Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)
La aventura de la melena de león (1926)
(“The Adventure of the Lion's Mane”)
Originalmente publicado en la revista Liberty, Estados Unidos (27 de noviembre de 1926);
re-impreso en in The Strand Magazine, Inglaterra (diciembre 1926);
The Case-Book of Sherlock Holmes
(Londres: John Murray, 1927, 320 págs.)
Resulta de lo más peculiar que un problema que fue, desde luego, tan complejo e insólito como cualquiera a los que me había enfrentado a lo largo de mi carrera profesional viniera a mí después de haberme jubilado y que se me presentara, por así decirlo, en mi misma puerta. Sucedió después de mi retiro a mi casita de Sussex, cuando ya me había entregado en cuerpo y alma a esa sosegada vida en el campo por la que tantas veces había suspirado durante los largos años perdidos en las penumbras de Londres. En ese período de mi vida no sabía casi nada del bueno de Watson. Como mucho, venía a verme de visita algún fin de semana que otro. Así que debo ejercer como mi propio cronista. ¡Ay! Pero si hubiese estado conmigo, ¡lo que habría podido hacer con un suceso tan asombroso y mi triunfo final sobre todas las dificultades! Sin embargo, así están las cosas y no me queda más remedio que contar mi relato a mi humilde manera, mostrando con mis propias palabras cada paso por el penoso camino que se extendió ante mí al investigar el misterio de la melena de león.
Mi casa de campo se encuentra en la ladera sur de la región de Downs y posee una gran vista del Canal. En ese punto, los acantilados de piedra caliza imperan en la costa y solo se puede bajar por ellos por un único sendero largo y tortuoso que resulta empinado y resbaladizo al hacerlo. Al final del sendero hay unos cien metros de guijarros y grava, incluso cuando la marea está alta. Hay, sin embargo, aquí y allá desniveles y oquedades donde se forman unas pozas estupendas que se renuevan con cada marea. Esta maravillosa playa se extiende unos kilómetros a un lado y a otro, excepto en el único punto donde la bahía y pueblo de Fulworth interrumpe su trazado.
Mi casa es solitaria. Mi antigua ama de llaves, mis abejas y yo disponemos de su finca para nosotros solos. No obstante, a unos ochocientos metros más allá se encuentra el célebre centro de enseñanza de Harold Stackhurst, Los Gables, un edificio bastante grande que alberga a una veintena de jóvenes para prepararlos en diversas ocupaciones y a una plantilla de varios profesores. En su día, el propio Stackhurst fue un célebre campeón de remo y un alumno excelente en todos los sentidos. Desde el día en que llegué a la costa, nos tratamos siempre como amigos, y era la única persona con quien me llevaba tan bien como para presentarnos el uno en casa del otro por la tarde sin necesidad de avisar.
A finales de julio de 1907, se produjo un vendaval muy fuerte, con un viento que subía por el Canal, que acumulaba las aguas contra los acantilados y que nos dejó una laguna al cambiar la marea. El viento había amainado ya en la mañana de la que hablo y el campo estaba fresco y renovado. Parecía imposible trabajar con un día tan fantástico y me fui a dar un paseo antes de desayunar para disfrutar de ese delicioso aire. Fui caminando por el sendero del acantilado que lleva a la empinada bajada a la playa. Cuando así lo hacía, oí un grito detrás de mí y allí tenía a Harold Stackhurst moviendo la mano alegremente en señal de saludo.
—¡Menuda mañana hace, señor Holmes! Me imaginaba que le vería paseando.
—A darse un baño, por lo que veo.
—Otra vez con sus viejos trucos —dijo riendo mientras daba unas palmadas a su abultado bolsillo—. Sí. McPherson ha salido a primera hora y esperaba encontrármelo abajo.
Fitzroy McPherson era el profesor de ciencias, un tipo joven y distinguido, cuya vida se había torcido por una afección cardíaca resultante de una fiebre reumática. Sin embargo, era por naturaleza un atleta y destacaba en cada deporte que no exigía demasiado esfuerzo por su parte. Ya fuera verano o invierno, solía darse un chapuzón y, como yo también nadaba, me unía a él muchas veces.
En ese momento lo vimos. Su cabeza asomó por el borde del acantilado donde termina el sendero. Entonces, apareció de cuerpo entero en lo alto de este, tambaleándose como un borracho. Enseguida levantó los brazos y, con un grito terrible, se cayó de bruces. Stackhurst y yo echamos a correr —puede que hubiera unos cincuenta metros— y le dimos la vuelta. Era obvio que estaba muriéndose. Esos ojos vidriosos y hundidos y las mejillas espantosamente pálidas no podían significar otra cosa. En su rostro observamos, por un momento, un atisbo de vida y llegó a articular tres o cuatro palabras en un ansioso tono de advertencia. Fueron unos balbuceos ininteligibles, pero las últimas, que brotaron de sus labios con un chillido, me parecieron «la melena de león». Eran absolutamente irrelevantes e incomprensibles, pero, a pesar de ello, no logré darle otro significado a esos ruidos. Entonces se incorporó a medias del suelo, alzó los brazos hacia arriba y se cayó hacia delante sobre su costado. Había muerto.
