Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


El juez de instrucción (1887)
(“Следователь”)
Originalmente publicado, en la sección “Notas volátiles”, en la Gaceta de San Petersburgo,
Número 127 (11 de mayo de 1887);
Obras completas (vol. III)


      Un hermoso día de primavera, a mediodía, el médico del distrito y el juez de instrucción se dirigían en coche a hacer una autopsia. El juez, hombre de unos treinta y cinco años, contemplaba los caballos con aire meditabundo y decía:
       —En la naturaleza hay muchas cosas enigmáticas y oscuras, pero también en la vida cotidiana, doctor, es frecuente enfrentarse con fenómenos completamente inexplicables. En lo que a mí respecta, conozco algunas muertes extrañas y misteriosas cuya causa solo podrían explicar los espiritistas y los místicos, y ante las cuales un hombre de cabeza fría no podría hacer otra cosa que levantar los brazos al cielo, lleno de perplejidad. Por ejemplo, conozco a una dama muy cultivada que predijo su propia muerte y murió sin causa aparente el día preciso que había fijado. Dijo que se moriría esa fecha y así fue.
       —No hay efecto sin causa —comentó el médico—. Si se produce una muerte, es porque ha habido una causa. Y en lo que respecta a las predicciones, no veo en ellas nada sorprendente. Todas nuestras damas y campesinas tienen el don de la profecía y del presentimiento.
       —Puede ser, pero la mujer de la que le hablo, doctor, era muy especial. En su predicción y su muerte no había nada que se pareciera a las profecías de las damas o las campesinas. Era una joven sana, de mente despejada, sin prejuicios. En su mirada límpida e inteligente se percibía siempre el brillo de la honradez. Tenía un rostro sincero, reflexivo, con un punto de ironía totalmente rusa en los labios y los ojos. Solo podía adscribírsele un rasgo propio de una dama o una campesina: la belleza. ¡Era grácil, armoniosa como ese abedul, con unos cabellos maravillosos! Para que se haga usted una idea más completa, le diré que era una persona despreocupada, llena de la alegría más contagiosa y con ese ingenio, esa ligereza y esa bonhomía que es patrimonio de las almas reflexivas, sencillas y joviales. ¿Cómo puede hablarse en su caso de misticismo, de espiritismo, del don de la premonición o de algo parecido? Ella se reía de todas esas cosas.
       La carretela del médico se detuvo junto a un pozo. El juez y su compañero calmaron la sed, se desperezaron y esperaron a que el cochero terminara de abrevar a los caballos.
       —Bueno, ¿y de qué murió esa dama? —preguntó el médico cuando la carretela se puso de nuevo en marcha.
       —De un modo muy extraño. Un día el marido entró en su habitación y le comentó que sería una buena idea vender la vieja calesa en primavera y comprar un coche más nuevo y ligero, añadiendo que tampoco estaría mal cambiar el encuarte de la izquierda y colocar en el centro a Bobchinski (así se llamaba uno de sus caballos),
       “La mujer le escuchó y dijo:
       “—Haz lo que te parezca. A mí ya me da todo igual. En verano estaré en el cementerio.
       “Naturalmente el marido se encogió de hombros y sonrió.
       “—No bromeo —apuntó la mujer—. Te anuncio con toda seriedad que voy a morirme.
       “—¿Y será pronto?
       “—Después del parto. Daré a luz y me moriré.
       “El marido no concedió la menor importancia a esas palabras. No creía en los presentimientos: además, sabía perfectamente que las mujeres en estado se comportan de manera muy caprichosa y, en general, se entregan a pensamientos sombríos. Al día siguiente la mujer volvió a decirle que iba a morirse después del parto, y así un día tras otro; él se reía y la tildaba de simplona, de vidente y de histérica. La cercanía de la muerte se convirtió en una idée fixe de la mujer. Cuando el marido no la oía, iba a la cocina y hablaba allí de su muerte con el aya y la cocinera.
       “—No me queda mucho tiempo de vida, aya mía. En cuanto dé a luz, moriré. No querría morir tan joven, pero no se puede hacer nada.
       “Naturalmente el aya y la cocinera lloraban a lágrima viva. Cuando la mujer del pope o de algún hacendado venía a verla, ella se la llevaba a un rincón y se desahogaba contándole la inminencia de su muerte. Hablaba con total seriedad y acompañaba sus palabras de una sonrisa desagradable y hasta de una expresión maligna, sin permitir que nadie la contradijera. Seguía la moda y vestía con elegancia, pero, ante la perspectiva de la muerte cercana, renunció a todo y se volvió desaliñada; ya no leía, ni se reía, ni soñaba en voz alta… Por si eso fuera poco, se dirigió al cementerio con su tía, eligió un emplazamiento para su tumba y unos cinco días antes del alumbramiento hizo testamento. No pierda de vista que, en aquella época, ella gozaba de excelente salud y no había el menor síntoma de enfermedad o de cualquier otro peligro. Un parto es una experiencia difícil, a veces mortal, pero en el caso de la mujer que nos ocupa no se preveían complicaciones y no había nada que temer. Al final, el marido acabó aburriéndose de toda aquella historia. Una vez, durante el almuerzo, se enfadó y le preguntó:
       “—Escucha, Natasha, ¿cuándo vas a terminar con esas tonterías?
       “—No son tonterías. Hablo en serio.
       “—¡Bobadas! Te aconsejo que dejes de hacer el tonto para que luego no tengas que avergonzarte.
