Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
Los muchachos (1887)
(“Мальчики”)
Originalmente publicado en la Gaceta de San Petersburgo
(número 350, 21 de diciembre de 1887);
reelaborado completamente para su inclusión en
Obras completas (editadas por Adolf Marx, 1899)
—¡Volodia ha llegado! —gritó
alguien en el patio.
—¡El niño Volodia ha llegado!
—repitió la criada Natalia irrumpiendo ruidosamente en el comedor—
¡Ya está ahí!
Toda la familia de Korolev, que
esperaba de un momento a otro la llegada de Volodia, corrió a las
ventanas. En el patio, junto a la puerta, se veían unos amplios
trineos, arrastrados por tres caballos blancos, a la sazón envueltos
en vapor.
Los trineos estaban vacíos;
Volodia se hallaba ya en el vestíbulo, y hacía esfuerzos para
despojarse de su bufanda de viaje. Sus manos rojas, con los dedos casi
helados, no lo obedecían. Su abrigo de colegial, su gorra, sus
chanclos y sus cabellos estaban blancos de nieve.
Su madre y su tía lo estrecharon,
hasta casi ahogarlo, entre sus brazos.
—¡Por fin! ¡Queridito mío! ¿Qué
tal?
La criada Natalia había caído a
sus pies y trataba de quitarle los chanclos. Sus hermanitas lanzaban
gritos de alegría. Las puertas se abrían y se cerraban con
estrépito en toda la casa. El padre de Volodia, en mangas de camisa y
las tijeras en la mano, acudió al vestíbulo y quiso abrazar a su
hijo; pero éste se hallaba tan rodeado de gente, que no era empresa
fácil.
—¡Volodia, hijito! Te
esperábamos ayer... ¿Qué tal?... ¡Pero, por Dios, déjenme
abrazarlo! ¡Creo que también tengo derecho!
Milord, un enorme perro negro,
estaba también muy agitado. Sacudía la cola contra los muebles y las
paredes y ladraba con su voz potente de bajo: ¡Guau! ¡Guau!
Durante algunos minutos aquello
fue un griterío indescriptible.
Luego, cuando se hubieron fatigado
de gritar y de abrazarse, los Korolev se dieron cuenta de que además
de Volodia se encontraba allí otro hombrecito, envuelto en bufandas y
tapabocas e igualmente blanco de nieve. Permanecía inmóvil en un
rincón, oculto en la sombra de una gran pelliza colgada en la percha.
—Volodia, ¿quién es ése? —
preguntó muy quedo la madre.
—¡Ah, sí!— recordó Volodia.
Tengo el honor de presentarles a mi camarada Chechevitzin, alumno de
segundo año. Lo he invitado a pasar con nosotros las Navidades.
—¡Muy bien, muy bien! ¡Sea
usted bienvenido! —dijo con tono alegre el padre—. Perdóneme;
estoy en mangas de camisa. Natalia, ayuda al señor Chechevitzin a
desnudarse. ¡Largo, Milord! ¡Me aburres con tus ladridos!
Un cuarto de hora más tarde
Volodia y Chechevitzin, aturdidos por la acogida ruidosa y rojos aún
de frío, estaban sentados en el comedor y tomaban té. El sol de
invierno, atravesando los cristales medio helados, brillaba sobre el
samovar y sobre la vajilla. Hacía calor en el comedor, y los dos
muchachos parecían por completo felices.
—¡Bueno, ya llegan las
Navidades! —dijo el señor Korolev, encendiendo un grueso cigarrillo—.
¡Cómo pasa el tiempo! No hace mucho que tu madre lloraba al irte tú
al colegio, y ahora hete ya de vuelta. Señor Chechevitzin, ¿un poco
más de té? Tome usted pasteles. No esté usted cohibido, se lo ruego.
Está usted en su casa.