Mi acompañante estaba petrificado ante aquel horror repentino, pero yo, como es fácil suponer, tenía todos los sentidos en alerta. Y me hacían falta, porque enseguida fue evidente que nos hallábamos en presencia de un caso extraordinario. Aquel hombre no llevaba más que un abrigo Burberry, unos pantalones, y un par de alpargatas con los cordones sueltos. Al caer, el Burberry, que no se lo había puesto más que por encima, se le había escurrido de los hombros, dejando el torso al descubierto. Nos quedamos mirándolo asombrados. Tenía la espalda cubierta por oscuras líneas rojas, como si le hubiesen azotado terriblemente con un fino látigo de alambre. El instrumento con el que se había infligido ese castigo era flexible, lo que quedaba claro por los feos y alargados verdugones que se curvaban por sus costillas y hombros. Le goteaba sangre de la barbilla, porque, en el paroxismo de su agonía, se había mordido el labio inferior. En su rostro tenso y desfigurado se podía observar hasta qué punto había sido terrible aquel trance.
Yo estaba arrodillado, y Stackhurst, de pie junto al cadáver, cuando pasó sobre nosotros una sombra, y nos dimos cuenta de que teníamos a Ian Murdoch a nuestro lado. Murdoch era el profesor de matemáticas del centro, un hombre alto, moreno y delgado, tan hermético y distante que no se podía decir de nadie que fuera su amigo. Parecía vivir en alguna etérea y elevada región de raíces enésimas y secciones cónicas con pocas cosas que lo vincularan a la vida ordinaria. Los estudiantes le consideraban un tipo raro y se habrían burlado de él, pero había en la sangre de aquel hombre algo extraño, ajeno al país, que se vislumbraba no solo en sus ojos negros como el carbón y en la piel oscura, sino también en esporádicos arrebatos de cólera que no podían calificarse sino de violentos. En una ocasión, le anduvo molestando un perrito que pertenecía a McPherson, así que agarró al animalillo de repente y lo arrojó por la ventana cerrada, un acto por el que, desde luego, Stackhurst lo habría despedido de no haber sido un profesor de gran valía. Así era aquel hombre complicado y extraño que ahora aparecía junto a nosotros. Parecía estar sinceramente consternado por lo que veía, aunque el asunto del perro hiciera pensar que no se tenían mucha simpatía el fallecido y él.
—¡Pobre hombre! ¡Pobre hombre! ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo ayudar?
—¿Estaba con él? ¿Nos puede contar lo que ha pasado?
—No, no, esta mañana llegaba tarde. No estaba ni siquiera cerca de la playa. He venido directamente de Los Gables. ¿Qué puedo hacer?
—Puede correr a la comisaría de Fulworth. Informe de lo sucedido enseguida.
Sin más palabras, salió a la carrera y procedí a encargarme del asunto mientras Stackhurst, conmocionado ante la tragedia, se quedó junto al cadáver. Naturalmente, mi primera misión era observar quién se hallaba en la playa. Desde lo alto del sendero, podía verla de punta a punta y se encontraba absolutamente desierta, excepto por dos o tres figuras confusas que pude ver a lo lejos dirigiéndose al pueblo de Fulworth. Cuando me quedé convencido de que era así, bajé caminando lentamente por el sendero. Había arcilla o marga blanda mezclada con la piedra caliza y vi aquí y allá las mismas pisadas, tanto de bajada como de subida. Aquella mañana no había descendido nadie más por ese camino. En un punto, descubrí la huella de una mano abierta con los dedos hacia arriba. Eso solo podía significar que el pobre McPherson se había caído al subir. Había también cavidades redondeadas que sugerían que se había desplomado de rodillas más de una vez. Al final del sendero la marea había dejado una laguna de buen tamaño al retirarse. McPherson se había desvestido a la orilla de esta, porque su toalla seguía encima de una roca. Estaba seca y doblada, de modo que parecía que, después de todo, no había entrado en el agua. Mientras inspeccionaba los alrededores, me topé una o dos veces entre los duros guijarros pequeñas partes de arena con la huella de su alpargata, y también pude ver algunas de sus pies descalzos. Este último hecho probaba que estaba listo para darse un baño, aunque la toalla indicase que, al final, no lo había hecho.
Y ya tenía claramente definido el problema, uno tan extraño como cualquiera de aquellos con los que me había enfrentado. Aquel hombre no había estado en la playa más de un cuarto de hora como mucho. Stackhurst lo había seguido de lejos desde Los Gables, así que de eso no cabía duda. Se había ido a bañar y se había quitado la ropa, como mostraban las huellas de los pies descalzos. Luego se había vuelto a poner la ropa de cualquier manera —iba desaliñada y sin abrochar— y había regresado sin bañarse o, por lo menos, sin haberse secado. Y el motivo de ese cambio de opinión había sido que lo habían azotado de una manera cruel e inhumana, lo habían torturado hasta que se había mordido el labio en su agonía, y lo habían dejado con las fuerzas justas para marcharse a rastras y morir. ¿Quién había cometido ese acto salvaje? Es cierto que había unas grutas y cuevas pequeñas en la base de los acantilados, pero les daba de lleno el sol bajo de la mañana y no era posible ocultarse en ellas. Por otra parte, estaban esas figuras distantes de la playa. Me daba la impresión de que se encontraban demasiado lejos para tener alguna relación con el crimen. Y la extensa laguna en la que McPherson había tratado de bañarse se hallaba entre ellos y este, y salpicaba las rocas. En el mar había un par de pesqueros a no mucha distancia. Se podía interrogar a sus ocupantes cuando tuviéramos tiempo. Había varias vías de investigación, pero ninguna que condujera a nada en concreto.
Cuando, por fin, volví junto al cadáver, me encontré con que se había congregado en torno a él un pequeño grupo de gente perpleja. Stackhurst seguía allí, por supuesto, e Ian Murdoch acababa de llegar con Anderson, el policía municipal: un hombre grande, con enormes bigotes, de la íntegra y tarda raza de Sussex, una raza que abriga mucho sentido común bajo su aspecto torpe y silencioso. Lo escuchó todo, tomó nota de todo lo que dijimos y, al final, me habló aparte.
