Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La liga de los pelirrojos (1891)
(“The Red-Headed League”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (agosto 1891);
The Adventures of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1892, 307 págs.)



      Un día de otoño del año pasado, fui a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, y le encontré enfrascado en una conversación con un caballero maduro, corpulento, de rostro rubicundo y cabello rojo como el fuego. Me disponía a retirarme, pidiendo disculpas por mi intromisión, cuando Holmes me arrastró con brusquedad dentro de la habitación y cerró la puerta a mis espaldas.
       —No podía haber llegado en mejor momento, querido Watson —me dijo cordialmente.
       —Temí que estuviera usted ocupado.
       —Lo estoy. Y mucho.
       —Entonces puedo esperar en la habitación de al lado.
       —De ninguna manera. Este caballero, señor Wilson —dijo, dirigiéndose al desconocido—, ha sido mi compañero y ayudante en muchos de mis casos más destacados, por lo cual no me cabe duda de que también en el suyo me será de gran utilidad.
       El corpulento caballero se levantó a medias de la silla y esbozó un gesto de saludo, con una breve mirada inquisitiva en sus ojillos rodeados de grasa.
       —Siéntese en el sofá —me dijo Holmes, recostándose en el sillón y juntando las puntas de los dedos, como tenía por costumbre cuando estaba de talante reflexivo—. Sé, mi querido Watson, que comparte mi afición por todo lo que es insólito y se aparta de los convencionalismos y la monótona rutina de la vida cotidiana. Ha dado usted muestras de esta afición en el entusiasmo que le ha llevado a narrar por escrito y, si me permite decirlo, a embellecer tantas de mis aventurillas.
       —Es cierto que sus casos me han interesado siempre mucho —reconocí.
       —Recordará usted que el otro día, justo antes de sumergirnos en el sencillo problema que nos trajo la señorita Mary Sutherland, señalé que, para encontrar extraños efectos y extraordinarias combinaciones, debemos recurrir a la vida misma, siempre más audaz que cualquier esfuerzo de la imaginación.
       —Afirmación que me tomé la libertad de discutir.
       —Así fue, doctor, pero será mejor que acepte mi punto de vista, porque de lo contrario amontonaré sobre usted datos y más datos hasta que sus argumentos se hundan y tenga que darme la razón. Bien, el señor Jabez Wilson aquí presente ha tenido la amabilidad de visitarme y empezar un relato que promete ser uno de los más extraños que he escuchado en bastante tiempo. Usted me ha oído comentar que las cosas más raras e insólitas están relacionadas a menudo, no con los grandes, sino con los pequeños delitos, e incluso, en ocasiones, donde hay motivos para dudar que se haya cometido realmente ninguno. Por lo que he oído hasta ahora, me es imposible decir si en el presente caso existe o no un elemento delictivo, pero el curso de los acontecimientos figura entre los más singulares de que he tenido noticia. Tal vez, señor Wilson, tenga usted la gentileza de comenzar de nuevo su relato. Se lo pido, no solo porque mi amigo el doctor Watson no ha oído el comienzo, sino también porque la peculiar índole de la historia hace que yo desee escuchar de sus labios hasta el menor detalle. Como regla general, cuando tengo la más leve indicación sobre el curso de los acontecimientos, soy capaz de guiarme por los miles de casos similares que acuden a mi memoria. Pero en el caso presente me veo obligado a admitir que los hechos son, a mi entender, únicos.
       El corpulento cliente hinchó el pecho en un pequeño gesto de orgullo y sacó un periódico sucio y arrugado del bolsillo interior de su gabán. Mientras él recorría con la vista la columna de anuncios, con la cabeza echada hacia delante y el diario apoyado en las rodillas, le observé atentamente e intenté, como hacía mi compañero, leer los indicios que podían presentar su indumentaria o su aspecto.
       Sin embargo, no saqué gran cosa de mi inspección. Nuestro visitante tenía todas las trazas del típico comerciante británico, obeso, pomposo y lento. Llevaba unos pantalones holgados a cuadros grises, una levita negra no demasiado limpia, desabrochada por delante, y un chaleco amarillento con una pesada cadena de latón, de la que colgaba como adorno una pieza cuadrada de metal. A su lado, sobre una silla, yacían un raído sombrero de copa y un viejo abrigo marrón con el cuello de terciopelo bastante arrugado. En conjunto, por mucho que mirase, no veía nada especial en aquel hombre, salvo su llameante cabellera roja y la expresión de extremo pesar y disgusto que reflejaban sus facciones. Mis esfuerzos no pasaron inadvertidos a la perspicaz mirada de Sherlock Holmes, que movió la cabeza sonriendo.
       —Al margen de los hechos evidentes de que durante un tiempo ejerció un oficio manual —dijo—, de que toma rapé, es masón, ha estado en China y últimamente ha escrito muchísimo, no soy capaz de deducir nada más.
       El señor Jabez Wilson dio un salto en la silla, con el dedo índice sobre el periódico, pero con los ojos clavados en mi compañero.
       —En nombre de Dios, ¿cómo ha averiguado todo esto, señor Holmes? —preguntó—. ¿Cómo sabe usted, por ejemplo, que ejercí un oficio manual? Es tan cierto como el Evangelio, puesto que empecé como carpintero en un astillero.
       —Sus manos, querido amigo. Su mano derecha es bastante más grande que la izquierda. Usted trabajó con ella, y los músculos se han desarrollado más.
       —De acuerdo, pero ¿y el rapé?, ¿y la masonería?
       —No pienso ofender su inteligencia explicándole cómo he descubierto esto, especialmente cuando, contraviniendo las estrictas normas de su orden, lleva usted un alfiler de corbata con una escuadra y un compás.
       —Sí, claro, lo había olvidado. Pero ¿lo de escribir?
       —¿Qué otra cosa podría indicar el puño tan lustroso de su manga derecha, mientras que la manga izquierda está rozada en la zona del codo, allí donde se apoya en la mesa?
       —¿Y lo de China?
       —El pez que luce usted justo encima de la muñeca derecha solo puede haber sido grabado en China. He realizado un pequeño estudio sobre tatuajes e incluso he contribuido a ampliar la bibliografía relativa al tema. Ese recurso de teñir de un rosa delicado las escamas de los peces es peculiar de los chinos. Y, si además veo pender una moneda china de la cadena de su reloj, la cuestión resulta todavía más sencilla.
       El señor Jabez Wilson se echó a reír estrepitosamente.
       —¡Vaya por Dios! —exclamó—. Al principio creí que había demostrado usted mucho ingenio, pero ya veo que la cosa no tiene, a fin de cuentas, tanto mérito.
