Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


Un hombre en un estuche (1898)
[Otros títulos en español:
“El hombre en el estuche”, “El hombre en su funda”, “El hombre enfundado”]

(“Человек в футляре”)
Originalmente publicado en El pensamiento ruso [Русская мысль],
Núm. 7 (junio de 1898);
Obras completas (segunda edición, 1903, vol. XII, con revisiones);
Obras completas (vol. XI, 1906, edición pástuma)


      A las afueras del poblado de Mironósitski, en el granero del alcalde pedáneo Prokofi, se disponían a pasar la noche unos cazadores que se habían retrasado. Sólo eran dos: el veterinario Iván Ivánich y el profesor de instituto Burkin. Iván Ivánich tenía un apellido familiar bastante extraño, compuesto de dos palabras, Chimshá-Guimalaiski, que no le pegaba en absoluto, y en toda la provincia la gente le llamaba simplemente por el nombre y el patronímico; vivía cerca de la ciudad, en un criadero de caballos y había salido de caza para respirar aire puro. El profesor de instituto Burkin pasaba todos los veranos en casa del conde R, y en ese lugar se sentía como en su propia casa.
       No dormían. Iván Ivánich, un viejo alto y flaco, con largos bigotes, estaba sentado fuera, junto a la entrada y fumaba en pipa; le iluminaba la luna. Burkin estaba dentro, echado en la paja, y no se le veía en la penumbra.
       Contaban varias historias. Entre otras cosas, hablaban de Mavra, la esposa del alcalde, una mujer fuerte y nada tonta, que en toda su vida nunca había ido a ninguna parte más allá de su aldea natal, nunca había visto ni una ciudad ni una vía férrea, y se había pasado los últimos diez años sentada junto a la estufa y sólo de noche salía a la calle.
       —¿Qué tiene eso de sorprendente? —dijo Burkin—. Las personas solitarias por naturaleza que, como el cangrejo ermitaño o el caracol, tratan de refugiarse en su concha, en este mundo no son pocas. Quizás se trate de un fenómeno de atavismo, un retomo al tiempo en que el ancestro del hombre aún no era un ser social y vivía solitario en su guarida, o quizás sea simplemente una peculiaridad del carácter humano, ¿quién sabe? No soy naturalista y no me compete ocuparme de cuestiones semejantes; sólo quiero decir que gente como Mavra no son un fenómeno raro. Mire, aquí sin ir más lejos, hace dos meses que murió en la ciudad un tal Bélikov, profesor de griego y colega mío. Seguro que ha oído hablar de él. Destacaba porque siempre, incluso cuando hacía buen tiempo, salía de casa con chanclos, paraguas e, inevitablemente, con un grueso abrigo de guata. Guardaba el paraguas en una funda, el reloj en una funda de ante gris y, cuando usaba su cortaplumas para afilar el lápiz, lo sacaba de una pequeña funda; su cara también parecía que iba cubierta de una funda, ya que siempre la llevaba tapada con el cuello levantado del abrigo. Llevaba gafas oscuras, camiseta gruesa y orejeras de guata; y cuando tomaba un coche, mandaba echar la capota. En una palabra, en ese hombre se observaba el esfuerzo constante e irresistible de encerrarse en un envoltorio, de crearse, por decirlo así, un estuche que lo aislara y defendiera de toda influencia externa. La realidad le irritaba, le asustaba, le mantenía en permanente angustia, y quizás para justificar su timidez, su repulsa del presente, siempre alababa el pasado y todo aquello que nunca había existido. Las lenguas antiguas que enseñaba eran para él, en esencia, lo mismo que los chanclos y el paraguas que le servían para esconderse de la vida real.
       —¡Oh, qué sonora y qué bella es la lengua griega! —decía Bélikov con expresión arrobada; y, como si fuera para demostrar sus palabras, entornaba los ojos y, levantando un dedo, pronunciaba—: ¡Anthropos!