Las tres hermanas de Volodia —Katia,
Sonia y Macha—, de las que la mayor no tenía más que once años,
se hallaban asimismo sentadas a la mesa, y no quitaban ojo del amigo
de su hermano. Chechevitzin era de la misma estatura y la misma edad
que Volodia, pero más moreno y más delgado. Tenía la cara cubierta
de pecas, el cabello crespo, los ojos pequeños, los labios gruesos.
Era, en fin, muy feo, y sin el uniforme de colegial se le hubiera
podido confundir por un pillete.
Su actitud era triste; guardaba un
constante silencio y no había sonreído ni una sola vez. Las niñas,
mirándolo, comprendieron al punto que debía de ser un hombre en
extremo inteligente y sabio. Hallábase siempre tan sumido en sus
reflexiones, que si le preguntaban algo sufría un ligero sobresalto y
rogaba que le repitiesen la pregunta.
Las niñas habían observado
también que el mismo Volodia, siempre tan alegre y parlanchín, casi
no hablaba y se mantenía muy grave. Hasta se diría que no
experimentaba contento alguno al encontrarse entre los suyos. En la
mesa, sólo una vez se dirigió a sus hermanas, y lo hizo con palabras
por demás extrañas; señaló al samovar y dijo:
—En California se bebe ginebra
en vez de té.
También él se hallaba absorto en
no sabían qué pensamientos. A juzgar por las miradas que cambiaba de
vez en cuando con su amigo, los de uno y otro eran los mismos.
Luego del té se dirigieron todos
al cuarto de los niños. El padre y las muchachas se sentaron en torno
de la mesa y reanudaron el trabajo que había interrumpido la llegada
de los dos jóvenes. Hacían, con papel de diferentes colores, flores
artificiales para el árbol de Navidad. Era un trabajo divertido y muy
interesante. Cada nueva flor era acogida con gritos de entusiasmo, y
aun a veces con gritos de horror, como si la flor cayese del cielo. El
padre parecía también entusiasmado. menudo, cuando las tijeras no
cortaban bastante bien, las tiraba al suelo con cólera. De vez en
cuando entraba la madre, grave y atareada, y preguntaba:
—¿Quién ha agarrado mis
tijeras? ¿Has sido tú, Iván Nicolayevich?
—¡Dios mío! —se indignaba
Iván Nicolayevich con voz llorosa. ¡Hasta de tijeras me privan!
Su actitud era la de un hombre
atrozmente ultrajado pero, un instante después, volvía de nuevo a
entusiasmarse.
El año anterior, cuando Volodia
había venido del colegio a pasar en casa las vacaciones de invierno,
había manifestado mucho interés por estos preparativos; había
fabricado también flores; se había entusiasmado ante el árbol de
Navidad; se había preocupado de su ornamentación. A la sazón no
ocurría lo mismo. Los dos muchachos manifestaban una indiferencia
absoluta hacía las flores artificiales. Ni siquiera mostraban el
menor interés por los dos caballos que había en la cuadra. Se
sentaron junto a la ventana, separados de los demás, y se pusieron a
hablar por lo bajo. Luego abrieron un atlas geográfico, y empezaron a
examinar una de las cartas.
—Por de pronto, a Perm —decía
muy quedo Chechevitzin— de allí, a Tumen.... Después, a Tomsk...
—Espera... Eso es de Tomsk a
Kamchatka...
—En Kamchatka nos meteremos en
una canoa y atravesaremos el estrecho de Bering, henos ya en América.
Allí hay muchas fieras...
—¿Y California? —preguntó
Volodia.
—California está más al sur.
Una vez en América, está muy cerca... Para vivir es necesario cazar
y robar.
Durante todo el día Chechevitzin
se mantuvo a distancia de las muchachas y las miró con desconfianza.
Por la tarde, después de merendar, se encontró durante algunos
minutos completamente solo con ellas. La cortesía mas elemental
exigía que les dijese algo. Se frotó con aire solemne las manos,
tosió, miró severamente a Katia y preguntó:
—¿Ha leído usted a Mine-Rid?