       —Empiezo a creer, Watson —dijo Holmes—, que cometo un error al dar explicaciones. Ya sabe, «omne ignotum pro magnifico», y mi pobre y pequeña reputación se hundirá si soy tan ingenuo. ¿No encuentra el anuncio, señor Wilson?
       —Sí, ya lo tengo —respondió, con un dedo gordo y rojizo plantado en mitad de la columna—. Aquí está. Esto fue el comienzo de todo. Léalo usted mismo, señor.
       Cogí el periódico y leí lo siguiente:

     A LA LIGA DE LOS PELIRROJOS:
     Con cargo al legado del difunto Ezekiah Hopkins, de Lebanon, Pensilvania, Estados Unidos, hay ahora otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a un salario de cuatro libras semanales por servicios puramente nominales. Todo pelirrojo sano de cuerpo y alma, y mayor de veintiún años, puede optar al cargo. Presentarse personalmente el lunes, a las once, al señor Duncan Ross, en las oficinas de la Liga, 7 Pope’s Court, Fleet Street.

       —¿Qué demonios significa esto? —exclamé, tras leer dos veces el extraordinario anuncio.
       Holmes se removió en su silla y rió entre dientes, como solía hacer cuando algo le divertía.
       —Se sale un poco de lo común, ¿verdad? —dijo—. Y ahora, señor Wilson, comience desde el principio y cuéntenoslo todo acerca de sí mismo, de su familia y de las consecuencias que este anuncio ha tenido en su vida. Ante todo, doctor, tome nota del periódico y de la fecha.
       —Es el Morning Chronicle del 27 de abril de 1890.
       Hace exactamente dos meses.
       —Muy bien. Adelante, señor Wilson.
       —Bueno, es exactamente lo que le he contado, señor Holmes —dijo Jabez Wilson, pasándose un pañuelo por la frente—. Tengo una pequeña casa de préstamos en Coburg Square, cerca de la City. No es un negocio importante, y los últimos años solo me ha dado lo justo para subsistir. Antes podía permitirme dos empleados, pero ahora solo uno, y me vería en apuros para pagarle si no fuera porque está dispuesto a trabajar por media paga para aprender el oficio.
       —¿Cómo se llama este joven tan bien dispuesto? —preguntó Sherlock Holmes.
       —Se llama Vincent Spaulding, y ya no es tan joven. Es difícil decir su edad. No podría desear un empleado más listo, señor Holmes, y sé de sobra que podría mejorar de empleo y ganar el doble de lo que yo puedo pagarle. Pero, al fin y al cabo, si él está satisfecho, ¿por qué habría de meterle yo ideas en la cabeza?
       —Sí, ¿por qué iba a hacerlo? Parece usted muy afortunado al tener un empleado por debajo de los precios del mercado. En nuestros tiempos no es una experiencia frecuente entre los patronos. Me temo que su empleado sea tan extraordinario como su anuncio.
       —Oh, también tiene sus defectos, claro está —admitió el señor Wilson—. Nunca hubo un tipo más chiflado por la fotografía. Siempre sacando fotos, cuando debería estar cultivando su mente; y después sumergiéndose en el sótano como un conejo en su madriguera, para revelarlas. Este es su principal defecto, pero en conjunto es un buen trabajador. No tiene vicios.
       —¿Vive con usted, supongo?
       —Sí, señor. Él y una chica de catorce años, que cocina un poco y mantiene limpio el local. No hay más gente en casa porque soy viudo y no tuve hijos. Los tres llevamos una vida tranquila, señor; y, aunque la cosa no dé para más, tenemos un techo sobre nuestras cabezas y pagamos nuestras deudas. Fue el anuncio lo que nos trastornó. Spaulding bajó al despacho hace exactamente ocho semanas, con este mismo periódico en la mano, y me dijo:
       »—¡Ojalá Dios me hubiera hecho pelirrojo, señor Wilson!
       »—¿Por qué? —le pregunté.
       »—Pues porque hay otra vacante en la Liga de los Pelirrojos. Supone una pequeña fortuna para el hombre que la consiga, y tengo entendido que hay más plazas vacantes que candidatos, de modo que los albaceas andan desesperados sin saber qué hacer con el dinero. Solo con que mi cabello quisiera cambiar de color, ahí tendría una oportunidad que me vendría de perlas.
       »—Pero ¿de qué se trata? —pregunté.
       »Verá, señor Holmes, yo soy un hombre muy hogareño y, como mis negocios vienen a mí en lugar de salir yo a buscarlos, a menudo pasan semanas sin que ponga los pies en la calle. Por esta razón estoy poco al corriente de lo que ocurre en el exterior y siempre me gusta enterarme de alguna novedad.
       »—¿Nunca ha oído hablar de la Liga de los Pelirrojos? —me preguntó con los ojos muy abiertos.
       »—Nunca.
       »—Vaya, me sorprende mucho, porque usted podría optar a una de las vacantes.
       »—¿Y qué sacaría con eso?
       »—Oh, solo doscientas al año, pero el trabajo es mínimo y no interfiere casi con las otras ocupaciones que uno tenga.
       »Ya pueden ustedes imaginar que esto me hizo aguzar el oído, pues el negocio no había ido muy bien los últimos años y un par de cientos de libras adicionales me habrían caído de perlas.
       »—Cuéntame todo lo que sepas —le dije.
       »—Bueno —dijo él, enseñándome el anuncio—, puede ver por sí mismo que en la Liga hay una vacante, y aquí vienen las señas donde conseguir más información. Por lo que yo sé, la Liga la fundó un millonario de Estados Unidos, Ezekiah Hopkins, un tipo algo excéntrico. Era pelirrojo y sentía gran simpatía por todos los pelirrojos. Cuando murió, se supo que había dejado su enorme fortuna en manos de unos albaceas, con instrucciones de destinar los intereses a proporcionar cómodos empleos a hombres que tuvieran el cabello de este color. Por lo que he oído, la paga es espléndida y el trabajo poco.
       »—Pero —le dije— debe haber millones de pelirrojos que aspiren a la plaza.
       »—Menos de los que usted cree —respondió—. Mire, la oferta se dirige solo a londinenses y a hombres adultos. El americano empezó en Londres, cuando era joven, y quiso ser generoso con la vieja ciudad. Además, he oído que es inútil presentarse si el cabello es rojo pálido, o rojo oscuro, o de cualquier otro color que no sea un rojo realmente intenso, vivo, llameante. Si usted se presentara, señor Wilson, conseguiría la plaza de inmediato. Pero tal vez no le interese tomarse estas molestias por unos cientos de libras.
