Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


¡Qué público! (1885)
(“Ну, публика!”)
Originalmente publicado en la revista Fragmentos,
Núm. 30 (30 de noviembre de 1886);
Relatos abigarrados [Пестрых рассказов] (1886);
Obras completas (vol. II)


      —¡Se acabó! ¡No volveré a beber…! ¡Por nada del mundo! Ya es hora de sentar la cabeza. Hay que trabajar, esforzarse… Si quieres recibir tu salario, debes trabajar con honradez y dedicación, en conciencia, sacrificando tu tranquilidad y reposo. Se acabó la buena vida… Te has acostumbrado, amigo, a cobrar un sueldo sin hacer nada, y eso no está bien… no, no lo está…
       Tras expresar varias consideraciones morales de ese jaez, del revisor jefe Podtiaguin se apodera el prurito de trabajar. Ya es más de la una de la madrugada, pero, a pesar de ello, despierta a los revisores y en su compañía recorre los vagones revisando los billetes.
       —¡Señores… sus billetes! —grita, haciendo sonar alegremente la taladradora.
       Las soñolientas figuras, envueltas en la semioscuridad del vagón, se estremecen, sacuden la cabeza y tienden sus billetes.
       —¡Señor… su billete! —dice Podtiaguin, dirigiéndose a un pasajero de segunda clase, hombre delgado, fibroso, arrebujado en una pelliza y una manta y rodeado de cojines—. ¡Señor… su billete!
       El hombre fibroso no responde. Está sumido en el sueño. El revisor jefe le toca el hombro y repite con impaciencia:
       —¡Señor… su billete!
       El pasajero se estremece, abre los ojos y mira a Podtiaguin con pavor.
       —¿Qué? ¿Quién? ¿Eh?
       —Se lo estoy pidiendo con educación: ¡su… billete! ¡Haga usted el favor!
       —¡Dios mío! —gime el hombre fibroso, con gesto de desconsuelo—. ¡Señor, Dios mío! Tengo reumatismo… Llevo tres noches sin pegar ojo, he tomado morfina expresamente para poder conciliar el sueño ¡y ahora me viene usted… con el billete! ¡No tiene usted piedad ni humanidad! Si supiera lo mucho que me cuesta dormirme no me molestaría por semejante nadería… ¡Qué falta de piedad y de sentido común! ¿Qué necesidad tiene usted de mi billete? ¡Hasta es estúpido!
       Podtiaguin piensa si debe ofenderse o no, y finalmente se decanta por la primera opción.
       —¡Aquí no se grita! ¡Esto no es una taberna!
       —Hasta en las tabernas la gente es más humanitaria… —dice el viajero, tosiendo—. ¡A ver cómo me duermo yo ahora por segunda vez! No lo entiendo: he viajado por todo el mundo y nadie me ha pedido el billete; aquí, en cambio, se diría que el diablo les tira de la manga; ¡no hacen otra cosa…!
       —¡Bueno, pues váyase al extranjero si tanto le gusta!
       —¡Eso es estúpido, señor! ¡Sí! No contentos con atormentara los viajeros con el humo, el calor y las comentes de aire, también quieren, los muy diablos, acabar con ellos a base de formalidades. ¡Necesitan el billete! ¡Fíjense cuánto celo! ¡Si por lo menos fuera un control de verdad, pero la mitad de los pasajeros viaja sin billete!
       —¡Escuche, señor! —exclama Podtiaguin, acalorándose— ¡Haga el favor de medir sus palabras! ¡Si no deja de gritar y de molestar a la gente, me veré en la obligación de hacerle bajar en la próxima estación y de levantar acta de lo sucedido!
       —¡Esto es indignante! —protestan los viajeros—. ¡La toma con un enfermo! ¡Debería tener un poco de compasión!
       —¡Es él quien me ha insultado! —replica Podtiaguin, amilanado—. Está bien, no le reclamaré el billete… Como quieran… Pero ustedes mismos saben que el servicio me lo exige… Si no fuera por el servicio, yo, por supuesto… Pueden preguntárselo al jefe de estación… Pueden preguntárselo a quien quieran…
       Podtiaguin se encoge de hombros y se aleja del enfermo. En un principio se siente ofendido y algo vejado; luego, una vez atravesados dos o tres vagones, empieza a sentir en su pecho de revisor jefe una suerte de inquietud semejante al remordimiento.
       “En realidad, no había necesidad de despertar a un enfermo —piensa—. En cualquier caso, yo no tengo la culpa… Los pasajeros se imaginan que actúo de ese modo porque me da la gana, porque no tengo nada mejor que hacer, cuando en realidad me lo exige el servicio… Si no lo creen, puedo llevarles ante el jefe de estación”.
