Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura de Copper Beeches (1892)
(“The Adventure of the Copper Beeches”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (junio 1892);
The Adventures of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1892, 307 págs.)



      —Es frecuente que el hombre que ama el arte por sí mismo —comentó Sherlock Holmes, dejando a un lado la página de anuncios del Daily Telegraph— encuentre los placeres más intensos en sus manifestaciones más humildes y menos importantes. Me complace advertir, Watson, que hasta el momento ha captado usted esa verdad y que en las pequeñas crónicas de nuestros casos que ha tenido la gentileza de redactar, debo decir que embelleciéndolos a veces, no ha dado preferencia a las numerosas causes célébres y procesos sensacionalistas en los que he intervenido, sino a incidentes que pueden haber sido triviales, pero que daban ocasión al empleo de las facultades de deducción y síntesis que he convertido en mi especialidad.
       —Y, sin embargo —dije yo, sonriendo—, no me considero definitivamente absuelto de la acusación de sensacionalismo que se ha lanzado contra mis relatos.
       —Tal vez haya cometido usted un error —apuntó él, cogiendo una brasa con las tenazas y encendiendo con ella la larga pipa de cerezo que sustituía a la de arcilla cuando se sentía más inclinado a la polémica que a la reflexión—. Tal vez se haya equivocado al añadir color y vida a esos rígidos razonamientos de causa a efecto, que son en realidad lo único digno de mención.
       —Me parece que en este punto le he hecho a usted justicia —comenté algo fríamente, porque me desagradaba el egotismo que, según había observado más de una vez, constituía un importante factor en el singular carácter de mi amigo.
       —No, no es cuestión de vanidad o egoísmo —dijo él, respondiendo como solía más a mis pensamientos que a mis palabras—. Pido plena justicia para mi arte, porque se trata de algo impersonal…, algo que está más allá de mí mismo. El delito es cosa corriente. La lógica es una rareza. Por tanto, hay que poner el acento en la lógica y no en el delito. Usted ha reducido lo que debía ser un curso académico a una serie de cuentos.
       Era una fría mañana de principios de primavera y, después del desayuno, nos habíamos sentado a ambos lados de un chispeante fuego en el viejo apartamento de Baker Street. Una densa bruma se extendía entre las hileras de casas pardas, y las ventanas de la acera de enfrente parecían borrones oscuros vistos a través de espesas volutas amarillas. Teníamos encendida la luz de gas, que caía sobre el mantel y arrancaba reflejos a la porcelana y al metal, pues aún no habían recogido la mesa. Sherlock Holmes había permanecido callado toda la mañana, zambulléndose una y otra vez en las columnas de anuncios de una serie de periódicos, hasta que por fin, renunciando aparentemente a su búsqueda, había emergido, no de muy buen humor, para impartirme una lección magistral sobre mis deficiencias literarias.
       —Por otra parte —comentó tras una pausa, durante la cual estuvo dándole chupadas a su larga pipa y contemplando el fuego—, difícilmente se le puede acusar a usted de sensacionalismo, cuando entre los casos por los que ha tenido la bondad de interesarse hay una elevada proporción que no trata de ningún delito en el sentido legal del término. El asuntillo en el cual intenté ayudar al rey de Bohemia, la extraordinaria experiencia de la señorita Mary Sutherland, el problema del hombre del labio torcido y el incidente del solterón aristócrata, fueron todos ellos casos que escapaban al alcance de la ley. Pero usted, al evitar lo sensacional, temo que esté bordeando lo trivial.
       —Tal vez el resultado lo fuera —respondí—, pero sostengo que los métodos fueron originales e interesantes.
       —Querido amigo, ¿qué le importan al público, al gran público distraído, incapaz de distinguir a un tejedor por sus dientes o a un cajista de imprenta por su pulgar izquierdo, los delicados matices del análisis y la deducción?
       »Aunque, a decir verdad, si es usted trivial no es culpa suya, porque el tiempo de los grandes casos ha pasado a la historia. El hombre, o por lo menos el criminal, ha perdido toda iniciativa y originalidad. Y mi humilde consultorio parece estar degenerando en una agencia para recuperar lápices perdidos y para ofrecer consejo a señoritas de internado. Creo que por fin hemos tocado fondo. Esta nota que he recibido esta mañana marca, a mi entender, mi punto cero. ¡Léala!
       Y me lanzó desde su sillón una carta arrugada. Estaba fechada en Montague Place la tarde anterior, y decía:

    Querido señor Holmes:
     Tengo mucho interés en consultarle acerca de si debo aceptar o no un empleo de institutriz que me han ofrecido. Si no tiene inconveniente, pasaré a visitarle mañana a las diez y media.
     Suya afectísima,

VIOLET HUNTER

—¿Conoce usted a esta joven? —pregunté.
       —No.
       —Ahora son las diez y media.
       —Sí, y estoy seguro de que es ella la que acaba de tocar el timbre.
       —Tal vez el asunto resulte más interesante de lo que usted cree. Recuerde el caso del carbunclo azul, que al principio parecía una tontería y acabó convirtiéndose en una investigación muy seria. Puede ocurrir lo mismo.
       —Ojalá sea así. Pero pronto saldremos de dudas, porque, o mucho me equivoco, o aquí tenemos a la persona en cuestión.
       Mientras él hablaba, se había abierto la puerta y había entrado una joven en la habitación. Iba vestida de modo sencillo, pero con buen gusto; tenía un rostro expresivo e inteligente, pecoso como un huevo de chorlito, y actuaba con el aplomo de la mujer que ha tenido que abrirse camino en la vida.
       —Usted perdonará que le moleste —dijo, mientras mi compañero se levantaba para saludarla—, pero me ha ocurrido una cosa muy extraña y, como no tengo padres ni familiares a los que recurrir en busca de consejo, he pensado que tal vez usted tuviera la amabilidad de indicarme qué debo hacer.
       —Siéntese, por favor, señorita Hunter. Tendré sumo gusto en hacer lo que pueda para servirla.
       Advertí que a Holmes le habían impresionado favorablemente los modales y las palabras de su nueva clienta. La contempló del modo inquisitivo que era habitual en él, y después se sentó a escuchar el caso con los párpados caídos y las yemas de los dedos juntas.
       —He trabajado cinco años como institutriz —dijo ella—, en la familia del coronel Spence Munro, pero hace dos meses el coronel fue destinado a Halifax, Nueva Escocia, y se llevó sus hijos a Estados Unidos, de modo que yo me encontré sin empleo. Puse anuncios y respondí a muchas ofertas, pero no tuve éxito. Por fin empezó a acabárseme el escaso dinero que tenía ahorrado y me devanaba los sesos sin saber qué hacer.
       »Hay en el West End una agencia de institutrices muy conocida llamada Westaway, por la que solía pasar una vez a la semana para ver si había surgido algo que pudiera convenirme. Westaway era el apellido del fundador de la empresa, pero quien lo dirige actualmente es la señorita Stoper. Se sienta en su despachito, y las mujeres que buscan empleo esperan en una antesala y van pasando una a una. Ella consulta sus ficheros y mira si tiene algo que les pueda interesar.