       »Bien, es un hecho, caballeros, como pueden verlo por sí mismos, que mi cabello es de un rojo intenso, y me pareció que, si había que competir en este aspecto, yo tenía tantas posibilidades como el que más. Vincent Spaulding parecía tan enterado de la cuestión que pensé que podría serme útil, de modo que le ordené echar el cierre a la tienda y venirse conmigo. Le encantó tener un día de fiesta, de modo que dejamos el negocio y nos dirigimos a la dirección que indicaba el anuncio.
       »No creo volver a ver en toda mi vida un espectáculo como aquel, señor Holmes. Del norte, del sur, del este y del oeste, todos los hombres que tenían un asomo de color rojo en el cabello habían acudido a la City en respuesta al anuncio. Fleet Street estaba inundada de pelirrojos, y Pope’s Court parecía la carretilla de un vendedor de naranjas. Jamás creí que hubiera en el país tantos pelirrojos. Los había de todas las tonalidades (paja, limón, naranja, ladrillo, setter irlandés, hígado, arcilla), pero, como había dicho Spaulding, no había muchos que tuvieran un auténtico rojo intenso y llameante. Cuando vi aquella multitud de solicitantes, me desanimé y estuve a punto de desistir, pero Spaulding no quiso ni oír hablar de ello. No sé cómo se las compuso, pero tiró de mí, empujó y embistió hasta hacerme atravesar la muchedumbre y subir la escalera que llevaba a la oficina. Había una doble corriente humana: unos subían esperanzados, y otros bajaban decepcionados. Nosotros nos abrimos paso como pudimos y pronto estuvimos dentro.
       —Su experiencia ha sido sumamente curiosa y divertida —observó Holmes, mientras su cliente hacía una pausa y se refrescaba la memoria con un buen pellizco de rapé—. Le ruego continúe su interesante relato.
       —En la oficina solo había dos sillas de madera y una mesa de despacho, tras la cual se sentaba un hombrecillo con una cabellera aún más roja que la mía. Decía unas palabras a cada candidato y luego se las ingeniaba para encontrar algún defecto que lo descalificara. Por lo visto, conseguir la plaza no era cosa fácil. Sin embargo, cuando llegó nuestro turno, el hombrecillo se mostró más predispuesto hacia mí que hacia ninguno de los otros, y cerró la puerta en cuanto entramos, a fin de intercambiar unas palabras en privado.
       »—Este es el señor Jabez Wilson —dijo mi empleado—, y desea ocupar una vacante en la Liga.
       »—Y parece admirablemente adecuado para el puesto —respondió el otro—. Cumple todos los requisitos. No recuerdo haber visto nada tan espléndido.
       »Dio un paso atrás, ladeó la cabeza y contempló mi cabello hasta que me sentí un poco avergonzado. Después se abalanzó de repente sobre mí, me estrechó la mano y me felicitó calurosamente por mi éxito.
       »—Sería injusto dudar de usted, pero seguro que me disculpará si tomo una precaución obvia —dijo, mientras me agarraba el pelo con ambas manos y tiraba de él hasta hacerme gritar de dolor—. Hay lágrimas en sus ojos —añadió al soltarme—, lo cual indica que todo está en orden. Pero hemos de tener mucho cuidado, porque han intentado ya engañarnos dos veces con pelucas y una con tinte. Podría contarle historias que le harían sentirse asqueado de la condición humana.
       »Se acercó a la ventana, y gritó por ella, con toda la fuerza de sus pulmones, que la vacante estaba cubierta. Desde abajo nos llegó un gemido de desilusión, y la multitud se dispersó, hasta que no quedó una sola cabeza pelirroja a la vista, excepto la mía y la del hombrecillo, que resultó ser el gerente.
       »—Me llamo Duncan Ross —nos dijo—, y soy uno de los pensionistas que se benefician del legado de nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson? ¿Tiene familia?
       »Le respondí que no.
       »Al instante apareció en su rostro una expresión compungida.
       »—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto sí que es grave. Lamento oírselo decir. El legado tiene lógicamente la finalidad de propagar a los pelirrojos y no solo de mantenerlos. Es una verdadera lástima que esté usted soltero.
       »Se me encogió el ánimo al oír esto, señor Holmes, pues pensé que a fin de cuentas no iba a conseguir la plaza, pero, tras reflexionar unos instantes, el señor Ross dijo que no importaba.
       »—En el caso de otro —manifestó—, ese inconveniente podía ser fatal, pero creo que debemos ser un poco flexibles cuando se trata de un hombre con un cabello como el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?
       »—Bueno, hay una pequeña dificultad, porque yo ya regento un negocio.
       »—¡Oh, no se preocupe por eso, señor Wilson! —dijo Vincent Spaulding—. Yo puedo ocuparme de él en su lugar.
       »—¿Cuál sería el horario? —pregunté.
       »—De diez a dos.
       »Ahora bien, el negocio del prestamista se realiza a última hora de la tarde, especialmente los jueves y los viernes, justo antes de la paga, por lo que me venía de perlas ganar algo por las mañanas. Además, yo sabía que mi empleado era competente y cuidaría bien del negocio.
       »—Me va bien —dije—. ¿Y la paga?
       »—Cuatro libras a la semana.
       »—¿Y el trabajo?
       »—Puramente nominal.
       »—¿Qué entiende usted por puramente nominal?
       »—Bueno, tiene que estar en la oficina, o al menos en el edificio. Si sale, pierde irremisiblemente el puesto. El testamento es muy claro en este punto. Si se ausenta de la oficina durante el horario de trabajo, incumple usted el contrato.
       »—Solo son cuatro horas al día, y no pienso salir para nada.
       »—No valdría ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—. Ni enfermedades, ni negocios, ni nada de nada. Tiene que estar usted aquí o pierde el empleo.
       »—¿Y en qué consiste el trabajo?
       »—Consiste en copiar la Enciclopedia británica. Tiene el primer volumen en esta estantería. Debe traer la tinta, las plumas y el papel, y nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Puede empezar mañana?
       »—Desde luego —respondí.
       »—Entonces, buenos días, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle otra vez por el importante cargo que ha tenido la suerte de conseguir.
       »Me despidió con un gesto, y yo volví a casa con mi empleado, sin saber apenas qué hacer ni qué decir, tan contento estaba por mi buena fortuna.
