Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


Su último saludo (1917)
(“His Last Bow. The Wars Service of Sherlock Holmes”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (septiembre 1917)
His Last Bow: Some Reminiscences of Sherlock Holmes
(Londres: John Murray, 1917, 305 págs.)


Un epílogo de Sherlock Holmes

      Eran las nueve de la noche del 2 de agosto: el agosto más terrible de la historia del mundo. Se hubiese podido pensar que la maldición divina se cernía ya sobre un mundo depravado, porque había un silencio imponente y una sensación de una expectación imprecisa en el aire bochornoso y estancado. El sol se había puesto hacía mucho, pero al oeste, en el horizonte, había dejado una grieta de color rojo sangre semejante a una herida abierta. Encima, las estrellas brillaban intensamente, y, debajo, las luces de los barcos titilaban en la bahía. Los dos célebres alemanes se encontraban junto al antepecho de piedra del paseo del jardín, con la casa baja y alargada, de pesados gabletes, detrás de ellos, y miraban hacia la gran extensión de playa que había al pie del prominente acantilado calizo en el que Von Bork, como un águila errante, se había posado cuatro años antes. Permanecían con las cabezas muy cerca una de la otra, hablando en voz baja y tono confidencial. Desde abajo, los extremos brillantes de sus cigarros hubiesen podido parecer los ojos incandescentes de algún demonio maligno que mirase hacia la oscuridad.
       Un hombre notable este Von Bork… un hombre que apenas tenía igual entre los fervorosos agentes del káiser. Su talento fue lo razón por la que se le encomendó la misión inglesa, la misión más importante de todas. Sin embargo, desde el momento en que se hizo cargo de esta, ese talento se había vuelto cada vez más evidente para la media docena de personas que conocían la verdad. Una de ellas era su actual acompañante, el barón Von Herling, el secretario en jefe de la embajada, cuyo enorme Benz de cien caballos de potencia bloqueaba el sendero, como si esperara para llevar a su propietario de regreso a Londres por el aire.
       —Hasta donde puedo saber por el curso de los acontecimientos, probablemente estará de vuelta en Berlín en el plazo de una semana —estaba diciendo el secretario—. Cuando llegue allí, mi querido Von Bork, creo que se sorprenderá del recibimiento que le espera. Resulta que sé lo que se piensa en las altas esferas de su trabajo en este país.
       Era un hombre gigantesco este secretario, a lo alto y a lo ancho, con una manera de hablar lenta y grave que había sido su mayor baza en su carrera política.
       Von Bork se rió.
       —No es muy difícil engañarlos —comentó—. No se puede imaginar un pueblo más dócil y más ingenuo.
       —Eso no lo tengo tan claro —dijo el otro pensativamente—. Tienen unas limitaciones extrañas y se debe aprender a observarlos. Esa ingenuidad superficial suya constituye una trampa para el extranjero. La primera impresión que se tiene de ellos es que son completamente blandos. Entonces, de repente, uno se topa con algo muy duro, y sabe que ha alcanzado el límite y que debe adaptarse a ello. Por ejemplo, tienen sus convencionalismos insulares, que, simplemente, hay que acatar.
       —¿Habla de «los buenos modales» y esa clase de cosas? —Von Bork suspiró como alguien que ha sufrido mucho.
       —Hablo de los prejuicios británicos y todas sus raras manifestaciones. Como ejemplo, puedo citar una de mis peores meteduras de pata… puedo permitirme hablar de mis meteduras de pata, puesto que ya conoce mi trabajo lo suficientemente bien como para ser consciente de mis éxitos. Sucedió cuando vine por primera vez. Me invitaron a un fin de semana en la casa de campo de un ministro del Gobierno. Lo que allí se decía era asombrosamente indiscreto.
       Von Bork asintió con la cabeza.
       —He estado allí —dijo secamente.
       —Eso es. Bueno, por supuesto, envié un resumen de la información a Berlín. Por desgracia, nuestro buen canciller es un poco torpe con estos asuntos, e hizo un comentario que indicaba que era consciente de lo que se había dicho allí. Eso, claro está, volvió las miradas directamente hacia mí. No tiene idea del perjuicio que me causó. Nuestros anfitriones británicos no tuvieron nada de blando en esa ocasión, se lo aseguro. Me costó dos años que se olvidara aquello. Ahora, usted, con esa pose de deportista que tiene…
       —No, no la llame pose. Una pose parece algo artificial. Lo mío es natural. Soy un deportista nato. Me divierte.