       »Pues bien, cuando pasé por allí la semana pasada, me hicieron entrar en el despachito como de costumbre, pero vi que la señorita Stoper no estaba sola. Junto a ella se sentaba un hombre increíblemente gordo, con rostro muy sonriente y con una enorme papada que le caía en pliegues sobre el cuello. Llevaba anteojos y miraba con gran interés a las mujeres que iban entrando. Al hacerlo yo, dio un salto en su silla y se volvió rápidamente hacia la señorita Stoper.
       »—¡Esta servirá! —dijo—. No podía imaginar nada mejor. ¡Estupendo! ¡Estupendo!
       »Parecía muy contento y se frotaba las manos con entusiasmo. Era un hombre de aspecto tan satisfecho que daba gusto mirarlo.
       »—¿Busca usted empleo, señorita?
       »—Sí, señor.
       »—¿Como institutriz?
       »—Sí, señor.
       »—¿Y qué salario pide?
       »—En mi último empleo, en casa del coronel Spence Munro, cobraba cuatro libras al mes.
       »—¡Denigrante! ¡Sencillamente denigrante! —exclamó, agitando en el aire sus manos regordetas, presa de la indignación—. ¿Cómo se puede ofrecer una suma tan lamentable a una dama de semejantes prendas y cualificación?
       »—Es posible, señor, que mi cualificación sea menor de lo que imagina. Un poquito de francés, un poquito de alemán, música y dibujo…
       »—¡Bah! ¡Bah! —exclamó—. Eso está fuera de toda duda. Lo importante es saber si usted posee o no el porte y la distinción de una dama. En eso radica todo. Si no los posee, no está capacitada para educar a un niño que algún día puede representar un importante papel en la historia de la nación. Pero si los posee, ¿cómo podría un caballero pedirle que condescendiera a aceptar algo que no alcanzara las tres cifras? El sueldo que yo le pagaría sería inicialmente de cien libras al año.
       »Como podrá imaginar, señor Holmes, sin recursos como yo estaba, aquella oferta me pareció casi demasiado buena para ser cierta. No obstante, el caballero, advirtiendo tal vez mi expresión de incredulidad, abrió su cartera y sacó un billete.
       »—También tengo la costumbre —dijo, sonriendo con extrema amabilidad, hasta que sus ojos quedaron reducidos a dos rendijas entre los blancos pliegues de la cara— de pagar medio salario por adelantado a mis jóvenes empleadas, para que puedan hacer frente a los pequeños gastos del viaje y del vestuario.
       »Me pareció que nunca había conocido a un hombre tan fascinante y considerado. Como yo tenía algunas deudas con los proveedores, el adelanto me venía muy bien. Sin embargo, aquella negociación tenía algo poco natural, que me llevó a querer saber más antes de comprometerme.
       »—¿Puedo preguntarle dónde vive, señor? —dije.
       »—En Hampshire. Un rincón rural encantador, llamado Copper Beeches, a cinco millas de Winchester. Es una región preciosa, querida señorita, y la vieja casa de campo es sencillamente una maravilla.
       »—¿Y mis obligaciones, señor? Me gustaría saber en qué van a consistir.
       »—Un niño, un pillastre delicioso, de solo seis años. ¡Oh, tendría que verlo matar cucarachas con una zapatilla! ¡Plaf! ¡Plaf! ¡Plaf! Tres muertas en un abrir y cerrar de ojos.
       »Se reclinó en el asiento y volvió a reír hasta que los ojos se le hundieron de nuevo en el rostro. Yo quedé un poco desconcertada ante el tipo de diversiones del niño, pero la risa del padre me hizo pensar que tal vez estuviera bromeando.
       »—Entonces, ¿mi única tarea —dije— sería ocuparme de un niño?
       »No, no la única, querida señorita —me respondió—. Su tarea consistiría, como sin duda le habrá sugerido su buen sentido, en obedecer las pequeñas órdenes que mi esposa le pueda dar, siempre que puedan cumplirse con decoro. No verá usted un inconveniente en ello, ¿verdad?
       »—Estaré encantada de ser útil.
       »—Perfecto. Tenemos, por ejemplo, la cuestión del vestuario. Somos algo maniáticos, ¿sabe? Buenas personas, pero maniáticos. Por ejemplo, si le pidiéramos que se pusiese un vestido que nosotros le proporcionáramos, no se opondría usted a este capricho, ¿verdad?
       »—No —dije yo, bastante sorprendida por sus palabras.
       »—O que se sentara en un sitio o en otro, eso no es ofensivo, ¿verdad?
       »—Oh, no.
       »—¿O que se cortara el cabello muy corto antes de venir a nuestra casa?
       »Yo no daba crédito a mis oídos. Como puede usted observar, señor Holmes, mi cabellera es exuberante y de un castaño bastante peculiar. Han llegado a describirla como artística. Ni en sueños pensaría en sacrificarla.
       »—Me temo que esto va a ser totalmente imposible —dije.
       »Él me estaba observando atentamente con sus ojillos y advertí que al oír estas palabras una sombra cubría su rostro.
       »—Pues yo me temo que es totalmente imprescindible —dijo—. Se trata de un pequeño capricho de mi mujer, y los caprichos de las damas, señorita, los caprichos de las damas son sagrados y hay que satisfacerlos. ¿No estaría dispuesta a cortarse el pelo?
       »—No, señor, la verdad es que no.
       »—Ah, muy bien. Entonces no hay más que hablar. Es una pena, porque en todos los otros aspectos nos hubiera venido muy bien. Dadas las circunstancias, señorita Stoper, tendré que examinar a otras señoritas más.
       »La directora de la agencia había permanecido durante toda la entrevista ocupada con sus papeles, sin dirigirnos la palabra a ninguno de los dos, pero en aquel preciso instante me miró con tal expresión de disgusto que no pude evitar abrigar sospechas de que mi negativa le había hecho perder una comisión importante.
       »—¿Quiere usted que sigamos manteniendo su nombre en nuestras listas? —me preguntó.
       »—Si usted no tiene inconveniente, señorita Stoper.
       »—Pues, la verdad, me parece bastante inútil viendo el modo en que rechaza las ofertas más ventajosas —dijo con acritud—. No esperará usted que nos esforcemos en encontrarle otra oportunidad como esta. Buenos días, señorita Hunter.
       »Hizo sonar un gong que había encima de la mesa, y el botones me acompañó hasta la salida.
       »Ahora bien, cuando regresé a mi alojamiento y encontré la despensa medio vacía, y dos o tres facturas sobre la mesa, empecé a preguntarme si no habría cometido una estupidez. Al fin y al cabo, aquella gente tenía manías extrañas y esperaba que se obedecieran sus caprichos más extravagantes, pero al menos estaban dispuestos a pagar por sus excentricidades. Hay muy pocas institutrices en Inglaterra que ganen cien libras al año. Además, ¿de qué me servía mi cabello? A muchas mujeres les favorece llevarlo corto y yo podía ser una de ellas. Al día siguiente tenía ya la impresión de haber cometido un error, y al otro estaba plenamente convencida. Pensaba en tragarme mi orgullo hasta el punto de regresar a la agencia y preguntar si la plaza estaba aún disponible, cuando recibí esta carta del caballero en cuestión. Aquí la tengo y se la voy a mostrar.
