Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


El misterio de Boscombe Valley (1879)
(“The Mystery of Sasassa Valley”)
Originalmente publicado, anónimo, con el subtítulo “A South African Story”,
en la revista Chambers’s Journal (6 de septiembre de 1879);
The Adventures of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1892, 307 págs.)



      Estábamos desayunando una mañana mi esposa y yo, cuando la sirvienta trajo un telegrama. Era de Sherlock Holmes y decía lo siguiente:

    ¿Dispone de un par de días libres? Acaban de telegrafiarme desde el oeste de Inglaterra en relación con la tragedia de Boscombe Valley. Me gustaría que usted me acompañase. Atmósfera y paisaje perfectos. Salgo de Paddington a las 11.15.

       —¿Qué le dirás, cariño? —preguntó mi mujer, mirándome—. ¿Irás?
       —En realidad no sé qué decir. En estos momentos tengo una lista de pacientes bastante larga.
       —Oh, Anstruther se ocupará de tu trabajo. Últimamente te veo un poco pálido. Creo que el cambio te sentaría bien. Y los casos del señor Sherlock Holmes siempre suscitan tu interés.
       —Sería un ingrato si no me interesaran, dado lo que conseguí gracias a uno de ellos —respondí—. Pero, si voy a ir, tengo que hacer enseguida el equipaje, porque solo dispongo de media hora.
       Mi experiencia en la campaña de Afganistán había tenido al menos la ventaja de convertirme en un viajero rápido y dispuesto a emprender de inmediato la marcha. Mis necesidades eran pocas y sencillas, de modo que, en menos del tiempo mencionado, ya estaba en un coche de punto con mi maleta, camino de la estación de Paddington. Sherlock Holmes paseaba de un extremo a otro del andén su alta y severa figura, más alta y severa que de costumbre a causa del largo capote gris de viaje y de la encasquetada gorra de paño.
       —Ha sido realmente muy amable por su parte venir conmigo, Watson —dijo—. Para mí representa una considerable diferencia tener a mi lado a alguien en quien puedo confiar plenamente. La ayuda que uno encuentra en el lugar de los hechos o es casi inútil o está sujeta a demasiadas influencias. Si usted reserva los dos asientos del rincón, yo sacaré los billetes.
       Tuvimos todo el compartimento para nosotros y para la inmensa cantidad de periódicos que Holmes había traído consigo. Los estuvo hojeando y leyendo, con interrupciones para tomar notas y reflexionar, hasta que dejamos atrás Reading. Entonces formó con ellos de repente una bola gigantesca y la arrojó a la rejilla del equipaje.
       —¿Ha oído algo referente al caso? —me preguntó.
       —Ni una palabra. Llevo días sin leer la prensa.
       —La prensa de Londres no ha publicado informes muy completos. Acabo de revisar todos los periódicos recientes para enterarme de los detalles. Por lo que he averiguado, se trata de uno de esos casos sencillos que son tan extremadamente difíciles.
       —Esto suena un poco paradójico.
       —Pero es una gran verdad. La singularidad es casi invariablemente una pista. Cuanto más anodino y vulgar es un crimen, más difícil resulta resolverlo. Sin embargo, en este caso han establecido graves cargos contra el hijo del hombre asesinado.
       —¿Se trata, pues, de un asesinato?
       —Bueno, eso suponen. Yo no daré nada por seguro hasta haber tenido ocasión de investigar personalmente lo ocurrido. Voy a explicarle en pocas palabras cuál es la situación tal como yo la entiendo.
       »Boscombe Valley es un distrito rural no muy alejado de Ross, en Herefordshire. El principal terrateniente del lugar es un tal señor John Turner, que amasó su fortuna en Australia y regresó hace unos años a su tierra natal. Una de las granjas que posee, la de Hatherley, la tenía arrendada el señor Charles McCarthy, que también era un excolono australiano. Los dos se habían conocido en las colonias, y no tenía nada de raro que, al establecerse, lo hicieran lo más cerca posible el uno del otro. Al parecer, Turner era el más rico de ambos; McCarthy pasó a ser su arrendatario, pero manteniéndose en términos de absoluta igualdad, y con frecuencia se les veía juntos. McCarthy tenía un hijo, un muchacho de dieciocho años, y Turner tenía una única hija de la misma edad, pero a ninguno de los dos les vivía la esposa. Parece ser que evitaban el trato con las familias inglesas de la vecindad y que llevaban una vida retirada, aunque los dos McCarthy eran aficionados al deporte y se les veía a menudo en las carreras de caballos de la comarca. McCarthy tenía dos criados: un hombre y una muchacha. Turner disponía de una servidumbre considerable, al menos media docena de criados. Eso es todo lo que he conseguido averiguar de las familias. Pasemos a los hechos.
       »El 3 de junio, o sea el lunes pasado, McCarthy salió de su casa de Hatherley hacia las tres de la tarde y caminó hasta el estanque de Boscombe, un laguito formado por el ensanchamiento del torrente que corre por el valle. Por la mañana había estado con su criado en Ross y le había dicho que debía darse prisa porque a las tres tenía una cita importante. Cita de la que no regresaría vivo.
       »Desde la granja Hatherley hasta el estanque de Boscombe hay un cuarto de milla, y dos personas lo vieron pasar por aquellos parajes. Una de ellas es una vieja cuyo nombre no se menciona; y la otra William Crowder, un guardabosque al servicio del señor Turner. Ambos aseguran que el señor McCarthy iba solo. El guardabosque añade que, a los pocos minutos de haber visto pasar al señor McCarthy, vio a su hijo, el señor James McCarthy, seguir el mismo camino con una escopeta bajo el brazo. Cree recordar que el padre estaba todavía al alcance de la vista cuando apareció el hijo tras él. No volvió a pensar en ello hasta que por la noche se enteró de la tragedia que había tenido lugar.
       »Hubo alguien que vio a ambos McCarthy después de que William Crowder, el guardabosque, los perdiera de vista. El estanque de Boscombe está rodeado de espesos bosques, salvo una franja de hierbas y cañaverales a su orilla. Una chica de catorce años, Patience Moran, hija del guarda de la finca de Boscombe Valley, se encontraba cogiendo flores en uno de los bosques. Declaró que, mientras estaba allí, vio, en el lindero del bosque y cerca del estanque, al señor McCarthy y a su hijo, que parecían mantener una acalorada discusión. Oyó que el viejo señor McCarthy le dirigía a su hijo palabras muy duras, y vio que este último levantaba una mano como si se dispusiera a golpearle. La violencia de la escena la asustó tanto que se alejó de allí a toda prisa, y cuando llegó a su casa le contó a su madre que había dejado a los dos McCarthy peleándose cerca del estanque de Boscombe y temía que llegaran a las manos Acababa de pronunciar estas palabras cuando apareció corriendo el joven McCarthy, para decir que había encontrado a su padre muerto en el bosque y para pedir la ayuda del guarda. Estaba muy excitado, no llevaba la escopeta ni el sombrero, y advirtieron que su mano y su manga derechas estaban manchadas de sangre fresca. Fueron tras él y encontraron el cadáver tendido sobre la hierba junto al estanque. Le habían aplastado la cabeza a golpes con un arma pesada y contundente. Las heridas podían haber sido perfectamente infligidas con la culata de la escopeta del hijo, que encontraron en la hierba a pocos pasos del muerto. Dadas las circunstancias, el joven fue detenido de inmediato, el martes se pronunció en la encuesta judicial el veredicto de homicidio intencionado, y el miércoles compareció ante los magistrados de Ross, que han remitido el caso al tribunal superior del condado. Estos son los hechos principales del caso, según la encuesta judicial.