       —Bueno, eso lo hace más eficaz. Hace vela con ellos, caza con ellos, juega al polo, compite en todos sus juegos, y su coche de cuatro caballos se llevó el premio en el Olympia. Incluso me he enterado de que ha llegado a boxear con los oficiales jóvenes. ¿Cuál es el resultado de todo eso? Nadie se lo toma en serio. Usted es «buena gente», «un tipo bastante decente para ser alemán», un bebedor, un trasnochador, un vividor, un irresponsable. Y, mientras tanto, esta tranquila casa de campo suya es la fuente de la mitad de los males de Inglaterra, y el caballero de provincias deportista, el agente secreto más taimado de Europa. Un genio, mi querido Von Bork… ¡es usted un genio!
       —Me halaga, barón. Aunque es cierto que puedo reivindicar que mis cuatro años en este país no han sido improductivos. Nunca le he enseñado mi pequeño almacén. ¿Le interesaría pasar dentro un momento?
       La puerta del despacho daba directamente a la terraza. Von Bork, que abría la marcha, la empujó y pulsó el interruptor de la luz eléctrica. Cuando cruzó el inmenso cuerpo que le seguía, cerró la puerta y corrió la pesada cortina para tapar por completo la ventana enrejada. Solo después de tomar de todas esas precauciones y asegurarse bien, volvió su rostro moreno y aquilino hacia su invitado.
       —Algunos de mis documentos han salido ya —comentó—. Cuando se marcharon mi mujer y el servicio para Flesinga, se llevaron los menos importantes con ellos. Por supuesto, debo solicitar la protección de la embajada para los demás.
       —Su nombre ya consta como parte del personal de la delegación. Ni usted ni su equipaje tendrán ningún problema. Por supuesto, cabe la posibilidad de que no tengamos que irnos. Inglaterra puede abandonar a Francia a su suerte. Estamos seguros de que no hay un tratado vinculante entre ambas naciones.
       —¿Y a Bélgica?
       —Sí, de Bélgica también se puede desentender.
       Von Bork movió la cabeza dubitativamente.
       —No veo cómo es posible. Ahí sí que hay un tratado firmado. No podría levantar cabeza nunca de una humillación así.
       —Al menos, seguiría en paz de momento.
       —Pero ¿y su honor?
       —¡Uy, el honor! Vivimos en la era del utilitarismo, señor mío. El honor es un concepto medieval. Además, Inglaterra no está preparada. Es algo inaudito, pero ni siquiera nuestro impuesto bélico especial de cincuenta millones, que uno pensaría que deja tan claras nuestras intenciones como si las hubiésemos anunciado en la portada del Times, ha sacado a esta gente de su letargo. Alguna que otra vez, se oye alguna pregunta. Me encargo de encontrar una respuesta. Alguna que otra vez, hay alguien que se molesta. Me encargo de calmar los ánimos. Con todo, puedo asegurarle que, en lo que concierne al almacenamiento de municiones, los preparativos ante un ataque submarino, los planes para fabricar explosivos potentes, en otras palabras, lo esencial, no hay nada preparado. Así que no sé cómo entraría Inglaterra en la guerra, sobre todo, cuando hemos alentado el diabólico enredo de la guerra civil irlandesa, a los exaltados rompeventanas y Dios sabe qué más, para mantenerlos preocupados con sus asuntos domésticos.
       —Debe pensar en su futuro.
       —Bueno, esa es otra historia. Supongo que, en el futuro, tendremos nuestros propios planes definitivos en relación a Inglaterra, y que su información nos será absolutamente esencial. Puede ser hoy o puede ser mañana, pero nos veremos las caras con el señor John Bull. Si prefiere que sea hoy, estamos completamente preparados. Si es mañana, estaremos más preparados todavía. Yo opino que es más inteligente pelear con aliados que sin ellos, aunque eso ya es cosa suya. Esta semana se juegan su destino. Pero me estaba hablando de sus documentos.
       Se sentó en el sillón, donde la luz se reflejaba sobre su despejada cabeza, y le dio unas caladas plácidamente a su cigarro.
       La habitación, revestida de paneles de roble y llena de libros, tenía una cortina que colgaba en el rincón más alejado. Cuando tiró de ella, descubrió una gran caja de seguridad de bronce. Von Bork sacó una llave de la cadena de su reloj, y, después de manipular la cerradura laboriosamente, abrió la pesada puerta.
       —¡Mire! —le dijo apartándose y haciendo un gesto con la mano.
       La luz brilló con fuera en la caja abierta, y el secretario miró fascinado las hileras de archivadores repletos con la que estaba surtida. Cada archivador tenía una etiqueta y sus ojos los recorrieron leyendo una larga serie de títulos como «Vados», «Defensas portuarias», «Aeroplanos», «Irlanda», «Egipto», «Fortificaciones de Portsmouth», «El canal», «Rosyth» y una veintena más. Cada compartimento estaba atestado de documentos y planos.
       —¡Fantástico! —dijo el secretario, quitándose el cigarro de la boca y aplaudiendo con sus rollizas manos.