       La carta decía:

The Copper Beeches, cerca de Winchester

     Querida señorita Hunter:
     La señorita Stoper ha tenido la amabilidad de proporcionarme su dirección, y le escribo desde aquí para preguntarle si ha reconsiderado su decisión. Mi esposa tiene sumo interés en que usted venga, pues le agradó mucho la descripción que yo le hice. Estamos dispuestos a pagarle treinta libras al trimestre, o ciento veinte al año, para compensar las pequeñas molestias que puedan ocasionarle nuestros caprichos. Al fin y al cabo, no es exigir demasiado. A mi esposa le encanta cierta tonalidad azul eléctrico y le gustaría que usted llevara dentro de la casa un vestido así por las mañanas. Sin embargo, no tiene que incurrir en el gasto, pues disponemos de uno que perteneció a mi querida hija Alice, actualmente en Filadelfia, y creo que le quedará muy bien. En cuanto a lo de sentarse aquí o allí, o divertirse del modo que se le indique, no creo que pueda ocasionarle molestias. Y, respecto al cabello, no cabe duda de que es una lástima, especialmente si se tiene en cuenta que durante nuestra breve entrevista no pude evitar fijarme en su belleza, pero me temo que debo mantenerme firme en este punto y confío en que el aumento del sueldo pueda compensarla de la pérdida. Sus obligaciones en lo referente al niño son muy llevaderas. Le ruego que haga lo posible por venir; yo la esperaría en una calesa en Winchester. Hágame saber en qué tren llega.
     Suyo afectísimo,

JEPHRO RUCASTLE

       —Esta es la carta que acabo de recibir, señor Holmes —siguió diciendo la joven—, y ya he tomado la decisión de aceptar, pero me ha parecido que antes de dar el paso definitivo debía someter el asunto a su consideración.
       —Bien, señorita Hunter, si su decisión está tomada, el asunto queda zanjado —dijo Holmes con una sonrisa.
       —¿No me aconsejaría usted rechazar el empleo?
       —Confieso que no me gustaría que una hermana mía lo aceptara.
       —¿Qué significa todo esto, señor Holmes?
       —¡Ah, carezco de datos! No puedo decirle nada. ¿Tal vez usted sí se ha formado ya una opinión?
       —A mi parecer solo existe una explicación. El señor Rucastle parecía un hombre muy amable y bondadoso. ¿No sería posible que su esposa estuviese loca, que él desease mantenerlo en secreto por miedo a que la internasen en un asilo, y que le siga la corriente en todos sus caprichos para evitar una crisis?
       —Es una posible explicación. De hecho, tal como están las cosas, tal vez sea la más probable, pero, en cualquier caso, no parece un lugar muy adecuado para una joven.
       —Pero ¿y el dinero, señor Holmes, y el dinero?
       —Sí, desde luego, el sueldo es bueno…, demasiado bueno. Es eso lo que me inquieta. ¿Por qué iban a darle ciento veinte libras al año cuando dispondrían de institutrices a elegir por cuarenta? Debe existir una razón muy poderosa.
       —Pensé que, si le explicaba las circunstancias, sería más fácil para usted entenderme, caso que más adelante necesitase su ayuda. Y yo me sentiría mucho más segura al saber que una persona como usted me cubría las espaldas.
       —Oh, puede irse con esta seguridad. Su problemilla promete ser el más interesante que se me ha presentado en meses. Algunos aspectos resultan verdaderamente originales. Si albergara usted dudas o se viera en peligro…
       —¿Peligro? ¿En qué peligro está pensando?
       Holmes movió la cabeza con gravedad.
       —Si pudiéramos definirlo, dejaría de ser un peligro —dijo—. Pero en cualquier momento, sea de día o de noche, un telegrama suyo me hará acudir en su ayuda.
       —Con esto me basta —dijo la joven, poniéndose en pie, sin rastro ya de ansiedad en el rostro—. Ahora iré a Hampshire mucho más tranquila. Escribiré inmediatamente al señor Rucastle, sacrificaré mi pobre cabellera esta noche y partiré hacia Winchester mañana.
       Con una frase de agradecimiento para Holmes, nos deseó buenas noches y se marchó presurosa.
       —Por lo menos —dije, mientras oíamos sus pasos rápidos y firmes escalera abajo—, parece una jovencita perfectamente capaz de cuidar de sí misma.
       —Y le va a hacer falta —dijo Holmes muy serio—. O ando muy equivocado, o recibiremos noticias suyas antes de que pasen muchos días.
       La predicción de mi amigo no tardó en cumplirse. Transcurrieron dos semanas, durante las cuales pensé más de una vez en la muchacha y me pregunté en qué raro vericueto de la experiencia humana se habría introducido aquella mujer solitaria. El insólito salario, las curiosas condiciones, lo leve del trabajo, todo apuntaba hacia algo anormal, aunque quedaba fuera de mi alcance determinar si se trataba de una manía inofensiva o de una conspiración, si el hombre era un filántropo o un criminal. En cuanto a Holmes, observé que a menudo se quedaba sentado durante media hora o más, con el ceño fruncido y aire abstraído, pero, cada vez que yo mencionaba el caso, él lo descartaba con un gesto de la mano. «¡Datos, datos, datos!», exclamaba con impaciencia. «¡No puedo hacer ladrillos sin arcilla!». Y, sin embargo, siempre acababa por murmurar que no le gustaría que una hermana suya hubiera aceptado aquel empleo.
       El telegrama que al fin recibimos llegó una noche a hora avanzada, justo cuando yo me disponía a acostarme y Holmes se preparaba para uno de aquellos experimentos químicos que le ocupaban la noche entera; en estas ocasiones, yo le dejaba inclinado sobre una retorta o un tubo de ensayo por la noche, y lo encontraba en la misma posición cuando bajaba a desayunar por la mañana.
       Abrió el sobre amarillo y, tras echar un vistazo al mensaje, me lo pasó.
       —Consulte el horario de trenes en la guía —dijo, volviendo a sus experimentos químicos.
       La nota, breve y apremiante, decía: «Por favor, esté en el hotel Black Swan de Winchester mañana al mediodía. ¡No deje de venir! No sé qué hacer. Hunter».
       —¿Vendrá usted conmigo? —me preguntó Holmes, levantando los ojos.
       —Me gustaría.
       —Pues mire el horario.
       —Hay un tren a las nueve y media —dije, tras consultar mi guía—. Llega a Winchester a las once y media.
       —Ese servirá. Quizá sea preferible que aplace mi análisis de las acetonas, porque mañana es posible que necesitemos estar en plena forma.
       A las once de la mañana del día siguiente estábamos cerca ya de la antigua capital inglesa. Holmes había permanecido todo el viaje sepultado en los periódicos de la mañana, pero, en cuanto rebasamos los límites de Hampshire, los dejó a un lado y se puso a admirar el paisaje. Era un delicioso día de primavera, con un cielo azul claro, salpicado de nubecillas algodonosas que se desplazaban de este a oeste. El sol brillaba esplendoroso, pero el aire tenía un frescor estimulante que intensificaba la energía. Por toda la campiña, hasta las ondulantes colinas que rodean Aldershot, los tejadillos rojos y grises de las granjas asomaban entre el verde pálido del follaje primaveral.
       —¡Qué hermoso y lozano está todo! —exclamé con el entusiasmo de quien acaba de escapar de las nieblas de Baker Street.