       Hasta su pensamiento trataba Bélikov de encerrarlo en un estuche. Para él sólo estaban claras las circulares y los artículos periodísticos en los que se prohibía algo. Cuando en una circular se prohibía a los alumnos salir a la calle después de las nueve de la noche o en un artículo se condenaba el amor carnal, aquello estaba claro y era inequívoco para él; estaba prohibido y basta. En una autorización o en un permiso se escondía siempre para él un elemento de duda, algo turbio y sin aclarar. Cuando en la ciudad se daba la autorización a un círculo dramático o de lectura, o a un salón de té, sacudía la cabeza y decía en voz baja:
       —Naturalmente, es así, todo eso está muy bien, pero ya veremos cómo acaba.
       Todo tipo de infracción, desviación o violación de las reglas le desalentaba, aunque, aparentemente, no tuviera nada que ver con él. Si algún compañero suyo llegaba tarde a un servicio religioso, o corría el rumor sobre alguna travesura de los alumnos, o si se veía a última hora de la tarde a una preceptora con un oficial, se alteraba mucho y siempre decía: “Ya veremos cómo acaba”. Y en las reuniones de los profesores nos abrumaba con sus cautelas, aprensiones y consideraciones sacadas de su estuche, a propósito del mal comportamiento de la juventud en los institutos masculinos y femeninos, que hacía mucho ruido en clase. “¡Ah, como si los superiores no se enteraran, como si no pasara nada! Estaría muy bien que expulsáramos a Petrov, de segundo curso, y a Yegórov, de cuarto”. ¿Qué cree usted que sucedía? Pues que con suspiros y lamentaciones, con sus gafas oscuras y su cara pequeña y pálida, como de hurón, nos comía la moral y cedíamos, bajábamos la nota a Petrov y a Yegórov por mala conducta, los castigábamos y acabábamos expulsándolos. Él tenía una extraña costumbre: ir a vernos a nuestros pisos. Llegaba a casa de un profesor, se sentaba y permanecía callado como si examinara algo. Estaba así, sentado y en silencio, una hora o dos y se iba. Llamaba a eso “mantener buenas relaciones con los compañeros”. Era evidente que le disgustaba salir de su casa, ir a vernos y pasar un rato, pero lo hacía únicamente porque consideraba que era su obligación como compañero. Nosotros, los profesores, le temíamos. E incluso el director. Fíjese que nuestros profesores eran personas que pensaban, profundamente honorables, conocedores de las obras de Turguéniev y de Shchedrin y, sin embargo, este hombrecillo que iba siempre con chanclos y un paraguas, tuvo a todo el instituto en sus manos durante quince años. ¡Y qué digo el instituto! ¡La ciudad entera! Nuestras damas no organizaban espectáculos privados los sábados, pues temían que él se enterara. Y los clérigos se avergonzaban de comer carne y de jugar a las cartas en su presencia. Bajo la influencia de personas como Bélikov, durante los últimos diez o quince años en nuestra ciudad la gente tenía miedo de todo. Tenía miedo de hablar en voz alta, enviar cartas, trabar amistades, leer libros, ayudar a los pobres, enseñar a leer y escribir…
       Iván Ivánich, queriendo decir algo, carraspeó, pero antes encendió su pipa, miró la luna y luego dijo pausadamente:
       —Sí, son gente que piensa, que ha leído a Turguéniev y a Shchedrin, a Buckle y a otros, y ya ve, se sometieron, aguantaron… Esas cosas suceden.
