Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


El hombre del labio torcido (1891)
(“The Man with the Twisted Lip”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (diciembre 1891);
The Adventures of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1892, 307 págs.)



      Isa Whitney, hermano del difunto Elias Whitney, D. D., rector del Theological College of Saint George’s, era muy adicto al opio. Según tengo entendido, había contraído este hábito en la universidad, a causa de una tonta imprudencia: tras leer la descripción que hace DeQuincey de sus sueños y sensaciones, empapó su tabaco en láudano en un intento de conseguir los mismos efectos. Descubrió, como tantos otros antes que él, que este hábito es más fácil de adquirir que de abandonar, y vivió durante largos años esclavo de la droga, inspirando una mezcla de horror y compasión a sus amigos y familiares. Todavía puedo verlo —con el rostro amarillento y abotargado, los párpados caídos, las pupilas reducidas a una cabeza de alfiler— acurrucado en un sillón, reducido a la ruina de lo que había sido un hombre respetable.
       Una noche —era en junio del 89— sonó la campanilla de la puerta de la calle, a la hora en que uno suele dar el primer bostezo y consultar el reloj. Me incorporé en el sillón, y mi esposa dejó la labor sobre el regazo y esbozó una mueca de disgusto.
       —¡Un paciente! —exclamó—. Vas a tener que salir.
       Solté un gemido de protesta, porque acababa de regresar a casa tras una dura jornada de trabajo.
       Oímos que abrían la puerta, unas frases apresuradas y, después, unos rápidos pasos sobre el linóleo. Se abrió de par en par la puerta de la sala, y una dama, vestida de oscuro y con un velo negro cubriéndole el rostro, irrumpió en la habitación.
       —Perdonen ustedes que venga a estas horas —empezó a decir, y entonces, perdiendo de repente el dominio de sí misma, avanzó corriendo hasta mi esposa, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar sobre su hombro—. ¡Pero estoy en un apuro tan grande! —sollozó—. ¡Necesito tanto que alguien me ayude!
       —¡Pero si es Kate Whitney! —exclamó mi esposa, levantándole el velo—. ¡Qué susto me has dado, Kate! Cuando has entrado no tenía ni idea de quién eras.
       —No sabía qué hacer, y he acudido directamente a ti.
       Siempre ocurría lo mismo. Las personas con problemas acudían a mi esposa como las mariposas nocturnas a la luz.
       —Ha sido muy amable por tu parte venir. Ahora tomarás un poco de vino con agua, te sentarás cómodamente en un sillón y nos contarás lo que te ocurre. ¿O prefieres que mande a James a la cama?
       —¡No, no! También necesito el consejo y la ayuda del doctor. Se trata de Isa. Lleva dos días sin volver a casa. ¡Estoy tan preocupada por él!
       No era la primera vez que nos hablaba del problema de su esposo, a mí como médico, y a mi mujer como vieja amiga y compañera de colegio. La consolamos y animamos lo mejor que pudimos. ¿Sabía dónde estaba su esposo? ¿Era posible que nosotros consiguiéramos hacerle regresar?
       Parecía que sí lo era. Ella sabía con certeza que últimamente, cuando le sobrevenía una ansiedad irresistible por falta de la droga, acudía a un fumadero de opio que había en el extremo este de la City. Hasta entonces, sus orgías no habían durado más de un día, y había regresado a casa, tembloroso y quebrantado, por la noche. Pero esta vez la maldición se prolongaba cuarenta y ocho horas, y su esposo debía yacer allí, entre los peores desechos de los muelles, aspirando el veneno o durmiendo bajo sus efectos. Estaba segura de que le encontrarían en el Lingote de Oro, en Upper Swandam Lane. Pero ¿qué podía hacer ella? ¿Cómo podía una mujer joven y tímida adentrarse en semejante antro y arrancar a su marido del hatajo de rufianes que le rodeaba?
       Esta era la situación, y, desde luego, solo había un modo de resolverla. ¿No podía acompañarla yo hasta aquel lugar? Y en realidad, ¿para qué iba a ir ella? Yo era el médico de cabecera de Isa Whitney y tenía cierto ascendiente sobre él. Me desenvolvería mejor si iba solo. Le di mi palabra de que lo devolvería a casa en un coche de punto antes de dos horas, si estaba realmente en la dirección que me había indicado. Y así, al cabo de diez minutos, yo había abandonado mi butaca y mi acogedora sala de estar, y me apresuraba en un coche hacia el este de la ciudad, dispuesto a cumplir lo que me parecía, en aquellos momentos, una extraña misión, aunque solo el futuro iba a revelarme hasta qué punto era extraña en realidad.
       Pero no encontré grandes dificultades en la primera parte de mi aventura. Upper Swandam Lane es una callejuela miserable, situada detrás de los muelles que flanquean la orilla norte del río, al este de London Bridge. Entre una tienda de ropa usada y un negocio de ginebra, al término de una empinada escalera que conducía hasta una abertura negra como boca de lobo, encontré el antro que buscaba. Ordené al cochero que aguardara, y descendí por los peldaños de la escalera, desgastados en el centro por incesantes pisadas de borrachos. A la luz vacilante de una lamparilla de aceite situada sobre la puerta, vi el picaporte y me introduje en una habitación larga, baja de techo, con la atmósfera cargada del humo pardo del opio, y flanqueada a ambos lados por literas de madera, como el castillo de proa de un barco de emigrantes.
       A través del humo se distinguía a duras penas unos cuerpos que yacían en posturas extrañas e inverosímiles: los hombros hundidos, las rodillas dobladas, las cabezas echadas hacia atrás y las barbillas apuntando hacia arriba, y en algunos puntos un ojo oscuro y sin brillo vuelto hacia el recién llegado. Entre las negras sombras brillaban pequeños círculos de luz rojiza, ora intensos, ora apagados, según se avivara o menguara la combustión del veneno en las cazoletas de las pipas de metal. La mayoría de aquellos hombres permanecían tumbados en silencio, pero algunos murmuraban para sus adentros, y otros hablaban entre sí con voz extraña, baja, monótona, en una conversación que brotaba a ráfagas y se desvanecía de pronto en el silencio, mientras cada uno rezongaba sus propios pensamientos sin prestar apenas atención a las palabras de su vecino. En el extremo más apartado había un braserito de carbón, y a su lado un taburete de madera de tres patas, donde se sentaba un viejo alto y delgado, con la barbilla apoyada en los puños, los codos en las rodillas y la mirada fija en el fuego.
       Cuando entré, se me acercó a toda prisa un malayo de piel cetrina, ofreciéndome una pipa y una dosis de droga e indicándome una litera vacía.
       —Gracias, no he venido a quedarme —le dije—. Hay aquí un amigo mío, el señor Isa Whitney, y quiero hablar con él.
       Hubo un movimiento y una exclamación a mi derecha, y, a través del humo, distinguí a Whitney, pálido, ojeroso, desastrado, con la mirada fija en mí.