—No... Dígame: ¿sabe usted
patinar?
Chechevitzin no contestó nada.
Infló los carrillos y resopló como un hombre que tiene mucho calor.
Luego, tras una corta pausa, dijo:
—Cuando una manada de antílopes
corre por las pampas, la tierra tiembla bajo sus pies. Las bestezuelas
lanzan gritos de espanto.
Tras un nuevo silencio, añadió:
—Los indios atacan con
frecuencia los trenes. Pero lo peor son los termítidos y los
mosquitos.
—¿Y qué es eso?
—Una especie de hormigas, pero
con alas. Muerden de firme... ¿Sabe usted quién soy yo?
—Volodia nos dijo que usted es
el señor Chechevitzin.
—No; me llamo Montigomo, Garra
de Buitre, jefe de los Invencibles.
Las niñas, que no habían
comprendido nada, lo miraron con respeto y un poco de miedo.
Chechevitzin pronunciaba palabras
extrañas. Él y Volodia conspiraban siempre y hablaban en voz baja;
no tomaban parte en los juegos y se mantenían muy graves; todo esto
era misterioso, enigmático. Las dos niñas mayores, Katia y Sonia,
comenzaron a espiar a ambos muchachos. Por la noche, cuando los
muchachos se fueron a acostar, se acercaron de puntillas a la puerta
de su cuarto y se pusieron a escuchar. ¡Santo Dios lo que supieron!
Supieron que ambos muchachos se
aprestaban a huir a algún punto de América para amontonar oro. Todo
estaba ya preparado para su viaje: tenían un revólver, dos cuchillos,
galletas, una lente para encender fuego, una brújula y una suma de
cuatro rublos. Supieron asimismo que los muchachos debían andar
muchos millares de kilómetros, luchar contra los tigres y los
salvajes, luego buscar oro y marfil, matar enemigos, hacerse piratas,
beber ginebra, y, como remate, casarse con lindas muchachas y explotar
ricas plantaciones. Mientras las dos niñas espiaban a la puerta los
muchachos hablaban con gran animación y se interrumpían.
Chechevitzin llamaba a Volodia “mi hermano rostro pálido” en
tanto que Volodia llamaba a su amigo “Montigomo, Garra de Buitre”.
—No hay que decirle nada a mamá
—dijo Katia al oído de Sonia mientras se acostaban. Volodia nos
traerá de América mucho oro y marfil; pero si se lo dices a mamá no
le dejarán ir a América.
Todo el día de Nochebuena estuvo
Chechevitzin examinando el mapa de Asia y tomando notas. Volodia, por
su parte, andaba cabizbajo y, con sus gruesos mofletes, parecía un
hombre picado por una abeja. Iba y venía sin cesar por las
habitaciones, y no quería comer. En el cuarto de los niños, se
detuvo una vez delante del icono, se persignó y dijo:
—¡Perdóname! Dios mío, soy un
gran pecador. ¡Ten piedad de mí, pobre y desgraciada mamá!
Por la tarde se echó a llorar. Al
ir a acostarse abrazó largamente y con efusión a su madre, a su
padre y a sus hermanas. Katia y Sonia comprendían el motivo do su
emoción; pero la pequeñita, Macha, no comprendía nada,
absolutamente nada, y lo miraba con sus grandes ojos asombrados.
A la mañana siguiente, temprano,
Katia y Sonia se levantaron, y una vez abandonado el lecho se
dirigieron quedamente a la habitación de los muchachos, para ver
cómo huían a América. Se detuvieron junto a la puerta y oyeron lo
siguiente:
—Vamos, ¿ quieres ir? —preguntó
con cólera Chechevitzin— Di, ¿no quieres?
—¡Dios mío! —respondió
llorando Volodia—. No puedo, no quiero separarme de mamá.
—¡Hermano rostro pálido,
partamos! Te lo ruego. Me habías prometido partir conmigo, y ahora te
da miedo. ¡Eso está muy mal, hermano rostro pálido!