       —Bélikov vivía en el mismo inmueble que yo —continuó Burkin—, en esta planta, puerta a puerta conmigo, nos veíamos con frecuencia, y yo conocía su vida doméstica. En casa era la misma historia: bata, gorro, postigos, cerrojos, toda una serie de prohibiciones y restricciones, y siempre decía “¡Ya veremos cómo acaba!”. Ayunar le hacía daño a su salud, pero no podía comer carne, por si la gente decía que Bélikov no respetaba la cuaresma, así que comía percas fritas con mantequilla, una comida que no era de cuaresma, pero que no se podía decir que era carne. No tenía ninguna criada por miedo a que pensaran mal de él; tenía un cocinero, Afanasi, un viejo de unos sesenta años, bebedor y medio idiota, que antes había trabajado como bedel y que sabía cocinar un poco. Ese Afanasi solía plantarse junto a la puerta, cruzado de brazos y siempre farfullaba lo mismo, con un profundo suspiro:
       —¡Hay muchos de esos hoy en día!
       La alcoba de Bélikov era pequeña, como una caja; la cama tenía un baldaquino. Cuando se acostaba, se tapaba hasta la cabeza, hacía un calor sofocante, soplaba el viento en las puertas cerradas y la estufa silbaba; se oían suspiros en la cocina, unos suspiros siniestros…
       Él tenía miedo bajo la manta. Tenía miedo de que entrara cualquier cosa, miedo a que Afanasi le degollara, a que entraran ladrones. Tenía horribles pesadillas durante toda la noche, y por la mañana, cuando íbamos juntos al instituto, estaba aburrido y pálido. Se veía que el instituto lleno de gente al que iba, le daba miedo, lo aborrecía con toda su alma, y que le apesadumbraba, a un hombre solitario como él, caminar a mi lado.
       —Hacen mucho ruido en clase —decía, como si intentara buscar una explicación a su pesadumbre—, en mi vida he visto nada semejante.
       Y este profesor de griego, este hombre que vivía en un estuche, figúrese, estuvo a punto de casarse.
       Iván Ivánich echó una rápida ojeada al granero y dijo:
       —¡Bromea!
       —Sí, estuvo a punto de casarse, por extraño que le parezca. Nombraron a un nuevo profesor de geografía e historia, un tal Mijaíl Sávivch Kovalenko, ucraniano. No vino solo, sino con su hermana Várenka. Era un hombre joven, alto, de tez morena, con unas manos enormes; por su cara se veía que hablaba con voz de bajo; y, en efecto, su voz parecía salir de un tonel: bu, bu, bu… Ella ya no era joven, tendría unos treinta años, y también era alta, esbelta, con cejas negras y sonrosadas mejillas; en una palabra, no era una muchacha, sino una delicia. Además, era muy animada y ruidosa, y siempre estaba cantando romanzas ucranianas y riendo a carcajadas. Cualquier cosa la hacía reír a carcajadas: ja, ja, ja. Recuerdo que nuestro primer encuentro, fundamental, con los Kovalenko, tuvo lugar el día del santo del director. En medio de pedagogos austeros, tiesos y aburridos, que iban al santo por obligación, vimos de pronto a una nueva Afrodita que surgía de la espuma; andaba con los brazos en jarra, reía a carcajadas, cantaba, bailaba… Cantó de manera sentida Soplan los vientos, y luego otra romanza, y después otra más, y nos encandiló a todos, incluso a Bélikov, que se sentó junto a ella, y, con una sonrisa dulce, dijo:
       —El ucraniano por su ternura y agradable sonoridad me recuerda al griego antiguo.
       Ella se sintió halagada y empezó a contarle con expresividad y convicción que tenía una granja en el distrito de Gádiachsk en la que vivía su madre, y en la que había peras, melones y kabaki enormes. Los ucranianos llaman kabaki a las calabazas, y no a las tabernas, como nosotros. A éstas les llaman shinki. Con calabaza, tomate y berenjena hacen un borsch “tan rico, tan rico, que da miedo comerlo”.
       Mientras la escuchábamos, todos tuvimos al mismo tiempo la misma idea.
       —Sería bueno que se casaran —me dijo en voz baja la mujer del director.