       —No puedo imaginar inculpación más obvia —observé—. Si existe un caso en que todas las pruebas circunstanciales apunten hacia un mismo individuo, es este.
       —Las pruebas circunstanciales son engañosas —replicó Holmes, pensativo—. Parecen apuntar claramente en una dirección, pero, si alteras un poco tu punto de vista, puedes encontrarte con que apuntan, con igual claridad, hacia algo enteramente distinto. Debo confesar, no obstante, que el caso es de extrema gravedad para el joven, y es muy posible que sí sea culpable. Sin embargo, hay varias personas en la zona, y entre ellas la señorita Turner, hija del terrateniente vecino, que creen en su inocencia y que han requerido los servicios de Lestrade, a quien usted recordará por su actuación en Estudio en escarlata, para que investigue en su favor. Lestrade se encuentra algo perdido y me ha remitido el caso a mí, y esta es la razón por la que dos caballeros de mediana edad se precipitan hacia el oeste a cincuenta millas por hora, en lugar de digerir apaciblemente su desayuno en casa.
       —Mucho me temo —dije— que, ante unos hechos tan evidentes, poca fama pueda ganar usted con este caso.
       —No hay nada tan engañoso como un hecho evidente —respondió Holmes riendo—. Además, podemos tener la suerte de dar con otro hecho evidente que no haya sido tan evidente para el señor Lestrade. Me conoce usted lo bastante bien para saber que no es una fanfarronada por mi parte afirmar que confirmaré o echaré por tierra su teoría valiéndome de medios que él es incapaz de emplear y ni siquiera de comprender. Para usar el ejemplo más a mano, puedo advertir que usted tiene la ventana de su dormitorio a la derecha, y dudo mucho que el señor Lestrade se hubiera fijado siquiera en un detalle tan evidente como este.
       —Pero ¿cómo demonios…?
       —Mi querido amigo, le conozco bien. Sé la pulcritud castrense que lo caracteriza. Usted se afeita todas las mañanas, y en esta época del año lo hace a la luz del día. Pero, como su rasurado es cada vez menos perfecto a medida que avanza hacia la izquierda y deja mucho que desear cuando alcanza el ángulo de la mandíbula, es evidente que este lado queda peor iluminado que el otro. No me es posible imaginar a un hombre con unas costumbres como las suyas, mirándose a sí mismo bajo una luz uniforme y conformándose con este resultado. Solo cito esto a modo de ejemplo trivial de observación y deducción. En esto consiste mi métier, y es posible que sea de alguna utilidad en la investigación que nos espera. Hay un par de detalles que salieron a relucir en la encuesta judicial y que merece la pena analizar.
       —¿Cuáles son?
       —Al parecer, la detención del joven no tuvo lugar de inmediato, sino después de su regreso a la granja Hatherley. Al anunciarle el inspector que quedaba detenido, comentó que no le sorprendía la noticia y que no merecía otra cosa. Esta observación surtió el lógico efecto de disipar cualquier rastro de duda que pudiera quedar en el jurado de instrucción.
       —Fue una confesión —exclamé.
       —No, porque fue seguida de una protesta de inocencia.
       —Al final de una serie de hechos tan inculpatorios, tal protesta está sujeta a todo tipo de sospechas.
       —Al contrario —replicó Holmes—, es el único punto de luz que asoma entre las tinieblas. Por muy ingenuo que sea, no podía ser tan imbécil como para no ver que las circunstancias le eran terriblemente adversas. Si se hubiera mostrado sorprendido ante su detención o hubiera fingido indignarse, a mí me hubiera parecido sumamente sospechoso, porque tales sorpresa e indignación no hubieran resultado naturales en aquellas circunstancias, aunque pudieran parecerle la mejor táctica a un tramposo. Su franca aceptación de la situación lo señala como un hombre inocente, y demuestra considerable firmeza y dominio de sí mismo. En cuanto a su observación de que se lo merecía, tampoco resulta tan extraña si consideramos que se encuentra junto al cadáver de su padre, y que aquel mismo día le ha faltado al respeto que le debe, hasta el extremo de pelear acaloradamente con él y estar a punto de levantarle la mano, según la muchachita cuyo testimonio es tan importante. El reproche que se hace a sí mismo y su arrepentimiento me parecen a mí indicativos de una mente sana y no de una mente culpable.
       Meneé la cabeza.
       —Muchos hombres han sido ahorcados con pruebas menos concluyentes.
       —Cierto. Y muchos hombres han sido ahorcados por error.
       —¿Cuál es la versión que da el joven de los hechos?
       —Me temo que no es muy alentadora para sus defensores, aunque contiene un par de puntos interesantes. Aquí la tiene, y puede leerla por sí mismo.
       Extrajo del montón un ejemplar del periódico local de Herefordshire, volvió la página y me señaló el párrafo donde el desdichado joven daba su versión de lo ocurrido. Me arrellané en el rincón del compartimento y leí con cuidado.

     Compareció después ante el juez de instrucción el señor James McCarthy, hijo único del difunto, y declaró lo siguiente:
     TESTIGO: Estuve fuera de casa tres días, en Bristol, y acababa de regresar la mañana del lunes pasado, día 3. Cuando yo llegué, mi padre no estaba en casa, y la criada me informó de que se había ido a Ross, con el mozo de establo. Poco después de mi regreso, oí las ruedas del carruaje en el patio y, al mirar por mi ventana, vi que se apeaba y se alejaba a toda prisa, aunque no supe qué dirección tomaba. Entonces cogí mi escopeta y eché a andar hasta el estanque de Boscombe, con intención de visitar las conejeras que hay al otro lado. Por el camino vi a William Crowder, el guardabosque, tal como ha dicho en su declaración, pero se equivoca al decir que yo seguía a mi padre. Yo no tenía ni idea de que iba delante de mí. Cuando, a unas cien yardas del estanque, oí el grito de ¡cuii!, que usamos mi padre y yo como señal, eché a correr hacia delante y lo encontré de pie junto al agua. Pareció muy sorprendido al verme y me preguntó con bastante aspereza qué estaba haciendo yo allí. Siguió una conversación que desembocó en palabras muy duras y poco faltó para que llegáramos a las manos, porque mi padre era un hombre de temperamento muy violento. Viendo que su furia escapaba a todo control, le dejé y emprendí el camino de regreso a Hatherley. Pero apenas me había alejado ciento cincuenta yardas, cuando oí a mis espaldas un grito espantoso, que me hizo volver a toda prisa sobre mis pasos. Encontré a mi padre agonizando en el suelo, con unas heridas terribles en la cabeza. Dejé caer mi escopeta y le estreché entre mis brazos, pero expiró casi al instante. Permanecí de rodillas a su lado unos minutos y luego me encaminé a casa del señor Moran, el guarda, que es la más próxima, para pedir ayuda. Cuando volví junto a mi padre, no vi a nadie cerca, y no tengo ni idea de quién pudo causarle las heridas. No era un hombre popular, ya que se mostraba frío y reservado con los demás, pero, que yo sepa, no tenía enemigos declarados. No sé nada más de este asunto.
