Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)
La tristeza (1886)
[Otro título en español: “Tristeza”]
(“Тоска”)
Originalmente publicado en la Gaceta de San Petersburgo, 26 (27 de enero de 1886);
Relatos abigarrados (1886);
Obras completas (1899, vol. III)
La capital está envuelta en
las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos,
gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda
capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los
hombros humanos, sobre los sombreros.
El cochero Yona está todo blanco,
como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo, encorvado el
cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil.
Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de
su quietud.
Su caballo está también blanco e
inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo,
por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un
caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un
copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo,
arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran
ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes
pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida
rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades
relumbrantes de luces.
Hace mucho tiempo que Yona y su
caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar;
pero Yona no ha ganado nada.
Las sombras se van adensando. La
luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El
ruido aumenta.
—¡Cochero! —oye de pronto
Yona—. ¡Llévame a Viborgskaya!
Yona se estremece. Al través de
las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
—¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás
dormido?
Yona le da un latigazo al caballo,
que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo.
El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el
látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y,
sin apresurarse, se pone en marcha.
—¡Ten cuidado! —grita otro
cochero invisible, con cólera—. ¡Nos vas a atropellar, imbécil!
¡A la derecha!
—¡Vaya un cochero! —dice el
militar—. ¡A la derecha!
Siguen oyéndose los juramenitos
del cochero invisible. Un transeunte que tropieza con el caballo de
Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos
latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira
alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.
—¡Se diría que todo el mundo
ha organizado una conspiración contra ti! —dice con tono irónico
el militar—. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de
tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
Yona vuelve la cabeza y abre la
boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como
paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
El cliente advierte sus esfuerzos
y pregunta:
—¿Qué hay?
Yona hace un nuevo esfuerzo y
contesta con voz ahogada:
—Ya ve usted, señor... He
perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
—¿De veras?... ¿Y de qué
murió?
Yona, alentado por esta pregunta,
se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
—No lo sé... De una de tantas
enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre...
Dios que lo ha querido.
—¡A la derecha! —óyese de
nuevo gritar furiosamente—. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
—¡A ver! —dice el militar—.
Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún
latigazo al caballo!
Yona estira de nuevo el cuello
como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita
el látigo.
Se vuelve repetidas veces hacia su
cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado
los ojos y no parece dispuesto a escuchale.
Por fin, llegan a Viborgskaya. El
cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona
vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y
espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve
cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un
cliente!
Mas he aquí que Yona torna a
estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos,
delgados; el tercero, bajo y chepudo.
—¡Cochero, llévanos al puesto
de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
Yona coge las riendas, se endereza.
Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante, acepta; lo que a
él le importa es tener clientes.
Los tres jóvenes, tropezando y
jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos, discuten
largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que
vaya de pie el jorobado.
—¡Bueno; en marcha! —le grita
el jorobado a Yona, colocándose a su espalda—. ¡Qué gorro llevas,
muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se
puede encontrar un gorro más feo...
—¡El señor está de buen
humor! —dice Yona con risa forzada—. Mi gorro...
—¡Bueno, bueno! Arrea un poco a
tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa
te administraré unos cuantos sopapos.
—Me duele la cabeza —dice uno de los jóvenes—.
Ayer, yo y Vaska nos bebimos en
casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
—¡Eso no es verdad! —responde
el otro— Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
—¡Palabra de honor!
—¡Oh, tu honor! No daría yo
por él ni un céntimo.
Yona, deseoso de entablar
conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe
atipladamente.
—¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen
humor!
—¡Vamos, vejestorio! —grita
enojado el chepudo—. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al
gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
Yona agita su látigo, agita las
manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está
solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los
jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le
antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
—Y yo, señores, acabo de perder
a mi hijo. Murió la semana pasada...
—¡Todos nos hemos de morir!—contesta
el chepudo—. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es insoportable!
Prefiero ir a pie.
—Si quieres que vaya más aprisa
dale un sopapo —le aconseja uno de sus camaradas.
—¿Oyes, viejo estafermo?—grita
el chepudo—. Te la vas a ganar si esto continúa.
Y, hablando así, le da un
puñetazo en la espalda.
—¡Ji, ji, ji! —ríe, sin
ganas, Yona—. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
—Cochero, ¿eres casado? —pregunta
uno de los clientes.
—¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué
señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la
sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se
ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
Y vuelve de nuevo la cabeza para
contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el chepudo,
lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
—¡Por fin, hemos llegado!
Yona recibe los veinte copecs
convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que
desaparecen en un portal.
Torna a quedarse solo con su
caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su
fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como
buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle.
Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
Su tristeza a cada momento es más
intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el
mundo entero.
Yona ve a un portero que se asoma
a la puerta con un paquete y trata de entablar con él conversación.
—¿Qué hora es? —le pregunta,
melifluo.
—Van a dar las diez —contesta
el otro—. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la
puerta.
Yona avanza un poco, se encorva de
nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha convencido de que
es inútil dirigirse a la gente.
Pasa otra hora. Se siente muy mal
y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
—No puedo más —murmura—.
Hay que irse a acostar.
El caballo, como si hubiera
entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
Una hora después Yona está en su
casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde, acostados en
el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es
pesada, irrespirable. Suenan ronquidos.
Yona se arrepiente de haber vuelto,
tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso —piensa—
se siente tan desgraciado.
En un rincón, un joven cochero se
incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
—¿Quieres beber? —le pregunta
Yona.
—Sí.
—Aquí tienes agua... He perdido
a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué
desgracia!
Pero sus palabras no han producido
efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar,
se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye
roncar.
Yona exhala un suspiro.
Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su
desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo;
pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de
corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus
detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido,
las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir
cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una
niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que
contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a
escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando,
compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer
de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta
decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
Yona decide ir a ver a su caballo.
Se viste y sale a la cuadra.
El caballo, inmóvil, come heno.
—¿Comes? —le dice Yona,
dándole palmaditas en el lomo—. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?
Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno...
Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no
debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero,
un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente,
ha muerto...
Tras una corta pausa, Yona
continúa:
—Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es
como si tú tuvieras un hijo y se muriera... Naturalmente, sufrirías,
¿verdad?...
El caballo sigue comiendo heno,
escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
Yona, escuchado al cabo por un ser
viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.
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