       —¡Dios mío! ¡Si es Watson! —dijo. Se encontraba en un estado lamentable y temblaba de la cabeza a los pies—. Oiga, Watson, ¿qué hora es?
       —Casi las once.
       —¿De qué día?
       —Del viernes, 19 de junio.
       —¡Santo cielo! Creí que era miércoles. Es miércoles. ¿Qué se propone usted asustándome?
       Ocultó el rostro entre los brazos y estalló en sollozos.
       —Le digo que es viernes. Su esposa lleva dos días esperándole. ¡Debería avergonzarse de sí mismo!
       —Me avergüenzo de mí mismo, Watson. Pero usted se equivoca, porque solo llevo aquí unas horas, tres pipas, cuatro pipas… He olvidado cuántas. Pero volveré a casa con usted. No quiero asustar a Kate… pobre pequeña Kate. ¡Deme una mano! ¿Ha traído coche?
       —Sí, tengo uno esperando.
       —Pues me iré en él. Pero seguramente debo algo. Averigüe lo que debo, Watson. Estoy hecho unos zorros. No soy capaz de valerme por mí mismo.
       Recorrí el estrecho pasadizo que quedaba entre la doble fila de durmientes, conteniendo el aliento para no aspirar el humo repugnante y estupefaciente de la droga, y busqué al encargado. Al pasar junto al hombre alto que estaba sentado junto al brasero, sentí que me tiraban bruscamente de la chaqueta, y una voz me susurró bajito:
       —Siga andando y después vuélvase para mirarme.
       Las palabras llegaron claramente a mis oídos. Miré hacia abajo. Solo podían proceder del viejo que tenía a mi lado, pero este seguía sentado allí tan absorto como antes, muy flaco, muy arrugado, encorvado por la edad, una pipa de opio entre las rodillas, como si se le hubiera desprendido con total laxitud de entre los dedos. Di dos pasos hacia delante y me volví para mirarle. Necesité todo mi dominio sobre mí mismo para no proferir un grito de asombro. El hombre se había girado de modo que solo yo pudiera verle. Su figura se había robustecido, sus arrugas se habían disipado, sus apagados ojos habían recuperado el fuego que los iluminaba, y allí, sentado junto al braserito y sonriendo ante mi sorpresa, estaba el mismísimo Sherlock Holmes. Me hizo un leve gesto indicándome que me acercara, y al instante, en cuanto volvió el rostro hacia la gente que ocupaba el local, se transformó de nuevo en un viejo decrépito y tembloroso.
       —Holmes —susurré—, ¿qué demonios está haciendo en este antro?
       —Hable lo más bajo posible —replicó—. Tengo un oído excelente. Si tiene usted la enorme amabilidad de desembarazarse de su vicioso amigo, me encantará que sostengamos una breve charla.
       —Tengo un coche en la puerta.
       —Pues, por favor, mande a su amigo a casa. Puede confiar tranquilamente en él, porque está demasiado hecho polvo para cometer ningún disparate. También le aconsejo que envíe, a través del cochero, una nota a su propia esposa, comunicándole que ha decidido unir su suerte a la mía. Si me espera fuera, me reuniré con usted antes de cinco minutos.
       Era muy difícil negarle nada a Sherlock Holmes, porque sus peticiones eran siempre extraordinariamente precisas y las formulaba con calmosa autoridad. Pensé, además, que una vez metido Whitney en el coche, mi misión había concluido, y, por otra parte, nada me apetecía más que asociarme a mi amigo en una de aquellas insólitas aventuras que constituían la norma de su existencia. Me bastaron unos minutos para escribir mi nota, pagar la cuenta de Whitney, meterlo en el coche y ver que se perdía en la oscuridad de la noche. Poco después, una decrépita figura salía del fumadero de opio, y yo caminaba calle abajo con Sherlock Holmes. A lo largo de un par de travesías, avanzó penosamente con la espalda encorvada y el paso inseguro. Después, tras echar una rápida ojeada a su alrededor, se enderezó y prorrumpió en una estruendosa carcajada.
       —Supongo, Watson —dijo—, que piensa usted que he añadido el opio a la cocaína y a todas estas otras debilidades acerca de las cuales tiene la gentileza de suministrarme sus opiniones médicas.
       —Desde luego, me ha sorprendido encontrarlo aquí.
       —No más que a mí encontrarlo a usted.
       —Yo he venido a buscar a un amigo.
       —Y yo a buscar a un enemigo.
       —¿Un enemigo?
       —Sí, uno de mis enemigos naturales, o, si se me permite, una de mis presas naturales. En pocas palabras, Watson, estoy inmerso en una apasionante investigación, y, como ha ocurrido en otras ocasiones, esperaba encontrar alguna pista en las incoherentes divagaciones de esos desdichados. De haber sido reconocido en este antro, mi vida no habría valido un penique, pues ya lo he utilizado más de una vez para mis propósitos, y el infame truhán que lo dirige ha jurado vengarse de mí. Hay una trampilla en la parte posterior del edificio que podría contarnos extrañas historias de lo que ha pasado a través de ella en noches sin luna.
       —¡Cómo! ¿No se referirá usted a cadáveres?
       —Sí, Watson, a cadáveres. Seríamos ricos si nos dieran mil libras por cada pobre diablo que ha encontrado la muerte en este antro. Es la trampa mortal más siniestra de toda la orilla del río, y temo que Neville Saint Clair se ha metido en ella para no volver a salir. Pero nuestro carruaje debería estar aquí.
       Se metió los dos dedos índices entre los dientes y emitió un penetrante silbido; señal que fue respondida por un silbido similar a lo lejos, seguido de inmediato por el traqueteo de unas ruedas y el golpeteo de cascos de caballo.
       —Y ahora, Watson —inquirió Holmes, mientras un cabriolé surgía de las tinieblas, proyectando dos chorros dorados de luz por sus faroles laterales—, ¿se viene usted conmigo?
       —Si puedo serle útil…
       —Oh, un compañero de confianza siempre es útil, y un cronista todavía más. Mi habitación de Los Cedros tiene dos camas.
       —¿Los Cedros?
       —Sí. Es la casa del señor Saint Clair. Me alojo allí mientras llevo a cabo la investigación.
       —¿Y dónde está?
       —Cerca de Lee, en Kent. Nos esperan siete millas de viaje.
       —Pero ignoro por completo de qué se trata.
       —Claro. Pero enseguida lo sabrá todo. ¡Suba aquí! Muy bien, John, no vamos a necesitarle. Aquí tiene media corona. Recójame mañana a las once. ¡Páseme las riendas y hasta entonces!