     JUEZ: ¿Le dijo su padre algo antes de morir?
     TESTIGO: Murmuró unas palabras, pero solo capté una alusión a una rata.
     JUEZ: ¿Y cómo la interpretó usted?
     TESTIGO: No le vi significado alguno. Pensé que deliraba.
     JUEZ: ¿Cuál fue el asunto sobre el que usted y su padre mantuvieron aquella discusión final?
     TESTIGO: Preferiría no contestar.
     JUEZ: Temo que debo exigírselo.
     TESTIGO: Me es realmente imposible contestar. Puedo asegurarle que no tiene nada que ver con la terrible tragedia que tuvo lugar a continuación.
     JUEZ: Esto debe decidirlo el tribunal. No es preciso que le advierta que su negativa a responder empeorará considerablemente su situación en los pasos posteriores del proceso.
     TESTIGO: Aun así, debo seguir negándome.
     JUEZ: Tengo entendido que el grito de ¡cuii! Era una señal convenida entre usted y su padre, ¿verdad?
     TESTIGO: Sí lo era.
     JUEZ: En tal caso, ¿cómo se explica que lo profiriera antes de verle a usted e incluso antes de saber que había regresado de Bristol?
     TESTIGO (visiblemente desconcertado): No lo sé.
     JUEZ: ¿No vio usted nada que resultara sospechoso cuando regresó al oír gritar a su padre y lo encontró herido de muerte?
     TESTIGO: Nada definido.
     JUEZ: ¿Qué quiere decir con esto?
     TESTIGO: Cuando volví corriendo al estanque, estaba tan trastornado y excitado que no podía pensar en otra cosa que en mi padre. Tengo, no obstante, la vaga impresión de que, mientras corría, vi algo tirado en el suelo, a mi izquierda. Me pareció de color gris, una especie de capote o tal vez una manta. Al levantarme de al lado de mi padre, miré a mi alrededor buscándolo, pero había desaparecido.
     JUEZ: ¿Quiere decir que desapareció antes de que usted fuera en busca de ayuda?
     TESTIGO: Sí, había desaparecido.
     JUEZ: ¿Y no puede decir qué era?
     TESTIGO: No, pero tuve la sensación de que había algo allí.
     JUEZ: ¿A qué distancia del cuerpo?
     TESTIGO: A unas doce yardas.
     JUEZ: ¿Y a qué distancia del lindero del bosque?
     TESTIGO: Aproximadamente a la misma.
     JUEZ: Entonces, si alguien se lo llevó, ¿fue mientras usted estaba a unas doce yardas de distancia?
     TESTIGO: Sí, pero de espaldas.
     Con esto concluyó el interrogatorio.

       —Observo —dije, echando un vistazo al resto de la columna— que en sus conclusiones el juez de instrucción se mostró bastante severo con el joven McCarthy. Hace hincapié, y con toda razón, en lo absurdo de que su padre le lanzara el grito que utilizan como serial entre ambos antes de verle, en su negativa a dar detalles acerca de la conversación que sostuvieron y en su peculiar versión de las últimas palabras del moribundo. Tal como él subraya, todo esto apunta contra el hijo.
       Holmes rió quedamente para sus adentros y se desperezó sobre el mullido asiento.
       —Tanto usted como el juez —dijo— se han esforzado en destacar precisamente los puntos más favorables al joven. ¿No se da cuenta de que le atribuyen alternativamente demasiada imaginación y demasiado poca? Demasiado poca, si no es capaz de inventar un motivo para la discusión con que ganarse la simpatía del jurado; demasiada, si es capaz de extraer de su fuero interno algo tan outré como la referencia a una rata en labios de un moribundo o el incidente de la prenda de ropa desaparecida. No, señor, yo enfocaré el caso desde el punto de vista de que el joven dice la verdad, y veremos qué hipótesis se derivan de ahí. Y ahora aquí tengo mi Petrarca de bolsillo y no voy a decir una sola palabra más sobre el caso hasta que estemos en el lugar de los hechos. Almorzaremos en Swindon, y creo que llegaremos dentro de veinte minutos.
       Eran casi las cuatro cuando por fin, tras cruzar el hermoso Stroud Valley y atravesar el ancho y resplandeciente Severn, nos encontramos en el bonito pueblecillo campesino de Ross. Un hombre delgado, con aspecto de hurón y mirada escurridiza y astuta, nos esperaba en el andén. A pesar del guardapolvo marrón claro y de las polainas de cuero que llevaba como concesión al entorno campestre, no tuve dificultad alguna en reconocer a Lestrade, de Scotland Yard. Fuimos con él en coche hasta Hereford Arms, donde nos habían reservado habitación.
       —He encargado un coche —dijo Lestrade, cuando nos sentamos ante una taza de té—. Conozco la energía que le caracteriza y sé que no se sentirá a gusto hasta que haya visitado el lugar del crimen.
       —Ha sido muy amable y atento por su parte —respondió Holmes—. Pero todo depende de la presión atmosférica.
       Lestrade pareció desconcertado.
       —Temo que no le entiendo —dijo.
       —¿Qué marca el barómetro? Veo que veintinueve. Ni viento ni una nube en el cielo. Tengo aquí una cajetilla de cigarros que piden ser fumados y el sofá es muy superior a las habituales abominaciones de los hoteles rurales. No creo probable que utilice el coche esta noche.
       Lestrade rió con indulgencia.
       —Sin duda, ya ha sacado usted sus conclusiones a partir de los periódicos —dijo—. El caso está tan claro como la luz del día, y, cuanto más se profundiza en él, más claro se muestra. Sin embargo, uno no puede negarle nada a una dama, y menos a una dama tan decidida como esta. Ha oído hablar de usted y ha insistido en conocer su opinión, por más que le he repetido mil veces que usted no puede hacer nada que yo no haya hecho ya. Pero ¡vaya! ¡Aquí tenemos su coche ante la puerta!
       Acababa apenas de pronunciar estas palabras, cuando irrumpió en la habitación una de las muchachas más encantadoras que he visto en mi vida. Le brillaban los ojos color violeta, tenía los labios entreabiertos y el rubor le cubría las mejillas, abandonado todo rastro de natural reserva ante el ímpetu de su excitación y su ansiedad.