       Por alguna razón todos recordamos que nuestro Bélikov no estaba casado, y nos pareció extraño no haber reparado hasta entonces en ello y haber pasado por alto ese detalle tan importante de su vida. ¿Cuál era su actitud hacia las mujeres? ¿Cómo ha resuelto para él mismo esta cuestión esencial? Antes, no nos interesaba en absoluto; quizás ni siquiera imaginábamos que un hombre que llevaba chanclos con cualquier tiempo y que dormía en una cama con baldaquino, pudiera enamorarse.
       —Ya es un cuarentón y ella tiene treinta años… —me explicó la mujer del director—. Me parece que ella se casaría con él.
       ¡Cuántas cosas se hacen en provincias por aburrimiento, cuántas cosas inútiles, absurdas! Y eso sucede porque no se hace en absoluto lo que es necesario. Si no fuera así, ¿por qué de pronto teníamos que casar a ese Bélikov, al que ni siquiera podíamos imaginar casado? La mujer del director, la mujer del inspector y todas nuestras damas del instituto se animaron e incluso se mostraron más guapas, como si de pronto hubieran descubierto un objetivo en la vida. La mujer del director reservó un palco en el teatro y allí se sentó Várenka con un abanico, radiante, feliz, y a su lado estaba Bélikov, pequeño, encorvado, como si lo hubieran sacado de su casa con pinzas. Si yo organizaba una velada, las damas exigían que invitara sin falta a Bélikov y a Várenka. En suma, la maquinaria se puso en marcha. Resultó que Várenka no se oponía al matrimonio. No estaba muy contenta de vivir en casa de su hermano, pues todo el día estaban enfadados y discutiendo. Imagínese esta escena: camina por la calle Kovalenko, alto, robusto, con una camisa bordada y un mechón que sobresale de la gorra y le cae en la frente; lleva en una mano un paquete de libros y en la otra un grueso y nudoso bastón. Tras él camina su hermana, que también lleva libros.
       —¡Pero si no lo has leído, Mijaílik! —le espeta ella en voz alta—. ¡Te digo y lo juro que no has leído nada de ese libro!
       —¡Y yo te digo que lo he leído! —grita Kovalenko, golpeando la acera con el bastón.
       —¡Vamos, por Dios, Minchik! ¿Por qué te enfadas? Es sólo una cuestión de principios.
       —¡Y yo te digo que lo he leído! —grita aún más fuerte Kovalenko.
       Y en casa, en cuanto llegaba un extraño, empezaban a insultarse. Seguro que ella estaba harta de llevar una vida así, que quería tener su propio hogar; además, había que tener en cuenta la edad, había poco donde escoger y se casaría con cualquiera, incluso con el profesor de griego. Hay que decir que la mayoría de nuestras señoritas se casarían con cualquiera con tal de casarse. Sea como fuere, el caso es que Várenka empezó a mostrar hacia nuestro Bélikov una clara actitud favorable.
       ¿Y Bélikov? Visitaba a los Kovalenko igual que a nosotros. Llegaba a su casa, se sentaba y permanecía callado. Mientras él guardaba silencio, Várenka le cantaba Soplan los vientos, o le dirigía una mirada pensativa con sus ojos oscuros, o de pronto rompía a reír:
       —Ja, ja, ja.
       En las cosas del amor, y sobre todo en el matrimonio, la sugestión juega un gran papel. Todos —sus compañeros y las damas— empezaron a asegurar a Bélikov que debía casarse, que no le quedaba otra cosa que hacer en la vida que casarse. Todos nosotros le felicitábamos, le decíamos con expresión solemne toda clase de trivialidades, como por ejemplo que el matrimonio es una cosa seria; además, que Várenka no era fea, era interesante, era la hija de un Consejero de estado, tenía una granja y lo más importante, que era la primera mujer que le trataba con ternura y cariño. A Bélikov la cabeza empezaba a darle vueltas y decidió que debía casarse.
       —Era el momento de quitarle los chanclos y el paraguas —comentó Iván Ivánich.