       —Y todo esto en cuatro años, barón. No está mal el despliegue para el caballero de provincias que no se dedica más que a beber y a montar a caballo. Y la joya de mi colección está al llegar y ahí tiene el engaste listo.
       Señaló hacia un hueco donde había escrito con letras de molde «Señales navales».
       —Pero ya tiene ahí un buen expediente.
       —Son documentos inútiles, para tirar. De alguna manera, el Almirantazgo se puso sobreaviso y cambiaron todos los códigos. Fue un duro golpe, barón… el peor revés de toda mi misión. Aun así, gracias a mi chequera y al bueno de Altamont todo volverá a estar bien esta noche.
       El barón miró su reloj y dejó escapar una ronca exclamación decepcionado.
       —Vaya, hombre, no puedo esperar más. Como imaginará, hay cosas cociéndose en el Carlton Terrace y tenemos que estar todos en nuestros puestos. Tenía la esperanza de poder llevar la noticia de su gran golpe. ¿No le concretó Altamont alguna hora en concreto?
       Von Bork le pasó un telegrama.

    Iré sin falta esta noche y le llevaré las bujías nuevas.

ALTAMONT

       —Vaya, vaya, bujías nuevas, ¿eh?
       —Ya ve usted, él finge ser un experto en coches y yo tengo el garaje lleno. En nuestro código, todo aquello que podría suceder tiene nombre de recambio. Si habla de un radiador, se trata de una batalla naval; de una bomba de aceite, un crucero, etcétera. Bujías nuevas son señales navales.
       —Enviado desde Portsmouth al mediodía —dijo el secretario examinando el remitente—. Por cierto, ¿cuánto le da?
       —Quinientas libras por este trabajo en concreto. Por supuesto, tiene también un sueldo fijo.
       —Menudo sinvergüenza más codicioso. Estos traidores son útiles, pero me cuesta pagarle a gente sin honor.
       —A mí no me cuesta pagar a Altamont. Trabaja de manera admirable. Le pago bien, me lo devuelve con creces, por utilizar sus propias palabras. Además, no es un traidor. Le aseguro que nuestro prusiano más pangermánico es una palomita blanca si comparamos sus sentimientos hacia Inglaterra con los de un auténtico irlandés americano resentido.
       —¿Conque un irlandés americano?
       —Si lo oyese usted hablar, no le cabría duda. Le aseguro que algunas veces no soy capaz de seguirle. Parece haberle declarado la guerra al idioma inglés tanto como al mismo rey. ¿De verdad tiene que irse? Lo más probable es que llegue en cualquier momento.
       —No. Lo lamento, pero ya me he quedado demasiado. Le espero mañana por la mañana temprano, y cuando cruce la puertecita del rellano del duque de York con la compilación de las señales bajo el brazo, podrá ponerle un broche final a su hoja de servicios inglesa. ¡Cómo! ¡Un Tokaji! —dijo señalando una botella polvorienta exageradamente precintada con dos altas copas encima de una bandeja.
       —¿Puedo ofrecerle una copa antes de que se marche?
       —No, gracias. Pero parece toda una celebración.
       —Altamont tiene buen paladar para los vinos y se ha encaprichado de mi Tokaji. Es un tipo quisquilloso y le sigo la corriente con estas nimiedades. Tengo que tomar notas con él, se lo aseguro.
       Habían vuelto a salir paseando a la terraza y la bordearon hasta el final, donde el enorme automóvil se estremeció y carraspeó al darle el chófer del barón al contacto.
       —Aquellas luces son Harwich, supongo —dijo el secretario poniéndose el guardapolvo—. Qué silencioso y apacible parece todo. En una semana quizá haya otras luces, ¡y la costa inglesa sea un lugar menos tranquilo! El cielo tampoco estará tan calmado si todo lo que nos promete el bueno de Zeppelin es cierto. A propósito, ¿quién es esa?
       Solo quedaba una ventana iluminada detrás de ellos. Se veía una lámpara en el interior, y junto a esta, sentada en una mesa, una encantadora anciana de mejillas sonrosadas con una cofia campesina. Estaba haciendo punto encorvada y paraba de vez en cuando para acariciar a un gran gato negro en un taburete que tenía al lado.
       —Esa es Martha, la única sirvienta que se queda aquí.
       El secretario se rió por lo bajo.
       —Casi podría encarnar la imagen de Bretaña —dijo— con su absoluto ensimismamiento y ese aire de cómoda somnolencia. Bueno, ¡au revoir, Von Bork!
       Hizo un último saludo con la mano y entró en el coche. Un momento después, los dos conos dorados de los faros delanteros atravesaron la oscuridad. El secretario se recostó en los cojines de la lujosa limusina, tan absorto en la inminente tragedia europea que ni siquiera advirtió que, cuando doblaba la calle del pueblo, casi pasa por encima de un pequeño Ford que venía en sentido contrario.
