Antón Chéjov
(Ucrania, 1860 - Alemania, 1904)


Volodia (1887)
(“Володя”)
Originalmente publicado, como “Su primer amor”, en la Gaceta de San Petersburgo,
Número 147 (1 de junio de 1887);
Gente sombría [Хмурые люди] (1890, con el título definitivo);
Obras completas (vol. V)


      Un domingo de verano, a eso de las cinco de la tarde, Volodia, un joven de diecisiete años, poco agraciado, enfermizo y tímido, estaba sentado en un cenador de la dacha de los Shumijin, atenazado por el aburrimiento. Sus tristes pensamientos seguían tres direcciones. En primer lugar, al día siguiente, lunes, tenía que examinarse de matemáticas; sabía que si no era capaz de resolver el problema escrito le expulsarían, pues era ya repetidor de sexto curso y tenía una media de 2’75 en álgebra. En segundo lugar, su estancia en casa de los Shumijin, personas adineradas y con pretensiones aristocráticas, hería constantemente su amor propio. Le parecía que la señora Shumijin y sus sobrinas les miraban a su madre y a él como a parientes pobres y gorrones; que no respetaban a su madre y se burlaban de ella. Un día oyó por casualidad cómo la señora Shumijin le decía en la terraza a su prima Anna Fiódorovna que su madre seguía dándoselas de mujer joven y se maquillaba, que nunca pagaba sus deudas de juego y sentía una especial atracción por los zapatos y el tabaco ajenos. Todos los días Volodia suplicaba a su madre que no fueran a casa de los Shumijin; le describía el humillante papel que hacía ante tales anfitriones, trataba de convencerla, le decía impertinencias, pero ella era una mujer frívola, mimada, que a lo largo de su vida había consumido dos fortunas —la suya y la de su marido— y que siempre se había sentido atraída por la alta sociedad, de modo que no le comprendía y dos veces por semana le obligaba a acompañarla a la odiosa dacha.
       En tercer lugar, el joven no podía desembarazarse ni un solo instante de un sentimiento extraño y desagradable, completamente nuevo para él… Tenía la impresión de haberse enamorado de Arma Fiódorovna, prima y huésped de la señora Shumijin. Era una señorita vivaracha, ruidosa y bromista, de unos treinta años, fresca, robusta, rubicunda, con hombros torneados, mentón redondo y grueso y una sonrisa indeleble en los finos labios. No era hermosa ni joven. Volodia se daba perfecta cuenta, pero, por alguna razón no podía dejar de pensar en ella ni apartar los ojos de su figura cuando, jugando al croquet, encogía sus redondeados hombros y arqueaba su lisa espalda o, después de una prolongada carcajada y una carrera por las escaleras, se dejaba caer en un sillón y, con los ojos entornados y la respiración jadeante, fingía que le faltaba el aire y se ahogaba. Estaba casada. Su marido, un respetable arquitecto, iba a la dacha una vez por semana, se pasaba el día durmiendo y luego regresaba a la ciudad. Los primeros síntomas de esa extraña inclinación habían consistido en un odio inmotivado por ese arquitecto y un sentimiento de alegría cada vez que se marchaba.
       Mientras estaba sentado en el cenador, pensando en el examen del día siguiente y en las burlas de que era objeto su madre, sintió un arrebatador deseo de ver a Niuta (así llamaban los Shumijin a Arma Fiódorovna), de escuchar su risa, el rumor de su vestido… Ese deseo guardaba pocas semejanzas con ese amor puro y poético del que tenía conocimiento por las novelas y con el que soñaba todas las noches cuando se iba a dormir; era extraño, incomprensible, le daba miedo y le avergonzaba, como si fuera algo muy feo y turbio, y apenas se atrevía a confesárselo a sí mismo…
       —Eso no es amor —se decía—. Uno no se enamora de una mujer casada de treinta años… Solo es una pequeña aventura… Sí, una aventura…
       Mientras pensaba en esas cosas, recordó su invencible timidez, su ausencia de bigote, sus pecas, sus ojos oblicuos; luego se imaginó al lado de Niuta y la pareja se le antojó imposible; entonces trató de figurarse que era atractivo, apuesto, ingenioso, que vestía a la última moda…
       En el momento culminante de esa ensoñación, mientras, sentado en un rincón oscuro del cenador, se inclinaba y miraba fijamente el suelo, oyó unos pasos ligeros. Alguien caminaba sin prisas por la alameda. Pronto el ruido de los pasos se aquietó y en la entrada del cenador centelleó una mancha blanca.