       Holmes rozó al caballo con el látigo, y nos precipitamos en un sinfín de calles sombrías y desiertas, que se fueron ensanchando gradualmente, hasta que cruzamos a gran velocidad un amplio puente con balaustrada, las turbias aguas del río deslizándose perezosas bajo nosotros. Al otro lado nos esperaba un extenso desierto de ladrillo y cemento, cuyo silencio solo era roto por los pasos enérgicos y acompasados de un policía o por las canciones y griterío de un grupito rezagado de juerguistas. Una densa cortina de nubes derivaba lenta a través del cielo, y una que otra estrella asomaba mortecina entre las rendijas. Holmes conducía en silencio, con la cabeza inclinada sobre el pecho y el aspecto de alguien sumido en sus pensamientos, mientras yo, sentado a su lado, me consumía por saber en qué consistía esta nueva investigación que parecía poner a prueba su ingenio, pero temía interrumpir el curso de sus reflexiones. Habíamos recorrido varias millas y entrábamos en el cinturón de residencias suburbanas, cuando Holmes se enderezó, se encogió de hombros y encendió su pipa, con el aire de un hombre que se ha convencido de estar haciendo lo más conveniente.
       —Posee usted el inapreciable don del silencio, Watson —me dijo—. Y esto le convierte en un compañero fuera de serie. Le aseguro que es importante para mí tener alguien con quien hablar, porque mis pensamientos no son demasiado agradables. Me estaba preguntando qué le diré esta noche a esa pobre mujer, cuando salga a abrirme la puerta.
       —Olvida que yo no sé nada del asunto.
       —Tendré el tiempo justo para contarle los hechos antes de llegar a Lee. Parece un caso ridículamente sencillo, y, sin embargo, no consigo avanzar en la investigación. Hay un montón de cabos sueltos, no cabe duda, pero no logro dar con el extremo de la madeja. Ahora, Watson, le expondré el caso con claridad y concisión, y tal vez usted pueda vislumbrar una chispa de luz donde para mí solo hay oscuridad.
       —Adelante, pues.
       —Hace unos años, exactamente en mayo de 1884, llegó a Lee un caballero llamado Neville Saint Clair, que parecía tener mucho dinero. Adquirió una gran mansión, arregló estupendamente la finca y llevó un alto nivel de vida. Poco a poco hizo amistades en el vecindario, y en 1887 se casó con la hija de un cervecero de la región, con la que ha tenido dos hijos. No desempeñaba ningún trabajo, pero tenía intereses en varias empresas y acudía regularmente todas las mañanas a Londres, para regresar todas las tardes en el tren de las cinco catorce que sale de Cannon Street. El señor Saint Clair tiene ahora treinta y siete años, es hombre de costumbres moderadas, buen marido, padre cariñoso, y muy popular entre cuantos le conocen. Debo añadir que en estos momentos, hasta donde hemos podido investigar, sus deudas ascienden a un total de ochenta y ocho libras con diez chelines, mientras su cuenta en el Capital and Counties Bank arroja un saldo a su favor de doscientas veinte. No hay, por tanto, razón para suponer que sufra problemas económicos.
       »El pasado lunes, el señor Neville Saint Clair vino a Londres antes de lo habitual, comentando antes de salir de su casa que tenía dos gestiones que llevar a cabo y que, a su regreso, traería para su hijo menor un juego de construcciones. Ahora bien, por pura casualidad, la señora Saint Clair recibió un telegrama aquel mismo lunes, poco después de que se marchara su marido, donde le comunicaban que un pequeño envío de valor considerable, que ella estaba esperando, había llegado ya, y que podía recogerlo en la oficina de la Compañía Naviera Aberdeen. Pues bien, si usted conoce su ciudad, sabrá que las oficinas de esta compañía están en Fresno Street, calle que se cruza con Upper Swandam Lane, donde me ha encontrado usted esta noche. La señora Saint Clair almorzó, se fue a Londres, hizo unas compras, pasó por las oficinas de la compañía, recogió su paquete, y exactamente a las cuatro treinta y cinco avanzaba por Swandam Lane camino de la estación. ¿Me sigue?
       —Está muy claro.
       —Tal vez recuerde que el lunes fue un día de muchísimo calor, y la señora Saint Clair caminaba despacio, mirando en todas direcciones con la esperanza de encontrar un coche de punto, porque no le gustaba el barrio en que estaba. Mientras avanzaba de esa guisa a lo largo de Swandam Lane, oyó de pronto una exclamación o un grito, y quedó petrificada al ver a su marido, que la miraba y, según le pareció, le hacía señas desde la ventana de un primer piso. La ventana estaba abierta, y pudo verle distintamente el rostro, que describe como terriblemente inquieto. El señor Saint Clair agitaba frenético las manos hacia ella, y luego desapareció de la ventana tan repentinamente que a su mujer le pareció que una fuerza irresistible había tirado de él hacia atrás. Un detalle curioso que no escapó a la aguda mirada femenina fue que, a pesar de vestir una chaqueta oscura, como la que se había puesto para ir a la ciudad, no llevaba cuello ni corbata.
       »Convencida de que algo malo le ocurría, bajó corriendo los peldaños, ya que se trataba del fumadero de opio donde me ha encontrado usted esta noche, cruzó como una exhalación la sala delantera e intentó subir al primer piso. Pero al pie de la escalera le cortó el paso el canalla del que ya le he hablado, que la empujó hacia atrás y, con la ayuda de un danés que trabaja para él, la echó a la calle. Presa de los temores y dudas más enloquecedores, la mujer corrió pasaje abajo y, por una rara y feliz casualidad, encontró en Fresno Street a varios policías con un inspector, que se dirigían a comisaría. El inspector y otros dos hombres la acompañaron de regreso al fumadero y, pese a la obstinada resistencia del propietario, se abrieron paso hasta la habitación donde el señor Saint Clair había sido visto por última vez. No había ni rastro de él. De hecho, no encontraron a nadie en todo el piso, salvo a un hombre inválido de aspecto repugnante, que al parecer vivía allí. Ambos, el inválido y el canalla, juraron una y otra vez que a lo largo de toda la tarde no hubo nadie más en la habitación que daba a la calle. Tan firme fue su negativa que el inspector concibió dudas, y empezaba a creer que la señora Saint Clair se había confundido, cuando ella, con un grito, se abalanzó sobre una cajita de madera que había sobre la mesa y la destapó. De ella brotaron en cascada las piezas de un juego de construcciones. Era el regalo que su esposo había prometido llevar a casa.