       Von Bork volvió caminando lentamente al despacho una vez las luces del automóvil se extinguieron en la lejanía. Al pasar, reparó en que su vieja ama de llaves había apagado su lámpara y se había ido a acostar. Era una experiencia nueva para él, el silencio y la oscuridad de su espaciosa casa, pues su familia y su servicio habían sido siempre numerosos. Sin embargo, era un alivio pensar que estaban todos a salvo y que, exceptuando a esa única anciana que se había quedado en la cocina, disponía de toda la casa para él. Tenía una larga tarea por hacer en su estudio organizándolo todo y se puso a ello hasta que los papeles ardiendo acaloraron su rostro inteligente y atractivo. Al lado de la mesa había una maleta de cuero y en ella comenzó a guardar metódicamente y con esmero el valioso contenido de la caja fuerte. Acababa de empezar a hacerlo cuando su fino oído captó el sonido de un automóvil a lo lejos. En ese mismo instante, dejó escapar una exclamación satisfecho, cerró la maleta con las correas, echó la llave a la caja fuerte, y salió rápidamente a la terraza. Llegó justo a tiempo para ver cómo las luces de un automóvil pequeño se detenían en la puerta del jardín. Un pasajero salió de él y se acercó a paso ligero, mientras el chófer, un anciano fornido con un bigote gris, se acomodaba en el asiento resignado a una larga espera.
       —¿Y bien? —preguntó Von Bork con impaciencia corriendo al encuentro de su visitante.
       Por respuesta, el hombre meneó un pequeño paquete envuelto en papel marrón por encima de su cabeza.
       —Venga esa mano, amigo —exclamó—, que esta noche me gano los garbanzos.
       —¿Las señales?
       —Las mismas que dije en mi cable. Hasta la última: semáforo de banderas, código de focos, radio… pero, cuidado, que son una copia, no el original. Era demasiado peligroso. Aún así, está todo de fábula, puede jugarse lo que quiera.
       Le dio una palmada en el hombro con unas familiaridades que hicieron respingar al alemán.
       —Pase —le dijo—. Estoy solo en casa. No me he quedado más que por esto. Por supuesto, una copia es mejor que el original. Si les faltara un original, cambiarían absolutamente todo. ¿Cree que esta copia es fiable punto por punto?
       El irlandés americano había entrado en el despacho y había estirado sus largas piernas tras sentarse en el sillón. Era un hombre alto, flaco, de unos sesenta años, de rasgos marcados y una pequeña perilla que le daba un aire a las caricaturas del Tío Sam. Un puro chupeteado y a medio fumar colgaba de la comisura de su boca y, mientras se sentaba rascó una cerilla, y se lo volvió a encender.
       —¿Se muda a un barrio mejor? —comentó mirando a su alrededor—. Oiga, amigo —añadió poniendo los ojos en la caja fuerte que dejaba ver la cortina descorrida—, no me dirá que mete los papeles en eso.
       —¿Por qué no?
       —Pero, amigo, ¡en un chisme que está como abierto de par en par! Y lo tienen de espía. Cristo, un ratero yanqui se lo llevaba todo con un abridor. Si hubiese sabido que mis cartas iban a estar bailando en una cosa así, no hubiese sido tan pavo de escribirle a usted ni a tiros.
       —Me sorprendería mucho que un ratero forzara esa caja fuerte —respondió Von Bork—. Ese metal no lo corta usted con ninguna herramienta.
       —¿Y la chapa?
       —Tampoco, es una cerradura de doble combinación. ¿Sabe lo que es eso?
       —Ni papa —dijo el americano.
       —Pues bien, necesita una clave y una serie de números para que la cerradura funcione. —Se levantó y le indicó un disco doble con radios que había alrededor del ojo de la cerradura—. Este de fuera es para las letras, el de dentro para los números.
       —Vaya, vaya, míralo.
       —Así que no es tan sencillo como pensaba. La mandé fabricar hace cuatro años, ¿y qué palabra y qué números cree que elegí?
       —No tengo ni idea.
       —Pues elegí como palabra «Agosto» y «1914» como números. Y aquí estamos.
       El rostro del americano mostró sorpresa y admiración.
       —¡No! Pero ¡qué listo! Ha dado en todo el clavo.
       —Sí, incluso entonces, unos pocos adivinamos la fecha. Ya ha llegado y mañana echaré el cerrojo por la mañana.
       —Bueno, supongo que tendrá que arreglar las cosas conmigo también. No me voy a quedar en este condenado país más solo que un perro. En una semana o menos, tendremos un John Bull rampando y soltando zarpazos, así lo veo yo. Y prefiero verlo del otro lado del charco.