—Me alegraría mucho contar con su consejo, señor Holmes. Esto es un asunto demasiado grande para mí y, si me equivoco, tendré noticias de la jefatura de Lewes.
Le aconsejé que mandara llamar a su superior inmediato y a un médico. También que no permitiera que movieran nada y que se hicieran tan pocas huellas nuevas como fuera posible hasta que estos llegaran. Entretanto, registré los bolsillos del difunto. Tenía un pañuelo, una navaja grande y un pequeño tarjetero plegable. De este sobresalía un trozo de papel que desdoblé y tendí al agente. Habían escrito con letra femenina y descuidada lo siguiente:
Allí estaré, no te quepa duda.
MAUDIE
Interpreté que se trataba de un asunto amoroso, una cita, aunque no decía nada de cuándo ni de dónde. El agente lo volvió a meter en el tarjetero y lo guardó de nuevo con las demás cosas en los bolsillos del Burberry. Entonces, como no había indicios de nada más, regresé caminando a casa a desayunar, tras habernos puesto de acuerdo en que se inspeccionaría concienzudamente la base del acantilado.
Stackhurst fue por mi casa una o dos horas después para contarme que habían trasladado el cuerpo a Los Gables, desde donde se llevaría a cabo la investigación. Me traía algunas otras noticias fiables y concluyentes. Como me esperaba, no se había encontrado nada en las pequeñas cuevas que había al pie del acantilado. Por otra parte, había estado examinando los papeles del escritorio de McPherson y había varias cartas que dejaban constancia de una correspondencia íntima con una tal señorita Maud Bellamy, de Fulworth. Habíamos establecido, por tanto, la identidad de la autora de la nota.
—La policía se ha quedado con las cartas —me explicó—. No he podido traerlas. Pero no cabe duda de que era una relación amorosa seria. Sin embargo, no veo motivo alguno para asociar esa relación con este terrible suceso, excepto porque ciertamente se había citado con la señorita a McPherson.
—Pero no sería en una poza en donde todos ustedes tuvieran costumbre de darse un baño —subrayé.
—No estaban allí varios alumnos con McPherson de pura casualidad —añadió.
—¿De pura casualidad?
Stackhurst frunció el ceño pensativamente.
—Ian Murdoch los hizo retrasarse —respondió—. Quería machacar alguna demostración de álgebra antes del desayuno. Pobre hombre, está totalmente destrozado con todo lo sucedido.
—Pero tenía entendido que no eran amigos precisamente.
—Al principio no lo fueron. Pero, desde hace un año o algo más, Murdoch era tan íntimo de McPherson como puede serlo de alguien. No es que tenga un carácter muy abierto.
—Eso pensaba yo. Me parece recordar que fue usted quien me contó que se habían enzarzado por haber maltratado a un perro.
—Pasaron página completamente.
—Pero tal vez se guardaran algún rencor.
—No, no, le aseguro que eran amigos de verdad.
—Bueno, pues entonces tenemos que ahondar en el asunto de la chica. ¿La conoce?
—Como todo el mundo. Es la belleza del lugar. Una auténtica belleza, Holmes, de las que llaman la atención por donde pasa. Yo sabía que a McPherson le gustaba, pero no tenía ni idea de que había llegado tan lejos como se diría por esas cartas.
—Pero ¿de dónde sale?
—Es la hija del viejo Tom Bellamy. Tom es el propietario de todas las barcas y casetas de baño de Fulworth. Empezó como pescador, pero ahora es un hombre con cierta fortuna. Lleva el negocio con su hijo William.
—¿Podemos ir a verlos a Fulworth?
—¿Y qué pretexto ponemos?
—Ah, ya se nos ocurrirá algo, seguro. A fin de cuentas, el pobre hombre no se flageló a sí mismo de esa manera tan horrible. Había una mano humana agarrando el mango de ese látigo, si es que fue realmente un látigo el que infligió las heridas. Es probable que, en este sitio tan solitario, el número de sus conocidos no fuera demasiado grande. Exploremos todas las posibilidades y difícilmente fracasaremos en averiguar el móvil, que, a su vez, nos conducirá hasta el culpable.
Habría sido un paseo agradable por las colinas con aroma a tomillo si la tragedia de la que habíamos sido testigos no nos hubiese seguido atormentando. El pueblo de Fulworth se encuentra en una hondonada que se curva con forma de semicírculo en torno a la bahía. Detrás del casco antiguo se han construido varias casas modernas en la pendiente. Stackhurst me guiaba a una de estas.
—Aquella es El puerto, como la bautizó Bellamy. La que tiene una torre en la esquina y el tejado de pizarra. No está nada mal para un hombre que no empezó más que con… ¡Dios santo! ¡Mire eso!
Se había abierto la puerta de El puerto y había salido un hombre. Aquella figura alta, angulosa y al desgaire resultaba inconfundible. Era Ian Murdoch, el matemático. Poco después, nos encontrábamos cara a cara con él en la carretera.
—¿Qué hay? —dijo Stackhurst.
El otro asintió como saludo, nos miró de reojo con sus inquisitivos ojos oscuros, y habría pasado de largo, pero su jefe lo hizo detenerse.
—¿Qué está haciendo aquí? —le preguntó.
El rostro de Murdoch enrojeció de ira.
—Soy empleado suyo, señor Stackhurst, cuando estoy bajo su techo. No creo que le deba ninguna explicación de lo que haga en privado.
Stackhurst tenía los nervios a flor de piel después de todo lo que había pasado. Puede que, en caso contrario, no se habría precipitado. Ahora había perdido los estribos por completo.
—Dadas las circunstancias, su respuesta es una pura insolencia, señor Murdoch.