       —¡Oh, señor Holmes! —exclamó, pasando la mirada de uno a otro, para finalmente, con rápida intuición femenina, fijarla en mi compañero—. ¡Estoy tan contenta de que esté aquí! He venido para decírselo. Sé que James no lo hizo. Lo sé, y quiero que usted empiece su trabajo sabiéndolo también. No deje que le asalten dudas sobre este punto. Nos tratamos desde que éramos muy niños, y conozco sus defectos mejor que nadie, pero tiene un corazón tan tierno que no sería capaz de matar ni a una mosca. Esta acusación es absurda para cualquiera que le conozca de verdad.
       —Espero que podamos demostrar su inocencia, señorita Turner —dijo Sherlock Holmes—. Puede confiar en que haré cuanto esté en mis manos.
       —Pero usted ha leído las declaraciones. ¿Ha sacado alguna conclusión? ¿No vislumbra alguna escapatoria, alguna salida? ¿No cree usted que es inocente?
       —Me parece muy probable.
       —¡Por fin! —exclamó la muchacha, echando la cabeza hacia atrás y mirando a Lestrade con gesto desafiante—. ¡Ya lo ha oído! Él me da esperanzas.
       Lestrade se encogió de hombros.
       —Temo que mi colega se haya precipitado en sus conclusiones —dijo.
       —Pero ¡tiene razón! ¡Oh, yo sé que tiene razón! James no lo hizo. Y en cuanto a la pelea con su padre, estoy segura de que la razón por la cual no quiso hablarle de ella al juez es que se refería a mí.
       —¿En qué sentido? —preguntó Holmes.
       —No es el momento de ocultar nada. James y su padre habían mantenido varias discusiones por mi causa. El señor McCarthy ansiaba que nos uniéramos en matrimonio. James y yo nos hemos querido siempre como hermanos, pero, claro, él es joven y ha visto todavía muy poco de la vida, y… Bueno, como es natural, no deseaba dar un paso como este. De ahí que tuvieran discusiones, y esta, estoy convencida, fue una de ellas.
       —¿Y su padre? —preguntó Holmes—. ¿Estaba a favor de este enlace?
       —No, él también se oponía. El único que estaba a favor era McCarthy.
       Un súbito rubor cubrió su fresco rostro juvenil cuando Holmes le dirigió una de sus miradas agudas y penetrantes.
       —Gracias por la información —dijo—. ¿Podré ver a su padre si paso a visitarle mañana?
       —Me temo que el médico no se lo permita.
       —¿El médico?
       —Sí, ¿no se lo han dicho? Mi pobre padre no anda muy bien de salud desde hace años, pero esto lo ha hundido por completo. Debe guardar cama, y el doctor Willows dice que está muy delicado y que tiene el sistema nervioso deshecho. El señor McCarthy era el único hombre vivo que conoció a papá en los viejos tiempos de Victoria.
       —¡Ah, en Victoria! Esto es importante.
       —Sí, en las minas.
       —Exacto, en las minas de oro, donde, según tengo entendido, hizo su fortuna el señor Turner.
       —Así es.
       —Gracias, señorita Turner. Me ha sido usted de gran ayuda.
       —Si mañana hay alguna novedad, no deje de comunicármelo. Sin duda irá usted a la cárcel a ver a James. Oh, señor Holmes, si lo hace, dígale que yo sé que es inocente.
       —Lo haré, señorita Turner.
       —Ahora tengo que irme a casa, porque papá está muy enfermo y me echa de menos cuando me separo de él. Adiós, y que el Señor le ayude en su empresa.
       Salió de la habitación tan impulsivamente como había irrumpido en ella, y oímos traquetear las ruedas del carruaje al alejarse calle abajo.
       —Me avergüenzo de usted, Holmes —dijo Lestrade con dignidad tras unos minutos de silencio—. ¿Por qué despierta unas esperanzas que luego tendrá que defraudar? No soy hombre tierno de corazón, pero considero esto una crueldad.
       —Creo ver el modo de probar la inocencia de James McCarthy —dijo Holmes—. ¿Tiene usted una autorización para visitarle en la cárcel?
       —Sí, pero solo para usted y para mí.
       —En tal caso, reconsideraré mi decisión de no salir. ¿Hay todavía tiempo para tomar un tren a Hereford y verle esta noche?
       —De sobra.
       —Pues en marcha. Watson, temo que el tiempo se le haga a usted interminable, pero solo estaré fuera un par de horas.
       Los acompañé a pie hasta la estación, y después deambulé por las calles del pueblecito, para regresar finalmente al hotel, donde me tumbé en el sofá y traté de interesarme en una novela policíaca. Pero la trama del relato era tan endeble, comparada con el profundo misterio en que estábamos inmersos, y mi atención se desviaba con tanta frecuencia de la ficción a la realidad, que acabé por arrojar el libro al otro extremo de la habitación y entregarme por entero a considerar los acontecimientos de la jornada. Suponiendo que la versión del desdichado joven fuera totalmente cierta, ¿qué calamidad diabólica, qué desastre imprevisto pudo ocurrir entre el momento en que se separó de su padre y el momento en que, atraído por sus gritos, regresó corriendo junto al estanque? Tuvo que ser algo terrible y mortal, pero ¿qué? ¿La índole de las heridas no revelaría algo a mi instinto médico? Toqué la campanilla y pedí el semanario del condado, que contenía una reseña completa del atestado preliminar. En la declaración del forense se afirmaba que el tercio posterior del parietal izquierdo y la mitad izquierda del occipital habían sido destrozados por un fuerte golpe asestado con un arma sin filo. Señalé en mi propia cabeza el lugar. Evidentemente un golpe como aquel tenía que haber sido propinado desde atrás. Esto hablaba hasta cierto punto en favor del acusado, ya que se le había visto discutir con su padre cara a cara. Sin embargo, no significaba gran cosa, pues el viejo se pudo haber vuelto de espaldas antes de recibir el golpe. Con todo, tal vez mereciera la pena llamar la atención de Holmes sobre este punto. Después estaba la peculiar alusión del moribundo a una rata. ¿Qué podía significar? No podía tratarse de un delirio. Un hombre que ha recibido un golpe inesperado y mortal no suele delirar. No, era mucho más probable que intentara explicar qué le había arrastrado a su trágico final. Pero ¿qué podía indicar? Me devané los sesos en busca de una posible explicación. Y estaba también la cuestión de la prenda de vestir gris que había visto el joven McCarthy. De ser cierto, el asesino tuvo que dejar caer en su huida parte de su ropa, presumiblemente el abrigo, y había tenido la sangre fría de volver atrás y recogerlo, en el instante en que el hijo estaba arrodillado y dándole la espalda a menos de doce yardas. ¡Qué entramado de misterios e improbabilidades formaba todo el conjunto! No era de extrañar la opinión de Lestrade, pero yo tenía tanta fe en la perspicacia de Sherlock Holmes que no podía perder la esperanza, viendo que cada nuevo dato parecía reforzar su convencimiento de que el joven McCarthy era inocente.
       Era ya tarde cuando regresó Sherlock Holmes. Volvía solo, pues Lestrade se alojaba en una pensión de la ciudad.