       —Figúrese, resultó imposible. Puso sobre la mesa de su casa un retrato de Várenka y venía a verme a cada momento para hablar de ella, de la vida familiar, de que el matrimonio era una cosa seria; visitaba a menudo a los Kovalenko, pero no cambió en absoluto sus hábitos. Por el contrario, la decisión de casarse produjo en él un efecto perjudicial; adelgazó, estaba más pálido, y se recluyó aún más en el fondo de su estuche.
       Varvara Sávishna me gusta —me decía con débil y forzada sonrisa— y yo sé que todo hombre debe casarse, pero… todo esto, ¿sabe? Ha sucedido tan de repente… Tengo que pensarlo.
       —¿Qué tiene que pensar? —le preguntaba yo—. Cásese, y punto.
       —No, casarse es una cosa seria, primero hay que sopesar las obligaciones y responsabilidades que conlleva… para que después no quede ningún cabo suelto. Esto me preocupa tanto que estos días no duermo en toda la noche. Reconozco que tengo miedo; ella y su hermano tienen un modo extraño de pensar, piensan de modo extraño y tienen un carácter muy fuerte. Se casa uno y luego, de buenas a primeras, se ve envuelto en alguna historia.
       No se declaró, lo iba postergando, lo que causaba gran enojo de la mujer del director y de nuestras damas. Sopesaba todas las obligaciones y responsabilidades. Mientras tanto, paseaba casi a diario con Várenka, tal vez pensaba que era algo necesario dada su situación, y venía a verme para hablarme de la vida familiar. Es muy probable que se hubiera declarado y que al final hubiera contraído uno de esos miles de matrimonios inútiles y estúpidos que se acuerdan entre nosotros por tedio y por no tener nada que hacer, de no haber sido por el kolossalische Skandal
[en alemán: escándalo colosal] que estalló de repente. Es preciso decir que Kovalenko, el hermano de Varvara, odiaba a Bélikov desde el día en que lo conoció y no podía soportarlo.
       —No entiendo —nos decía Kovalenko, encogiéndose de hombros—, no entiendo cómo pueden aguantar a ese soplón, a ese tipejo miserable. Ah, señores, ¿cómo pueden vivir aquí? El ambiente es asfixiante y asqueroso. ¿Es que ustedes no son pedagogos, profesores? Son ustedes unos chupatintas y esto no es un templo del saber, sino una vicaría, que apesta tanto como una garita de la policía. No, hermanos, viviré un tiempo más con ustedes y luego me iré a la granja, pescaré cangrejos y daré clases a los niños ucranianos. Me iré y les dejaré aquí con su Judas, que reviente.
       O estallaba en carcajadas hasta que se le saltaban las lágrimas, alternando la voz grave con una aguda y chillona, y me preguntaba, levantando los brazos:
       —¿A qué viene él a verme? ¿Qué es lo que quiere? Sentarse y mirar.
       Incluso le había puesto a Bélikov el mote de “el deshollador o la araña”
[se refiere a la comedia El explotador o la araña (1882) del actor cómico y dramaturgo ucraniano Mark Lúkich Kropivnitski (1840-1910)]. Se comprenderá que evitábamos hablar con él de que su hermana contrajera matrimonio con “la araña”. Y cuando, en cierta ocasión, la mujer del director le insinuó que estaría bien que su hermana se casase con un hombre tan serio y respetado como Bélikov, frunció el ceño y refunfuñó:
       —Eso no es asunto mío. Que se case con quien quiera, aunque sea con una víbora. No me gusta entrometerme en asuntos ajenos.
       Escuche lo que viene a continuación. Un bromista dibujó una caricatura de Bélikov caminando con chanclos, bombines y el paraguas abierto, llevando del brazo a Várenka; en la parte inferior, una leyenda decía: “Anthropos enamorado”. La expresión estaba muy lograda, imagínese, era sorprendente. El artista debía haber trabajado más de una noche, pues todos los profesores del instituto masculino y del femenino, los del seminario y los funcionarios recibieron una copia. Bélikov también. La caricatura le causó la más pesada impresión.