       —¿Hay alguien aquí? —preguntó una voz de mujer.
       Volodia reconoció esa voz y levantó la cabeza con temor.
       —¿Quién está ahí? —preguntó Niuta, entrando—. ¡Ah, es usted, Volodia! ¿Qué hace aquí? ¿Está pensando? Se pasa todo el santo día pensando… ¡Va a volverse loco!
       Volodia se puso en pie y la miró con aire turbado. Niuta acababa de salir del baño y llevaba al hombro una sábana y una toalla afelpada, mientras de un pañuelo blanco de seda que llevaba anudado en la cabeza se escapaban unos cabellos mojados que se pegaban a la frente. Su cuerpo exhalaba un olor fresco y húmedo a agua de baño y a jabón de almendras. La rápida marcha la había sofocado. El botón superior de su blusa estaba desabrochado, de modo que el joven podía ver su cuello y su pecho.
       —¿Por qué no dice nada? —preguntó Niuta, envolviéndolo con la mirada—. Es de mala educación no contestar cuando una dama le dirige la palabra. ¡Hay que ver qué torpe es usted, Volodia! Se pasa el tiempo sentado, callado, meditando como un filósofo. ¡No tiene la menor chispa de fuego o de vida! Qué desagradable es usted, la verdad… A su edad hay que vivir, saltar, charlar, cortejar a las mujeres, enamorarse…
       Volodia miraba la sábana que ella sostenía con una mano blanca y regordeta y pensaba…
       —¡No dice nada! —exclamó Niuta, llena de perplejidad—. Hasta resulta extraño… ¡Escuche, compórtese como un hombre! ¡Vamos, al menos sonría! ¡Uf, qué filósofo tan repugnante! —añadió, echándose a reír—. ¿Sabe usted por qué es tan torpe, Volodia? Porque no corteja a las mujeres. ¿Por qué no lo hace? Cierto que aquí no hay señoritas, pero nadie le impide cortejar a las damas. ¿Por qué, por ejemplo, no me hace la corte a mí?
       Volodia escuchaba y se rascaba la sien, sumido en angustiosos y penosos pensamientos.
       —Solo las personas muy orgullosas guardan silencio y aman la soledad —continuó Niuta, apartándole la mano de la sien—. Es usted orgulloso, Volodia. ¿Por qué me mira de soslayo? ¡Haga el favor de mirarme directamente a la cara! ¡Vamos, no sea torpe!
       Volodia se decidió a hablar. Tratando de sonreír, extendió el labio inferior, hizo un guiño con los ojos y volvió a llevarse la mano a la sien.
       —¡Yo… la amo! —exclamó.
       Niuta, sorprendida, levantó las cejas y se echó a reír.
       —¿Qué oigo? —entonó, a la manera de los cantantes de ópera cuando escuchan una noticia terrible—. ¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted? Repítalo, repítalo…
       —¡Yo… la amo! —repitió Volodia.
       Y, sin darse cuenta de lo que hacía, sin comprender nada ni reflexionar, dio un paso hacia Niuta y le cogió la muñeca. Sus ojos se enturbiaron y se anegaron de lágrimas, y el mundo entero se transformó en una gran toalla afelpada que olía a agua de baño.
       —¡Bravo, bravo! —dijo ella con una alegre risa—. ¿Por qué calla? Quiero que hable. ¿Y bien?
       Viendo que la mujer no retiraba la muñeca, Volodia contempló el rostro risueño de Niuta y con gesto desmañado y torpe le rodeó el talle, uniendo sus dos manos en la espalda de la joven. Mientras la abrazaba, ella, llevándose las manos a la nuca y mostrando los hoyuelos de los codos, se arreglaba el cabello bajo el pañuelo y decía con total serenidad:
       —Hay que ser cortés, amable y gentil, Volodia, y eso solo se logra tratando a las mujeres. Pero ¿por qué adopta una expresión tan fea y desagradable? Tiene que hablar, reír… Sí, Volodia, no debe mostrarse arisco, es usted joven, ya tendrá tiempo de filosofar. Bueno, suélteme, me voy. ¡Suélteme le digo!