       Pero Holmes movió la cabeza con gravedad.
       —Ya sabe usted, Watson —dijo—, que una de las maldiciones de una mente como la mía consiste en tener que mirarlo todo desde el punto de vista de mi especialidad. Usted mira estas casas dispersas y le impresiona su belleza. Yo las miro y el único pensamiento que me viene a la cabeza es lo aisladas que están y la impunidad con que puede cometerse un crimen en ellas.
       —¡Cielo santo! ¿Quién puede asociar la idea de un crimen con estas encantadoras casitas antiguas?
       —Siempre me han producido cierto horror. Abrigo la convicción, Watson, fundada en mi experiencia, de que las callejuelas más sórdidas y miserables de Londres no cuentan con un historial más terrible de crímenes que la sonriente y hermosa campiña.
       —¡Es terrible lo que usted dice!
       —Pero la razón es obvia. En la ciudad, la presión de la opinión pública logra lo que la ley es incapaz de conseguir. No hay callejuela tan miserable como para que los gritos de un niño maltratado o los golpes de un marido borracho no despierten la simpatía y la indignación de los vecinos, y además la maquinaria de la justicia está siempre tan cerca que basta una queja para que se ponga en marcha, y no media más que un paso entre el delito y el banquillo. Observe, en cambio, esas casas solitarias, cada una en sus propias tierras, y ocupadas en su mayor parte por gente pobre e ignorante que poco sabe de la ley. Piense en los actos de infernal crueldad, de maldad oculta, que pueden tener lugar en semejantes lugares, año tras año, sin que nadie se entere. Si la dama que ha solicitado nuestra ayuda se hubiera ido a vivir a Winchester, no me preocuparía por ella. Son las cinco millas de campo las que generan el peligro. Aun así, es evidente que la amenaza no va personalmente contra ella.
       —No. Si puede venir a Winchester a encontrarse con nosotros, también podría escapar.
       —Exacto. Dispone de libertad de movimientos.
       —En tal caso, ¿qué es lo que sucede? ¿No se le ocurre ninguna explicación?
       —Se me han ocurrido siete explicaciones distintas, cada una de las cuales da cuenta de los pocos datos de que disponemos. Pero cuál de ellas es la acertada solo podrá determinarse mediante la nueva información que sin duda nos aguarda. Bien, ahí asoma la torre de la catedral, y pronto nos enteraremos de lo que la señorita Hunter tiene que contarnos.
       El Black Swan era una posada de cierto renombre situada en High Street, a corta distancia de la estación, y allí estaba la joven aguardándonos. Había reservado una salita y nuestro almuerzo nos esperaba en la mesa.
       —¡Cuánto me alegra que hayan venido! —dijo con fervor—. Los dos han sido muy amables. Les digo de verdad que no sé qué hacer. Sus consejos tienen un valor inmenso para mí.
       —Por favor, explíquenos qué le ha ocurrido.
       —Lo haré, y más vale que me apresure porque he prometido al señor Rucastle estar de vuelta antes de las tres. Me ha dado permiso para venir a la ciudad esta mañana, aunque poco se imagina a qué he venido.
       —Oigámoslo todo en el debido orden —dijo Holmes, estirando hacia el fuego sus largas y delgadas piernas y disponiéndose a escuchar.
       —En primer lugar, puedo decir que, en conjunto, el señor y la señora Rucastle no me tratan mal. Justo es decirlo. Pero no los entiendo y no me siento tranquila con ellos.
       —¿Qué es lo que no entiende?
       —Los motivos de su conducta. Pero se lo voy a contar todo tal como ha ido ocurriendo. Cuando llegué aquí, el señor Rucastle me esperaba y me llevó en su calesa a Copper Beeches. Tal como él había dicho, es un lugar precioso, pero la casa en sí no es bonita. Es un bloque cuadrado y grande, encalado y manchado todo él por la humedad y la intemperie. Por tres de sus lados la rodea el bosque, y en el cuarto hay un campo en pendiente que baja hasta la carretera de Southampton, la cual hace una curva a unas cien yardas de la puerta principal. Ese terreno, situado delante de la casa, le pertenece, pero los bosques de alrededor forman parte de las propiedades de lord Southerton. Un conjunto de hayas cobrizas plantadas frente a la puerta delantera da nombre a la finca.
       »El propio señor Rucastle, tan amable como de costumbre, conducía el carruaje, y me presentó aquella misma tarde a su mujer y al niño. La conjetura, que en su casa de Baker Street nos pareció tan probable, ha resultado ser falsa, señor Holmes. La señora Rucastle no está loca. Es una mujer callada y pálida, mucho más joven que su marido; no rebasará los treinta años, cuando él no puede tener menos de cuarenta y cinco. He deducido de sus conversaciones que llevan casados unos siete años, que él era viudo y que la única descendencia de su primera esposa fue la hija que ahora está en Filadelfia. El señor Rucastle me dijo confidencialmente que se había marchado porque sentía una aversión irracional hacia su madrastra. Dado que la hija tendría por lo menos veinte años, entiendo perfectamente que la incomodara la presencia de la joven esposa de su padre.
       »La señora Rucastle me pareció tan insignificante de mente como de cara. No me cayó ni bien ni mal. Carece de personalidad. Salta a la vista que siente adoración por su marido y por su hijito. Sus ojos grises pasan continuamente del uno al otro; está pendiente de sus menores deseos y se anticipa a ellos. Él, a su manera estentórea y bulliciosa, la trata con cariño, y en conjunto parecen una pareja feliz. Y, no obstante, esta mujer tiene una pena secreta. Se queda a menudo profundamente ensimismada, con una expresión tristísima en el rostro. En más de una ocasión la he sorprendido llorando. A veces he pensado que es el carácter de su hijo lo que la preocupa, porque jamás en mi vida he conocido a una criatura más malcriada y con peores instintos. Es bajo para su edad, con una cabeza desproporcionadamente grande. Toda su vida parece discurrir en una alternancia de salvajes rabietas y negra melancolía. Su única idea de la diversión consiste en hacer sufrir a cualquier criatura más débil que él, y despliega un considerable talento en el acecho y captura de ratones, pajarillos e insectos. Pero prefiero no hablar del pequeño, señor Holmes, que en realidad tiene muy poco que ver con mi relato.
       —Me gusta oír todos los detalles —observó mi amigo—, tanto si a usted le parecen relevantes como si no.
       —Procuraré no omitir nada importante. Lo único desagradable de la casa, que me llamó de inmediato la atención, es el aspecto y la conducta de los criados. Hay solo dos, marido y mujer. Toller, que así se llama, es un hombre tosco y grosero, con pelo y patillas grises y un permanente olor a alcohol. Desde que estoy en la casa lo he visto ya dos veces completamente borracho, pero el señor Rucastle parece no parar mientes en ello. La esposa es muy alta y fuerte, con cara avinagrada, tan callada como la señora Rucastle, aunque mucho menos tratable. Son una pareja muy antipática, pero yo afortunadamente paso la mayor parte del tiempo en el cuarto del niño y en el mío, que están uno junto a otro en un extremo del edificio.
       »Los dos primeros días de mi llegada a Copper Beeches fueron muy tranquilos. Al tercero, la señora Rucastle bajó inmediatamente después del desayuno y le susurró algo al oído a su marido.