       Salimos juntos de casa; era justo el primero de mayo, domingo, y tanto profesores como alumnos habíamos quedado en la puerta del instituto para ir juntos a pie al bosque de las afueras de la ciudad. Bélikov tenía una pinta verdosa, más sombría que una nube de tormenta.
       —¡Qué mala y ruin es la gente! —exclamó con labios trémulos.
       Hasta sentí pena de él. Íbamos andando y, figúrese, de pronto vimos pasar a Kovalenko montado en una bicicleta, y tras él, también en bicicleta, iba Várenka, colorada y fatigada, pero alegre y contenta.
       —¡Nosotros iremos por delante! —gritó ella—. Hace un tiempo tan bueno, tan bueno, que hasta da miedo.
       Y desaparecieron los dos. Bélikov pasó del verde al blanco y se quedó como pasmado. Se detuvo y me miró…
       —Permítame, pero ¿qué es eso? —preguntó— ¿o es que me engaña la vista? ¿Es que acaso es decente que los profesores del instituto y las mujeres vayan en bicicleta?
       —¿Y qué tiene eso de indecente? —repliqué—. Que monten si les place.
       —Pero ¿cómo es posible? —gritó, asombrándose de que yo estuviera tan tranquilo—. ¿Qué dice usted?
       Estaba tan asombrado que no quiso seguir y regresó a su casa.
       Al día siguiente no hacía más que frotarse nerviosamente las manos, estaba sobresaltado. Por la expresión de su rostro era evidente que no se encontraba bien. No fue a las clases, lo que sucedía por primera vez en su vida. No comió. Por la tarde, se abrigó más, aunque afuera hacía un tiempo completamente veraniego y se encaminó a casa de los Kovalenko. Várenka había salido y sólo se encontró con su hermano.
       —Siéntese, se lo ruego humildemente —le dijo fríamente Kovalenko, y frunció el ceño; tenía cara de sueño, pues apenas había descansado tras el almuerzo, y estaba de pésimo humor.
       Bélikov se sentó en silencio diez minutos y empezó:
       —He venido a verle para aliviar el peso que abruma mi alma. Estoy muy apesadumbrado, mucho. Cierto autor de pasquines, me ha dibujado de un modo ridículo en compañía de una persona cercana a ambos. Considero mi deber asegurarle que yo de ningún modo… Nunca he dado motivo alguno a esa burla; muy al contrario, siempre me he comportado como una persona absolutamente respetable.
       Kovalenko seguía sentado, de muy mal humor, sin decir nada. Bélikov esperó un poco y continuó con voz baja y apesadumbrada:
       —Aún tengo otra cosa que decirle. Tengo muchos años de servicios y usted sólo está empezando, y considero mi deber, como compañero mayor que usted, advertirle. Usted monta en bicicleta y ese pasatiempo es de todo punto indecente para la educación de la juventud.
       —¿Y por qué? —le preguntó Kovalenko con voz grave.
       —¿Acaso es preciso explicarlo, Mijaíl Sávvich? ¿Acaso no lo entiende? Si un profesor monta en bicicleta, ¿qué se puede esperar de los alumnos? ¿Que vayan de cabeza? Y aunque eso no esté prohibido por ninguna circular, es algo que no se puede hacer. ¡Ayer me quedé horrorizado! Cuando vi a su hermana no podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Una mujer o una señorita en bicicleta, ¡es horrible!
       —Y en concreto, ¿qué es lo que quiere usted?
       —Sólo quiero advertirle, Mijaíl Sáwich. Usted es joven, tiene el futuro por delante, debe saber comportarse con mucho, mucho cuidado, pero usted comete tantas faltas, y qué faltas. Sale de casa con camisas bordadas, siempre va por la calle con libros, y ahora, encima, esto de la bicicleta. El director se enterará de que su hermana monta en bicicleta, luego llegará a oídos del inspector… ¿Qué hay de bueno en ello?
