crédito hablan de una casa que va a ser vendida, él va a verla sin miramientos y al pasar por todas las habitaciones sin prestar atención a las mujeres y a los niños sin vestir, que le miran estupefactos y aterrorizados, empuja todas las puertas con su bastón y dice:
       —¿Es el despacho? ¿Es la alcoba? ¿Y esto qué es?
       Y respira pesadamente y se seca el sudor de la frente.
       Tiene muchas preocupaciones, pero no deja su plaza de médico rural; la avaricia se ha apoderado de él y quiere estar en un aquí y allí. En Dializh y en la ciudad le llaman simplemente Iónich, “¿Adónde va Iónich?” o “¿Y si invitamos a Iónich para una consulta?”.
       Sin duda debido a su enorme papada, su voz ha cambiado y ahora es aguda y cortante. Su carácter también ha cambiado: se ha hecho pesado e irritable. Al recibir a los enfermos, a menudo se enfada, golpea impaciente el suelo con el bastón y grita con su voz desagradable:
       —Haga el favor de contestar sólo a las preguntas. No hable.
       Está solo. La vida le aburre, nada le interesa.
       En todo el tiempo que lleva viviendo en Dializh, el amor a Kótik, ha sido su única alegría y, seguramente, la última. Por las tardes, juega al whist en el club y luego se sienta solo ante una gran mesa y cena. Le sirve el lacayo Iván, el más viejo y respetado, le llevan Lafite del 17, y todos —los sirvientes del club, el cocinero y el lacayo— saben ya lo que le gusta y lo que no, y se esfuerzan al máximo para complacerle, pues si no está bien, se enfada de repente y golpea el suelo con el bastón.
       Mientras cena, se gira a veces y se entromete en cualquier conversación:
       —¿De qué hablan? ¿Eh? ¿Quién?
       Y cuando en cualquier mesa vecina hablan de los Turkin, pregunta:
       —¿De cuáles Turkin hablan? ¿De los que tienen una hija que toca el piano?
       Esto es todo lo que se puede decir de él.
       ¿Y los Turkin? Iván Petróvich no ha envejecido, no ha cambiado nada y como antes sigue siendo ingenioso y cuenta historias divertidas; Vera Iosifovna lee gustosa a sus invitados sus novelas, tan simples y afables como antes. Y Kótik toca el piano cada día, unas cuatro horas. Ha envejecido notablemente, cae enferma a menudo y cada otoño va con su madre a Crimea. Al acompañarlas a la estación de tren, Iván Petróvich, cuando parte el tren, se seca las lágrimas y grita:
       —¡Váyanse, por favor!
       Y agita su pañuelo.




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