       »Pasé todo el día pensando en el asunto, y por la noche estaba de nuevo deprimido, pues me había convencido de que se trataba de un gran fraude o engaño, aunque no acertaba a imaginar cuál podía ser el objetivo. Parecía absolutamente increíble que alguien hiciera semejante testamento, o que pagaran aquella cantidad de dinero por algo tan simple como copiar la Enciclopedia británica. Vincent Spaulding hizo cuanto pudo para animarme, pero a la hora de acostarme yo había decidido dejar correr el asunto. No obstante, por la mañana determiné ir a echar un vistazo de todos modos. Así pues, compré una botella de tinta de un penique y, provisto de una pluma y de siete folios de papel, me encaminé hacia Pope’s Court.
       »Para mi sorpresa y alegría, todo estaba conforme a lo acordado. Me habían preparado la mesa, y el señor Duncan Ross estaba allí para comprobar que me ponía al trabajo. Me indicó que empezara por la letra “a” y me dejó solo, pero venía de vez en cuando para comprobar que no me faltaba nada. A las dos me despidió, me felicitó por lo mucho que llevaba escrito y cerró tras de mí la puerta de la oficina.
       »Todo siguió así día tras día, señor Holmes, y el sábado vino el gerente y me largó cuatro soberanos de oro por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió la semana siguiente, y lo mismo la otra. Todas las mañanas yo estaba allí a las diez, y todos los mediodías me marchaba a las dos. Gradualmente el señor Duncan Ross empezó a venir solo una vez cada mañana, y, transcurrido un tiempo, dejó de venir por completo. Sin embargo, nunca me atreví, claro está, a abandonar la habitación ni un instante, pues no sabía cuándo podía aparecer él, y el empleo era tan bueno, y me venía tan bien, que no quería arriesgarme a perderlo.
       »Así transcurrieron ocho semanas, y había copiado todo lo referente a Abadía y América y Armadura y Arquitectura y Ática, y esperaba llegar pronto a la B si me aplicaba. Había gastado algún dinero en papel y había llenado casi un estante con mis escritos. Y entonces, de repente, todo terminó.
       —¿Todo terminó?
       —Sí, señor. Y esta misma mañana. Fui a trabajar a las diez, como de costumbre, pero la puerta estaba cerrada con llave, y, clavado en medio del panel con una chincheta, había este cartelito. Aquí lo tiene, puede leerlo por sí mismo.
       Nos mostró una cartulina blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. Decía lo siguiente:

LA LIGA DE LOS PELIRROJOS
SE HA DISUELTO.
9 DE OCTUBRE, 1890.


       Sherlock Holmes y yo examinamos ese conciso anuncio y el rostro desolado que había detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto se impuso a cualquier otra consideración y prorrumpimos ambos en una estruendosa carcajada.
       —No veo qué tiene esto de divertido —exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de su llameante cabello—. Si no pueden hacer algo mejor que reírse de mí, puedo ir a otra parte.
       —No, no —exclamó Sherlock Holmes, haciéndole sentar de nuevo en la silla de la que se había levantado a medias—. No me perdería su caso por nada del mundo, de veras. Es refrescantemente insólito. Pero hay en él, si me permite decirlo, algunos aspectos graciosos. Cuéntenos, por favor, qué hizo usted después de encontrar la nota en la puerta.
       —Quedé anonadado, señor. No sabía qué hacer. Entonces pregunté en las oficinas de alrededor, pero nadie parecía saber nada. Por último, me dirigí al administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si podía decirme qué había pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me dijo que nunca había oído mencionar tal Liga. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Respondió que era la primera vez que oía este nombre.
       »—El caballero del número 4 —insistí.
       »—¡Ah! ¿El pelirrojo?
       »—Sí.
       »—Bueno —me dijo—, se llama William Morris. Es abogado y estaba utilizando mi habitación de forma provisional, hasta tener a punto su nuevo despacho. Se fue ayer.
       »—¿Dónde puedo dar con él?
       »—Pues en su nuevo despacho. Me dio esta dirección… Aquí está. Sí, el 17 de King Edward Street, cerca de Saint Paul’s.
       »Me dirigí hacia allí enseguida, señor Holmes, pero al llegar me encontré con una fábrica de rodilleras, y allí nadie había oído hablar de un señor William Morris ni de un señor Duncan Ross.
       —¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó Holmes.
       —Volví a mi casa de Saxe-Coburg Square y le pedí consejo a mi empleado. Pero no pudo ayudarme. Se limitó a decir que, si esperaba, recibiría noticias por correo. Pero esto a mí no me bastaba, señor Holmes. No quería perder un empleo tan bueno sin luchar. Y, como había oído decir que usted tenía la gentileza de aconsejar a la pobre gente que lo necesitaba, he venido a verle.
       —Y ha obrado usted muy sabiamente —dijo Holmes—. Su caso es absolutamente insólito y me encantará investigarlo. Por lo que usted me ha contado, pueden estar en juego cosas más graves de lo que parece a primera vista.
       —¡Y tan graves! —exclamó el señor Jabez Wilson—. ¡Como que he perdido cuatro libras a la semana!
       —En lo que a usted personalmente le concierne —observó Holmes—, no veo que tenga motivos de queja contra esta extraordinaria Liga. Muy al contrario. Tal como yo lo entiendo, es usted treinta libras más rico ahora que antes, para no mencionar los detallados conocimientos que ha adquirido sobre temas que comienzan con la letra “a”. Usted no ha perdido nada con esa gente.
       —No, señor. Pero me gustaría averiguar algo acerca de ellos, y sobre quiénes son y sobre qué se proponían con esta broma, si se trata de una broma, a mi costa. A ellos la jugarreta les ha salido cara, les ha costado treinta y dos libras.
       —Procuraremos aclararle estos puntos. Pero antes, unas preguntas, señor Wilson. En primer lugar, el empleado que le enseñó el anuncio ¿cuánto tiempo llevaba con usted?
       —Entonces, cerca de un mes.
       —¿Cómo llegó a su negocio?
       —En respuesta a un anuncio.
       —¿Fue el único aspirante?
       —No, hubo una docena.
       —¿Por qué lo eligió a él?
       —Porque tenía experiencia y salía barato.
       —De hecho, a medio sueldo.
       —Sí.
       —¿Qué aspecto tiene el tal Vincent Spaulding?
       —Bajo, fornido, de gestos vivos, barbilampiño aunque no tendrá menos de treinta años, con una mancha blanca de ácido en la frente.
       Holmes se incorporó en su asiento, muy excitado.
       —Es lo que yo pensaba —dijo—. ¿Se ha fijado en si tiene las orejas perforadas para llevar pendientes?
       —Sí, señor. Me contó que se las había perforado una gitana cuando era un chaval.