—Es muy posible que su propia pregunta pueda incluirse en el mismo apartado.
—Esta no es la primera vez que he tenido que obviar sus insubordinaciones. Desde luego, esta es la última vez que lo hago. Sea tan amable de realizar los preparativos necesarios para marcharse lo antes que pueda.
—Eso mismo tenía intención de hacer. Hoy he perdido a la única persona que hacía habitable Los Gables.
Siguió su camino dando grandes zancadas, mientras Stackhurst, con mirada colérica, clavaba sus ojos en él.
—¿No le parece un hombre insufrible e insoportable? —exclamó.
Lo único que me había llamado poderosamente la atención era que el señor Ian Murdoch había aprovechado la primera oportunidad para abrir una vía de escape del escenario del crimen. Se estaba empezando a perfilar una sospecha, confusa e imprecisa, en mi mente. Quizá la visita a los Bellamy esclareciera algo más el asunto. Stackhurst recobró la compostura y nos dirigimos hacia la casa.
El señor Bellamy resultó ser un hombre de mediana edad con una barba de un rojo encendido. Daba la impresión de que estaba de muy mal humor y el rostro se le puso pronto tan colorado como el pelo.
—No, señor, no deseo conocer ningún pormenor. Mi hijo, aquí presente —dijo señalando a un joven fuerte de rostro grave y hostil en la esquina del salón—, está de acuerdo conmigo en que los detalles del señor McPherson hacia Maud eran insultantes. Sí, señor, nunca se mencionó la palabra «matrimonio», pero ahí están las cartas y las citas, y muchas más cosas que ninguno de los dos podíamos aprobar. No tiene madre y somos los únicos que la cuidamos. Estamos resueltos a…
Pero le quitó la palabra de la boca la aparición de la propia señorita. Era innegable que habría distinguido cualquier reunión del mundo con su belleza. ¿Quién se habría podido parar a pensar que creciera una flor tan singular bajo un techo como ese y en semejante ambiente? Pocas veces me atraen las mujeres, porque mi cerebro siempre ha imperado sobre mi corazón, pero no pude contemplar su rostro de facciones perfectas, con todo el frescor de las Downlands en su delicada tez, sin caer en la cuenta de que ningún hombre joven que se cruzase con ella saldría ileso. Así era la chica que había abierto impetuosamente la puerta y que se encontraba ahora, con los ojos muy abiertos y penetrantes, frente a Harold Stackhurst.
—Ya sé que Fitzroy está muerto —dijo—. Cuénteme los detalles sin miedo.
—Ese otro caballero que ha venido antes nos ha informado de las noticias —explicó el padre.
—No hay razón alguna para involucrar a mi hermana en este tema —gruñó el hombre más joven.
La hermana se volvió para clavar en él una mirada cortante y virulenta.
—Esto es asunto mío, William. Haz el favor de permitirme que lo maneje a mi manera. Según parece, se ha cometido un crimen. Ayudar a probar quién ha sido es lo menos que puedo hacer por el hombre que nos ha dejado.
Escuchó un breve resumen realizado por mi compañero serena y concentrada, lo que me indicó que poseía un fuerte carácter, además de una enorme belleza. Siempre recordaré a Maud Bellamy como toda una mujer, perfecta y excepcional. Por lo que se ve, me conocía ya de vista porque se volvió hacia mí al terminar.
—Llévelos ante los tribunales, señor Holmes. Reciba toda mi simpatía y mi ayuda, sea quien haya sido.
Me pareció ver que miraba de manera desafiante a su padre y a su hermano mientras hablaba.
—Gracias —le contesté—. Aprecio el instinto de una mujer en esta clase de asuntos. Ha utilizado el pronombre «los». ¿Cree que hay más de una persona implicada?
—Conocía al señor McPherson lo bastante bien para saber que se trataba de un hombre fuerte y valiente. Ninguna persona habría podido infligirle una agresión de esa naturaleza sin ayuda.
—¿Me permite tener unas palabras con usted a solas?
—Maud, te digo que no te metas en este asunto —exclamó su padre muy enfadado.
La señorita Bellamy me miró con expresión de impotencia.
—¿De qué se trata?
—Todo el mundo se va a enterar de los hechos de un momento a otro, así que no hay mal alguno en hablar de ellos aquí —dije—. Habría preferido hacerlo en privado, pero, si su padre no lo permite, tendremos que compartir nuestra conversación con los demás.
Entonces, les hablé de la nota que habíamos encontrado en el bolsillo del fallecido.
—Sin duda saldrá a la luz en la investigación. ¿Puedo pedirle que la aclare en la medida de lo posible?
—No veo motivo para ocultarlo —me respondió—. Íbamos a casarnos y lo manteníamos en secreto solo porque el tío de Fitzroy, que es muy anciano y dicen que está a punto de morir, lo habría desheredado si se hubiese casado contra su voluntad. No hay otra razón.
—Nos lo podías haber contado —gruñó el señor Bellamy.
—Y así lo habría hecho si alguna vez hubieseis mostrado una pizca de simpatía, padre.
—Me niego a que mi hija frecuente a hombres que no son de su clase social.
—Fueron precisamente tus prejuicios contra él los que impidieron que te lo contáramos. Y en lo que respecta a esa nota —se palpó el vestido y sacó una nota arrugada—, era la respuesta a esta.
El mensaje decía:
Amor:
El martes en la playa, en el sitio de siempre, justo después de que se ponga el sol. Es el único momento en que me puedo escapar.
F. M.
—El martes es hoy, tenía intención de reunirme con él esta noche.
Le di la vuelta al papel.
—Esto no ha llegado por carta. ¿Cómo lo recibió?