       “Pero llegó el momento del parto. El marido trajo de la ciudad a la mejor comadrona. Era la primera vez que la mujer daba a luz, pero todo salió a la perfección. Una vez terminado el alumbramiento, la parturienta expresó su deseo de ver al recién nacido. Nada más contemplarlo, dijo:
       “—Bueno, ahora ya puedo morirme.
       “Se despidió, cerró los ojos y al cabo de media hora entregó su alma a Dios. Hasta el último momento conservó la lucidez. Al menos, cuando le ofrecieron leche en vez de agua, murmuró en voz baja:
       “—¿Por qué me dais leche en lugar de agua?
       “Esa es la historia. Murió como había predicho”.
       El juez de instrucción guardó silencio, suspiró y añadió:
       —¿Puede explicarme de qué murió? Le doy mi palabra de que no se trata de una invención, sino de un hecho real.
       Sin dejar de reflexionar, el médico levantó la mirada al cielo.
       —Habría que haber hecho la autopsia —dijo.
       —¿Para qué?
       —Para saber la causa de la muerte. La predicción no fue la causa de su fallecimiento. Lo más probable es que se envenenara,
       El juez se volvió hacia el médico con gesto brusco y, entornando los ojos, preguntó:
       —¿En qué se basa usted para decir eso?
       —No es más que una suposición. ¿Se llevaba bien con el marido?
       —Hum… No del todo. Los malentendidos comenzaron poco después de la boda. Se dio un cúmulo de circunstancias desdichadas. Un día la difunta sorprendió a su marido con otra mujer… Por lo demás, no tardó en perdonarlo.
       —¿Y qué sucedió antes, la traición del marido o la aparición de la idea de la muerte?
       El juez se quedó mirando fijamente al médico, como deseando adivinar por qué le había formulado tal pregunta.
       —Permítame —respondió al cabo de un rato—. Permítame, déjeme recordar —el juez se quitó el sombrero y se secó la frente—. Sí, sí…, empezó a hablar de la muerte poco después de ese incidente. Sí, sí.
       —Bueno, ya lo ve… Lo más probable es que en ese momento tomara la decisión de envenenarse, pero seguramente no quería acabar también con la criatura, de modo que decidió aplazar el suicidio hasta después del parto.
       —No sé, no sé… Es imposible. Ella le perdonó enseguida.
       —Si no tardó en perdonarle es que estaba tramando algo. Las esposas jóvenes no perdonan tan deprisa.
       El juez esbozó una sonrisa forzada y, tratando de ocultar su turbación, por lo demás evidente, se puso a encender un cigarrillo.
       —No sé, no sé… —continuó— Nunca se me había pasado por la cabeza esa posibilidad… Además… el hombre no era tan culpable como parece… La había engañado de una forma extraña, contra su voluntad: una noche volvió a casa algo achispado, tenía ganas de acariciar a alguien y su mujer estaba en estado… Entonces salió a su encuentro una dama que había llegado para pasar tres días con ellos, el diablo se la lleve; era una mujer insignificante, estúpida, fea. Ni siquiera se le puede dar a eso el nombre de infidelidad. La esposa lo entendió así y… no tardó en perdonarle; luego, ni siquiera hablaron del tema…
       —La gente no se muere sin causa —dijo el médico.
       —Así es, en efecto, pero de todos modos… no puedo admitir que se envenenara. Sin embargo, ¡es extraño que no se me haya pasado por la cabeza esa posibilidad…! ¡Y nadie pensó en ello! Todos estaban sorprendidos de que su predicción se hubiera cumplido… y no se tuvo en cuenta ninguna otra causa… Pero ¡es imposible que se envenenara! ¡No!
       El juez se quedó pensativo. La idea de la extraña muerte de esa mujer no le abandonó ni siquiera durante la autopsia. Mientras escribía lo que le dictaba el médico, movía las cejas con aire sombrío y se secaba la frente.
       —¿Acaso existen venenos que maten en un cuarto de hora, poco a poco y sin causar dolor? —preguntó al médico, mientras éste abría el cráneo.
       —Sí. La morfina, por ejemplo.
       —Hum… Es extraño… Recuerdo que tenía algún producto de ese tipo… ¡Pero no puede ser!
       Durante el camino de regreso el juez de instrucción parecía fatigado, se mordisqueaba con aire nervioso el bigote y hablaba con desgana.
       —Vamos un rato a pie —le pidió al médico—. Estoy harto de ir sentado.
       Al cabo de unos cien pasos al médico le pareció que su compañero tenía un aspecto tan cansado como si acabara de escalar una elevada cumbre. El juez se detuvo y, mirando al médico con ojos extraños, como de borracho, dijo:
       —Dios mío, si su suposición fuese cierta, pero eso… ¡es algo cruel, inhumano! ¡Envenenarse para castigar a otra persona! ¿Tan grande era la falta? ¡Ah, Dios mío! ¿Y por qué me ha regalado usted esa maldita idea, doctor? —presa de la desesperación, el juez se cogió la cabeza con las manos y continuó—. Lo que le he contado se refería a mi propia esposa y a mí mismo. ¡Ah, Dios mío! Bueno, era culpable, la había ofendido, pero ¿acaso es más fácil morir que perdonar? Es una lógica típicamente femenina, una lógica cruel, implacable. ¡Sí, ya era cruel en vida! ¡Ahora lo recuerdo! ¡Ahora lo entiendo todo!
       Mientras hablaba, el juez tan pronto se encogía de hombros como se llevaba las manos a la cabeza; ora se sentaba en el coche, ora echaba a andar. La nueva idea que le había comunicado el médico parecía haberle aturdido, envenenado; estaba desconcertado, anulado física y moralmente; cuando llegaron a la ciudad, se despidió del médico y no quiso almorzar con él, aunque la víspera se lo había prometido.



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