       —Pero ¿no es ciudadano americano?
       —¿Y qué? También lo era Jack James, y está entre rejas en Portland. No vale de nada decirle a la poli británica que eres ciudadano americano. «Esto es Gran Bretaña y se cumplen las leyes de aquí», te dicen. Por cierto, amigo, hablando de Jack James, me parece que no hace mucho para cubrir a sus hombres.
       —¿Qué quiere decir? —preguntó Von Bork brusco.
       —Vaya, que usted es su jefe, ¿no? Que tiene que encargarse usted de que no los atrapen. Y si los atrapan, ¿cuándo los saca del lío? Ahí tiene a James…
       —Eso fue su culpa. Usted lo sabe. Era demasiado cabezota para este trabajo.
       —James era un burro… se lo reconozco. Pero ahí tenemos a Hollis.
       —Que está loco.
       —De acuerdo, estaba un poco tarado al final. Cuando hay que representar un papel todo el día con cien tipos dispuestos a darle un soplo a la poli, normal que acabe uno en una casa de locos. ¿Y qué me dice de Steiner?
       Von Bork se sobresaltó violentamente y su rostro enrojecido se puso una pizca más pálido.
       —¿Qué pasa con Steiner?
       —Que lo atraparon, vaya, eso pasó. Entraron en su bodega anoche y ya están él y sus papeles en la cárcel de Portsmouth. Usted toma la puerta y el pobre tipo tendrá que aguantar el chaparrón entero, y suerte tendrá si sale con vida de esta. Ahí lo tiene, por eso quiero cruzar el charco en cuanto se largue.
       Von Bork era un hombre fuerte y circunspecto, pero era fácil ver que las noticias lo habían afectado.
       —¿Cómo han podido coger a Steiner? —murmuró—. Es el peor golpe de todos.
       —Bueno, ha estado a punto de haber uno peor, porque me da a mí que los tengo encima.
       —¡No lo dirá en serio!
       —Ya lo creo. Le hicieron algunas preguntas a mi casera, allá en Fratton, y, cuando me enteré, me dije que era hora de abrirme. Lo que me gustaría saber, amigo, es cómo saben los polis esas cosas. Steiner es el quinto hombre que pierde desde que me asocié con usted, y tengo claro el nombre del sexto como no me espabile. ¿Cómo se explica eso y no se le cae la cara de perder a sus hombres?
       Von Bork se puso completamente rojo.
       —Pero ¡cómo se atreve de hablarme de esa manera!
       —Si no me atreviera a hacer cosas, amigo, no estaría a su servicio. Le diré lo que tengo en la cabeza sin más. Oí que, cuando un agente ha cumplido su trabajo, ustedes, los políticos alemanes, no regatean mucho por ellos.
       Von Bork se levantó de un salto.
       —¡Se atreve a insinuar que he traicionado a mis propios agentes!
       —No digo eso, amigo, pero tiene a un soplón o una fuga en algún sitio, y se tiene que encargar usted de descubrir dónde. En cualquier caso, yo no me arriesgo más. Me espera la bonita Holanda y cuanto antes, mejor.
       Von Bork dominó su cólera.
       —Hemos sido aliados demasiado tiempo para pelearnos ahora, en el momento de nuestra victoria —dijo—. Ha realizado un trabajo espléndido y ha corrido sus riesgos, y no lo olvidaré. Vaya como pueda a Holanda, y embarque en Rotterdam hacia Nueva York. En una semana no habrá otra ruta segura. Me llevaré el libro y lo guardaré con el resto.
       El americano tenía el paquete en la mano, pero no dio indicio alguno de entregárselo.
       —¿Qué hay de la lana? —preguntó.
       —¿De la qué?
       —La pasta. Los cuartos. Las quinientas libras. Al final, el artillero se calentó mucho, el condenado, y tuve que comprarlo por cien dólares extras o nos hubiésemos quedado sin nada usted y yo. «¡Que no!», me dijo, y lo decía de verdad, y tanto que sí, pero las últimas cien le cerraron la boca. Desde que empezó hasta que terminó, se ha llevado doscientas; no veo probable que me vaya sin mi fajo.
       Von Bork sonrió algo resentido.
       —No parece que tenga mi honor en mucha estima —dijo— si quiere el dinero antes de entregar el libro.
       —Bueno, amigo, así son los negocios.
       —Muy bien. Hagámoslo como usted dice. —Se sentó a la mesa y garabateó un cheque, que arrancó de la chequera, pero se abstuvo de dárselo a su socio—. Al fin y al cabo, dado que hemos quedado en tales términos, señor Altamont —continuó—, no veo por qué debería confiar yo más en usted de lo que usted confía en mí. Me entiende, ¿verdad? —añadió volviéndose para mirar al americano por encima de su hombro—. Aquí tiene el cheque encima de la mesa. Reclamo el derecho a inspeccionar el paquete antes de que coja el dinero.