       »—Oh, sí —dijo él, volviéndose hacia mí—. Le estamos muy agradecidos, señorita Hunter, por acceder a nuestros caprichos hasta el punto de cortarse el cabello. Le aseguro que hacerlo no ha perjudicado en nada su aspecto. Veamos ahora cómo le sienta el vestido azul eléctrico. Lo encontrará encima de la cama de su habitación, y, si tiene la bondad de ponérselo, se lo agradeceremos muchísimo.
       »El vestido que encontré esperándome tenía una tonalidad azul bastante peculiar. Era de una tela excelente, una lana suave, pero presentaba señales inequívocas de haber sido usado. No me habría sentado mejor ni hecho a medida. Tanto el señor como la señora Rucastle se mostraron tan encantados al verme con él que me pareció que había en su entusiasmo cierta exageración. Me esperaban en la sala, una habitación muy espaciosa que abarca toda la fachada de la casa, con tres grandes ventanales que llegan hasta el suelo. Cerca del ventanal del centro habían dispuesto una silla, con el respaldo hacia el exterior. Me pidieron que me sentara allí y, a continuación, el señor Rucastle empezó a pasear arriba y abajo por el otro lado de la habitación, contándome algunos de los chistes más graciosos que he oído en mi vida. No pueden imaginar lo divertido que estuvo; reí hasta perder el aliento. No obstante, la señora Rucastle, que evidentemente no tiene el menor sentido del humor, no llegó ni siquiera a sonreír. Permaneció sentada con las manos en el regazo, y con una expresión de tristeza y gravedad en el rostro. Al cabo de aproximadamente una hora, el señor Rucastle comentó de repente que había que iniciar las tareas del día, que debía cambiarme de ropa y acudir al cuarto del pequeño Edward.
       »Dos días después tuvo lugar la misma representación, en circunstancias exactamente iguales. De nuevo me cambié de vestido, de nuevo me senté junto a la ventana y de nuevo volví a morirme de risa con los chistes de mi jefe, de los que parece poseer un repertorio inmenso y que cuenta con gracia inimitable. Acto seguido me entregó una novela de tapas amarillas y, tras correr un poco mi silla a un lado para que mi sombra no cayera sobre las páginas, me pidió que le leyera en voz alta. Leí durante unos diez minutos, empezando a mitad de un capítulo, y de pronto, interrumpiéndome a media frase, me ordenó que lo dejara y me cambiara de vestido.
       »Ya puede usted imaginar, señor Holmes, la curiosidad que yo sentí acerca del significado de estas extrañas representaciones. Advertí que ponían siempre sumo cuidado en que yo me sentara de espaldas a la ventana, y empecé a consumirme de ganas de ver lo que ocurría a mis espaldas. Al principio me pareció imposible, pero pronto se me ocurrió un medio. Se me había roto el espejito de bolsillo y eso me dio la idea de esconder un pedacito en el pañuelo. La vez siguiente, me llevé, en medio de una carcajada, el pañuelito a los ojos y, dándome un poco de maña, conseguí ver lo que había detrás de mí. Confieso que me llevé una desilusión. No había nada. Al menos, esta fue mi primera impresión. Sin embargo, al mirar por segunda vez, advertí que había un hombre parado en la carretera de Southampton. Era un hombrecito barbudo y vestido de gris, que parecía mirar hacia mí. La carretera es una vía importante y siempre suele haber gente transitando por ella, pero aquel hombre estaba apoyado en la verja que rodea nuestro terreno y miraba con sumo interés. Bajé el pañuelo y encontré los ojos de la señora Rucastle fijos en mí, con una mirada inquisitiva. No hizo alusión a ello, pero estoy convencida de que había adivinado que yo escondía un espejo en el pañuelo y había visto lo que tenía a mis espaldas. Se levantó al instante.
       »—Jephro —dijo—, hay en la carretera un tipo impertinente que mira a la señorita Hunter.
       »—¿No será un amigo suyo, señorita Hunter? —me preguntó él.
       »—No, no conozco a nadie aquí.
       »—¡Válgame Dios, qué insolencia! Tenga la bondad de dar media vuelta y hacerle un gesto para que se vaya.
       »—¿No sería mejor que no me diera por enterada?
       »—No, no. Le tendríamos rondando por aquí a todas horas. Haga el favor de darse la vuelta e indicarle que se marche.
       »Hice lo que me pedían y al instante la señora Rucastle cerró la cortina. Eso sucedió hace una semana, y desde entonces no me he vuelto a sentar junto a la ventana, ni me he vuelto a poner el vestido azul, ni he vuelto a ver al hombre de la carretera.
       —Prosiga, por favor —dijo Holmes—. Su narración promete ser muy interesante.
       —Me temo que le va a parecer bastante inconexa, y tal vez exista poca relación entre los diversos incidentes que menciono. El primer día que pasé en Copper Beeches, el señor Rucastle me llevó a un pequeño cobertizo, contiguo a la puerta de la cocina. Al acercarnos, oí ruido de cadenas y el sonido de un animal grande al moverse en el interior del cobertizo.
       »—Mire por aquí —dijo el señor Rucastle, indicándome una rendija que se abría entre los tablones—. ¿No es una preciosidad?
       »Miré por la rendija y distinguí dos ojos brillantes y una figura confusa agazapada en la oscuridad.
       »—No se asuste —dijo mi jefe, echándose a reír ante mi sobresalto—. Se trata únicamente de Carlo, mi mastín. He dicho mío, pero en realidad el único que puede controlarlo es el viejo Toller, mi criado. Le damos de comer una vez al día, y no mucho, de modo que siempre esté agresivo como una avispa. Toller lo deja suelto por las noches, y que Dios se apiade del intruso a quien le clave los colmillos. Por lo que más quiera, no asome de noche por ningún motivo un pie fuera de la casa, pues se jugaría usted la vida.
       »No se trataba de una advertencia injustificada. Dos noches después se me ocurrió asomarme a la ventana de mi dormitorio a eso de las dos de la madrugada. Era una hermosa noche de luna, y el césped que hay delante de la casa estaba plateado y casi tan iluminado como de día. Me encontraba yo absorta en la apacible belleza de la escena, cuando percibí que algo se movía entre las sombras de las hayas cobrizas. Por fin salió a la luz de la luna y vi que se trataba de un perro gigantesco, grande como un ternero, de piel leonada, carrillos colgantes, hocico negro y grandes huesos salientes. Atravesó despacio el césped y desapareció entre las sombras del otro lado. Aquel terrible y silencioso centinela me provocó un escalofrío que dudo pudiera ocasionarme el peor ladrón.
       »Y ahora voy a contarle una experiencia muy extraña. Como ya sabe, me corté el pelo en Londres, y lo había guardado, enroscado, en el fondo de mi baúl. Una noche, después de acostar al niño, empecé a inspeccionar para distraerme los muebles de mi habitación y a ordenar mis cosas. Había una vieja cómoda, con los dos cajones superiores abiertos y vacíos, y el de abajo cerrado con llave. Yo había llenado con mi ropa interior los dos primeros cajones, me quedaba mucha por guardar, y me fastidió no poder utilizar el tercer cajón. Pensé que tal vez estuviera cerrado por descuido. Así pues, saqué mi juego de llaves e intenté abrirlo. La primera llave encajó a la perfección y el cajón se abrió. Dentro solo había una cosa, pero estoy segura de que jamás averiguarían cuál. Era mi mata de pelo.