—No me da miedo; pero... ¿qué
va a ser de mi pobre mamá?
—Dímelo de una vez: ¿quieres
seguirme o no?
—Yo me iría, pero... esperemos
un poco; quiero quedarme aún algunos días con mamá.
—Bueno; en ese caso me voy solo
—declaró resueltamente Chechevitzin—. Me pasaré sin ti. ¡Y
pensar que has querido cazar tigres y luchar contra los salvajes! ¡Qué
le vamos a hacer! Me voy solo. Dame el revólver, los cuchillos y todo
lo demás.
Volodia se echó a llorar con
tanta desesperación, que Katia y Sonia, compadecidas, empezaron a
llorar también. Hubo algunos instantes de silencio.
—Vamos, ¿no me acompañas? —preguntó
una vez más Chechevitzin.
—Sí, me voy... contigo.
—Bueno; vístete.
Y para dar ánimos a Volodia,
Chechevitzin empezó a contar maravillas de América, a rugir como un
tigre, a imitar el ruido de un buque, y prometió en fin a Volodia
darle todo el marfil y también todas las pieles de los leones y los
tigres que matase.
Aquel muchachito delgado, de
cabellos crespos y feo semblante, les parecía a Katia y a Sonia un
hombre extraordinario, admirable. Héroe valerosísimo arrostraba todo
el peligro y rugía como un león o como un tigre auténticos.
Cuando las dos niñas volvieron a
su cuarto, Katia con los ojos arrasados en lágrimas dijo:
—¡Qué miedo tengo!
Hasta las dos, hora en que se
sentaron a la mesa para almorzar, todo estuvo tranquilo. Pero entonces
se advirtió la desaparición de los muchachos. Los buscaron en la
cuadra, en el jardín; se los hizo buscar después en la aldea vecina;
todo fue en vano. A las cinco se merendó, sin los muchachos. Cuando
la familia se sentó a la mesa para comer, mamá manifestaba una gran
inquietud y lloraba.
Buscaron a Volodia y a su amigo
durante toda la noche. Se escudriñaron, con linternas, las orillas
del río. En toda la casa, lo mismo que en la aldea, reinaba gran
agitación. A la mañana siguiente llegó un oficial de policía.
Mamá no cesaba de llorar. Pero hacia el mediodía unos trineos,
arrastrados por tres caballos blancos, jadeantes, se detuvieron junto
a la puerta.
—¡Es Volodia! —exclamó
alguien en el patio.
—¡Volodia está ahí! —gritó
la criada Natalia, irrumpiendo como una tromba en el comedor.
El enorme perro Mirara, igualmente
agitado, hizo resonar sus ladridos en toda la casa: ¡Guau! ¡Guau!
Los dos muchachos habían sido
detenidos en la ciudad próxima cuando preguntaban dónde podrían
comprar pólvora.
Volodia se lanzó al cuello de su
madre. Las niñas esperaban, aterrorizadas, lo que iba a suceder. El
señor Korolev se encerró con ambos muchachos en el gabinete.
—¿Es posible? —decía con
tono enojado—. Si se sabe esto en el colegio los pondrán de patitas
en la calle. Y a usted, señor Chechevitzin, ¿no le da vergüenza?
Está muy mal lo que ha hecho. Espero que será usted castigado por
sus padres... ¿Dónde han pasado la noche?
—¡En la estación! —respondió
altivamente Chechevitzin.
Volodia se acostó, y hubo que
ponerle compresas en la cabeza. A la mañana siguiente llegó la madre
de Chechevitzin, avisada por telégrafo. Aquella misma tarde partió
con su hijo.
Chechevitzin, hasta su partida, se
mantuvo en una actitud severa y orgullosa. Al despedirse de las niñas
no les dijo palabra; pero tomó el cuaderno de Katia y dejó en él, a
modo de recuerdo, su autógrafo:
“Montigomo, Garra de Buitre,
jefe de los Invencibles”.
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