       El americano se lo tendió sin decir una palabra. Von Bork desenrolló la cuerda y le quitó los dos envoltorios de papel. Entonces, durante un momento, se quedó mirando fijamente en silencio, estupefacto, el librito azul que tenía ante él. Impreso con letras doradas, en la cubierta, había escrito «Manual práctico del apicultor». El experto espía solo tuvo un instante para mirar furioso ese título irrelevante y peregrino. Al siguiente, lo tenía agarrado por la nuca una mano de hierro y otra mano sujetaba una esponja empapada en cloroformo contra su rostro crispado.

       —¡Otra copa, Watson! —dijo el señor Sherlock Holmes alargándole la botella de Tokaji imperial.
       El robusto chófer, que se había sentado junto a la mesa, adelantó su copa con algo de avidez.
       —Es un buen vino, Holmes.
       —Un vino excepcional, Watson. Nuestro amigo del sofá me ha asegurado que es de la bodega especial de Francisco José, la del palacio de Schönbrunn. ¿Le importaría abrir la ventana? Los efluvios del cloroformo no permiten apreciarlo del todo.
       La caja de seguridad estaba entreabierta y Holmes, que se encontraba enfrente de ella, estaba sacando expediente tras expediente, examinaba cada uno brevemente, y luego los iba guardando con esmero en la maleta de Von Bork. El alemán estaba tendido en el sofá durmiendo entre ronquidos, con una correa atándole los brazos y otra las piernas.
       —No hay por qué darse prisa, Watson. No corremos ningún riesgo de que nos interrumpan. ¿Le importaría tocar el timbre? No hay nadie en la casa salvo la buena de Martha, que ha representado su parte admirablemente. Cuando me hice cargo del asunto, lo primero fue conseguirle un puesto aquí. Ah, Martha, le alegrará saber que todo ha ido bien.
       La agradable anciana se había asomado a la puerta. Inclinó la cabeza con una sonrisa para el señor Holmes, y después contempló con cierta inquietud a la figura del sofá.
       —Todo ha ido bien, Martha. No ha sufrido daño alguno.
       —Me alegra saberlo, señor Holmes. A su manera ha sido bueno conmigo. Quería que me fuera ayer con su mujer a Alemania, pero eso hubiese sido difícil de encajar en sus planes, ¿no es así, señor?
       —Lo cierto es que no, Martha. Mientras ha estado aquí, yo me he sentido tranquilo. Hemos tenido que esperar un buen rato su señal esta noche.
       —Por el secretario, señor.
       —Lo sé, su coche ha pasado a nuestro lado.
       —Creía que nunca se iría. Sabía que no era lo mejor para sus planes, señor, encontrárselo aquí.
       —No, la verdad es que no. Bueno, solo nos ha supuesto esperar más o menos media hora hasta que he visto apagar su lámpara y he sabido que había vía libre. Puede informarme mañana en el hotel Claridge’s de Londres, Martha.
       —Muy bien, señor.
       —Me imagino que lo tiene todo listo para marcharse.
       —Sí, señor. Hoy ha mandado siete cartas por correo. Tengo las direcciones como siempre.
       —Muy bien, Martha. Las estudiaré mañana. Buenas noches. Estos papeles —prosiguió cuando desapareció la anciana— no son de gran importancia, porque, por supuesto, la información que exponen ha sido enviada hace mucho tiempo al Gobierno alemán. Estos originales no podían salir del país sin percances.
       —Entonces, no tienen utilidad.
       —Yo no diría tanto, Watson. Les indicará a los nuestros al menos lo que se sabe y lo que no. Puedo afirmar que muchos de estos documentos han llegado a sus manos a través de mí, y no necesito añadir que no son en absoluto de fiar. Quizá alegre mis últimos años con la visión de un crucero alemán navegando por Solent según los planos de las minas que les he proporcionado. Pero usted, Watson —dejó su trabajo y cogió a su viejo amigo por los hombros— todavía casi no le he visto a la luz. ¿Cómo ha pasado estos años? Está hecho un chaval, tan animado como siempre.
       —Me siento veinte años más joven, Holmes. Pocas veces me he puesto tan contento como al recibir el telegrama en el que me pedía que fuese a Harwich con el coche para reunirme con usted. Pero usted, Holmes… ha cambiado muy poco, si obviamos esa nefasta perilla.