       »Este descubrimiento, y la evidente confusión que mostró el inválido, convencieron al inspector de que se trataba de un asunto grave. Registraron minuciosamente las habitaciones, y todos los resultados parecían apuntar hacia un crimen abominable. La habitación delantera estaba amueblada con sencillez como sala de estar y se comunicaba con un pequeño dormitorio que daba a uno de los muelles. Entre el muelle y la ventana de la habitación hay una estrecha franja de tierra, que queda seca con la marea baja, pero que la marea alta cubre con cuatro pies y medio de agua. La ventana del dormitorio es ancha y se abre por abajo. Al examinarla, encontraron rastros de sangre en el alféizar, y también se veían en el suelo de madera varias gotas dispersas. Tras una cortina de la habitación delantera, encontraron toda la ropa del señor Saint Clair, excepto su abrigo. Sus botas, sus calcetines, su sombrero y su reloj…, todo estaba allí. No había señales de violencia en ninguna de las prendas, y no había ningún otro rastro del señor Saint Clair. Al parecer, tenía que haber abandonado la casa por aquella ventana, pues no encontraron otra salida, y las ominosas manchas de sangre del alféizar permitían alimentar escasas esperanzas de que se hubiera salvado a nado, pues la marea estaba en su punto más alto en el momento de la tragedia.
       »Y ahora hablemos de los canallas que parecen directamente implicados en el asunto. Sabemos que el encargado es un tipo de pésimos antecedentes, pero, como, según el relato de la señora Saint Clair, estaba al pie de la escalera a los pocos segundos de aparecer su marido en la ventana, solo podía haber desempeñado un papel secundario en el crimen. Se defendió alegando total ignorancia e insistió en que no conocía en absoluto las actividades de Hugh Boone, su inquilino, y que no se explicaba de ningún modo la presencia de las ropas del caballero desaparecido.
       »Eso es todo respecto al tipo que regenta el local. Pasemos al siniestro inválido que vive en la primera planta del fumadero de opio y que fue, sin duda, el último ser humano cuyos ojos vieron a Neville Saint Clair. Se llama Hugh Boone, y todos los que frecuentan la City conocen su odioso rostro. Es un mendigo profesional, aunque, para soslayar las ordenanzas policiales, finge ser un humilde vendedor de cerillas. Tal vez haya observado usted que, bajando un poco por Threadneedle Street, hay a mano izquierda un pequeño recoveco en la pared. Allí se sienta todos los días este infeliz con las piernas cruzadas y un pequeño surtido de cerillas en el regazo. Ofrece un espectáculo tan lastimoso que consigue una lluvia de monedas en la mugrienta gorra de cuero que coloca en el suelo a su lado. En más de una ocasión he observado a este individuo, sin tener ni idea de que llegaría a conocerlo por motivos profesionales, y me ha sorprendido la gran cantidad de dinero que recoge en poco tiempo. Su aspecto es tan llamativo que nadie puede pasar a su lado sin reparar en él. Una mata de cabello color naranja, un rostro pálido y desfigurado por una horrible cicatriz que, al contraerse, le deforma el labio superior, una barbilla de bulldog, y unos ojos oscuros y penetrantes, que contrastan de modo singular con el color de su pelo, todo le distingue de la masa vulgar de pedigüeños. Y lo mismo ocurre con su ingenio, pues siempre tiene a punto una réplica adecuada para cualquier puya que le dirijan los transeúntes. Este es el hombre que vive encima del fumadero de opio, la última persona que vio al caballero que busca.
       —¡Pero es un inválido! —dije—. ¿Qué podía haber hecho él solo contra un hombre en la plenitud de la vida?
       —Es un inválido en el sentido de que cojea al andar. Pero en otros aspectos da la impresión de ser un hombre fuerte y bien cuidado. Su experiencia como médico, Watson, le habrá enseñado que la debilidad de un miembro se compensa a menudo con la fortaleza excepcional de los restantes.
       —Por favor, continúe su relato.
       —La señora Saint Clair se había desmayado al ver sangre en la ventana, y la policía la acompañó en coche a su casa, ya que su presencia no podía serles útil en la investigación. El inspector Barton, que está al frente del caso, examinó detenidamente el local, pero no encontró nada que arrojara alguna luz sobre el misterio. Fue un error no detener inmediatamente a Boone, ya que así dispuso de unos minutos para comunicarse con su compinche, el encargado del fumadero, pero pronto se subsanó esta equivocación, y Boone fue arrestado y registrado, sin que encontraran nada que pudiera incriminarle. Había, es cierto, unas manchas de sangre en la manga derecha de su camisa, pero mostró su dedo índice, donde había un corte cerca de la uña, explicó que la sangre procedía de allí y añadió que se había asomado a la ventana poco antes y que las manchas allí detectadas tenían sin duda el mismo origen. Negó obstinadamente haber visto jamás al señor Neville Saint Clair y juró que la presencia de las prendas de vestir en su habitación era algo tan misterioso para él como para la policía. En cuanto a la declaración de la señora Saint Clair, que afirmaba haber visto a su marido asomado a la ventana, alegó que estaría loca o lo habría soñado. Fue trasladado, entre ruidosas protestas, a la comisaría, mientras el inspector se quedaba en la casa, con la esperanza de que la marea baja pudiera aportar alguna nueva pista. Y así fue, aunque lo que encontraron al bajar la marea no fue lo que temían encontrar. Fue la chaqueta de Neville Saint Clair, y no el propio Neville Saint Clair, lo que encontraron en el fango. ¿Y qué cree usted que había en sus bolsillos?
       —No tengo ni idea.
       —No, no creo que pueda adivinarlo. Todos los bolsillos estaban repletos de monedas de penique y de medio penique: cuatrocientos veintiún peniques y doscientos setenta medios peniques. No es de extrañar que la marea no hubiera arrastrado la prenda. Pero un cuerpo humano es diferente. Hay una fuerte resaca entre el muelle y la casa. Parece más que probable que la chaqueta, con tanto peso, quedara allí, mientras el cuerpo desnudo era arrastrado hacia el río.
       —Pero he entendido que el resto de ropa se encontró en la habitación. ¿Acaso el difunto llevaba solo la chaqueta?
       —No, señor, pero los hechos pueden explicarse a la perfección. Supongamos que el tal Boone ha tirado, sin que nadie le haya visto, a Neville Saint Clair por la ventana. ¿Qué hará a continuación? Por supuesto, pensará al instante en librarse de las ropas acusadoras. Cogerá la chaqueta, y estará a punto de tirarla cuando se le ocurrirá que puede flotar en lugar de hundirse. Tiene poco tiempo, porque ha oído el alboroto que se ha formado al pie de la escalera cuando la esposa ha intentado subir, y quizá su compinche le haya advertido que se acerca la policía. No hay instante que perder. Se precipita hacia un escondrijo secreto, donde ha ido acumulando los frutos de su mendicidad, y mete en los bolsillos de la chaqueta, para estar seguro de que se hunda, todas las monedas que puede. Después la tira, y hubiera hecho lo mismo con las demás prendas de no haber oído pasos apresurados en la planta baja. Le resta el tiempo justo para cerrar la ventana antes de que aparezca la policía.
       —Sí, parece verosímil.