       —¡Hum! —murmuró Holmes, sumergiéndose de nuevo en sus cavilaciones—. ¿Y sigue todavía con usted?
       —Oh, sí, señor. Acabo de dejarle en casa.
       —¿Y ha atendido bien el negocio durante su ausencia?
       —No tengo la menor queja, señor. Nunca hay mucho trabajo por las mañanas.
       —Eso es todo, señor Wilson. Me complacerá darle mis opiniones en el plazo de uno o dos días. Hoy es sábado, y espero que el lunes hayamos llegado a una conclusión.
       »Bien, Watson —dijo Holmes, cuando nuestro visitante se hubo marchado—, ¿qué saca en limpio de todo esto?
       —Nada —contesté con franqueza—. Es un asunto de lo más misterioso.
       —Por regla general —dijo Holmes—, cuanto más rara es una cosa, menos misteriosa resulta. Son los delitos corrientes, que carecen de rasgos característicos, los realmente complicados, del mismo modo que un rostro vulgar resulta más difícil de identificar. Pero tengo que ocuparme enseguida de este asunto.
       —¿Y qué va a hacer? —inquirí.
       —Fumar —me respondió—. Es un problema de tres pipas, y le ruego que no me hable durante cincuenta minutos.
       Se acurrucó en su sillón, con las flacas rodillas pegadas a la nariz aguileña, y así se quedó, con los ojos cerrados y la pipa de arcilla negra sobresaliendo como el pico de un pájaro exótico. Había llegado a la conclusión de que se había dormido y empezaba yo mismo a dar cabezadas, cuando, de pronto, se levantó de un salto de su asiento, con el gesto del hombre que ha tomado una decisión, y dejó la pipa en la repisa de la chimenea.
       —Esta tarde toca Sarasate en Saint James’s Hall —comentó—. ¿Qué le parece, Watson? ¿Podrán sus pacientes prescindir de usted unas pocas horas?
       —Hoy no tengo nada que hacer. Mi trabajo nunca es demasiado absorbente.
       —Pues póngase el sombrero y venga conmigo. Antes pasaré por la City, y podemos comer algo por el camino. He visto que hay mucha música alemana en el programa, y me gusta más que la italiana o la francesa. Es introspectiva y me va mejor para concentrarme. ¡En marcha!
       Fuimos en metro hasta Aldersgate, y un breve paseo nos llevó hasta Saxe-Coburg Square, escenario de la curiosa historia que habíamos escuchado aquella mañana. Era una placita pequeña de gente venida a menos, con cuatro hileras de deslucidas casas de ladrillo, de dos pisos, que rodeaban un jardincillo vallado, donde un césped de hierbajos sin cuidar y unas marchitas matas de laurel luchaban denodadamente contra una atmósfera hostil y cargada de humo. Sobre una tienda de la esquina, tres bolas doradas y un letrero marrón, con Jabez en letras blancas, anunciaba el lugar donde nuestro cliente pelirrojo llevaba a cabo sus negocios. Sherlock Holmes se detuvo ante la casa y la examinó atentamente, con la cabeza ladeada y los ojos brillándole entre los párpados entornados. Después anduvo despacio calle arriba, y luego calle abajo hasta la esquina, sin dejar de observar las casas. Por último, regresó a la tienda del prestamista y, tras dar dos o tres fuertes golpes en el suelo con el bastón, llamó a la puerta. Abrió en el acto un joven, que tenía aspecto espabilado y parecía recién afeitado, y le invitó a entrar.
       —Gracias —dijo Holmes—, solo quería preguntar cómo se va desde aquí hasta el Strand.
       —Tercera a la derecha, cuarta a la izquierda respondió en el acto el empleado, cerrando la puerta.
       —Un tipo listo —comentó Holmes mientras nos alejábamos—. A mi juicio, es el cuarto entre los hombres más listos de Londres, y en cuanto a audacia sin duda puede aspirar al tercer puesto. Yo ya sabía algo acerca de él.
       —Es evidente —dije— que el empleado del señor Wilson desempeña un papel importante en el misterio de la Liga de los Pelirrojos. Estoy seguro de que usted solo le ha preguntado la dirección para poder verle.
       —No a él.
       —Entonces ¿qué?
       —Las rodilleras de sus pantalones.
       —¿Y qué ha visto?
       —Lo que esperaba ver.
       —¿Por qué dio antes unos golpes en la acera?
       —Mi querido doctor, es el momento de observar, no de hablar. Somos espías en territorio enemigo. Ya sabemos algo de Saxe-Coburg Square. Exploremos la zona que hay detrás.
       La calle en la que nos encontramos al volver la esquina de la recóndita Saxe-Coburg Square ofrecía un contraste tan grande con esta última como el anverso de un cuadro con su reverso. Era una de las arterias principales por las que discurre el tráfico de la City hacia el norte y hacia el oeste. La calzada estaba invadida por la inmensa corriente de tráfico comercial que fluía en ambas direcciones, en una doble marea, y el hormigueo de apresurados peatones ennegrecía las aceras. Al contemplar la hilera de tiendas elegantes y de lujosos edificios de oficinas, nadie habría imaginado que lindaba por detrás con la oscura y solitaria plazoleta que acabábamos de abandonar.
       —Veamos —dijo Holmes, parándose en la esquina y mirando la hilera de edificios—. Me gustaría recordar solo el orden de las casas que hay aquí. Una de mis aficiones es conocer Londres al dedillo. Aquí está el estanco de Morlimer, el quiosco de periódicos, la sucursal Coburg del City and Suburban Bank, el restaurante vegetariano y el almacén de carruajes McFarlane. Esto nos lleva directamente a la otra manzana. Y ahora, doctor, hemos terminado nuestro trabajo y ha llegado el momento de un poco de diversión. Un bocadillo, un café, y directos al mundo del violín, donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no hay clientes pelirrojos que nos fastidien con sus acertijos.
       Mi amigo era un entusiasta de la música; no solo un intérprete muy dotado, sino también un compositor fuera de lo común. En la butaca de platea, pasó toda la velada inmerso en la más completa felicidad, tamborileando con sus largos y delgados dedos al compás de la música, mientras su suave sonrisa y sus ojos lánguidos y soñadores eran lo opuesto a los que se podrían concebir en Holmes el sabueso, Holmes el implacable, Holmes el astuto e infalible enemigo del crimen. En su singular carácter se imponía alternativamente una naturaleza dual, y he pensado muchas veces que su extremada precisión y su gran ingenio representaban una reacción contra el talante poético y contemplativo que en ocasiones predominaba en él. Estas alternancias de carácter le llevaban de una languidez exagerada a una energía devoradora, y, como yo bien sabía, Holmes no era nunca tan formidable como tras pasar días enteros haraganeando en su sillón, entre sus improvisaciones al violín y sus libros antiguos. Entonces se apoderaba repentinamente de él el instinto de la caza, y sus portentosas dotes deductivas se elevaban al nivel de la intuición, hasta tal punto que quienes no estaban familiarizados con sus métodos lo miraban asombrados, como a un hombre que poseyera conocimientos negados a los demás mortales. Cuando aquella tarde le vi tan absorto en la música de Saint James’s Hall, presentí que se avecinaban malos momentos para aquellos a los que se había propuesto dar caza.