—Preferiría no contestar a esa pregunta. No tiene absolutamente nada que ver con el caso que está investigando. Pero le responderé sin tapujos a cualquier cosa relacionada con este.
Cumplió su palabra, pero no nos dijo nada que nos ayudara en nuestra investigación. No se le ocurrían razones para pensar que su prometido tuviera algún enemigo oculto, pero admitía que ella contaba con varios admiradores fervorosos.
—¿Puedo preguntarle si Ian Murdoch era uno de ellos?
Se sonrojó y pareció confundida.
—Hubo una época en que creo que sí. Pero todo eso cambió cuando comprendió la relación que había entre Fitzroy y yo.
Me dio la impresión una vez más de que la sombra que rodeaba a ese hombre tan extraño adquiría una forma más concreta. Debía estudiar su currículo. Debía registrar sus habitaciones en secreto. Stackhurst estaría dispuesto a colaborar, porque también empezaba a sospechar de él. Volvimos de nuestra visita del Puerto con la esperanza de tener por fin un cabo suelto de ese enmarañado asunto en nuestras manos.
Pasó una semana. Las pesquisas policiales no esclarecieron el caso en ningún aspecto y había sido aplazado hasta nuevas pruebas. Stackhurst había investigado discretamente a su subordinado y había registrado de forma superficial su habitación, pero sin resultado alguno. Yo, por mi parte, había repasado todas las explicaciones posibles, mentalmente y sobre el terreno, pero no tenía ninguna conclusión novedosa. El lector no encontrará un caso en todas mis crónicas que me haya llevado absolutamente al límite de mis capacidades como lo hizo este. Ni siquiera mi imaginación lograba concebir una solución para ese misterio. Y, entonces, sucedió el incidente del perro.
Primero se enteró mi antigua ama de llaves con ese peculiar telégrafo mediante el cual la gente como ella recaba las noticias del campo.
—Una triste historia, señor Holmes, la del perro del señor McPherson —me comentó una tarde.
No suelo alentar ese tipo de conversaciones, pero esas palabras despertaron mi atención.
—¿Qué sucede con el perro de McPherson?
—Está muerto, señor. Se ha muerto de pena por su amo.
—¿Quién se lo ha contado?
—Pues no sé, señor Holmes, todo el mundo habla de ello. Estaba hecho un guiñapo y llevaba una semana sin comer. Y hoy van dos jóvenes caballeros de Los Gables y se lo encuentran muerto. Abajo, en la playa, señor Holmes, justo en el mismo lugar en que falleció su dueño.
«Justo en el mismo lugar». Esas palabras destacaban con claridad sobre las demás en mi memoria. Empezaba a presentir vagamente que aquello era de vital importancia. Que el perro se hubiese muerto entraba dentro de la naturaleza fiel y conmovedora de los perros. Pero ¡«justo en el mismo lugar»! ¿Por qué había de ser fatídica esa playa solitaria para él? ¿Era posible que lo hubiesen sacrificado a él también para vengar algún altercado? ¿Era posible…? Sí, lo presentía vagamente, pero en mi mente ya se estaba concretando algo. En pocos minutos, estaba de camino a Los Gables, en donde hallé a Stackhurst en su despacho. A petición mía, mandó llamar a Sudbury y a Blount, los dos estudiantes que habían encontrado al perro.
—Sí, yacía junto a la orilla misma de la poza —aseguró uno de ellos—. Debió de seguir el rastro de su difunto dueño.
Vi al fiel animalillo, un Airdale terrier, al que habían tumbado encima de la estera del vestíbulo. El cuerpo estaba completamente rígido, los ojos desorbitados y las patas deformadas. En cada pliegue del perro se podía ver su agonía.
De Los Gables, bajé caminando hasta la poza. Se había puesto el sol y la sombra negra del enorme acantilado cubría el agua, que centelleaba débilmente como una lámina de plomo. El lugar se hallaba desierto y no había señal alguna de vida excepto dos aves marinas que daban vueltas y graznaban en lo alto. Con aquella luz mortecina, apenas pude distinguir el rastro en la arena del perrito alrededor de la misma roca en que había estado apoyada la toalla de su dueño. Me quedé sumido en mis meditaciones durante un buen rato mientras las sombras se iban oscureciendo en torno a mí. En mi mente se agolpaban velozmente numerosos pensamientos. Conocerá el lector la sensación que se da en las pesadillas en las que se sabe que hay algo crucial que se está buscando, y que se tiene la certeza de que está ahí, aunque permanezca siempre fuera de su alcance. Así es como me sentí esa tarde mientras estuve solo en aquel lugar mortífero. Luego, por fin, me volví caminando lentamente hacia casa.
Acababa de llegar a lo alto del sendero cuando me vino a la mente como un relámpago. Recordé aquello que había tratado de comprender tan impaciente como inútilmente. Como sabrá el lector, o Watson ha estado escribiendo en vano, poseo un enorme almacén de conocimientos peregrinos sin sistematizar científicamente, pero muy útiles dadas las necesidades de mi trabajo. Mi mente es como un trastero atestado de cajas de todas clases almacenadas en él, tantas que puede que no tenga más que una vaga idea de lo que hay allí dentro. Tenía la certeza de que en ella había algo que podía estar relacionado con este caso. Era una certeza todavía imprecisa, pero, por lo menos, sabía cómo podía aclararla. Me parecía absurdo, increíble, pero, a pesar de todo, seguía siendo una posibilidad. Y la comprobaría hasta el final.