       —El hecho de que mi hermana y yo montemos en bicicleta es un asunto que no importa a nadie —dijo Kovalenko, encendiéndose—. Y a quien se entrometa en mis asuntos privados y de familia, le enviaré al diablo.
       Bélikov palideció y se puso de pie.
       —Si me habla usted en ese tono, no puedo continuar —dijo—. Le ruego que nunca se exprese así en mi presencia sobre las autoridades. Debería dirigirse al poder con respeto.
       —¿Acaso he dicho algo malo sobre el poder? —inquirió Kovalenko, mirándole con ira—. Déjeme en paz, por favor. Soy un hombre honrado y no deseo conversar con un señor como usted. No me gustan los soplones.
       Bélikov, completamente alterado y nervioso, empezó a vestirse rápidamente, con una expresión de horror en su cara. Era la primera vez en su vida que escuchaba semejantes groserías.
       —Puede decir lo que le venga en gana —dijo Bélikov al salir del recibidor al pasillo de la escalera—. Pero debo advertirle una cosa: es posible que alguien nos haya oído, y para que no se malinterprete nuestra conversación y no salga de aquí cualquier cosa, he de informar al director del contenido de esta conversación… a grandes rasgos. Me veo en la obligación de hacerlo.
       —¿Informar? ¡Haga lo que quiera!
       Kovalenko le agarró por el cuello del abrigo y le dio tal empujón que Bélikov bajó rodando por la escalera, haciendo ruido con los chanclos. La escalera era alta y empinada, pero él llegó abajo sano y salvo; se levantó y se tocó la nariz para ver si las gafas estaban bien. Justo en ese instante, mientras rodaba escalera abajo, llegó Várenka acompañada de dos damas; estaban al pie de la escalera y miraban. Para Bélikov eso fue lo más horrible de todo. Le parecía que habría sido mejor si se hubiera roto el cuello o las piernas, que convertirse en objeto de burla; porque ahora se enteraría toda la ciudad, llegaría a oídos del director y del inspector —¡ah, quién sabe qué cosas vería afuera!—, dibujarían una nueva caricatura y todo eso acabaría en que se vería obligado a presentar la dimisión…
       Cuando se puso en pie, Várenka le reconoció y, mirando su cara ridícula, el abrigo arrugado, los chanclos, sin comprender qué sucedía, dando por supuesto que se había caído sin querer, no se contuvo y estalló en tales carcajadas que se oyeron por toda la casa:
       —Ja, ja, ja.
       Y esos ja, ja, ja estrepitosos e intempestivos lo decidieron todo: la boda y la existencia terrenal de Bélikov. Ya no oía lo que decía Várenka ni veía nada. Al regresar a su casa, lo primero que hizo fue quitar de la mesa el retrato, luego se tumbó y ya no se volvió a levantar.
       Al cabo de tres días vino a mi casa Afanasi y me preguntó si hacía falta llamar a un médico, pues a su amo le pasaba algo. Fui a casa de Bélikov. Estaba tumbado tras las cortinas, tapado con una manta, y guardaba silencio. Cuando le hacía una pregunta, él sólo contestaba sí o no, y no decía nada más. Estaba tumbado, y junto a él, iba y venía Afanasi, sombrío, con el ceño fruncido, suspirando profundamente y oliendo tanto a vodka como una taberna.
       Un mes más tarde Bélikov murió. A su entierro acudimos todos, esto es, los dos institutos y el seminario. Ahora que yacía en el ataúd, tenía una expresión sumisa, agradable e incluso alegre, como si estuviera contento de que por fin le habían metido en un estuche, del cual nunca más saldría. ¡Sí, había alcanzado su ideal! Y como si fuera en honor suyo, durante el entierro hizo un tiempo desapacible y lluvioso, de modo que todos tuvimos que llevar chanclos y paraguas. Várenka también fue al funeral, y cuando metieron el ataúd en la tumba, rompió a llorar. Me di cuenta de que las ucranianas sólo lloran o ríen a carcajadas, no tienen término medio.