       —Usted querrá irse a su casa, ¿verdad, doctor? —me dijo cuando salimos.
       —Sí, será lo mejor.
       —Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas. Este asunto de Coburg Square es grave.
       —¿Por qué es grave?
       —Se está tramando un delito importante. Tengo buenas razones para creer que llegaremos a tiempo para evitarlo, pero que hoy sea sábado complica la situación. Esta noche necesitaría su ayuda.
       —¿A qué hora?
       —A las diez bastaría.
       —Estaré en Baker Street a las diez.
       —Muy bien. Y algo más, doctor. La situación puede entrañar un pequeño riesgo, y le agradeceré que se meta su revólver del ejército en el bolsillo.
       Se despidió con un gesto, giró sobre sus talones y desapareció en un instante entre la multitud.
       No me considero más torpe que mis semejantes, y sin embargo siempre me oprimía, en mis tratos con Holmes, cierta sensación de estupidez. En este caso, yo había oído lo mismo que él había oído, y había visto lo mismo que él había visto, y ahora se deducía de sus palabras que él no solo veía con claridad lo ocurrido, sino incluso lo que iba a ocurrir, mientras que para mí todo el asunto seguía confuso y disparatado. En el camino hacia mi casa de Kensington, estuve pensando en todo esto, desde la extraordinaria historia del pelirrojo copiador de la enciclopedia, hasta la visita a Saxe-Coburg Square y la advertencia de un posible peligro con que Holmes se había despedido de mí. ¿En qué consistía aquella expedición nocturna, y por qué tenía yo que ir armado? ¿Adónde iríamos y a hacer qué? Holmes me había dado a entender que el empleado barbilampiño era un tipo de cuidado, un hombre que desempeñaba un papel importante. Traté de desentrañar el misterio, pero me di, desesperado, por vencido, y decidí no pensar más en ello hasta que la noche aportara una explicación.
       Eran las nueve y cuarto cuando salí de casa y me puse en camino, a través del parque y por Oxford Street, hasta Baker Street. Había dos coches de punto ante la puerta y, al entrar en el vestíbulo, oí rumor de voces en el piso de arriba. En su habitación, encontré a Holmes en animada charla con dos individuos, en uno de los cuales reconocí a Peter Jones, agente de policía. El otro era un hombre delgado, alto, de cara triste, con un sombrero lustroso y una levita abrumadoramente respetable.
       —¡Ajá, nuestro equipo está completo! —dijo Holmes, mientras se abrochaba el chaquetón de marinero y cogía del perchero su pesado látigo de caza—. Watson, creo que usted ya conoce al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que será nuestro compañero en la aventura de esta noche.
       —Como ve, doctor —dijo Jones con su habitual afectación—, volvemos a cazar otra vez por parejas. Su amigo aquí presente es un hombre extraordinario para levantar la pieza. Solo necesita que un perro viejo le ayude a perseguirla.
       —Espero que al final no resulte que tal pieza no existe —observó el señor Merryweather en tono pesimista.
       —Puede usted depositar mucha confianza en el señor Holmes, caballero —dijo el policía con petulancia—. Tiene sus propios métodos, que son, en mi opinión, demasiado teóricos y fantasiosos, pero no puede negársele madera de detective. No exagero al decir que en una o dos ocasiones, como en el caso del asesinato de Sholto y el tesoro de Agra, ha estado más acertado que la propia policía.
       —Bien. Si usted lo dice, señor Jones, yo lo doy por bueno —concedió el desconocido con deferencia—. Sin embargo, confieso que echo de menos mi partida de bridge. En veintiséis años, es la primera noche de sábado en que me la pierdo.
       —Creo que comprobará —dijo Sherlock Holmes— que esta noche se juega usted mucho más de lo que se ha jugado a lo largo de toda su vida, y que la partida es más apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta es de unas treinta mil libras; y para usted, Jones, consiste en el hombre al que estaba ansioso por echar el guante.
       —Se refiere a John Clay, asesino, ladrón, falsificador y estafador. Es un hombre joven, señor Merryweather, pero ocupa un primerísimo lugar en su profesión, y me gustaría más ponerle las esposas a él que a cualquier otro criminal de Londres. Un hombre notable el tal Clay. Su abuelo era un duque de sangre real, y él ha estudiado en Eton y en Oxford. Su cerebro es tan ágil como sus dedos, y, aunque encontramos a cada momento huellas de su paso, nunca sabemos dónde encontrarle. Una semana revienta una caja fuerte en Escocia y a la siguiente recauda dinero para construir un orfanato en Cornualles. Llevo años tras su pista y aún no he logrado ponerle la vista encima.
       —Espero tener el placer de presentárselo esta noche —dijo Sherlock Holmes—. También yo he tenido un par de problemillas con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que ocupa un primerísimo lugar dentro de su profesión. Pero son ya más de las diez y debemos ponernos en marcha. Si ustedes dos suben al primer coche, Watson y yo les seguiremos en el segundo.
       Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el largo trayecto. Arrellanado en su asiento, estuvo tarareando las melodías que había oído aquella tarde. Recorrimos al trote un interminable laberinto de calles iluminadas por farolas de gas y desembocamos en Farrington Street.
       —Ya estamos cerca del final —observó mi amigo—. Ese Merryweather es director de banco y el asunto le concierne personalmente. Y me ha parecido conveniente que también nos acompañara Jones. Aunque es un completo inepto en su profesión, no es un mal tipo. Tiene una innegable virtud. Es valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus pinzas sobre alguien. Ya hemos llegado, y ellos nos están esperando.
       Nos encontrábamos en la misma calle concurrida donde habíamos estado por la mañana. Despedimos nuestros coches, y, guiados por el señor Merryweather, recorrimos un estrecho pasadizo y traspusimos una puerta lateral, que él nos abrió. Tras ella había un angosto corredor, que terminaba en una maciza puerta de hierro. También esta fue abierta, y nos encontramos ante un tramo de empinados peldaños de piedra que descendían hasta otra puerta formidable. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna. Nos condujo después a lo largo de un oscuro pasadizo que olía a tierra, y por último, tras abrir una tercera puerta, nos introdujo en un enorme sótano, atestado de grandes cajas.