       —El barómetro sigue muy alto —observó al sentarse—. Es importante que no llueva antes de que hayamos podido examinar el lugar. Por otra parte, uno tiene que estar en plena forma y bien despierto para un trabajito como este, y no quiero llevarlo a cabo tras la fatiga de un largo viaje. He visto al joven McCarthy.
       —¿Y qué ha averiguado a través de él?
       —Nada.
       —¿No ha arrojado ninguna luz sobre los hechos?
       —En absoluto. En algunos momentos me sentí inclinado a pensar que sabía quién lo había hecho y estaba encubriendo a alguien, fuera hombre o mujer, pero ahora estoy convencido de que está tan confuso como todos los demás. No es un muchacho muy despierto, pero es bien parecido y creo que tiene un corazón noble.
       —No puedo admirar su buen gusto —observé—, si es cierto que se negaba a casarse con una joven tan encantadora como la señorita Turner.
       —Ah, detrás de esto se esconde una historia bastante triste. El pobre tipo la quiere con locura, con desesperación, pero hace un par de años, cuando era solo un jovenzuelo y no la conocía a ella realmente, porque la muchacha había pasado cinco años en un internado fuera de aquí, ¿qué hace el idiota sino liarse con una camarera de Bristol y casarse con ella en la oficina de un juzgado? Nadie sabe palabra de este asunto, pero ya puede usted imaginar hasta qué punto ha de resultarle desesperante que le recriminen por no hacer algo que daría media vida por hacer, pero que sabe absolutamente imposible. Fue uno de estos arrebatos de desesperación lo que le movió a alzar la mano contra su padre cuando este, en su última entrevista, le insistió en que propusiera matrimonio a la señorita Turner. Por otra parte, no disponía de medios propios, y su padre, que era en todos los aspectos un hombre muy duro, le habría repudiado de saber la verdad. Con esa camarera que era su esposa había pasado los tres últimos días en Bristol, y su padre ignoraba dónde estaba. Recuerde este punto. Es importante. Sin embargo, no hay mal que por bien no venga, pues la camarera, al enterarse por los periódicos de que él se ha metido en un buen lío y corre el riesgo de ser ahorcado, lo ha repudiado y le ha escrito para decirle que ya tiene un marido en los Astilleros Bermudas, de modo que en realidad no hay ningún vínculo entre ellos dos. Creo que esta noticia ha consolado al joven McCarthy de todo lo que ha sufrido.
       —Pero si él es inocente, ¿quién lo hizo?
       —¡Ah! ¿Quién? Llamaré de modo muy especial su atención sobre dos puntos. El primero es que el hombre asesinado tenía una cita con alguien en el estanque, y ese alguien no podía ser su hijo, porque su hijo estaba fuera y él no sabía cuándo iba a volver. El segundo es que se oyó gritar «cuii» al hombre asesinado antes de haberse enterado de que su hijo había regresado. Estos son los puntos cruciales de los que depende el caso. Y ahora hablemos, por favor, de George Meredith, y dejemos los detalles secundarios para mañana.
       Tal como Holmes había previsto, no llovió, y la mañana amaneció radiante y sin nubes. A las nueve nos vino a recoger Lestrade en el coche, y nos dirigimos a la granja Hatherley y al estanque de Boscombe.
       —Hay malas noticias esta mañana —nos informó Lestrade—. Se dice que el señor Turner está tan grave que desesperan de que salga con vida.
       —¿Un hombre de edad avanzada, supongo? —inquirió Holmes.
       —Unos sesenta, pero su constitución quedó minada por la vida que llevó en el extranjero, y hace bastante tiempo que tiene mala salud. Este asunto le ha afectado mucho. Era un viejo amigo de McCarthy, y añadiré que también su gran benefactor, pues he sabido que le cedió gratis en arriendo la granja Hatherley.
       —¿Sí? Esto es interesante —dijo Holmes.
       —¡Claro! Y le ha ayudado de otras cien maneras. La verdad es que todo el mundo comenta aquí lo bueno que había sido con él.
       —¡Vaya! ¿Y no le parece un poco extraño que el tal McCarthy, que parece haber tenido pocas propiedades y haber contraído tantas obligaciones con Turner, siguiera hablando tan tranquilo de casar a su hijo con la hija de Turner que es, presumiblemente, heredera del patrimonio, y lo hiciera con tanto aplomo como si bastara proponerlo para conseguirlo? Y es todavía más raro porque sabemos que el propio Turner era contrario a la idea. Eso nos dijo la hija. ¿No deduce usted nada de todo esto?
       —Hemos llegado a las deducciones y a las inferencias —dijo Lestrade, guiñándome un ojo—. Holmes, ya me resulta bastante difícil bregar con los hechos para perseguir además teorías y fantasías.
       —Tiene usted razón —dijo Holmes con gravedad—. Le resulta a usted muy difícil bregar con los hechos.
       —Pues por lo menos he captado uno que a usted parece costarle mucho admitir —replicó Lestrade con cierto enojo.
       —¿Y cuál es?
       —Que McCarthy padre encontró la muerte a manos de McCarthy hijo y que todas las teorías en contra son simples fuegos de artificio.
       —Bien, los fuegos de artificio proporcionan más luz que la niebla —dijo Holmes con una sonrisa—. Pero, o mucho me equivoco, o tenemos a la izquierda la granja Hatherley.
       —Sí, esta es.
       Era un edificio amplio, de aspecto confortable, con dos plantas, tejado de pizarra y grandes manchas amarillas de liquen en los muros grises. Sin embargo, los postigos de las ventanas cerrados y las chimeneas sin humo le conferían un aspecto desolado, como si gravitara todavía sobre él el peso de la tragedia. Llamamos a la puerta, y la sirvienta, a petición de Holmes, nos enseñó las botas que su señor llevaba en el momento de su muerte y también un par de botas del hijo, aunque no las que llevaba puestas entonces. Tras medirlas cuidadosamente por siete u ocho puntos diferentes, Holmes quiso que le llevaran al patio, desde el cual tomamos el tortuoso sendero que conducía al estanque de Boscombe.
       Cuando seguía de cerca un rastro como aquel, Sherlock Holmes se transformaba. A las personas que solo conocían al tranquilo pensador y experto en lógica de Baker Street les habría costado reconocerlo. Su rostro se encendía y ensombrecía. Sus cejas formaban dos líneas negras y duras, mientras sus ojos resplandecían bajo ellas con un brillo acerado. Llevaba la cabeza inclinada, los hombros hundidos, los labios apretados, y las venas de su cuello largo y nervudo sobresalían como cables. Los orificios de la nariz parecían dilatarse en un ansia de caza puramente animal, y su mente estaba concentrada de un modo tan absoluto en lo que tenía ante él que cualquier pregunta o comentario caía en el vacío, o provocaba, como mucho, un rápido e impaciente gruñido como respuesta. Avanzó, veloz y silencioso, por el camino que discurre entre los prados y a través del bosque, hasta el estanque de Boscombe. Era un terreno húmedo y pantanoso, como todo el distrito, y había huellas de muchas pisadas, tanto en el sendero como en la corta hierba que lo flanqueaba. A veces Holmes echaba a correr, a veces se paraba en seco, y en una ocasión dio un breve rodeo por el prado. Lestrade y yo caminábamos detrás de él; el detective, indiferente y despectivo, mientras que yo observaba a mi amigo con el interés nacido de la convicción de que cada una de sus acciones obedecía a una finalidad concreta.