       La mujer se liberó sin esfuerzo y, canturreando una tonada, salió del lugar. Volodia se quedó solo. Alisó sus cabellos, sonrió y se paseó unas tres veces de un extremo al otro del cenador; luego se sentó en el banco y volvió a sonreír. Tanto le agobiaba la vergüenza que él mismo se sorprendió de que ese sentimiento pudiera alcanzar tal intensidad y agudeza. Su embarazo le hacía sonreír, murmurar palabras inconexas, gesticular.
       Le abochornaba que acabaran de tratarle como a un niño, le torturaba su propia timidez y, sobre todo, le sorprendía la audacia de haber cogido por el talle a una mujer casada y respetable, cuando, en su opinión, ni su edad, ni su aspecto exterior ni su posición social le daban derecho a hacerlo.
       Se puso en pie de un salto, salió del cenador y, sin volver la vista, se internó en lo más profundo del jardín, alejándose de la casa.
       “¡Ah, si pudiera marcharme cuanto antes de aquí! —pensaba, cogiéndose la cabeza con las manos—. ¡Cuanto antes, Dios mío!”.
       El tren que debían tomar Volodia y su madre partía a las ocho cuarenta. Hasta entonces quedaban casi tres horas, pero él se habría marchado de buena gana a la estación en ese mismo momento, sin esperar a su madre.
       A las ocho se acercó a la casa. Toda su figura expresaba determinación: ¡que fuera lo que fuese! Había decidido entrar con resolución, mirar a la gente a la cara y hablar en voz alta, sin preocuparse de nada.
       Atravesó la terraza, el gran salón y la sala, deteniéndose en esa última pieza para recobrar el aliento. Desde allí pudo oír que en el comedor contiguo estaban tomando el té. La señora Shumijin, su madre y Niuta charlaban y reían.
       Volodia aguzó el oído.
       —¡Se lo aseguro! —decía Niuta—. ¡No daba crédito a mis propios ojos! Cuando empezó a declararme su amor, apenas lo reconocía. Hasta llegó a cogerme por el talle, figúrense. Y ¿saben ustedes? ¡Tiene maneras! Cuando me dijo que me amaba, su figura adoptó un aire salvaje, como de cherqués.
       —¡No es posible! —exclamó la madre, estallando en una risa prolongada—. ¡No es posible! ¡Cómo me recuerda a su padre!
       Volodia se dio la vuelta y salió corriendo al exterior.
       “¡Cómo pueden hablar en voz alta de todo eso! —se decía atormentado, al tiempo que juntaba las manos y miraba al cielo con horror—. Hablan en voz alta, con absoluta sangre fría… Y mi madre se ríe… ¡Mi madre! Dios mío, ¿por qué me has dado una madre semejante? ¿Por qué?”.
       Pero tenía que regresar a la casa, costara lo que costase. Recorrió la alameda unas tres veces y, ya algo más tranquilo, decidió entrar.
       —¿Por qué no ha venido a tiempo para tomar el té? —le preguntó la señora Shumijin con severidad.
       —Perdóneme, es… hora de partir —balbució, sin levantar la vista—. ¡Mamá, ya son las ocho!
       —Vete tú solo, querido —dijo la madre con cierta languidez—, yo me quedo a pasar la noche en casa de Lili. Adiós, hijo… Ven que te bendiga… —hizo la señal de la cruz sobre su hijo y dijo en francés, dirigiéndose a Niuta—: Se parece un poco a Lénnontov… ¿no es verdad?
       Volodia ensayó una apresurada despedida y, sin mirar a nadie, salió del comedor. Al cabo de diez minutos, lleno de contento, avanzaba por el camino de la estación. Ya no sentía miedo ni vergüenza y respiraba sin dificultad, libremente.
       A media versta de la estación se sentó en una piedra y se puso a contemplar el sol, cuyo círculo había desaparecido, en más de la mitad, detrás del terraplén. En algunos puntos de la estación se habían encendido ya las luces y un indeciso resplandor verde centelleó durante un momento, aunque todavía no se avistaba el tren. Volodia se encontraba a gusto en ese lugar, no movía un músculo y prestaba oídos a los ruidos de la tarde, que iba cayendo poco a poco. Su imaginación se representaba con sorprendente nitidez la penumbra del cenador, los pasos, el olor a agua de baño, las risas, el talle, y nada de eso le parecía tan terrible e importante como antes…
       “Bobadas… Ella no retiró la mano y se reía mientras la tenía cogida por el talle —pensaba—, de modo que le gustó. Si le hubiera resultado desagradable, se habría enfadado…”.