Tengo en mi humilde casa un gran desván que está repleto de libros. En él me zambullí y anduve rebuscando durante una hora, al final de la cual salí de allí con un pequeño volumen de color plata y chocolate. Pasé las páginas ansiosamente hasta el capítulo del que me acordaba vagamente. Sí, lo cierto es que era una hipótesis improbable e inverosímil, pero no podría descansar hasta que estuviera seguro de que era posible en realidad. Me acosté tarde y ansioso, con la mente puesta en el trabajo del día siguiente.
Pero ese trabajo sufrió una molesta interrupción. Apenas me había terminado mi primera taza de té de la mañana y salía para la playa cuando recibí la visita del inspector Bardle, de la comisaría de Sussex: un hombre cabal, intachable, algo lerdo, de ojos pensativos que me miraban muy alterados.
—Sé que tiene una inmensa experiencia, señor Holmes —me dijo—. Como es natural, esta visita es completamente extraoficial, y no es necesario que vaya más allá. Pero me veo bastante apurado con esto del caso McPherson. Mi pregunta es, ¿procedo a arrestarle, sí o no?
—¿Quiere decir al señor Ian Murdoch?
—Sí, señor Holmes. La verdad es que no le viene a uno nadie más a la mente cuando se para a pensarlo. Esa es la ventaja de este lugar tan solitario. Se reduce mucho el abanico de personas. Si no fue él, entonces ¿quién?
—¿Qué tiene en su contra?
Había explorado una y otra vez las mismas posibilidades que yo. Teníamos el carácter de Murdoch y el misterio que parecía rodear a ese hombre. Sus terribles arrebatos de furia, como quedaba demostrado en el incidente del perro. El hecho de que se hubiese peleado con McPherson en el pasado, y de que hubiese razones para pensar que pudiera estar resentido con él por sus relaciones con la señorita Bellamy. Tenía los mismos motivos que yo, pero ninguno nuevo excepto que todo apuntaba a que Murdoch estaba haciendo todos los preparativos necesarios para marcharse.
—¿En qué posición me quedaría yo si dejo que se escabulla con todas estas pruebas en su contra?
Aquel hombre fornido y flemático estaba enormemente preocupado.
—Piense —le dije— en todas esas lagunas fundamentales que tiene su caso. Seguramente tenga una coartada para la mañana del crimen. Había estado con sus alumnos hasta el último momento y llegó a nuestro lado minutos después de la aparición de McPherson y lo hizo en dirección a la playa. Además, tenga en cuenta que es absolutamente imposible que una única mano hubiese infligido esa clase de tortura en un hombre con su fuerza. Por último, tenemos la cuestión del instrumento con que se produjeron esas heridas.
—¿Qué otra cosa puede ser aparte de un látigo o una fusta flexible de algún tipo?
—¿Ha examinado las marcas? —le pregunté.
—Las he visto, al igual que el médico.
—Pues yo las he examinado exhaustivamente con un cristal de aumento. Tienen algunas peculiaridades.
—¿Y cuáles son, señor Holmes?
Me dirigí a mi escritorio y extraje de este una fotografía ampliada.
—Utilizo este método en casos semejantes —le expliqué.
—Desde luego hace las cosas a conciencia, señor Holmes.
—Difícilmente sería quien soy si no lo hiciera. Ahora tomemos en consideración este verdugón que se extiende por el hombro derecho. ¿No observa usted nada fuera de lo común?
—No podría decirle.
—Sin lugar a dudas, es evidente que no presenta la misma intensidad. Aquí hay un pequeño derrame de sangre y otro aquí. Este otro verdugón de aquí abajo tiene trazas semejantes. ¿Qué pueden significar?
—No tengo ni idea. ¿Usted lo sabe?
—Puede que sí. Puede que no. Es posible que logre decirle más dentro de poco. Cuando determinemos qué hizo esa marca, estaremos mucho más cerca del criminal.
—Es una idea absurda, por supuesto —dijo el policía—, pero, si le hubiesen cruzado la espalda con una red de metal al rojo vivo, esos puntos más marcados representarían el lugar donde se entrecruzan sus hilos.
—Esa comparación es muy aguda. ¿Y si pensamos en un látigo de nueve colas con pequeños nudos en ellas?
—Madre mía, señor Holmes, creo que ha dado en el clavo.
—O puede que haya una causa muy diferente, señor Bardle. Pero su caso no tiene la suficiente base para un arresto. Además, tenemos esas últimas palabras, lo de «melena de león».
—Me llegué a preguntar si confundía a Ian con algún Leo…
—Sí, yo también lo pensé. Si hubiese dicho algo parecido a Leo o Leonardo, tal vez, pero no fue así. Lo soltó casi chillando. Estoy seguro de que era «león».
—¿No tiene una alternativa, señor Holmes?
—Puede que la tenga. Pero no quisiera hablar de ella hasta que no posea argumentos más sólidos.
—¿Y cuándo será eso?
—En una hora. Es posible que menos.
El inspector se acarició la barbilla y me miró poco convencido.
—Ya quisiera yo ver lo que tiene en mente, señor Holmes. Quizá fuera cosa de esos pesqueros.
—No, no, estaban demasiado lejos.
—Bueno, pues, entonces ¿fue Bellamy y ese hijo enorme que tiene? No es que fueran muy cariñosos con el señor McPherson. ¿Le querrían dar un escarmiento?
—Que no, que no va a sacarme nada hasta que esté listo —dije con una sonrisa—. Y ahora, inspector, ambos tenemos trabajo por hacer. Si fuera tan amable de venir a verme a mediodía…
Pero en ese momento sucedió la tremenda interrupción que dio comienzo al final de la historia.
La puerta de la entrada de mi casa se abrió de golpe, se oyeron pasos de alguien que se tropezaba por el pasillo e Ian Murdoch irrumpió tambaleándose en la habitación, lívido, despeinado, con las ropas en un desorden caótico, aferrándose con sus huesudas manos a los muebles para mantenerse erguido.