       —Pues bien, a falta de algo mejor, lo tomaremos como hipótesis de trabajo. Ya le he dicho que arrestaron a Boone y lo llevaron a comisaría, pero no se pudo encontrar ninguna acusación anterior contra él. Se sabía desde hacía años que era un mendigo profesional, pero llevaba, al parecer, una vida tranquila e inocente. Esta es la situación en el momento actual y, en cuanto a las cuestiones por resolver, como qué hacía Neville Saint Clair en el fumadero de opio, qué le ocurrió allí, dónde está ahora y qué tiene que ver Hugh Boone con su desaparición, todas están tan lejos de resolverse como al principio. Confieso que no recuerdo, a pesar de mi larga experiencia, un caso que a primera vista pareciera tan sencillo y que presentara, no obstante, tantas dificultades.
       Mientras Sherlock Holmes explicaba en detalle esta singular serie de acontecimientos, nuestro carruaje avanzaba a gran velocidad por las afueras de Londres, hasta que dejamos atrás las últimas casas aisladas y avanzamos, traqueteando, con un seto rural a cada lado. Justo cuando terminaba su relato, atravesamos dos pueblos de casas dispersas, donde aún brillaban algunas luces en las ventanas.
       —Estamos a las afueras de Lee —dijo mi compañero—. En este breve trayecto hemos pasado por tres condados ingleses, empezando en Middlesex, pasando por un extremo de Surrey y terminando en Kent. ¿Ve aquella luz entre los árboles? Es Los Cedros, y junto a aquella lámpara se sienta una mujer cuyo oído angustiado ha percibido ya, no tengo ninguna duda al respecto, los cascos de nuestro caballo.
       —Pero ¿por qué no lleva usted el caso desde Baker Street? —pregunté.
       —Porque hay muchas investigaciones que deben llevarse a cabo aquí. La señora Saint Clair ha tenido la amabilidad de poner dos habitaciones a mi disposición, y puede tener usted la seguridad de que estará encantada de acoger a mi amigo y colega. Detesto tener que verla, Watson, sin poder darle ninguna noticia de su esposo. Ya hemos llegado. ¡So, caballo, so!
       Nos habíamos detenido ante una gran mansión. Un mozo de establo se apresuró a hacerse cargo del caballo. Yo descendí del coche y seguí a Holmes por un estrecho y serpenteante sendero de grava hasta la casa. Al aproximarnos, se abrió la puerta y apareció una mujercita rubia en el umbral. Llevaba un vestido de muselina de seda, con adornos de encaje rosa en el cuello y en los puños. Permaneció inmóvil, con su figura recortada contra el haz de luz, una mano apoyada en la puerta y la otra alzada en un gesto de ansiedad, el cuerpo ligeramente inclinado, la cabeza hacia delante, y en el rostro unos ojos impacientes y unos labios entreabiertos. Era toda ella un interrogante.
       —¿Y bien? —gritó—. ¿Y bien?
       Y entonces, al ver que éramos dos, lanzó un grito de esperanza, que se transformó en un gemido al ver que mi compañero movía negativamente la cabeza y se encogía de hombros.
       —¿No hay buenas noticias?
       —No hay ninguna noticia.
       —¿Tampoco mala?
       —No.
       —Gracias a Dios. Pero entren, por favor. Estará usted cansado después de un día tan largo.
       —Le presento a mi amigo el doctor Watson. Me ha sido enormemente útil en varios de mis casos, y una feliz coincidencia me ha permitido traerlo aquí y asociarlo a esta investigación.
       —Encantada de conocerle —dijo ella, estrechando afectuosamente mi mano—. Sé que disculpará todas las deficiencias que encuentre en la casa, teniendo en cuenta el golpe que ha caído de repente sobre nosotros.
       —Querida señora —le dije—, soy un viejo soldado y, aunque no lo fuese, le aseguro que huelgan las disculpas. Me sentiré muy dichoso si puedo prestarles alguna ayuda a usted o a mi amigo.
       —Ahora, señor Sherlock Holmes —dijo la señora, cuando entramos en un comedor bien iluminado, en cuya mesa habían dispuesto una cena fría—, me gustaría hacerle unas preguntas con toda franqueza y le ruego me responda con igual franqueza.
       —Desde luego, señora.
       —No se preocupe por mis sentimientos. No soy ninguna histérica ni una mujer propensa a los desmayos. Quiero conocer, simplemente, su auténtica opinión.
       —¿Sobre qué punto?
       —En el fondo de su corazón, ¿cree usted que Neville está vivo?
       Sherlock Holmes pareció sentirse incómodo ante la pregunta.
       —¡Con total franqueza! —insistió ella, de pie sobre la alfombra y mirándole fijamente, mientras él se retrepaba en un sillón de mimbre.
       —Pues, francamente, señora, no lo creo.
       —¿Cree usted que ha muerto?
       —Sí.
       —¿Asesinado?
       —No puedo asegurarlo. Quizá.
       —¿Y qué día murió?
       —El lunes.
       —Entonces, señor Holmes, tal vez tenga usted la bondad de explicarme cómo he recibido hoy una carta de él.
       Sherlock Holmes se levantó de un salto, como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
       —¿Qué? —rugió.
       —Sí, hoy mismo —dijo ella, sonriendo y sosteniendo en alto una hojita de papel.
       —¿Puedo verla?
       —Desde luego.
       Holmes le arrebató el papel, lo alisó sobre la mesa, acercó una lámpara y lo examinó con atención. Yo me había levantado y miraba por encima de su hombro. El sobre era muy ordinario, y traía matasellos de Gravesend y la fecha de aquel mismo día o, mejor dicho, del día anterior, pues ya habíamos rebasado con mucho la medianoche.
       —¡Qué mal escrito! —murmuró Holmes—. No creo que esta sea la letra de su marido.
       —No, pero sí lo es la de la carta.
       —Observo también que la persona que escribió el sobre tuvo que preguntar la dirección.
       —¿Cómo puede saber esto?
       —Como ve, el nombre está en tinta perfectamente negra, que se ha secado sola. El resto tiene ese color grisáceo que revela el uso del secante. Si lo hubiera escrito todo seguido y lo hubiera secado a la vez, no habría ninguna letra tan negra. Esta persona ha escrito el nombre y después ha hecho una pausa antes de escribir la dirección, lo cual solo puede significar que no le resultaba familiar. Por supuesto, se trata de un detalle insignificante, pero no hay nada tan importante como los detalles insignificantes. Veamos ahora la carta. ¡Ajá! ¡Aquí había algo más!
       —Sí, había un anillo. El anillo con su sello.
       —¿Está segura de que es la letra de su marido?
       —Una de sus letras.
       —¿Una?
       —La letra de cuando escribe con prisa. Es muy diferente de su letra habitual. Sin embargo, la conozco bien.