       Una estación. Cinco minutos de parada. Antes de la tercera campanada Podtiaguin entra en el vagón de segunda clase descrito más arriba. Le sigue el jefe de estación, tocado con una gorra roja.
       —Este señor —empieza Podtiaguin— dice que no tengo ningún derecho a pedirle el billete y… y se ha ofendido. Le ruego que le aclare, señor jefe de estación, si pedir el billete forma parte de mis obligaciones o lo hago por diversión. Señor —añade Podtiaguin, dirigiéndose al hombre fibroso—. ¡Señor! Puede preguntarle al jefe de estación si no me cree.
       El enfermo se estremece como si le hubieran pinchado, abre los ojos y, haciendo un gesto de desesperación, se reclina sobre el respaldo del asiento.
       —¡Dios mío! Había tomado otro comprimido y acababa de quedarme dormido cuando aparece otra vez usted… ¡Otra vez! ¡Se lo suplico, tenga compasión de mí!
       —Puede usted dirigirse al señor jefe de estación… ¿Tengo pleno derecho a pedirle el billete o no?
       —¡Esto es intolerable! ¡Tenga usted su billete! ¡Téngalo! ¡Compraré cinco más si quiere, pero déjeme morir en paz! ¿Es que usted no ha estado nunca enfermo? ¡Qué gente más insensible!
       —¡Esto ya es un escarnio! —se indigna un viajero vestido de oficial— ¡De otro modo no puedo entender tanta insistencia!
       —Déjelo… —dice el jefe de estación, frunciendo el ceño y tirando a Podtiaguin de la manga.
       Podtiaguin se encoge de hombros y sigue al jefe de estación con pasos lentos.
       —¡No hay manera de contentarlos! —se dice perplejo—. Llamo al jefe de estación para que el enfermo entienda la situación y se tranquilice… y en lugar de eso se enfada.
       Otra estación. Diez minutos de parada. Antes de la segunda campanada, cuando Podtiaguin se encuentra ante el mostrador de la cantina, bebiendo agua de Seltz, dos señores se le acercan, uno de ellos con uniforme de ingeniero, el otro con capote militar.
       —¡Escuche, revisor jefe! —le dice el ingeniero a Podtiaguin— Su comportamiento con el usuario enfermo ha indignado a cuantos hemos presenciado la escena. Soy el ingeniero Puzitski y éste es… un coronel del ejército. Si no se disculpa usted delante de los pasajeros, elevaremos una queja al jefe de la línea, común amigo nuestro.
       —Pero, señores, si yo… si ustedes… —responde Podtiaguin estupefacto.
       —Nosotros no necesitamos ninguna explicación. Pero le advertimos de que, si no se disculpa usted, tomaremos al pasajero bajo nuestra protección.
       —De acuerdo, yo… yo, bueno, me disculparé… Como quieran…
       Al cabo de media hora Podtiaguin, tras preparar una frase de disculpa que pueda dar satisfacción al viajero sin rebajar su dignidad, entra en el vagón.
       —¡Señor! —se dirige al enfermo—. ¡Escúcheme, señor!
       El enfermo se estremece y se sobresalta.
       —¿Qué?
       —Yo… ¿cómo decírselo…? No se ofenda usted…
       —¡Ah…! Agua… —dice el enfermo, respirando con dificultad y llevándose la mano al corazón—. Había tomado un tercer comprimido de morfina, me había quedado dormido y… ¡de nuevo aparece usted! Dios mío, ¿cuándo terminará este suplicio?
       —Yo… Usted perdone…
       —Escuche… Hágame bajar en la próxima estación… No puedo soportarlo más… Me muero…
       —¡Esto es una canallada, una vileza! —se indignan los viajeros— ¡Váyase de aquí! ¡Le va a costar cara esta burla! ¡Fuera!
       Podtiaguin hace un gesto de desaliento con la mano, suspira y sale. Se dirige anonadado al vagón de servicio, se sienta ante la mesa y se lamenta: “¡Qué público! ¡Cualquiera los contenta! ¡Ya puede uno cumplir con su obligación, esforzarse! Al final, lo quieras o no, acabas desentendiéndote de todo y dándote a la bebida… Si no haces nada, se enfadan; si te pones a trabajar, lo mismo… ¡Me tomaré una copita!”.
       Podtiaguin se bebe media botella de un trago y deja de pensar en el trabajo, en el deber y en la honradez.




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