—¡Brandy! ¡Brandy! —dijo jadeando y se cayó gimiendo en el sofá.
No estaba solo. Detrás de él venía Stackhurst, sin sombrero ni resuello, casi tan trastornado como su acompañante.
—Sí, sí, ¡brandy! —gritó—. Está a punto de morir. He hecho todo lo posible para traerlo hasta aquí. Se ha desmayado dos veces por el camino.
Medio vaso de aquel licor tan fuerte produjo un cambio asombroso. Se apoyó en uno de los brazos y se quitó el abrigo de los hombros.
—Por el amor de Dios, ¡aceite, opio, morfina! —exclamó—. ¡Algo que alivie este dolor infernal!
Al inspector y mí se nos escapó un grito al ver aquello. Allí, cruzándole el hombro desnudo, estaba el mismo patrón reticulado de líneas rojas e inflamadas que había marcado la muerte de Fitzroy McPherson.
Era evidente que el dolor era terrible y que no era solo local, porque la víctima se quedaría sin respiración a ratos, su rostro se ennegrecería, y luego, entre ruidosos jadeos, se llevaría la mano al corazón, mientras le caían gotas de sudor por la frente. Podía morir en cualquier momento. Cuanto más brandy pasaba por su garganta, más le revivía cada nuevo trago. Unas compresas de algodón en rama empapado en aceite común parecieron aliviar el dolor extremo de las extrañas heridas. Al final, su cabeza cayó pesadamente sobre un cojín. El cuerpo agotado se había refugiado en su última reserva de vida. Se hallaba entre el sueño y la inconsciencia, pero, al menos, sobrellevaba el dolor.
Habría sido imposible hacerle ninguna pregunta, pero, en cuanto su estado nos pareció estable, Stackhurst se volvió hacia mí.
—¡Dios mío! —exclamó—. Pero ¿qué es esto, Holmes? ¿Qué es esto?
—¿Dónde lo ha encontrado?
—Abajo, en la playa. Exactamente en el mismo sitio donde halló su fin el pobre McPherson. Si el corazón de este hombre hubiese sido tan débil como el de McPherson, no estaría aquí ahora. Trayéndolo hacia aquí, más de una vez he creído que lo perdía. Estaba demasiado lejos de Los Gables, así que me he venido para acá.
—¿Lo vio en la playa?
—Yo estaba caminando por el acantilado cuando lo he oído gritar. Estaba al borde del agua, haciendo eses como un borracho. He bajado corriendo, le he echado algo de ropa por encima, y me lo he traído para arriba. Cielo santo, Holmes, ponga todo su empeño, todas sus capacidades en acabar con la maldición de este lugar, vivir aquí se está haciendo insufrible. Con toda su reputación a nivel mundial, ¿es que no puede hacer nada por nosotros?
—Creo que sí, Stackhurst. ¡Venga conmigo ahora mismo! Y usted, inspector, ¡acompáñenos! Veamos si podemos poner a este asesino en sus manos.
Dejamos al hombre inconsciente al cuidado de mi ama de llaves y bajamos los tres juntos a la laguna letal. Sobre los guijarros había un montón de toallas y ropa dejada por el herido. Caminé lentamente por el borde del agua y mis compañeros me siguieron en fila india. La mayor parte de la poza era poco profunda, pero al pie del acantilado, donde se ahondaba la playa, tenía alrededor de metro y medio de profundidad. Un nadador habría ido a esa parte sin pensárselo, porque se formaba una bonita piscina de un verde traslúcido tan clara como el cristal. Por encima de esta parte, en la base del acantilado, había una hilera de rocas y encabecé la fila por estas mientras escudriñaba ansioso las profundidades que había debajo. Había llegado a la poza más profunda y serena cuando distinguí lo que habíamos estado buscando y prorrumpí en un grito triunfal.
—¡Cyanea! —exclamé—. ¡Cyanea! ¡Ahí tienen la melena de león!
Porque era cierto, el extraño objeto al que señalaba se parecía realmente a una maraña de pelo arrancado a la melena de un león. Se encontraba apoyada en un escalón rocoso a unos tres pies bajo el agua: una curiosa criatura ondulante, vibrante, velluda, con mechas plateadas entre los mechones amarillos. Palpitaba, dilatándose y contrayéndose, lenta y pesadamente.
—Ya ha hecho bastante daño. ¡Es el fin de sus días! —exclamé—. ¡Ayúdeme, Stackhurst! Terminemos con este asesino para siempre.
Justo encima del saliente había una roca grande y la empujamos hasta que cayó con un tremendo estrépito en el agua. Cuando se calmaron las ondas, vimos que se había asentado en el saliente del fondo. Un borde ondeante de membrana amarilla indicaba que nuestra víctima se encontraba debajo de la piedra que rezumaba una baba de sustancia densa y aceitosa; enturbiaba el agua a su alrededor mientras emergía lentamente a la superficie.
—Madre mía, ¡me ha dejado usted pasmado! —exclamó el inspector—. Pero ¿qué era eso, señor Holmes? Soy de esta tierra, nacido y criado aquí, pero nunca he visto nada parecido. Le digo que eso no es de Sussex.
—Pues mejor para Sussex —comenté—. Es posible que la tempestad del suroeste la arrastrara hasta aquí. Vengan a mi casa los dos y les contaré la terrible experiencia de un hombre que tuvo la sensatez de escribir en sus memorias su encuentro con el mismo peligro marino.