       —«Cariño, no te asustes. Todo saldrá bien. Se ha cometido un terrible error y tal vez lleve algún tiempo rectificarlo. Ten paciencia. Neville» —leyó Holmes, y a continuación dijo—: Escrita a lápiz en la guarda de un libro, formato octavo, sin filigrana. Echada al correo hoy en Gravesend por un hombre con el pulgar sucio. ¡Ajá! Y la solapa la ha pegado, si no me equivoco, alguien que había estado mascando tabaco. ¿Y no tiene usted la menor duda, señora, de que es la letra de su esposo?
       —Ninguna. Eso lo ha escrito Neville.
       —Y lo han echado al correo hoy en Gravesend. Bien, señora Saint Clair, las nubes se disipan, aunque yo no me aventuraría a decir que ha pasado el peligro.
       —Pero él tiene que estar vivo, señor Holmes.
       —A menos que esto sea una hábil falsificación para ponernos en una pista falsa. Al fin y al cabo, el anillo no demuestra nada. Se lo pueden haber quitado.
       —¡No, no! ¡Es, sin duda, su escritura!
       —Está bien. Pero pudo haber sido escrita el lunes y no haber sido echada al correo hasta hoy.
       —Esto es posible.
       —En tal caso, pueden haber ocurrido muchas cosas entretanto.
       —Oh, no me desanime, señor Holmes. Sé que él está bien. Existe entre nosotros una comunicación tan intensa que, de haberle ocurrido algo malo, yo lo sabría. El mismo día que le vi por última vez se hizo un corte estando en el dormitorio, y yo, que me encontraba en el comedor, subí corriendo al instante, con la absoluta certeza de que le había ocurrido algo. ¿Cree usted que puedo reaccionar así ante una insignificancia e ignorar ahora que él ha muerto?
       —He visto demasiadas cosas para no saber que la impresión de una mujer puede ser más valiosa que la conclusión de un razonador analítico. Y en esta nota tiene usted, desde luego, una prueba palpable que corrobora su punto de vista. Pero, si su marido está vivo y puede escribir cartas, ¿por qué se mantiene alejado de usted?
       —No puedo imaginarlo. Es impensable.
       —¿No comentó nada el lunes antes de separarse de usted?
       —No.
       —¿Y no le sorprendió verlo en Swandam Lane?
       —Muchísimo.
       —¿Estaba abierta la ventana?
       —Sí.
       —Entonces él pudo haberla llamado.
       —Sí pudo.
       —Pero, según tengo entendido, solo profirió un grito inarticulado.
       —Sí.
       —¿Y usted pensó que era una llamada de socorro?
       —Sí. Él agitaba las manos.
       —Pero pudo tratarse de un grito de sorpresa. ¿No cree que la inesperada aparición de usted pudo llevarle a levantar las manos?
       —Es posible.
       —¿Y a usted le pareció que tiraban de él hacia atrás?
       —Desapareció tan súbitamente…
       —Pero pudo haber saltado él hacia atrás. Usted no vio a nadie más en la habitación.
       —No, pero aquel hombre horrible confesó haber estado allí, y el encargado se encontraba al pie de la escalera.
       —En efecto —dijo Holmes—. Su marido, por lo que usted pudo ver, ¿llevaba puesta la ropa de costumbre?
       —Pero sin cuello ni corbata. Vi perfectamente que llevaba la garganta desnuda.
       —¿Había hablado él alguna vez de Swandam Lane?
       —Nunca.
       —¿Había mostrado en alguna ocasión indicios de haber fumado opio?
       —Nunca.
       —Gracias, señora Saint Clair. Estos son los principales detalles que quería tener absolutamente claros. Ahora cenaremos un poco y nos retiraremos, porque es posible que mañana tengamos un día muy ajetreado.
       Habían dispuesto para nosotros una habitación amplia y confortable con dos camas y no tardé en meterme entre las sábanas, pues las aventuras de la noche anterior me habían fatigado. Pero Sherlock Holmes era un hombre que cuando tenía en la cabeza un problema por resolver podía pasar días, e incluso toda una semana, sin descansar, dándole vueltas, reordenando los hechos, considerándolos desde todos los puntos de vista posibles, hasta que lograba resolver el misterio o se convencía de que los datos eran insuficientes. Pronto fue evidente que se disponía a pasar la noche en vela. Se quitó la chaqueta y el chaleco, se puso un amplio batín azul y recorrió la habitación, recogiendo almohadas y cojines del sofá y las butacas. Con ello se construyó una especie de diván oriental, en el que se instaló con las piernas cruzadas y con una onza de tabaco y una caja de cerillas delante de él. A la luz mortecina de la lámpara, yo lo veía sentado allí, una vieja pipa de brezo entre los labios, la mirada ausente, los ojos fijos en un ángulo del techo, mientras exhalaba un humo azulado que ascendía en volutas, y la luz se posaba en sus enérgicas y aguileñas facciones. Así estaba cuando yo quedé dormido, y así continuaba cuando me despertó con una súbita exclamación y vi que la luz del sol brillaba en el cuarto. La pipa seguía entre sus labios, el humo seguía elevándose en volutas, y una densa neblina de tabaco inundaba el ambiente, pero no quedaba rastro del tabaco que yo había visto la noche anterior.
       —¿Está despierto, Watson? —me preguntó.
       —Sí.
       —¿Dispuesto para una expedición matutina?
       —Desde luego.
       —Pues vístase. Todavía no se ha levantado nadie, pero sé dónde duerme el mozo de establo y pronto tendremos dispuesto el coche.
       Al hablar, se reía para sus adentros, le centelleaban los ojos y parecía un hombre distinto al sombrío pensador de la noche anterior.
       Mientras me vestía le eché un vistazo al reloj. No era extraño que nadie se hubiera levantado aún. Eran las cuatro y veinticinco. Apenas había terminado, cuando Holmes regresó para anunciar que el mozo estaba enganchando el caballo.
       —Quiero poner a prueba una pequeña hipótesis mía —dijo al ponerse las botas—. Creo, Watson, que tiene usted delante a uno de los tontos más rematados de Europa. Merezco que me lleven a patadas de aquí a Charing Cross. Pero me parece que ahora ya tengo la llave del misterio.
       —¿Y dónde la ha encontrado? —pregunté sonriendo.
       —En el cuarto de baño —respondió—. No, no bromeo —prosiguió ante mi gesto de incredulidad—. Acabo de estar allí, la he cogido y la tengo dentro de este maletín. En marcha, amigo mío, y veremos si encaja o no en la cerradura.
       Bajamos lo más aprisa posible y salimos al resplandeciente sol de la mañana. El coche y el caballo ya estaban allí, con el mozo de establo a medio vestir esperando al lado. Subimos los dos al carruaje y tomamos la carretera de Londres. Transitaban por ella algunos carros cargados de verduras camino de la capital, pero las hileras de casas que la flanqueaban estaban tan silenciosas e inertes como en un sueño.
       —En algunos aspectos ha sido un caso curioso —dijo Holmes, poniendo el caballo al galope—. Confieso que he estado más ciego que un topo, pero mejor descubrir algo tarde que no descubrirlo nunca.