       »La cogí y la examiné. Tenía la misma tonalidad de color y la misma textura al tacto, pero comprendí que aquello era imposible. ¿Cómo podía estar mi cabello guardado en aquel cajón? Abrí con manos temblorosas el baúl, saqué su contenido y extraje del fondo mi propia cabellera. Las coloqué la una junto a la otra, y le aseguro que eran idénticas. ¿No es extraordinario? Quedé desconcertada y me sentí incapaz de entender el significado de todo aquello. Volví a meter la misteriosa mata de pelo en el cajón y no les dije nada a los Rucasde, pues comprendí que quizá había obrado mal al abrir un cajón que ellos habían dejado cerrado con llave.
       »Como habrá podido advertir, señor Holmes, soy observadora por naturaleza, y muy pronto me había trazado en la cabeza un plano bastante exacto de toda la casa. Había, sin embargo, un ala que parecía completamente deshabitada. Ante las habitaciones de los Toller se abría una puerta que conducía a aquel sector, pero estaba invariablemente cerrada con llave. Sin embargo, un día, al subir la escalera, me encontré con el señor Rucastle, que salía de allí con las llaves en la mano y con una expresión en el rostro que lo convertía en una persona totalmente diferente al hombre jovial al que yo estaba habituada. Tenía las mejillas enrojecidas, la frente fruncida y las venas de las sienes hinchadas de furia. Cerró la puerta, y pasó a toda prisa junto a mí sin mirarme ni dirigirme la palabra.
       »Aquello despertó mi curiosidad y, cuando salí a dar un paseo con el niño, me acerqué a un lugar desde donde podía ver las ventanas de aquel sector de la casa. Había cuatro en hilera, tres de ellas cubiertas simplemente de suciedad y la cuarta con los postigos cerrados. Allí no vivía evidentemente nadie. Mientras paseaba de un lado para otro, dirigiendo de vez en cuando una mirada a las ventanas, vino hacia mí el señor Rucasde, tan alegre y tan jovial como de costumbre.
       »—¡Ah! —dijo—. No me considere un maleducado por haber pasado antes junto a usted sin saludarla, querida señorita. Estaba preocupado por asuntos de negocios.
       »—Le aseguro que no me ha ofendido —repliqué—. Por cierto, parece que tiene usted ahí una serie completa de habitaciones vacías, y una de ellas con los postigos cerrados.
       »—Cuento entre mis hobbies favoritos la fotografía, y allí he instalado mi cuarto oscuro. ¡Vaya, vaya! ¡Qué jovencita tan observadora nos ha caído en suerte! ¿Quién lo iba a imaginar? ¿Quién lo iba a imaginar?
       »Hablaba en tono de broma, pero su ojos no bromeaban al mirarme. Leí en ellos sospechas y contrariedad, pero de bromas nada.
       »Bueno, señor Holmes, desde el momento en que comprendí que había en aquellas habitaciones algo que yo no debía saber, ardí en deseos de entrar en ellas. No se trataba de simple curiosidad, aunque curiosidad no me falta. Era más bien una especie de sensación de deber…, la sensación de que se derivaría de mi entrada allí algún tipo de bien. Hablan de la intuición femenina, y posiblemente era la intuición femenina la que me inspiraba aquella sensación. En cualquier caso, esta era real, y yo acechaba la menor oportunidad de trasponer la puerta prohibida.
       »La oportunidad no llegó hasta ayer. Puedo decirle que, además del señor Rucastle, tanto Toller como su mujer tienen algo que hacer en estas habitaciones deshabitadas, y en cierta ocasión vi a Toller entrar por la puerta con una gran bolsa de lona negra. Últimamente, Toller ha bebido mucho; ayer por la tarde estaba borracho perdido y, cuando subí la escalera, la llave estaba puesta en la cerradura. Sin duda, él la había olvidado allí. El señor y la señora Rucastle se encontraban en la planta baja, y el niño estaba con ellos; se me presentaba, pues, una oportunidad magnífica. Hice girar con cuidado la llave, abrí la puerta y me deslicé por ella.
       »Ante mí se extendía un breve pasillo, sin empapelado y sin alfombra, que doblaba en ángulo recto al otro extremo. A la vuelta de este recodo había tres puertas. La primera y la tercera estaban abiertas, y ambas daban a sendas habitaciones vacías, polvorientas e inhóspitas, una con dos ventanas y la otra solo con una, tan cubiertas de suciedad que la luz del atardecer apenas lograba abrirse paso a través de ellas. La puerta del centro estaba cerrada, y atrancada por el exterior con uno de los barrotes de una cama de hierro, sujeto a un extremo mediante un candado a una argolla de la pared, y atado al otro extremo con una cuerda. La llave no estaba allí. Indudablemente, aquella puerta atrancada correspondía a la ventana cerrada que yo había visto desde el exterior. Y, sin embargo, por el resplandor que se filtraba por debajo se advertía que la habitación no estaba a oscuras. Tenía que haber una claraboya que dejara entrar la luz por arriba. Mientras yo seguía en el pasillo, mirando aquella puerta siniestra y preguntándome qué secreto ocultaba, oí de pronto ruido de pasos dentro de la habitación y vi una sombra que cruzaba de un lado a otro ante la pequeña rendija de luz que brillaba bajo la puerta. Al ver aquello, me invadió un terror loco e irracional, señor Holmes. Mis nervios, que ya estaban muy tensos, me fallaron de repente, di media vuelta y eché a correr. Corrí como si detrás de mí una mano espantosa tratara de agarrarme por la falda. Recorrí el pasillo como una exhalación, crucé la puerta y fui a parar directamente a los brazos del señor Rucastle, que esperaba fuera.
       »—¡Vaya! —me dijo sonriendo—. ¡Conque era usted! Lo imaginé al ver la puerta abierta.
       »—¡Estoy tan asustada! —gemí.
       »—¡Querida señorita! ¡Querida señorita! —me dijo, con una dulzura y una amabilidad que no pueden ustedes imaginar—. ¿Qué es lo que la ha asustado, querida señorita?
       »Pero su voz era demasiado dulzona. Se estaba excediendo, y al instante me puse en guardia contra él.
       »—Cometí la estupidez de entrar en el ala vacía —respondí—. Pero parece todo tan solitario y tan siniestro, con esa luz mortecina, que me asusté y volví a salir corriendo. ¡Reina allí un silencio terrible!
       »—¿Solo ha sido eso? —me preguntó, clavando en mí una mirada inquisitiva.
       »—Pues ¿por qué otra razón cree usted que pude asustarme? —pregunté a mi vez.
       »—¿Por qué razón cree usted que yo cierro esta puerta?
       »—Le aseguro que no tengo ni idea.
       »—Pues para que no entren aquellos que nada tienen que hacer ahí dentro. ¿Me entiende? —dijo, sin perder su sonrisa amistosa.
       »—Le aseguro que de haberlo sabido…
       »—Pues ahora ya lo sabe. Y si vuelve a pisar este umbral —prosiguió, mientras su sonrisa se endurecía hasta convertirse en una mueca furiosa y me miraba con rostro diabólico—… la echaré al mastín.