       —Esos son los sacrificios que uno hace por su país, Watson —dijo Holmes tirando de su pequeño mechón—. Mañana esto no será más que un recuerdo espantoso. Con un buen rasurado y algún que otro cambio superficial, sin duda mañana podré reaparecer en el Claridge’s como estaba antes de esta pavada del americano. Le ruego que me disculpe, parece que mi inglés se ha corrompido de forma permanente… antes de que se me presentara esta oportunidad.
       —Pero se había retirado, Holmes. Me dijeron que vivía como un ermitaño con sus abejas y sus libros en una pequeña granja de la región de South Downs.
       —Efectivamente, Watson. Y aquí está el fruto de mi placentero ocio, la obra maestra de mis últimos años. —Cogió el volumen de la mesa y leyó en voz alta el título completo—: «Manual práctico de apicultura, con algunas observaciones sobre la segregación de la reina». Lo hice solo. Contemple el fruto de noches de reflexión y días de arduo trabajo en los que observaba las cuadrillas de abejas obreras como una vez hice con el mundo del crimen londinense.
       —Pero ¿cómo volvió a trabajar?
       —Ah, yo mismo me sorprendo muchas veces. Si se hubiese presentado el ministro de Exteriores a solas, hubiese podido resistir, pero cuando el primer ministro se dignó a visitar mi humilde morada… La cuestión es, Watson, que ese caballero del sofá era demasiado sutil para los nuestros. Es único en su género. Las cosas estaban yendo mal y nadie lograba entender por qué. Se sospechaba de algunos agentes e incluso se detenía a otros, pero resultaba evidente que había una fuerza poderosa y secreta que los aglutinaba. Era absolutamente necesario desenmascararlo. Se me presionó mucho para que investigara el asunto. Me ha costado dos años, Watson, pero no me han faltado emociones. Si le dijera que comencé con una peregrinación a Chicago, que me gradué en una sociedad secreta irlandesa de Búfalo, que puse en graves aprietos al cuerpo de policía de Skibbereen, y que así, con el tiempo, llamé la atención de un subordinado de Von Bork, que me recomendó como un tipo con posibilidades, se daría cuenta de que el asunto ha sido complicado. Desde ese momento me honró con su confianza, lo que no ha impedido que la mayoría de sus planes hayan ido imperceptiblemente mal y que cinco de sus agentes hayan acabado en la cárcel. He estado vigilándolos y los he cogido según maduraban. Bueno, señor mío, ¡espero que esté mejor!
       El último comentario se dirigía al propio Von Bork, quien, después de mucho pestañear y de mucho abrir la boca, se había quedado tumbado escuchando en silencio lo que contaba Holmes. Luego prorrumpió en un furioso torrente de improperios en alemán con el rostro tembloroso por el acaloramiento. Holmes prosiguió con su breve inspección de los documentos mientras su prisionero echaba pestes y maldiciones.
       —Aunque poco melodioso, el alemán es el idioma más expresivo de todos —señaló cuando Von Bork dejó de insultarle por puro agotamiento—. ¡Vaya, vaya! —añadió mientras miraba fijamente la esquina de un duplicado antes de meterlo en la maleta—. Esto debería meter a otro pájaro entre rejas. No tenía ni idea de que el pagador fuera tan granuja, aunque hacía mucho que le había echado el ojo. Señor Von Bork, tiene que responder por muchas cosas.
       El prisionero se había incorporado con cierta dificultad en el sofá y estaba mirando con una extraña mezcla de asombro y odio a su captor.
       —Esta me la paga, Altamont —dijo hablando con deliberada lentitud—. Aunque me lleve toda la vida, esta me la paga.
       —Siempre la misma canción —dijo Holmes—. Cuántas veces no habré oído lo mismo en los viejos tiempos. Era la cantinela favorita del difunto profesor Moriarty. El coronel Sebastian Moran también era muy conocido por su interpretación. Y, mire, aquí me tiene criando abejas en South Downs.
       —¡Maldito traidor, doblemente traidor! —gritó el alemán, forcejeando con los nudos y fulminándole con una mirada asesina.
       —No, no he sido tan malo —dijo Holmes sonriendo—. Como mi manera de hablar es posible que le sugiera, el señor Altamont de Chicago, en realidad, no existe. Era útil, pero ya se ha ido.
       —Entonces ¿quién es usted?
       —Lo cierto es que carece de importancia quién soy, pero, dado que el asunto parece interesarle, señor Von Bork, le puedo decir que no es la primera vez que me cruzo con miembros de su familia. Hace tiempo tuve mucho trabajo en Alemania y es probable que mi nombre le resulte familiar.
       —Me gustaría saberlo —replicó el prusiano torvamente.
       —Fui la persona que dio pie a la separación de Irene Adler y el difunto rey de Bohemia cuando su primo Heinrich era cónsul imperial. También quien salvó al conde Von und Zu Grafenstein, el hermano mayor de la madre de usted, de un asesinato a manos del Klopman, el nihilista.