       En Londres, los más madrugadores empezaban apenas a asomarse soñolientos a las ventanas cuando nosotros nos adentramos en las calles de Surrey. Bajamos por Waterloo Bridge Road, cruzamos el río, subimos a gran velocidad por Wellington Street, torcimos bruscamente a la derecha y nos encontramos en Bow Street. Sherlock Holmes era bien conocido por la policía, y los dos agentes que estaban en la puerta de la comisaría le saludaron. Uno sujetó las riendas del caballo y el otro nos hizo pasar.
       —¿Quién está de servicio? —preguntó Holmes.
       —El inspector Bradstreet, señor.
       —Ah, Bradstreet, ¿cómo está usted? —Un hombre alto y corpulento, con gorra de plato y guerrera con alamares acababa de surgir por el pasillo—. Me gustaría hablar un momento con usted, Bradstreet.
       —No faltaría más, señor Holmes. Pasen a mi despacho.
       Era una habitación pequeña, con un gran libro sobre la mesa y un teléfono en la pared. El inspector se sentó ante su escritorio.
       —¿Qué puedo hacer por usted, señor Holmes?
       —Se trata de ese mendigo llamado Boone, al que se acusa de estar implicado en la desaparición del señor Neville Saint Clair, de Lee.
       —Sí. Está arrestado mientras se llevan a cabo las investigaciones.
       —Eso me han dicho. ¿Lo tienen aquí?
       —En las celdas.
       —¿Está tranquilo?
       —No ha causado problemas, pero es el tipo más guarro que he conocido.
       —¿Guarro?
       —Sí, lo máximo que hemos conseguido es que se lave las manos, y tiene la cara tan negra como un carbonero. En fin, cuando le hayan juzgado, tendrá que darse el baño reglamentario en la cárcel, y, si usted lo viera, estaría de acuerdo en que lo necesita de verdad.
       —Me gustaría muchísimo verle.
       —¿De veras? Nada más fácil. Vengan por aquí. Puede dejar el maletín.
       —No, prefiero llevarlo conmigo.
       —Como quiera. Síganme, por favor.
       Nos guió a lo largo de un pasadizo, abrió una puerta cerrada con una barra, bajamos por una escalera de caracol y llegamos a un corredor encalado con una hilera de puertas a cada lado.
       —La de Boone es la tercera a la derecha —dijo el inspector—. ¡Esta!
       Abrió sin hacer ruido un ventanuco que había en la parte superior de la puerta y atisbó el interior.
       —Está durmiendo —dijo—. Podrán observarlo con tranquilidad.
       Holmes y yo aplicamos los ojos a la rejilla que cubría el ventanuco. El preso yacía con el rostro vuelto hacia nosotros, sumido en un sueño muy profundo, respirando lenta y ruidosamente. Era un hombre de estatura mediana, vestido astrosamente, como correspondía a su oficio, con una camisa de color indefinido que asomaba por los rotos de su andrajosa chaqueta. Tal como había dicho el inspector, estaba extremadamente sucio, pero la mugre que cubría su rostro no lograba ocultar su repulsiva fealdad. El ancho costurón de una vieja cicatriz le cruzaba el rostro desde un ojo hasta la barbilla, y al contraerse había tirado del labio superior dejando al descubierto, en una perpetua mueca, tres dientes. Una mata de cabello rojo le cubría parte de los ojos y la frente.
       —Una belleza, ¿no les parece? —comentó el inspector.
       —Desde luego necesita un lavado —manifestó Holmes—. Se me ocurrió que podría necesitarlo y me he tomado la libertad de traer los utensilios necesarios.
       Mientras hablaba, abrió el maletín y, ante mi asombro, sacó una enorme esponja de baño.
       —¡Ja! ¡Qué ocurrencias tiene usted, Holmes! —rió el inspector.
       —Y ahora, si me hace el inmenso favor de abrir esta puerta con el mayor sigilo, no tardaremos en darle a este hombre un aspecto mucho más presentable.
       —Claro, ¿por qué no? —dijo el inspector—. Tal como está es un descrédito para los calabozos de Bow Street, ¿no les parece?
       Introdujo la llave en la cerradura y entramos cautelosamente en la celda. El hombre dormido se dio media vuelta y se sumió de nuevo en un profundo sopor. Holmes se inclinó hacia el jarro de agua, mojó su esponja y frotó con ella dos veces enérgicamente la cara del preso.
       —Permitan que les presente al señor Neville Saint Clair, de Lee, condado de Kent —exclamó.
       Jamás en mi vida he presenciado nada semejante. La piel del rostro de aquel hombre se desprendió bajo la esponja como la corteza de un árbol. ¡Desapareció su repugnante color pardusco! ¡Desapareció también la horrible cicatriz que lo cruzaba, y desapareció el labio retorcido que formaba la horrible mueca! Los desgreñados pelos rojos se desprendieron de un tirón, y apareció ante nosotros, sentado en el camastro, un hombre pálido, de expresión triste y aspecto refinado, pelo negro y piel suave, que se frotaba los ojos y miraba a su alrededor con somnoliento asombro. De pronto, al darse cuenta de que le habían descubierto, lanzó un grito y se desplomó en la cama, con el rostro hundido en la almohada.
       —¡Cielo santo! —exclamó el inspector—. Pero ¡si es el desaparecido! ¡Le reconozco por las fotografías!
       El preso se volvió hacia nosotros con el aire apagado de un hombre que se abandona a su destino.
       —De acuerdo —dijo—. Y ahora díganme por favor de qué se me acusa.
       —De la desaparición del señor Neville… ¡Vamos, no se le puede acusar de eso, a menos que se presente como un intento de suicidio! —dijo el inspector, con una sonrisa—. Llevo veintisiete años en el cuerpo y he visto muchas cosas extrañas, pero esta se lleva la palma.
       —Si soy el señor Neville Saint Clair, es obvio que no se ha cometido ningún crimen, y, por lo tanto, mi detención es ilegal.
       —No se ha cometido ningún crimen, pero sí un gran error —observó Holmes—. Hubiera obrado usted mucho mejor confiando en su esposa.
       —No se trataba de mi esposa, era por los niños —gimió el preso—. ¡Por el amor de Dios, no quería que se avergonzaran de su padre! ¡Dios mío, qué vergüenza! ¿Qué voy a hacer?
       Sherlock Holmes se sentó a su lado en la litera y le dio unas palmaditas en el hombro.
       —Si deja usted que el caso llegue a los tribunales —dijo—, es obvio que no podrá evitar la publicidad, pero, en cambio, si convence a las autoridades policiales de que no hay motivo para proceder contra usted, no veo razón para que los detalles de lo ocurrido lleguen a los periódicos. Estoy seguro de que el inspector Bradstreet tomará nota de cuanto quiera usted declarar y lo someterá a las autoridades competentes. Y de ese modo el asunto no tiene por qué llegar a los tribunales.