       »Yo estaba tan aterrorizada que ni sé lo que hice. Supongo que pasé corriendo delante de él y me metí en mi habitación. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbada en mi cama y temblando de pies a cabeza. Entonces me acordé de usted, señor Holmes. No podía seguir viviendo allí más tiempo sin que alguien me aconsejara. Me asustaba la casa, el hombre, la mujer, los criados, incluso el niño. Todos me parecían horribles. Si lograba que usted viniese aquí, la situación se arreglaría. Podía haber huido de la casa, claro, pero mi curiosidad era casi tan fuerte como mis miedos. No tardé en tomar una decisión. Le enviaría a usted un telegrama. Me puse el sombrero y la capa, fui a la oficina de telégrafos, que dista aproximadamente media milla de la casa, y después regresé sintiéndome ya mucho mejor. Al acercarme a la puerta, me asaltó el horrible temor de que el perro pudiera estar suelto, pero recordé que Toller se había emborrachado aquel día hasta perder el sentido, y sabía que era la única persona de la casa que tenía cierto poder sobre aquella criatura salvaje y podía atreverse a dejarla suelta. Entré sana y salva, y pasé despierta media noche por la alegría de pensar que volvería a verle. No tuve ningún problema en conseguir permiso para venir esta mañana a Winchester, pero debo estar de regreso antes de las tres, porque el señor y la señora Rucastle tienen que hacer una visita y estarán ausentes toda la tarde, de modo que tengo que cuidar al niño. Ahora ya le he contado todas mis aventuras, y me encantaría que me dijera qué significa todo esto y, sobre todo, qué debo hacer.
       Holmes y yo habíamos escuchado fascinados aquel extraordinario relato. Ahora mi amigo se levantó y empezó a pasear por la habitación, con las manos en los bolsillos y una expresión de profunda seriedad en el rostro.
       —¿Sigue Toller todavía borracho? —preguntó.
       —Sí. Esta mañana he oído que su mujer le decía a la señora Rucastle que no sabía qué hacer con él.
       —Eso está bien. ¿Y los Rucastle salen esta noche?
       —Sí.
       —¿Hay en la casa un sótano con una buena cerradura?
       —Sí, la bodega.
       —Señorita Hunter, me parece que usted ha actuado hasta ahora como una muchacha muy valiente y sensata. ¿Se cree capaz de llevar a cabo otro empeño? No se lo pediría si no la considerara una mujer excepcional.
       —Lo intentaré. ¿De qué se trata?
       —Mi amigo y yo estaremos en Copper Beeches a eso de las siete de la tarde. A esta hora, los Rucastle se habrán marchado, y esperemos que Toller siga fuera de combate. Solo la señora Toller podría dar la alarma. Si usted pudiera enviarla a la bodega con cualquier pretexto y luego encerrarla dentro con llave, nos facilitaría inmensamente la tarea.
       —Lo haré.
       —¡Estupendo! En tal caso, consideremos el asunto a fondo. Desde luego, solo existe una explicación lógica. A usted la han llevado allí para suplantar a alguien, y la persona real está prisionera en aquella habitación. Esto es obvio. En cuanto a la identidad de la prisionera, no me cabe duda de que se trata de la hija, la señorita Alice Rucastle, si no recuerdo mal, que dijeron se había marchado a Estados Unidos. Es evidente que la eligieron a usted porque se parece a ella en estatura, figura y color del cabello. A ella se lo habían cortado, posiblemente a causa de una enfermedad, y, como es natural, había que sacrificar también el suyo. Por un curioso azar, usted encontró el cabello de Alice. El hombre de la carretera era, sin duda, un amigo de ella, tal vez su novio, y, al verla a usted, tan parecida y llevando uno de sus vestidos, quedó convencido, primero por su risa y después por el gesto que hizo para ahuyentarlo, de que la señorita Rucastle era por entero feliz y ya no deseaba sus atenciones. Al perro lo sueltan por las noches para impedir que él intente comunicarse con ella. Todo esto está bastante claro. El punto más grave del caso es el carácter del niño.
       —¿Qué demonios tiene que ver el carácter del niño? —exclamé.
       —Querido Watson, usted, como médico, saca constantemente deducciones sobre las tendencias de los niños a través del estudio de los padres. ¿No ve que el procedimiento inverso es igualmente válido? Con frecuencia he conseguido los primeros indicios acerca del carácter de los padres estudiando a sus hijos. La índole de este niño es de una crueldad anormal, gratuita, puro amor a la crueldad, y tanto si lo ha heredado de su sonriente padre, que es lo que sospecho, como si lo ha heredado de su madre, no presagia nada bueno para la pobre muchacha que tienen en su poder.
       —Estoy convencida que está usted en lo cierto, señor Holmes —exclamó nuestra clienta—. Me han venido a la cabeza mil detalles que me convencen de que ha dado en el clavo. ¡Oh, no perdamos un instante y corramos en auxilio de esa pobre muchacha!
       —Debemos actuar con circunspección, porque nos enfrentamos a un hombre muy astuto. No podemos hacer nada hasta las siete. A esta hora nos reuniremos con usted, y no tardaremos mucho en resolver el misterio.
       Cumplimos nuestra palabra, pues llegamos a Copper Beeches a las siete en punto, tras dejar nuestro coche en una taberna del camino. El grupo de hayas, cuyas oscuras hojas brillaban como metal bruñido a luz del sol poniente, habría bastado para identificar la casa, aunque la señorita Hunter no nos hubiera estado aguardando sonriente en el umbral.
       —¿Lo ha conseguido? —preguntó Holmes.
       Se oyeron unos fuertes golpes en algún lugar de los sótanos.
       —Es la señora Toller desde la bodega —dijo la muchacha—. Su marido sigue roncando en el suelo de la cocina. Aquí tiene las llaves, un duplicado de las del señor Rucastle.
       —¡Lo ha hecho usted realmente bien! —exclamó Holmes con entusiasmo—. Ahora indíquenos el camino y pronto veremos el final de este siniestro asunto.
       Subimos la escalera, abrimos la puerta, recorrimos un pasillo y nos encontramos ante la barricada que la señorita Hunter nos había descrito. Holmes cortó la cuerda y retiró el barrote transversal. Después probó varias llaves en la cerradura, pero sin éxito. No llegaba ningún ruido desde el interior, y la expresión de Holmes se ensombreció ante aquel silencio.
       —Espero que no hayamos llegado demasiado tarde —dijo—. Creo, señorita Hunter, que será mejor que entremos sin usted. Ahora, Watson, arrime el hombro y veremos si podemos abrirnos camino.
       Era una puerta vieja y gastada que cedió a nuestro primer embate. Nos precipitamos ambos en la habitación. Estaba vacía. No había más muebles que un camastro, una mesita y un cesto de ropa interior. La claraboya del techo estaba abierta, y la prisionera había desaparecido.
       —Aquí ha tenido lugar una infamia —dijo Holmes—. Nuestro precioso amigo adivinó las intenciones de la señorita Hunter y se ha llevado a su víctima.
       —Pero ¿cómo?
       —Por la claraboya. Y ahora veremos el modo. —Se izó hasta el tejado y prosiguió—: ¡Ah, sí! Aquí veo el extremo de una escalera de mano apoyado en el alero. Así es como lo ha hecho.