       —Esto no es muy vulnerable desde arriba —observó Holmes, levantando la linterna y mirando a su alrededor.
       —Ni desde abajo —dijo el señor Merryweather, mientras golpeaba con el bastón las losas que pavimentaban el suelo—. Pero ¡válgame Dios! ¡Esto suena a hueco! —exclamó, mirándonos sorprendido.
       —¡Le agradeceré que no arme tanto alboroto! —le reconvino Holmes con severidad—. Acaba de poner en peligro el éxito de nuestra expedición. ¿Puedo rogarle que tenga la gentileza de sentarse en una de esas cajas y estarse quieto?
       El solemne señor Merryweather se sentó en un cajón de embalaje, con una expresión profundamente ofendida en el rostro, mientras Holmes se arrodillaba en el suelo y, provisto de la linterna y de una lupa, empezaba a examinar con atención las rendijas que se abrían entre las losas. Le bastaron unos pocos segundos, porque enseguida se levantó satisfecho y volvió a meterse la lupa en el bolsillo.
       —Tenemos al menos una hora por delante —observó—, porque no pueden hacer nada hasta que el bueno de nuestro prestamista se haya ido a la cama. Entonces no perderán un minuto, pues cuanto antes concluyan su trabajo, de más tiempo dispondrán para la huida. Como sin duda habrá usted adivinado, doctor, nos hallamos en el sótano de la sucursal que tiene en la City uno de los principales bancos de Londres. El señor Merryweather es el presidente del consejo, y él le explicará que existen buenas razones para que los delincuentes más audaces de Londres estén en estos momentos vivamente interesados en este sótano.
       —Es nuestro oro francés —susurró el presidente del consejo—. Hemos tenido varios avisos de que podían intentar apoderarse de él.
       —¿Su oro francés?
       —Sí. Hace unos meses tuvimos oportunidad de reforzar nuestras reservas y, con tal propósito, recibimos en préstamo treinta mil napoleones del Banco de Francia. Se ha sabido que no hemos tenido ocasión de desempaquetar el dinero y que está todavía en nuestro sótano. El cajón donde estoy sentado contiene dos mil napoleones, protegidos por láminas de plomo. En estos momentos nuestras reservas en oro son mucho mayores que las que suelen guardarse en una sola sucursal, y los directores han manifestado sus temores al respecto.
       —Perfectamente justificables —observó Holmes—. Y ahora ha llegado el momento de establecer nuestros pequeños planes. Calculo que las cosas se pondrán en marcha dentro de una hora. Entretanto, señor Merryweather, será mejor cerrar la pantalla de esa linterna.
       —¿Y quedarnos a oscuras?
       —Me temo que sí. Había traído una baraja y pensaba que, dado que somos cuatro, podría usted disfrutar a fin de cuentas de su partida. Pero veo que los preparativos del enemigo están tan avanzados que no podemos arriesgarnos a tener luz. Y, en primer lugar, debemos escoger nuestras posiciones. Son hombres muy audaces y, aunque les pillemos en desventaja, pueden hacernos daño si no vamos con cuidado. Yo me situaré detrás de esta caja, y ustedes escóndanse detrás de aquellas. Después, cuando yo los enfoque con la linterna, rodéenlos enseguida. Y si disparan, Watson, no tenga reparos en abatirlos a balazos.
       Coloqué mi revólver, amartillado, sobre el cajón de madera tras el cual me había agazapado. Holmes cerró la pantalla de su linterna y nos sumió en la negra oscuridad, la oscuridad más absoluta que yo había experimentado jamás. Solo el olor del metal recalentado nos aseguraba que la luz seguía allí, pronta a brillar cuando llegara el momento. Para mí, con los nervios crispados por la espera, había algo deprimente y opresivo en las súbitas tinieblas y en el aire frío y húmedo del sótano.
       —Solo tienen un camino para escapar —susurró Holmes—. Retroceder, a través de la casa, hasta Saxe-Coburg Square. Supongo que ha hecho usted lo que le pedí, ¿verdad, Jones?
       —Tengo apostados a un inspector y dos agentes ante la puerta principal.
       —En tal caso, hemos tapado todos los agujeros. Y ahora solo resta guardar silencio y esperar.
       ¡Qué despacio transcurrió el tiempo! Más adelante, al comparar notas, resultó que solo había sido una hora y cuarto, pero a mí me parecía que había pasado la noche entera y que estaba ya a punto de amanecer. Tenía las extremidades doloridas y agarrotadas, pues no me atrevía a cambiar de posición, pero mis nervios habían alcanzado el límite extremo de tensión, y mi oído se había agudizado hasta tal punto que, no solo oía la suave respiración de mis compañeros, sino que era capaz de distinguir el tono más pesado y ruidoso de las inspiraciones del corpulento Jones de la nota frágil y fatigosa del presidente del consejo. Desde mi posición, podía mirar por encima del cajón el suelo del sótano. De pronto mis ojos captaron un destello de luz.
       Al principio no fue más que una chispita en el pavimento de piedra. Después se fue alargando hasta convertirse en una línea amarilla, y después, sin que mediara aviso y sin el menor sonido, pareció abrirse una hendidura y asomó una mano, una mano blanca, casi femenina, que palpó a su alrededor en la pequeña zona de luz. Durante un minuto o más la mano, con sus dedos inquietos, siguió sobresaliendo del suelo. Después se retiró tan de repente como había aparecido, y todo volvió a quedar en la oscuridad, salvo aquel débil resplandor que indicaba un resquicio entre las losas.
       Sin embargo, la desaparición fue solo momentánea. Con un chasquido, una de las losas de piedra blanca se levantó por un lado y dejó una abertura cuadrada de la que brotaba la luz de una linterna. Por ella asomó un rostro juvenil y barbilampiño, que miró atentamente a su alrededor, y luego, con una mano a cada lado del boquete, se izó primero hasta los hombros y después hasta la cintura, para apoyar al fin una rodilla en el borde. Un instante más tarde estaba de pie junto al agujero y ayudaba a subir a un compañero, bajo y delgado como él, con el rostro pálido y una mata de cabello de color rojo intenso.
       —Todo está tranquilo —susurró el primero—. ¿Llevas el escoplo y los sacos? ¡Maldita sea! ¡Salta, Archie, salta, yo ya me las compondré!