Cuando llegamos a mi despacho, descubrimos que Murdoch estaba ya tan recuperado como para poder sentarse derecho. Se le nublaba la mente y de vez en cuando se estremecía al exacerbársele el dolor. Nos explicó entrecortadamente que no tenía noción de lo que le había ocurrido, excepto que esas horribles punzadas le habían cruzado de parte a parte y que había reunido todas sus fuerzas para llegar hasta la orilla.
—Tengo aquí un libro —les dije cogiendo el pequeño volumen—, el primero que iluminó lo que habría podido seguir en sombra para siempre. Se llama Al aire libre, y su autor es el célebre estudioso J. G. Wood. El propio Wood estuvo a punto de fallecer al contacto con esa vil criatura, así que escribió sobre ella con conocimiento de causa. Cyanea capillata es el nombre completo de esta desgraciada y puede resultar tan peligrosa y mucho más dolorosa que la mordedura de la cobra. Permítame que espigue algunas líneas de este pasaje:
Si el bañista viera a una masa amorfa y redondeada de hebras y membranas de color leonado, algo semejante a un manojo grande de pelo de león y papel de aluminio, ándese con ojo, porque se trata de la Cyanea capillata, de terrible picadura.
»¿Se puede describir a nuestra siniestra conocida de manera más clara?
»Prosigue con su propia experiencia con una de ellas cuando se encontraba nadando en el costa de Kent. Se dio cuenta de que el animal tendía sus filamentos casi invisibles a una distancia de unos quince metros y que cualquiera que se encontraba dentro de esa circunferencia de centro letal se hallaba en peligro de muerte. Incluso a esa distancia, el efecto en Wood fue casi fatídico.
Los numerosos hilos producían unas líneas de color escarlata claro en la piel, que, tras examinarlas de cerca, parecían dividirse en minúsculos puntos o pústulas, y cada punto, atravesado, por así decirlo, con una aguja al rojo vivo que se abriera paso hacia los nervios.
»El dolor local, nos explica, era una ínfima parte del superlativo tormento.
Las punzadas me traspasaban el pecho, me hacían desmoronarme como si me hubiese alcanzado una bala. Se me paraba el pulso y luego el corazón me daba seis o siete brincos como si tratara de salírseme del pecho.
»Aquello casi lo mata, aunque solo hubiera estado expuesto en un mar agitado y abierto y no en las aguas en calma y limitadas de una poza. Dice que le costó reconocerse a sí mismo después, con aquella cara tan blanca, arrugada y demacrada que le había dejado. Se echó una botella entera de brandy entre pecho y espalda y parece ser que eso le salvó la vida. Aquí tiene el libro, inspector. Lo dejo en sus manos. No le quepa duda de que explica completamente la tragedia del pobre McPherson.
—Y, de paso, me exculpa a mí —añadió Ian Murdoch con una sonrisa sarcástica—. No le culpo, inspector, ni a usted, señor Holmes, ya que sus sospechas eran naturales. Supongo que me he librado de que me arresten en el último momento gracias a que he compartido el destino de mi pobre amigo.
—No, señor Murdoch. Yo ya estaba sobre la pista y, si me hubiese marchado de casa a primera hora, como pretendía, quizá habría podido ahorrarle esta terrible experiencia.
—Pero ¿cómo lo supo, señor Holmes?
—Soy un lector omnívoro con una memoria infrecuente para las nimiedades. Me obsesionaban aquellas palabras, «melena de león». Sabía que las había leído en alguna parte en un contexto inesperado. Ya han visto que describen a la criatura. No me cupo duda de que estaba flotando en el agua cuando la vio McPherson y que dijo esas palabras porque eran las únicas que nos pondrían adecuadamente sobre aviso acerca de la criatura que había causado su muerte.
—Así que, por lo menos, ya no soy sospechoso —dijo Murdoch, poniéndose en pie lentamente—. Debería darles un par de explicaciones, puesto que sé en qué sentido han dirigido sus pesquisas. Es cierto que estaba enamorado de esa señorita, pero, desde el mismo día en que eligió a mi amigo McPherson, mi único deseo fue facilitar su felicidad. Me contentaba con mantenerme al margen y hacer de intermediario entre ellos. A menudo actuaba como correo de ambos y, como confiaban en mí y como le tenía tanto aprecio, corrí en ir a contarle la muerte de mi amigo, para que no se me adelantara nadie y lo hiciera de manera más brusca e insensible. Ella no quería contarle nada de nuestra relación por temor a que usted la desaprobara y a mí me hiciera sufrir. Pero, con su permiso, debo intentar regresar a Los Gables, porque agradecería meterme en la cama.
Stackhurst le tendió la mano.
—Nos hemos dejado llevar todos por los nervios —dijo—. Discúlpeme por lo pasado, Murdoch. En el futuro nos entenderemos mejor usted y yo.
Y salieron juntos como dos amigos, agarrados del brazo. El inspector se quedó mirándome en silencio con sus ojos bovinos.
—Vaya, ¡lo ha logrado! —exclamó por fin—. Había leído cosas acerca de usted, pero no me las creía. ¡Es usted asombroso!
Me vi obligado a negar con la cabeza, puesto que aceptar un halago así habría sido rebajar mi nivel.
—Al principio estuve lento, lento, sin excusas. Si hubiésemos descubierto el cadáver en el agua, difícilmente se me habría escapado esa posibilidad. La toalla me despistó. Al pobre hombre ni se le pasó por la cabeza secarse y eso, a mi vez, me llevó a pensar que nunca había estado en el agua. Y por eso, ¿qué me iba a sugerir que había sido el ataque de una criatura marina? Ahí fue donde perdí el hilo. Vaya, vaya, inspector, cuántas veces no les habré tomado yo el pelo a los señores de las fuerzas policiales: pues la Cyanea capillata ha estado a punto de vengar a Scotland Yard.
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