       El estanque de Boscombe, una pequeña extensión de agua de unas quince yardas de diámetro, rodeada de cañaverales, está situado en la línea que lleva de la granja Hatherley al parque privado del opulento señor Turner. Por encima de los bosques podíamos distinguir a un lado los rojos pináculos que marcaban el emplazamiento de la residencia del rico hacendado. En el lado del estanque que correspondía a Hatherley el bosque era muy denso, y había una estrecha franja de hierba húmeda, de unos veinte pasos de anchura, entre el lindero del bosque y los juncos que bordeaban el lago. Lestrade nos señaló el lugar exacto donde habían encontrado el cuerpo, y de hecho el suelo estaba tan húmedo que pude ver claramente las huellas dejadas por el cuerpo al caer. Por la avidez de su expresión y la intensidad de su mirada, comprendí que Holmes podía leer además otras cosas en la hierba pisoteada. Corrió de un lado a otro, como un perro de caza que sigue un rastro, y después se dirigió a nuestro acompañante.
       —¿Para qué se metió usted en el estanque? —inquirió.
       —Pasé por el fondo el rastrillo. Pensé que podría encontrar un arma o algún otro indicio. Pero ¿cómo diantres…?
       —¡Bah! No perdamos el tiempo. Su pie izquierdo, con su característica tendencia a girarse hacia adentro, aparece por todas partes, tan marcado que hasta un topo podría seguir las huellas que desaparecen entre los juncos. ¡Qué sencillo hubiera sido este caso si yo hubiera estado aquí antes de que irrumpieran los otros como una manada de búfalos y lo pisotearan todo! Por aquí llegó el grupo que iba con el guarda y borraron las huellas que había en un perímetro de seis o de ocho pies alrededor del cuerpo. Pero hay tres huellas separadas de los mismos pies. —Sacó una lupa y se tumbó sobre su impermeable para ver mejor, sin parar de hablar, más consigo mismo que con nosotros—. Son los pies del joven McCarthy. Dos veces andando y una corriendo tan aprisa que las puntas de las suelas están profundamente marcadas y los tacones apenas se distinguen. Esto confirma su declaración. Echó a correr cuando vio a su padre en el suelo. Aquí tenemos las pisadas del padre, andando de un lado a otro. ¿Y esto qué es? Ah, la culata de la escopeta del hijo, mientras escuchaba de pie a su padre. ¿Y esto? ¡Ajá! ¡Puntillas, pisadas de puntillas! ¡Con unas botas poco corrientes, de puntera cuadrada! Vienen, se van, vuelven… por supuesto a recoger el abrigo. Ahora bien, ¿de dónde procedían?
       Corrió de un lado a otro, perdiendo a veces la pista y volviéndola a encontrar, hasta que rebasamos el lindero del bosque y nos hallamos a la sombra de una gran haya, el árbol más grueso de los alrededores. Holmes siguió sus pesquisas detrás del tronco y se volvió a tumbar de bruces en el suelo con un gruñido de satisfacción. Estuvo allí largo rato, removiendo las hojas y las ramitas secas, recogiendo en un sobre algo que me pareció tierra y examinando con su lupa no solo el terreno sino incluso la corteza del árbol hasta la altura que pudo alcanzar. Había una piedra dentada entre el musgo, y también la examinó con cuidado y la guardó. Después siguió un sendero que atravesaba el bosque hasta llegar a la carretera, donde se perdían todas las huellas.
       —Ha sido un caso de considerable interés —comentó, volviendo a su comportamiento habitual—. Supongo que esta casa gris de la derecha es la del guarda. Creo que entraré y hablaré unas palabras con Moran, y tal vez escriba una nota. Hecho lo cual, podremos regresar para el almuerzo. Diríjanse al coche y me reuniré con ustedes enseguida.
       Tardamos unos diez minutos en llegar al coche y emprender el regreso a Ross. Holmes seguía cargando con la piedra que había recogido en el bosque.
       —Esto le interesará, Lestrade —observó, mostrándosela—. Con esto se cometió el asesinato.
       —No veo ninguna señal.
       —No la hay.
       —Pues entonces, ¿cómo lo sabe?
       —Debajo de la piedra la hierba estaba crecida. De modo que solo llevaba allí unos días. No había señales que indicaran de dónde la habían cogido. Su forma corresponde a las heridas. No hay rastro de ninguna otra arma.
       —¿Y el asesino?
       —Es un hombre alto, zurdo, cojea de la pierna derecha, lleva botas de caza con suela gruesa y un capote gris, fuma cigarros indios con boquilla y guarda en el bolsillo una navaja poco afilada. Hay otros varios indicios, pero estos bastarán para que llevemos adelante la investigación.
       Lestrade se echó a reír.
       —Temo que sigo escéptico —dijo—. Las teorías están muy bien, pero nosotros tendremos que vérnoslas con un jurado de cabezotas británicos.
       —Nous verrons —respondió Holmes sin perder la calma—. Usted siga con su método y yo lo haré con el mío. Esta tarde estaré muy ocupado y es probable que regrese a Londres en el tren de la noche.
       —¿Dejando el caso sin concluir?
       —No, concluido.
       —¿Y el misterio?
       —Está resuelto.
       —Pues ¿quién es el asesino?
       —El caballero que le he descrito.
       —Pero ¿quién es?
       —No creo que sea difícil averiguarlo. No se trata de una vecindad muy populosa.
       Lestrade se encogió de hombros.
       —Yo soy un hombre práctico —dijo—, y la verdad es que no pienso recorrer la región en busca de un caballero zurdo y cojo. Me convertiría en el hazmerreír de Scotland Yard.
       —De acuerdo —dijo Holmes sin perder la calma—. Le he brindado una oportunidad. Pero ya hemos llegado a su alojamiento. Adiós. Le escribiré unas líneas antes de irme.
       Tras dejar a Lestrade en su pensión, el coche nos llevó a nuestro hotel, donde encontramos el almuerzo servido. Holmes estaba callado y reflexivo, con una expresión de pesar en el rostro, como quien se enfrenta a una situación que le llena de perplejidad.
       —Veamos, Watson —me dijo, cuando retiraron la mesa—. Siéntese en este sillón y permita que hable un rato con usted. No sé qué debo hacer y apreciaré sus consejos. Encienda un cigarro y deje que me explaye.
       —Hágalo, por favor.
       —Pues bien, al considerar este caso encontramos dos puntos en la declaración del joven McCarthy que nos llamaron la atención al instante, aunque a mí me predispusieron a su favor y a usted en su contra. Uno era el hecho de que el padre, de acuerdo con su versión, gritara «cuii» antes de verle. Otro, la extraña referencia del moribundo a una rata. Murmuró varias palabras, pero fue lo único que captó el oído del hijo. A partir de estos dos puntos iniciaremos nuestra investigación, y partiremos del supuesto de que el muchacho dijo la pura verdad.