       Sherlock Holmes se había abalanzado sobre el intruso y lo había agarrado por el cuello de la chaqueta. El otro individuo se dejó caer por el agujero y pude oír el ruido de la tela rasgada al aferrarle Jones por la ropa. La luz centelleó en el cañón de un revólver, pero el látigo de Holmes cayó sobre la muñeca del individuo que lo empuñaba, y el arma rebotó con un chasquido metálico sobre el suelo de piedra.
       —Es inútil, John Clay —dijo Holmes, con suavidad—. No tiene la menor posibilidad.
       —Ya lo veo —respondió el otro con total frialdad—. Espero que mi compañero esté a salvo, aunque se hayan quedado con los faldones de su levita.
       —Hay tres hombres esperándole en la puerta de la calle —dijo Holmes.
       —¡Vaya! ¡No ha descuidado usted un solo detalle! Debo felicitarle.
       —Y yo a usted. La idea de los pelirrojos fue de lo más original y eficaz.
       —No tardará usted mucho en volver a ver a su amigo —les interrumpió Jones—. Es más rápido que yo descolgándose por agujeros. Extienda las manos para que le ponga las esposas.
       —Le ruego que no me toque con sus sucias manos —dijo nuestro prisionero, mientras las esposas se cerraban en torno a sus muñecas—. Tal vez ignore que por mis venas corre sangre real. Y cuando se dirija a mí tenga la gentileza de llamarme «señor» y pedirme las cosas «por favor».
       —De acuerdo —dijo Jones, mirándolo con una sonrisa socarrona—. ¿Tendría el señor la gentileza de subir, por favor, arriba, para que cojamos un coche que lleve a Su Alteza a la comisaría?
       —Así está mejor —dijo John Clay, sin perder la calma.
       Nos saludó a los tres con una reverencia y salió tranquilamente, custodiado por el policía.
       —La verdad, señor Holmes —dijo el señor Merryweather, mientras salíamos tras ellos del sótano—, no sé cómo podrá el banco agradecerle ni recompensarle por lo que ha hecho. No cabe duda de que ha adivinado y frustrado uno de los intentos de robo a un banco más audaces de los que haya noticia.
       —Yo tenía un par de cuentas pendientes con el señor John Clay —dijo Holmes—. He incurrido en unos pequeños gastos para resolver el caso y espero que el banco me los rembolse, pero, aparte de esto, me considero bien pagado con haber disfrutado de una experiencia tan extraordinaria y con haber oído la increíble historia de la Liga de los Pelirrojos.

       —Ya ve, Watson —me explicó Holmes a altas horas de la madrugada, sentados ante dos whiskies con soda en Baker Street—, desde un principio era evidente que el único objetivo posible de esta fantástica patraña del anuncio de la Liga y de copiar la Enciclopedia británica era quitar de en medio durante unas horas al día a nuestro no demasiado espabilado prestamista. Fue una curiosa manera de conseguirlo, pero sería difícil imaginar otra mejor. Sin duda la idea se la sugirió al ingenioso Clay el color del cabello de su cómplice. Cuatro libras a la semana era un cebo seguro para atraer al prestamista, ¿y qué significaban para ellos, metidos en una jugada de miles? Publican el anuncio, uno de los granujas alquila temporalmente la oficina, el otro incita al hombre a solicitar la plaza, y entre los dos se aseguran de que estará ausente todas las mañanas. En cuanto oí que el dependiente aceptaba trabajar por la mitad de sueldo, comprendí que debía de tener una razón muy poderosa para ocupar el empleo.
       —Pero ¿cómo pudo adivinar cuál era el motivo?
       —Si hubiera habido mujeres en la casa, habría sospechado que se trataba de una intriga más vulgar. Pero esto queda descartado. El negocio del prestamista era modesto, y no había nada en su casa que justificara unos preparativos tan elaborados y unos gastos como los que hicieron. Debía tratarse, pues, de algo externo a la casa. ¿Qué podía ser? Pensé en la afición del empleado a la fotografía y en su costumbre de desaparecer en el sótano. ¡El sótano! Ahí estaba el extremo del enmarañado ovillo. Entonces hice algunas averiguaciones acerca del misterioso empleado y descubrí que me enfrentaba a uno de los delincuentes más fríos y audaces de Londres. Algo estaba haciendo en el sótano…, algo que requería varias horas al día durante meses. Una vez más, ¿qué podía ser? Solo se me ocurrió que estaba excavando un túnel hacia otro edificio.
       »Hasta aquí había llegado cuando visitamos el escenario de los hechos. Le sorprendió, Watson, verme golpear el pavimento con el bastón. Quería comprobar si el sótano se prolongaba hacia delante o hacia atrás de la casa. No era hacia delante. Llamé entonces a la puerta y, como esperaba, abrió el empleado. Habíamos tenido alguna escaramuza, pero no nos habíamos visto nunca. Apenas le miré la cara. Eran sus rodillas lo que quería ver. Supongo que advertiría usted lo sucios, gastados y arrugados que estaban los pantalones en este punto. Revelaban horas y horas excavando. Solo restaba por averiguar con qué objetivo excavaba. Di la vuelta a la esquina, vi que el City and Suburban Bank quedaba a la espalda de la tienda del prestamista y supe que había resuelto el enigma. Cuando usted volvió a casa, después del concierto, yo hice una visita a Scotland Yard y al presidente del consejo del banco, con los resultados que ha podido ver.
       —¿Y cómo averiguó que darían el golpe esta noche?
       —Bueno, que cerraran la oficina de la Liga indicaba que ya no les molestaba la presencia del señor Jabez Wilson. En otras palabras, que ya habían terminado el túnel. Y era esencial utilizarlo enseguida, antes de que lo descubrieran o de que el oro fuera trasladado a otro lugar. El sábado era el mejor día, pues les dejaba otros dos para escapar. Por todas estas razones, yo esperaba que comparecieran esta misma noche.
       —¡Un razonamiento perfecto! —exclamé, sin ocultar mi admiración—. Una cadena tan larga y no falla ni uno solo de los eslabones.
       —Me salvó del aburrimiento —respondió Holmes con un bostezo—. Pero, alàs, ya lo siento abatirse de nuevo sobre mí. Mi vida se consume en un prolongado esfuerzo para escapar a las vulgaridades de la existencia. Y esos problemillas me ayudan a conseguirlo.
       —Y es usted un benefactor de la humanidad —dije.
       Holmes se encogió de hombros.
       —Bien, tal vez, a fin de cuentas, sea de cierta utilidad —observó—. «L’homme c’est rien, l’oeuvre c’est tout»
[“El hombre no es nada, el trabajo lo es todo”], como le escribió Gustave Flaubert a George Sand.


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