       Reconozco que enterrar a personas como Bélikov es un gran placer. Cuando regresábamos del cementerio, todos teníamos una expresión seria y contrita; nadie quería exteriorizar ese sentimiento de satisfacción similar al que experimentábamos mucho tiempo atrás, en los días de nuestra infancia cuando los mayores salían de casa y corríamos por el jardín una o dos horas, disfrutando de una completa libertad. ¡Ah, la libertad, la libertad! Hasta una simple alusión, hasta una débil esperanza de que pueda existir, da alas al alma, ¿no es verdad?
       Volvimos del cementerio con buen ánimo. Pero antes de que pasara una semana, la vida retomó su curso habitual, igual de austera, agotadora y carente de sentido que antes; no estaba prohibida por las circulares, pero tampoco autorizada completamente por ellas. No mejoró. Sí, es cierto, habíamos enterrado a Bélikov, pero cuántos hombres encerrados en un estuche quedaban, cuántos quedarán.
       —Así es —dijo Iván Ivánich y encendió su pipa.
       —¡Cuántos quedarán! —repitió Burkin.
       El profesor del instituto salió del granero. Era un hombre de baja estatura, gordo, completamente calvo, con una barba negra que casi le llegaba a la cintura; con él salieron dos perros.
       —¡Qué luna! —dijo, alzando la vista.
       Era ya medianoche. A la derecha se veía todo el poblado, una calle larga, de unas cinco verstas, que se extendía a lo lejos. Todo estaba sumido en un sueño sereno y profundo; nada se oía, nada se movía; parecía increíble que la naturaleza pudiera estar tan tranquila. Cuando en una noche de luna se ve la calle ancha de un poblado, con sus isbas, sus almiares y sus sauces soñolientos, el alma se calma; y, sumida en ese sosiego, protegida por las sombras nocturnas de los trabajos, las preocupaciones y las penas, es mansa, melancólica y bella, y parece que las estrellas la miran con ternura y afecto, que el mal no existe en la tierra, y que todo está bien. A la izquierda, al borde del poblado, empezaban los campos; se extendían a lo lejos, hasta el horizonte, y, a lo largo de todos esos campos, bañados por la luz lunar, tampoco se oía ni se movía nada.
       —Así es —repitió Iván Ivánich—. ¿Acaso el hecho de que vivamos en la ciudad, entre apreturas y estrecheces, escribamos papeles inútiles y juguemos al whist, no constituye también un estuche? Y el hecho de que pasemos nuestra vida entre hombres holgazanes y bribones, entre mujeres estúpidas y ociosas, diciendo y escuchando todo tipo de sandeces, ¿acaso no es un estuche? Si quiere, le contaré una historia muy instructiva.
       —No, ya es hora de dormir —dijo Burkin—. Hasta mañana.
       Ambos entraron en el granero y se echaron en el heno. Ya se habían tapado y dormido, cuando de pronto se oyeron unos pasos ligeros: tup, tup… Alguien andaba cerca del granero; dio unos pasos más y se detuvo; al cabo de un minuto se oyó de nuevo: tup, tup… Gruñeron los perros.
       —Es Mavra —dijo Burkin.
       Los pasos dejaron de oírse.
       —Ver y escuchar cómo mienten —comentó Iván Ivánich, dándose la vuelta—, y que te llamen imbécil por tolerar sus mentiras; soportar ofensas y humillaciones, no atreverse a declarar abiertamente que estás del lado de las personas honestas y libres, mentirse a uno mismo, sonreír, y todo eso por un mendrugo de pan, por un rincón donde cobijarse, por un puestecillo que no vale ni un centavo. ¡No, no se puede seguir viviendo así!
       —Bueno, eso ya es otra cosa, Iván Ivánich —dijo el profesor—. Vamos a dormir.
       Diez minutos después Burkin ya dormía. Pero Iván Ivánich seguía dando vueltas y suspirando, luego se levantó, se sentó junto a la puerta y encendió su pipa.



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