       —¿Y qué significa ese «cuii»?
       —Bien, obviamente no pudo ser emitido para llamar al hijo. El hijo, por lo que sabemos, estaba en Bristol. Fue mera casualidad que se encontrara allí. El «cuii» pretendía llamar la atención de la persona con quien se había citado, fuera esta quien fuera. Pero «cuii» es un grito típico australiano, que los australianos utilizan entre sí. Hay serias razones para pensar que la persona con la que McCarthy esperaba encontrarse en el estanque fuera alguien que había vivido en Australia.
       —¿Y qué ocurre con la rata?
       Sherlock Holmes se sacó un papel doblado del bolsillo y lo alisó sobre la mesa.
       —Es un mapa de la colonia de Victoria —dijo—. Anoche telegrafié a Bristol para pedirlo. —Cubrió con la mano parte del mapa—. ¿Qué lee aquí?
       —«Arat» —leí.
       Levantó la mano.
       —¿Y ahora?
       —«Ballarat».
       —Exacto. Esta fue la palabra que dijo el moribundo, y de la que su hijo solo captó las dos últimas sílabas: «a rat», una rata. Intentaba decir el nombre de su asesino. Fulano de tal, de Ballarat.
       —¡Asombroso! —exclamé.
       —Obvio. Y ahora, como ve, he reducido considerablemente el campo de la investigación. La posesión de una prenda gris, si damos por cierto que la declaración del hijo es veraz, constituye un tercer punto de referencia. Hemos pasado de la pura incertidumbre a la idea concreta de un australiano de Ballarat con un capote gris.
       —Exacto.
       —Y que además se movía por la región como por su casa, porque al estanque solo se llega a través de la granja o de la finca, por donde raramente merodean desconocidos.
       —Cierto.
       —Pasemos ahora a nuestra expedición de hoy. El examen del suelo me proporcionó los insignificantes detalles que brindé al imbécil de Lestrade sobre la personalidad del asesino.
       —Pero ¿cómo los consiguió?
       —Usted conoce mi método. Se basa en la observación de nimiedades.
       —Ya sé que puede calcular la estatura aproximada de un individuo a partir de la longitud de sus pasos.
       También las botas se podían deducir de las huellas.
       —Sí, eran unas botas muy peculiares.
       —Pero ¿la cojera?
       —La huella del pie derecho estaba siempre menos marcada que la del izquierdo. Cargaba menos peso sobre él. ¿Por qué? Porque cojeaba… Era cojo.
       —¿Y por qué es zurdo?
       —A usted mismo le llamó la atención la índole de la herida tal como la describió el forense. El golpe fue asestado justo desde atrás y, sin embargo, dio en el lado izquierdo. ¿Cómo se explica esto si el agresor no era zurdo? Había permanecido detrás de aquel árbol mientras duró la conversación entre el padre y el hijo. Incluso se fumó un cigarro. Encontré la ceniza, que mis amplios conocimientos sobre las cenizas de tabaco me permitieron identificar como un cigarro indio. Como usted ya sabe, he dedicado cierta atención al tema, y he escrito una pequeña monografía acerca de ciento cuarenta variedades de cenizas de tabaco de pipa, cigarros y cigarrillos. Una vez descubierta la ceniza, miré a mi alrededor y encontré la colilla entre el musgo, donde él la había arrojado. Era un cigarro indio, de los que se elaboran en Rotterdam.
       —¿Y la boquilla?
       —Se veía que el extremo no había estado en su boca. Por lo tanto, tuvo que utilizar boquilla. La punta estaba cortada, pero no de un mordisco. Aun así, el corte no era limpio, y esto me hizo suponer que había utilizado una navaja poco afilada.
       —Holmes, ha tendido usted una red alrededor de este hombre de la que no podrá escapar, y ha salvado la vida de un inocente de un modo tan cierto como si hubiera cortado la cuerda con que iban a ahorcarle. Ya veo hacia dónde apunta todo esto. El culpable es…
       —¡El señor John Turner! —exclamó el camarero del hotel, abriendo la puerta de nuestra sala y haciendo pasar al visitante.
       El hombre que entró tenía un aspecto extraño e impresionante. El paso lento, la cojera y los hombros caídos indicaban decrepitud, y, no obstante, sus facciones duras y acusadas, y sus vigorosos miembros revelaban una enorme fuerza física y de carácter. Su barba enmarañada, su cabello gris y sus cejas prominentes se aunaban para conferirle un aire de dignidad y de poder, pero su rostro tenía un blanco ceniciento, mientras las aletas de la nariz y los labios se teñían de un matiz azulado. Vi en el acto y sin lugar a dudas que padecía una dolencia crónica y mortal.
       —Por favor, tome asiento en el sofá —dijo Holmes amablemente—. ¿Ha recibido mi nota?
       —Sí, me la trajo el guarda de la finca. Usted decía que deseaba verme aquí para evitar el escándalo.
       —Pensé que la gente murmuraría si iba yo a visitarle a su casa.
       —¿Y para qué deseaba usted verme?
       El anciano miró a mi compañero con tanta desesperación en los fatigados ojos como si su pregunta ya hubiera recibido respuesta.
       —Sí —respondió Holmes, contestando más a la mirada que a las palabras—. Así es. Sé todo lo de McCarthy.
       El anciano hundió el rostro entre las manos.
       —¡Que Dios se apiade de mí! —gritó—. Pero no hubiera permitido que sufriera ningún daño el muchacho. Le doy mi palabra de que yo habría confesado si las cosas se le hubieran puesto feas ante el tribunal.
       —Me alegra oírle decir esto —admitió Holmes con gravedad.
       —Ya habría confesado a no ser por mi querida hija. Se le rompería el corazón… Se le romperá el corazón cuando sepa que me han arrestado.
       —Tal vez no se llegue a esto —dijo Holmes.
       —¿Qué dice?
       —Yo no soy un agente de policía. Entiendo que fue su hija quien requirió mi presencia aquí y actúo en defensa de sus intereses. No obstante, el joven McCarthy debe quedar libre de sospecha.
       —Soy un moribundo —dijo el viejo Turner—. Hace años que padezco diabetes. Mi médico duda que llegue a vivir un mes. Pero preferiría morir bajo mi propio techo que en la cárcel.
       Holmes se levantó y se sentó a la mesa con una pluma en la mano y un fajo de papeles delante.
       —Cuénteme simplemente la verdad —dijo—. Yo anotaré los hechos. Usted lo firmará y Watson puede firmar como testigo. Así, en último extremo, yo podría echar mano de su confesión para salvar al joven McCarthy. Pero le prometo que no la utilizaré a menos que sea absolutamente imprescindible.
       —De acuerdo —dijo el anciano—. Es dudoso que yo viva hasta el juicio, por lo que a mí poco me afecta la cuestión, pero me gustaría evitarle a Alice este golpe. Y ahora voy a contárselo todo. La historia se ha prolongado durante largo tiempo, pero me llevará poco rato contarla.