       En ese momento Volodia se arrepintió de no haberse mostrado más audaz en el cenador. Le apenaba tener que marcharse de allí de una forma tan estúpida y estaba convencido de que, si la ocasión volvía a presentarse, sería más osado y vería las cosas de manera más sencilla.
       Y no era difícil que esa situación se repitiera. En casa de los Shumijin se daban largos paseos después de la cena. Si Volodia iba a pasear con Niuta por el jardín oscuro, tendría una oportunidad.
       “Voy a volver —pensaba— y partiré mañana en el primer tren… Les diré que he perdido éste”.
       De modo que regresó… La señora Shumijin, su madre, Niuta y una de las sobrinas estaban jugando al whist en la terraza. Cuando les dijo que había perdido el tren, las mujeres expresaron el temor de que al día siguiente llegara tarde al examen y le aconsejaron que se levantara temprano. Durante toda la partida estuvo sentado aparte, comiéndose a Niuta con los ojos y esperando… Ya tenía preparado un plan: en medio de la oscuridad se acercaría a Niuta, le cogería la mano y después la abrazaría; no tendría que decir nada, pues ambos lo comprenderían todo sin necesidad de palabras.
       Pero después de la cena las damas no fueron a pasear por el jardín, sino que continuaron la partida. Estuvieron jugando a las cartas hasta la una de la madrugada y luego se fueron a dormir.
       “¡Qué estúpido es todo esto! —se decía Volodia con enfado, mientras se metía en la cama—. Pero no importa, esperaré a mañana… Iré de nuevo al cenador. No importa…”.
       No tenía intención de dormir, de modo que se sentó en la cama, se rodeó las rodillas con las manos y se quedó pensativo. La idea del examen le resultaba odiosa. Aunque estaba convencido de que iban a expulsarle, consideraba que esa decisión no tenía nada de terrible. Al contrario, sería una solución buena, puede que hasta excelente. Al día siguiente sería libre como un pájaro, podría abandonar el uniforme, fumaría a la vista de todos, volvería allí y cortejaría a Niuta cuando se le antojara; ya no sería un estudiante de segundo grado, sino un “joven”. En cuanto a lo demás, es decir, a su carrera y porvenir, también estaba claro: se enrolaría como voluntario, se haría telegrafista o entraría en una botica, donde se convertiría en practicante… ¿Es que había pocas ocupaciones? Pasó una hora, luego otra y él seguía sentado y pensando…
       Poco antes de las tres, cuando ya empezaba a clarear, la puerta se abrió con un leve chirrido y su madre apareció en el umbral.
       —¿Qué haces despierto? —preguntó en medio de un bostezo—. Duerme, yo me voy ya… Solo he venido a coger unas gotas…
       —¿Para qué?
       —La pobre Lili tiene otra vez espasmos. Duerme, hijo mío, mañana tienes un examen.
       Cogió un frasco del armarito, se acercó a la ventana, leyó la etiqueta y salió.
       —¡María Leontievna, no son esas gotas! —dijo una voz femenina al cabo de medio minuto—. Esto es muguete y lo que Lili pide es morfina. ¿Está dormido su hijo? Pídale que la busque él…
       Era la voz de Niuta. Volodia sintió escalofríos. Se puso a toda prisa los pantalones, se echó sobre los hombros el capote y se acercó a la puerta.
       —¿Lo entiende? ¡Morfina! —explicaba en un susurro Niuta—. Debe de estar escrito en latín. Despierte a Volodia, él la encontrará…
       La madre abrió la puerta y Volodia vio a Niuta. Llevaba la misma blusa que por la mañana, cuando volvía del baño. Los cabellos despeinados caían sobre los hombros, tenía la cara soñolienta y la tez oscurecida por la penumbra…
       —Volodia no duerme… —dijo la madre—. ¡Volodia, querido, busca la morfina en el armario! Esta Lili es un castigo… Siempre le pasa algo.
       La madre farfulló algunas palabras más, bostezó y se fue.
       —Vamos, busque —dijo Niuta—. ¿Qué hace ahí parado?