       —¡Que Dios le bendiga! —exclamó el preso con fervor—. Hubiera soportado la cárcel e incluso la ejecución, antes que permitir que mi miserable secreto cayera como un baldón sobre mis hijos.
       »Son ustedes los primeros que oyen mi historia. Mi padre era maestro de escuela en Chesterfield, donde recibí una excelente educación. En mi juventud viajé por el mundo, trabajé en el teatro y finalmente me hice reportero de un periódico vespertino de Londres. Un día, el director quiso publicar una serie de artículos sobre la mendicidad ciudadana, y yo me ofrecí voluntariamente a hacerlos. A partir de ahí comenzaron mis aventuras. La única manera de obtener datos para mis artículos era actuar de mendigo. Cuando trabajé como actor había aprendido, claro está, todos los secretos del oficio, y tenía fama en los camerinos por mi habilidad en el maquillaje. Decidí sacar partido de mis conocimientos. Me pinté la cara; para ofrecer un aspecto lo más penoso posible tracé una buena cicatriz y me torcí un lado del labio con ayuda de un esparadrapo color carne. Después, con una peluca roja y ropa adecuada, ocupé mi puesto en la zona más concurrida de la City, fingiendo vender cerillas, pero en realidad pidiendo limosna. Desempeñé mi papel durante siete horas, y al regresar a casa por la noche descubrí, con asombro, que había reunido nada menos que veintiséis chelines y cuatro peniques.
       »Escribí mis artículos y no volví a pensar en el asunto hasta que, tiempo después, avalé una letra de un amigo y me encontré con un mandato judicial para que pagara veinticinco libras. No sabía cómo demonios reunir el dinero, pero de repente se me ocurrió una idea. Solicité al acreedor una prórroga de quince días, pedí vacaciones a mis jefes, y me dediqué a pedir, disfrazado, limosna en la City. En diez días había reunido la suma requerida y pagado la deuda.
       »Bien, ya pueden imaginar lo difícil que resultaba someterse de nuevo a un duro trabajo por dos libras a la semana sabiendo que podría ganar esa cantidad en un solo día pintándome la cara, dejando la gorra en el suelo y esperando sentado. Se libró una larga lucha entre el orgullo y el dinero, pero al final ganó el dinero. Abandoné el periodismo y acudí, un día tras otro, al mismo rincón, inspirando lástima con mi horrible rostro y llenándome los bolsillos de monedas. Solo había un hombre que supiera mi secreto. Era el encargado de un tugurio de Swandam Lane, donde yo había alquilado una habitación, de la que salía todas las mañanas como un mendigo mugriento y todas las tardes transformado en un elegante caballero. Este individuo, un antiguo marinero, recibía de mí una espléndida paga por una habitación, y yo sabía que mi secreto estaba a salvo en sus manos.
       »Pronto constaté que estaba reuniendo sumas considerables de dinero. No pretendo decir que cualquier mendigo que deambule por las calles de Londres pueda ganar setecientas libras al año, que es menos que el promedio de lo que yo ganaba, pero yo contaba con excepcionales ventajas: mi habilidad para maquillarme y mi facilidad para dar réplicas ingeniosas a los comentarios de la gente, que mejoró con la práctica y me convirtió en una figura popular en la City. Todos los días caía sobre mí un torrente de peniques, con alguna moneda de plata intercalada, y malo era el día que no llegaba a las dos libras.
       »A medida que me enriquecía, me fui volviendo más ambicioso. Compré una casa en el campo y me casé, sin que nadie llegara a sospechar mi verdadera ocupación. Mi querida esposa sabía que yo tenía negocios en la City, pero no imaginaba en qué consistían.
       »El lunes pasado, había terminado mi jornada y me estaba vistiendo en mi habitación, sobre el fumadero de opio, cuando me asomé a la ventana y vi con gran sorpresa y consternación que mi esposa estaba en la calle con los ojos clavados en mí. Lancé un grito de asombro, levanté los brazos para ocultar la cara y corrí en busca de mi confidente, el encargado del local, para rogarle que no permitiera subir a nadie que quisiera verme. Oí la voz de mi mujer en la planta baja, pero sabía que no la dejarían subir. Me quité rápidamente la ropa, me puse la del mendigo, me apliqué el maquillaje y me cubrí con la peluca. Ni siquiera los ojos de una esposa podrían reconocerme tras un disfraz tan perfecto. Se me ocurrió, sin embargo, que tal vez registraran la habitación y que las ropas podían delatarme. Abrí la ventana, con tal violencia que se me abrió un cortecito que me había hecho aquella mañana en el cuarto de baño. Cogí la chaqueta, cuyos bolsillos había llenado con todas las monedas de la bolsa de cuero donde guardaba mis ganancias. La tiré por la ventana, y desapareció en las aguas del Támesis. Hubiera hecho lo mismo con las demás prendas, pero en aquel preciso instante oí las presurosas pisadas de la policía por la escalera, y a los pocos instantes descubrí, confieso que con gran alivio, que en lugar de identificarme como el señor Neville Saint Clair me arrestaban por su asesinato.
       »Creo que no queda nada por decir. Estaba decidido a mantener mi disfraz todo el tiempo posible, y de ahí mi resistencia a lavarme la cara, pero, como sabía que mi esposa debía estar terriblemente preocupada, me quité el anillo y se lo di al encargado del tugurio, aprovechando el momento en que ningún policía me vigilaba, junto a una notita apresurada en la que le decía que no había nada que temer.
       —La nota no le llegó hasta ayer —dijo Holmes.
       —¡Dios mío! ¡Qué semana habrá pasado!
       —La policía ha estado vigilando al encargado del tugurio —explicó el inspector Bradstreet—. No me extraña que le resultara difícil echar una carta al correo sin que le vieran. Probablemente se la pasó a otro marinero amigo suyo, que olvidó el encargo varios días.
       —Eso debió de ocurrir, sin duda —asintió Holmes—. Pero a usted, Saint Cair, ¿no lo han detenido nunca por mendicidad?
       —Muchas veces, pero ¿qué significaba una multa para mí?
       —Sin embargo, esto tiene que terminar —le advirtió Bradstreet—. Si quiere que la policía eche tierra al asunto, Hugh Boone debe dejar de existir.
       —Lo he jurado con el más solemne de los juramentos que puede hacer un hombre.
       —En tal caso, creo probable que el asunto no siga adelante. Pero si volvemos a encontrarle mendigando, todo saldrá a la luz. Tengo conciencia, señor Holmes, de que estamos en deuda con usted por haber aclarado este caso. Me gustaría saber cómo lo ha conseguido.
       —Lo conseguí —respondió mi amigo— sentándome sobre cinco almohadones y fumándome una onza de tabaco. Creo, Watson, que si un coche nos lleva a Baker Street, llegaremos justo a tiempo para el desayuno.



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