       Von Bork se enderezó de asombro.
       —Solo hay un hombre que hiciera eso —exclamó.
       —Exacto —dijo Holmes.
       Von Bork gimoteó y se hundió otra vez en el sofá.
       —Y la mayoría de esa información procedía de usted —exclamó—. ¿De qué vale? ¿Qué he hecho? ¡Es mi ruina sin remedio!
       —Lo cierto es que es poco de fiar —dijo Holmes—. Requeriría revisarla un tanto y tiene poco tiempo para hacerlo. Puede que su almirante descubra que los cañones nuevos son bastante más grandes de lo que esperaba, y que los cruceros son un poquitín más rápidos.
       Von Bork se llevó la mano a la garganta desesperado.
       —Hay muchos otros detalles puntuales que, sin duda, saldrán a la luz a su debido tiempo. Con todo, usted tiene una cualidad que no es muy común entre los alemanes, señor Von Bork, es usted un deportista y no me guardará rencor cuando se dé cuenta de que usted, que a tantas personas ha engañado, ha sido engañado a su vez. A fin de cuentas, ha hecho lo mejor para su país y yo lo he hecho por el mío, ¿no es natural que sea así? Además —añadió sin acritud poniendo la mano en el hombro del hombre desmoralizado—, es mejor que caer ante un enemigo que no estuviera a su altura. Estos papeles ya están listos, Watson. Si me ayuda con nuestro prisionero, creo que podemos salir para Londres ahora mismo.
       No fue fácil mover a Von Bork, puesto que era un hombre fuerte y desesperado. Al final, cogiéndolo cada uno de un brazo, los dos amigos lo llevaron caminando despacio por el paseo del jardín por el que había estado andando orgulloso y confiado cuando recibía las felicitaciones del célebre diplomático pocas horas antes. Tras un breve forcejeo lo metieron en vilo, atado de pies y manos, en el asiento libre del pequeño automóvil. Encajaron su valioso maletín a su lado.
       —Espero que esté cómodo, dadas las circunstancias —dijo Holmes cuando terminaron de organizarlo todo—. ¿Desea que le encienda un cigarro y se lo ponga entre sus labios?
       Pero el enfadado alemán no apreciaba todas estas muestras de amabilidad.
       —Supongo que se dará cuenta, señor Sherlock Holmes —le dijo—, de que, si su gobierno lo apoya en esta manera de tratarme, se convertirá en un acto de guerra.
       —¿Y su gobierno y toda esta manera de tratarnos? —le respondió Holmes dando unas palmaditas al maletín.
       —Usted es un particular. No tiene orden de arresto. Todo este proceder es absolutamente ilegal y vejatorio.
       —Absolutamente —dijo Holmes.
       —Secuestrar a un súbdito alemán…
       —Y robar sus documentos privados.
       —Vaya, parece que se da cuenta de su posición y la de su cómplice. Si pidiera auxilio cuando pasemos por el pueblo…
       —Señor mío, si hiciese esa tontería, probablemente alargaría los dos breves nombres de los bares del pueblo con un «Del prusiano ahorcado» en el letrero. Los ingleses son individuos pacientes, pero, en estos momentos, tienen los ánimos un poco alterados, y sería mejor no ponerles a prueba. No, señor Von Bork, vendrá con nosotros de manera serena y razonable hasta Scotland Yard, donde podrá llamar a su amigo el barón Von Herling, y ver si todavía le tiene reservada una plaza en el séquito del embajador. En cuanto a usted, Watson, tengo entendido que se reincorpora a filas, así que Londres no le desvía mucho. Quédese conmigo aquí en la terraza, porque puede que sea la última charla tranquila que tengamos.
       Los dos amigos charlaron durante unos minutos y hablaron del pasado una vez más, mientras su prisionero se retorcía en vano para deshacer los nudos que lo sujetaban. Cuando regresaban al coche, Holmes se volvió para señalar hacia el mar iluminado por la luna y movió la cabeza pensativo.
       —Va a haber viento de levante, Watson.
       —No creo. Es muy cálido.
       —¡Mi buen Watson! Es usted lo único que no cambia en estos tiempos que corren. Pero, de todas formas, va a haber viento de levante, un viento como el que nunca se ha conocido en Inglaterra. Será frío y violento, Watson, y es posible que muchos de nosotros desaparezcamos bajo su ráfaga. Pero es el viento del mismo Dios, a pesar de todo, y habrá una tierra más limpia, mejor y más fuerte bajo el sol cuando se despeje la tormenta. Encienda el coche, Watson, porque ya es hora de que nos pongamos en camino. Tengo un cheque de quinientas libras que hay que cobrar lo antes posible, porque el firmante es muy capaz de anularlo si le damos oportunidad.



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