       Volodia se acercó al armario, se puso de rodillas y empezó a examinar frascos y cajas de medicamentos. Las manos le temblaban y tenía la sensación de que unas olas heladas recorrían su vientre y su pecho, anegando todas sus entrañas. El olor del éter, del ácido fénico y de las distintas hierbas que cogía con manos temblorosas sin necesidad alguna y desparramaba por el suelo le sofocaba y hacía que la cabeza le diera vueltas.
       “Parece que mi madre se ha ido —pensaba—. Eso está bien… muy bien…”.
       —¿La encuentra? —preguntó Niuta con voz cansina.
       —Enseguida… Me parece que esto es morfina… —dijo Volodia, leyendo en una etiqueta la palabra morph…—. ¡Tenga!
       Niuta estaba en el umbral, con un pie en el pasillo y otro en el cuarto. Se arregló los cabellos, tarea poco sencilla —¡tan largos y espesos eran!— y miró a Volodia con aire distraído. A la incierta luz que proyectaba en la habitación el blanquecino cielo, aún no iluminado por el sol, a Volodia le pareció maravillosa y espléndida, con su amplia blusa, su aspecto adormilado y el pelo revuelto… Fascinado, temblando de pies a cabeza y recordando con deleite cómo había abrazado ese cuerpo maravilloso en el cenador, le entregó las gotas y le dijo:
       —Es usted…
       —¿Qué?
       Niuta entró en la habitación.
       —¿Qué? —preguntó, sonriendo.
       Él guardó silencio y la contempló; luego, como en el cenador, le cogió la mano… Ella le miraba, sonreía y esperaba: ¿qué iba a suceder ahora?
       —La amo… —susurró él.
       Ella dejó de sonreír, se quedó pensativa durante unos instantes y dijo:
       —Espere, me parece que viene alguien. ¡Ah, estos estudiantes! —dijo en voz queda, aproximándose a la puerta y echando un vistazo al pasillo—. No, no hay nadie…
       Volvió a acercarse a él.
       Luego Volodia tuvo la impresión de que la habitación, Niuta, el amanecer y su propia persona se fundían en una misma sensación de felicidad intensa, extraordinaria, desconocida, por la que valía la pena sacrificar toda la vida y soportar tormentos eternos, pero al cabo de medio minuto todo eso se desvaneció de pronto. Volodia solo veía un rostro grueso y desagradable, desfigurado poruña expresión de repugnancia, y él mismo sintió una repentina repulsión por lo que acababa de pasar.
       —Bueno, tengo que irme —dijo Niuta, mirando a Volodia con asco—. ¡Qué feo y lamentable es usted…! ¡Uf, un patito feo!
       ¡Qué horribles le parecían ahora a Volodia los largos cabellos de la mujer, su amplia blusa, sus pasos, su voz…!
       “Un patito feo… —se dijo, cuando se quedó solo—. Es verdad que soy repugnante… Todo es repugnante”.
       Fuera ya había salido el sol, los pájaros cantaban a pleno pulmón; desde el jardín llegaba el rumor de los pasos del jardinero y el chirrido de su carretilla… Poco después se oyó el mugido de las vacas y el sonido del caramillo de un pastor. La luz del sol y todos esos ruidos parecían anunciar que en el mundo, en alguna parte, existía una vida pura, delicada, poética. Pero ¿dónde? Ni su madre ni todas las personas que le rodeaban le habían hablado nunca de ella.
       Cuando un criado vino a despertarle para que no perdiera el tren de la mañana, él se hizo el dormido…
       “¡Que se vaya todo al diablo!”, pensaba.
       Se levantó ya pasadas las diez. Mientras se peinaba ante el espejo y contemplaba su rostro poco agraciado y pálido después de esa noche de insomnio, pensaba:
       “Es verdad… Soy un patito feo”.
       Cuando su madre lo vio y, horrorizada, comprendió que no había acudido al examen, Volodia le dijo:
       —Me he quedado dormido, mamá… Pero no se preocupe, presentaré un certificado médico.
       La señora Shumijin y Niuta se despertaron después de las doce. Volodia oyó el ruido que la señora Shumijin hacía al abrir la ventana y la risa estruendosa con que Niuta respondía a su ruda voz. Luego vio cómo toda una fila de sobrinas y de comensales (entre los cuales se encontraba su madre) atravesaba la puerta de la sala y pasaba al comedor para tomar el desayuno, y distinguió fugazmente el rostro recién lavado y sonriente de Niuta, así como las cejas negras y la barba del arquitecto, que acababa de llegar.
       Niuta llevaba un traje ucraniano que no le quedaba nada bien y le impedía moverse con libertad; el arquitecto gastaba bromas triviales y sin gracia; las croquetas que sirvieron en el desayuno tenían demasiada cebolla, o al menos así se lo pareció a Volodia. También tenía la impresión de que Niuta se reía a carcajadas y le miraba a propósito, dándole a entender que el recuerdo de aquella noche no le preocupaba en absoluto y que apenas prestaba atención a la presencia en la mesa del patito feo.
       A eso de las cuatro Volodia y su madre se dirigieron a la estación. Los sucios recuerdos, la noche en vela, la inminente expulsión del instituto, los remordimientos de conciencia, todo eso despertaba en su interior una rabia penosa y sombría. Contempló el rostro enjuto de su madre, su pequeña nariz, el impermeable que le había regalado Niuta, y balbució:
       —¿Por qué se pone polvos en la cara? ¡No está bien a su edad! Se maquilla usted, no paga las deudas de juego, se fuma el tabaco ajeno… ¡Es repugnante! ¡La detesto… la detesto!
       Mientras la insultaba, ella entornaba los ojos asustada, juntaba las manos y susurraba con temor:
       —¿Qué dices, cariño? ¡Dios mío, va a oírte el cochero! ¡Cállate o te va a oír! ¡Lo oye todo!
       —¡La detesto… la detesto! —continuó Volodia, todo sofocado—. No tiene usted vergüenza ni corazón… ¡No se atreva a ponerse otra vez ese impermeable! ¿Me oye? Si se lo vuelvo a ver, lo rompo en jirones…
       —¡Contrólate, hijo mío! —dijo la madre, echándose a llorar—. ¡El cochero te va a oír!
       —¿Y dónde está la fortuna de mi padre? ¿Dónde está su propio dinero? ¡Lo ha derrochado usted todo! No me avergüenza mi pobreza, sino tener una madre semejante… Cuando mis compañeros me preguntan por usted, siempre me ruborizo.
       Antes de llegar a la ciudad el tren solo tenía que parar en dos estaciones. Volodia se pasó todo el tiempo en la plataforma, temblando de pies a cabeza. No quería entrar en el vagón, pues allí se encontraba su madre, a la que odiaba. También sentía odio por su propia persona, por los revisores, por el humo de la locomotora, por el frío, al que atribuía sus estremecimientos… Y a medida que aumentaba el peso que sentía en el corazón, mayor era el convencimiento de que en el mundo, en alguna parte, la gente disfrutaba de una vida pura, noble, delicada, elegante, llena de amor, de ternura, de alegría, de libertad… Eso era lo que sentía, amén de una pena tan grande que un pasajero le había mirado con insistencia y le había preguntado:
       —¿Le duelen las muelas?
       En la ciudad Volodia y su madre vivían en casa de María Petrovna, una dama de la nobleza que había tomado en alquiler un gran apartamento y a su vez tenía varios inquilinos. La madre de Volodia había arrendado dos habitaciones: en la primera, una pieza con ventanas, una cama y dos cuadros con marcos dorados colgados de las paredes, vivía ella; la segunda, contigua, pequeña y oscura, era la de Volodia. Había en ella un sofá, el único mueble de todo el cuarto, que hacía las veces de lecho; todo el espacio estaba ocupado por cestas de mimbre llenas de vestidos, cajas de sombreros y toda suerte de cachivaches que la madre guardaba sin razón aparente. Volodia preparaba las lecciones en la habitación de la madre o en la “sala común”, nombre que recibía una estancia espaciosa en la que los inquilinos se reunían durante el almuerzo o para pasar la velada.
       Una vez en casa, Volodia se tumbó en el sofá y se cubrió con una manta para calmar los temblores. Las cajas de sombreros, las cestas y los cachivaches le recordaron que no tenía una habitación propia, un refugio donde poder escapar de su madre, de los invitados de ésta y de las voces que llegaban ahora de la “sala común”; la mochila y los libros, desperdigados por todas partes, no le permitían olvidar el examen al que no se había presentado… Sin saber por qué, le vino a la memoria Menton, donde había vivido con su difunto padre cuando tenía siete años; también rememoró Biarritz y dos niñas inglesas con las que corría por la arena… Quiso rescatar del olvido el color del cielo y del océano, la altura de las olas y su disposición de entonces, pero no lo consiguió; las niñas inglesas centellearon un momento en la imaginación como si estuvieran vivas, pero todo lo demás acabó confundiéndose y esfumándose en desorden…
       “No, aquí hace demasiado frío”, pensaba Volodia, levantándose, poniéndose el capote y dirigiéndose a la “sala común”.
       Allí estaban tomando el té. En torno al samovar había tres personas: su madre, una vieja profesora de música con pince-nez de carey y Avgustín Mijaílich, un francés ya maduro y muy gordo que trabajaba en una fábrica de perfumes.
       —Hoy no he comido —decía su madre—. Tendría que mandar a la criada a por pan.
       —¡Duniasha! —gritó el francés.
       Pero resultó que la dueña de la casa había enviado a la criada a hacer un recado.
       —Bueno, da igual —dijo el francés con una amplia sonrisa—. Yo mismo iré a por pan ahora mismo. No importa.
       Dejó en un lugar visible su cigarrillo, que exhalaba un humo acre y apestoso, se puso el sombrero y salió. Cuando desapareció, su madre empezó a contarle a la profesora de música que había ido invitada a casa de los Shumijin y que la habían recibido muy bien.
       —Lili Shumijin es pariente mía… —decía—. Su difunto marido, el general Shumijin, era primo de mi marido. Ella de soltera era la baronesa Kolb…
       —¡Mamá, eso no es verdad! —dijo Volodia irritado—. ¿Por qué miente?
       Sabía muy bien que su madre decía la verdad; en su relato sobre el general Shumijin y la baronesa Kolb no había una sola palabra inexacta, pero de todos modos él sentía que mentía. Esa falsedad la percibía en su modo de hablar, en la expresión de su rostro, en su mirada, en todo.
       La profesora de música se turbó y empezó a toser en su pañuelo, como si se hubiese atragantado; entre tanto, la madre rompió a llorar.
       “¿Adónde ir?”, pensó Volodia.
       Ya había estado en la calle y visitar a algún compañero le daba vergüenza. De nuevo, sin venir a cuento, recordó a las dos niñas inglesas… Se paseó de un rincón a otro de la “sala común” y entró en la habitación de Avgustín Mijaílich. Allí reinaba un penetrante olor a aceites esenciales y a jabón de glicerina. En la mesa, en el antepecho de las ventanas e incluso en las sillas se acumulaban multitud de frascos, vasos y recipientes llenos de líquidos multicolores. Volodia cogió un periódico de la mesa, lo abrió y leyó la cabecera: Le Figaro… El periódico desprendía un olor fuerte y agradable. Luego tomó un revólver…
       —¡Déjelo, no le haga caso! —le decía en la habitación contigua la profesora de música a su madre, tratando de consolarla—. ¡Es aún tan joven! Las personas de su edad piensan que todo les está permitido. No hay más remedio que resignarse.
       —¡No, Evguenia Andréievna, está demasiado mimado! —decía su madre como canturreando—. No hay ninguna persona mayor que lo meta en cintura y yo, pobre de mí, no puedo hacer nada. ¡Qué desdichada soy!
       Volodia se introdujo el cañón del revólver en la boca; tanteando con los dedos encontró algo parecido a un gatillo o un gancho y presionó… Luego, siempre a tientas, halló otra protuberancia y volvió a apretar. Retiró el cañón de la boca, lo secó con el faldón del capote y examinó el cierre; nunca antes había tenido un аrmа en las manos…
       —Parece que hay que levantar esto… —dijo—. Sí, debe de ser así…
       Avgustín Mijaílich entró en la “sala común” y se puso a contar a carcajadas alguna anécdota. Volodia volvió a meterse el cañón en la boca, lo apretó con los dientes y presionó el gatillo con el dedo. Se oyó una detonación… Algo impactó con una fuerza terrible en la nuca de Volodia, que cayó sobre la mesa, con la cara entre los recipientes y los frascos. En ese momento vio cómo su difunto padre, tocado de un sombrero de copa con una ancha cinta negra, el mismo que había llevado en Menton cuando guardaba luto por cierta dama, le cogía de pronto en brazos y se hundía con él en un abismo profundo y negrísimo.
       Luego todo se volvió confuso y desapareció…



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