       —Pero esto es imposible —dijo la señorita Hunter—. La escalera no estaba aquí cuando se marcharon los Rucastle.
       —Él regresó y se llevó a la chica. Insisto en que es un tipo astuto y peligroso. No me sorprendería que esos pasos que se oyen en la escalera fueran suyos. Creo, Watson, que haría bien en tener preparada la pistola.
       Apenas había acabado de pronunciar estas palabras cuando apareció un hombre en la puerta de la habitación, un hombre muy gordo y corpulento con un grueso bastón en la mano Al verle, la señorita Hunter lanzó un grito y se agazapó contra la pared, pero Sherlock Holmes dio un salto hacia delante y se enfrentó a él.
       —¿Dónde está su hija, canalla? —dijo.
       El hombre gordo miró a su alrededor y después hacia la claraboya abierta.
       —Soy yo el que tendría que preguntároslo a vosotros —chilló—. ¡Ladrones! ¡Espías y ladrones! ¡Pero os he pillado! ¡Os tengo en mi poder! ¡Voy a ajustaros las cuentas!
       Dio media vuelta y corrió escalera abajo tan deprisa como pudo.
       —¡Ha ido en busca del perro! —gritó la señorita Hunter.
       —Tengo mi revólver —dije yo.
       —Será mejor cerrar la puerta principal —exclamó Holmes.
       Los tres bajamos apresuradamente la escalera. Apenas habíamos llegado al vestíbulo, cuando oímos los ladridos de un perro y a continuación un grito de agonía, junto con un gruñido terrible que causaba espanto. Un hombre de edad avanzada, con el rostro colorado y las piernas temblorosas, asomó tambaleándose por una puerta lateral.
       —¡Dios mío! ¡Dios mío! —gritó—. Alguien ha soltado al perro. No le hemos dado de comer en dos días. ¡Aprisa, aprisa, o será demasiado tarde!
       Holmes y yo nos abalanzamos al exterior y doblamos la esquina de la casa, con Toller pisándonos los talones. Allí estaba la enorme fiera hambrienta, y tenía el negro hocico hincado en la garganta de Rucastle, que se retorcía en el suelo dando alaridos. Corrí hacia el animal, le volé los sesos, y se desplomó con los blancos y afilados dientes todavía clavados en los grasientos pliegues de la papada del hombre. Con mucho esfuerzo logramos separarlos, llevamos a Rucastle, vivo pero horriblemente herido, al interior de la casa y lo tendimos en el sofá de la sala. Tras enviar a Toller, ya sobrio, a informar a su esposa de lo sucedido, hice lo posible por aliviarle el dolor. Estábamos todos reunidos en torno al herido, cuando se abrió la puerta y una mujer alta y demacrada entró en la habitación.
       —¡Señora Toller! —exclamó la señorita Hunter.
       —Sí, señorita. El señor Rucastle me soltó cuando volvió, antes de subir donde estaban ustedes. ¡Ah, señorita, vaya una pena que no me hablara de sus planes, porque yo le hubiera dicho que se molestaban para nada!
       —¡Vaya! —dijo Holmes, mirándola fijamente—. Es obvio que la señora Toller sabe más de este asunto que ninguno de nosotros.
       —Sí, señor, así es, y estoy dispuesta a contar todo lo que sé.
       —En tal caso, siéntese, por favor, y oigámoslo, porque hay algunos puntos en los que debo confesar que aún estoy a oscuras.
       —Pues enseguida se lo pongo todo más clarito —dijo ella—. Y ya lo habría hecho si hubiera podido salir de la bodega. Si todo esto va a parar a manos de la policía y de los jueces, que se acuerden ustedes que fui yo sola que les ayudó y que también fui amiga de la señorita Alice.
       »Nunca fue nada feliz en esta casa, la pobre señorita Alice, después que su padre se casó otra vez. Se la despreciaba y no la tenían en cuenta para nada. Pero cuando las cosas se le pusieron verdaderamente feas fue después de que conoció al señor Fowler en casa de unos amigos. Por lo que he podido saber, la señorita Alice tiene como ciertos derechos en el testamento, pero, como es tan calladita y tiene tanta paciencia, nunca dijo ni mu de nada, y lo dejaba todo en manos del señor Rucastle. Él sabía que con ella, si estaba sola, no iba a tener problema, pero después salió la posibilidad de que viniera un marido a reclamar aquello a lo que ella tenía derecho por ley, y el padre pensó que había llegado el momento de acabar con aquella historia. Intentó que su hija firmara un papel y le diera permiso para usar su dinero, tanto si ella se casaba como si no. Pero Alice se negó, él siguió persiguiéndola, hasta que la pobre chica se puso enferma de fiebre cerebral y pasó seis semanas entre si se moría o no. Por fin se curó, pero era una sombra de la de antes y con su precioso cabello cortado. Pero aquello no cambió para nada a su joven enamorado, que le siguió siendo todo lo fiel que puede serlo un hombre.
       —Ah —dijo Holmes—, creo que lo que ha tenido usted la amabilidad de contarnos esclarece bastante el asunto, y que puedo deducir con facilidad el resto. Supongo que entonces el señor Rucastle recurrió al encarcelamiento.
       —Sí, señor.
       —Y se trajo a la señorita Hunter de Londres para librarse de la desagradable insistencia del señor Fowler.
       —Así es, señor.
       —Pero el señor Fowler era un tipo perseverante, como debe serlo un buen hombre de mar, puso sitio a la casa y hablando con usted, consiguió, mediante ciertos argumentos, monetarios o de cualquier otro tipo, convencerla de que los intereses de él coincidían con los de usted.
       —El señor Fowler es un caballero muy amable y muy generoso —dijo la señora Toller sin inmutarse.
       —Y de ese modo se las ingenió para que a su marido no le faltara la bebida y para que hubiera una escalera a punto en el momento en que los señores se ausentaran.
       —Ha pasado justo como usted dice.
       —Desde luego, debemos presentarle nuestras disculpas, señora Toller —dijo Holmes—. Ha aclarado por completo todo aquello que nos tenía desconcertados. Bien, aquí llegan el médico y la señora Rucastle. Creo, Watson, que lo mejor será regresar con la señorita Hunter a Winchester, pues me parece que nuestro locus standi, nuestro derecho legal a estar aquí, es más que discutible.
       Y así quedó resuelto el misterio de la siniestra casa de las hayas cobrizas. El señor Rucastle sobrevivió, pero quedó muy maltrecho, y solo se mantuvo vivo gracias a los cuidados de su abnegada esposa. Siguen con sus antiguos criados, que probablemente saben tantas cosas de la vida anterior de Rucastle que a este se le hace difícil despedirlos. El señor Fowler y la señorita Rucastle se casaron en Southampton con una licencia especial al día siguiente de su fuga, y en la actualidad él ocupa un cargo oficial en la isla Mauricio. Mi amigo Holmes, con gran desencanto por mi parte, no volvió a mostrar ningún interés por la señorita Violet Hunter en cuanto la joven dejó de ser el punto central de uno de sus problemas. La señorita Hunter dirige actualmente una escuela privada en Walsall, y tengo entendido que ha obtenido un éxito considerable.



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