       »Ustedes no conocían al muerto, el tal McCarthy. Era el mismísimo diablo. Se lo aseguro. Dios os libre de las garras de un hombre como este. Me ha tenido en sus manos los últimos veinte años, y ha arruinado mi vida. Primero les explicaré cómo caí en su poder.
       »Ocurrió en las minas, a principios de los años sesenta. Yo era entonces un muchacho impulsivo y temerario, dispuesto a cualquier cosa. Me rodeé de malas compañías, me di a la bebida, no tuve suerte con mi yacimiento, me lancé al monte, y, en una palabra, me convertí en lo que aquí llamamos un salteador de caminos. Éramos seis, y llevábamos una vida libre y salvaje. De vez en cuando asaltábamos un campamento o interceptábamos las carretas que se dirigían a las excavaciones. Yo me hacía llamar Black Jack de Ballarat, y en la colonia todavía nos recuerdan como la Banda de Ballarat.
       »Un día bajó un cargamento de oro de Ballarat a Melbourne, y nosotros nos emboscamos y lo asaltamos. Lo escoltaban seis hombres y seis éramos nosotros, de modo que la lucha estaba equilibrada, pero nos cargamos cuatro jinetes a la primera descarga. Aun así, tres de los nuestros murieron antes de que nos apoderáramos del botín. Apoyé mi revólver contra la cabeza del conductor del carromato, que era el mismísimo McCarthy. Ojalá le hubiera pegado un tiro allí mismo Pero le perdoné la vida, a pesar de que vi sus perversos ojillos clavados en mi cara como si quisiera grabar en su memoria todas mis facciones. Nos largamos con el oro, convertidos en hombres ricos, y nos vinimos a Inglaterra sin despertar sospechas. Aquí me separé de mis viejos compañeros y decidí emprender una vida tranquila y respetable. Compré esta finca, que en aquel momento estaba en venta, y me propuse hacer algunas buenas obras con mi dinero, para compensar el modo en que lo había conseguido. Me casé y, aunque mi mujer murió joven, me dejó a mi querida pequeña Alice. Incluso cuando era un bebé, su manita parecía conducirme por el buen camino, como nada lo había hecho jamás. En una palabra, giré página y traté de compensar mi pasado. Todo iba bien, hasta que caí en las garras de McCarthy.
       »Yo había ido a Londres por un asunto de negocios, y me lo encontré en Regent Street, vestido de un modo miserable.
       »—Aquí nos tienes, Jack —me dijo, dándome un golpe en el hombro—. Seremos como una familia para ti. Somos dos, yo y mi hijo, y puedes hacerte cargo de nosotros. Si no te parece bien…, en un país tan estupendo y tan amante de la ley como Inglaterra siempre se encuentra un policía al alcance de la mano.
       »De modo que vinieron conmigo al oeste, sin que hubiera forma de deshacerse de ellos, y aquí han vivido desde entonces, ocupando gratis mis mejores tierras. Ya no había para mí reposo, ni paz, ni posibilidad de olvido, porque, fuese donde fuese, me encontraba con su cara astuta y sarcástica. La cosa empeoró al crecer Alice, pues él no tardó en descubrir que me asustaba más que ella conociera mi pasado que la posibilidad de que lo hiciera la policía. Me pedía cuanto se le antojaba, y yo se lo daba sin discutir. Todo, tierras, dinero, casas, hasta que finalmente me pidió algo que no podía darle. Me pidió a Alice.
       »Su hijo, claro, había crecido al mismo tiempo que mi hija, y, como se sabía que yo andaba muy mal de salud, le pareció una gran idea que su retoño se quedara con todas mis propiedades. Pero en este punto me cuadré. No podía consentir que su maldita ralea se mezclara con la mía, y no se trataba de que tuviera nada contra el muchacho, pero llevaba la sangre de su padre y eso bastaba. Me mantuve firme. McCarthy me amenazó. Yo le desafié a que hiciera lo que le viniera en gana. Nos citamos a orillas del estanque, a medio camino entre nuestras casas, para discutir la cuestión.
       »Al llegar le encontré hablando con su hijo. Encendí un cigarro y esperé, oculto tras un árbol, a que se quedara solo. Pero, a medida que oí lo que decía, sentí crecer el odio dentro de mí. Apremiaba a su hijo para que se casara con Alice, con tan poco respeto por lo que ella pudiera opinar como si se tratara de una mujerzuela. Me enloquecía pensar que yo y lo que más amaba estábamos a merced de semejante individuo. ¿No había modo de escapar a esas cadenas? Aunque yo era un hombre moribundo y desesperado, conservaba la mente lúcida y los miembros todavía fuertes. Sabía que mi suerte estaba sellada. Pero ¿mi hija y mi memoria? Ambas estarían a salvo si yo lograba acallar aquella lengua maldita. Lo hice, señor Holmes. Lo haría de nuevo. Por mucho que pecara, he padecido luego toda una vida de martirio para purgar mis culpas. Pero que mi niña cayera en las mismas redes que me habían oprimido a mí era más de lo que podía soportar. Le golpeé sin más remordimientos que si se tratara de una alimaña repugnante y venenosa. Sus gritos hicieron regresar a su hijo, pero, cuando este llegó, yo ya había alcanzado el amparo del bosque. Aunque me vi obligado a volver atrás para recoger el capote que se me había caído en mi huida. Esta es, caballeros, la verdadera historia de lo sucedido.
       —Bien, no me corresponde a mí juzgarle —dijo Holmes, mientras el anciano firmaba la declaración que se había puesto por escrito—. Y ruego al cielo que no nos veamos expuestos jamás a semejante tentación.
       —Eso espero, caballero. ¿Y qué se propone usted hacer?
       —Dado su estado de salud, nada. Sabe perfectamente que pronto tendrá que responder de sus actos ante un tribunal más alto. Conservaré su confesión y, si McCarthy es condenado, me veré obligado a usarla. De no ser así, no la verán jamás ojos humanos, y su secreto, esté usted vivo o muerto, no correrá peligro con nosotros.
       —¡Hasta siempre, pues! —dijo el anciano con acento solemne—. Sus últimos momentos, cuando lleguen, se les harán más llevaderos al pensar en la paz que han brindado a los míos.
       Tambaleándose y estremecida por violentos temblores, la gigantesca figura abandonó la habitación.
       —¡Vaya por Dios! —exclamó Holmes tras un largo silencio—. ¿Por qué gasta el destino semejantes jugarretas a pobres gusanos indefensos? Siempre experimento cierta incomodidad ante casos como este.

       James McCarthy fue absuelto en el juicio, gracias a las múltiples objeciones que Holmes preparó y transmitió al abogado defensor. El viejo Turner vivió siete meses más después de nuestro encuentro, pero ahora ya ha muerto, y todo parece augurar que hijo e hija vivirán juntos y felices, ignorantes del negro nubarrón que envuelve su pasado.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar