Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura del pulgar del ingeniero (1892)
(“The Adventure of the Engineer's Thumb”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (marzo 1892);
The Adventures of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1892, 307 págs.)



      Entre todos los problemas que sometieron a mi amigo Sherlock Holmes en los años que duró nuestra relación, solo dos llegaron a su conocimiento a través de mí: el del pulgar del señor Hatherley y el de la locura del coronel Warburton. Es posible que el segundo ofreciera más posibilidades a un observador agudo y original como Holmes, pero el otro tuvo un inicio tan extraño y unos detalles tan dramáticos que quizá tenga mejores merecimientos para ser publicado, a pesar de brindar a mi amigo menos oportunidades de aplicar los métodos de razonamiento deductivo mediante los cuales obtenía tan espectaculares resultados. La historia, según creo, ha aparecido más de una vez en los periódicos, pero, como sucede siempre con estas narraciones, el efecto es mucho menor cuando los hechos se exponen resumidos en media columna de letra impresa, que cuando se desenvuelven poco a poco ante nuestros propios ojos y el misterio se va aclarando gradualmente a medida que cada nuevo descubrimiento permite avanzar un paso hacia la verdad completa. En su momento, las circunstancias del caso me impresionaron profundamente, y el paso de los dos años transcurridos apenas ha debilitado este sentimiento.
       Los acontecimientos que me dispongo a exponer tuvieron lugar en el verano de 1889, poco después de mi matrimonio. Yo había vuelto a ejercer la medicina y había abandonado finalmente a Holmes en sus habitaciones de Baker Street, aunque le visitaba muy a menudo y en ocasiones lograba incluso convencerle de que renunciase a su misantropía y fuese él a visitarnos. Mi clientela aumentaba con regularidad y, dado que no vivía lejos de la estación de Paddington, tenía algunos pacientes entre sus empleados. Uno de ellos, al que había curado de una larga y penosa enfermedad, no se cansaba de alabar mi talento, y tenía como norma enviarme a todo ser sufriente sobre el que tuviera alguna influencia.
       Una mañana me despertó la sirvienta poco antes de la siete, al llamar a mi puerta para anunciarme que habían llegado de Paddington dos hombres y que me aguardaban en la consulta. Me vestí a toda prisa, pues sabía por experiencia que los casos relacionados con el ferrocarril no eran casi nunca leves, y bajé corriendo la escalera. Al llegar abajo, mi viejo aliado, el guarda de la estación, salió de la consulta y cerró con sigilo la puerta tras él.
       —Lo tengo ahí. Está bien —susurró, señalando con el pulgar por encima del hombro.
       —¿De qué se trata? —pregunté, pues su actitud parecía indicar que había encerrado a una extraña criatura dentro de mi consulta.
       —Es un nuevo paciente —siguió susurrando—. Me ha parecido conveniente traerlo yo mismo. Así no se escaparía. Y ahí lo tiene, sano y salvo. Yo me voy, doctor. Tengo mis obligaciones, lo mismo que las tiene usted.
       Y el individuo se largó sin darme siquiera tiempo para agradecerle su colaboración.
       Entré en mi consulta y encontré a un caballero sentado junto a la mesa. Vestía discretamente, con un traje de tweed y una gorra de paño que había dejado encima de mis libros. Llevaba una mano envuelta en un pañuelo, todo él manchado de sangre. Era joven, no creo que pasara de los veinticinco, y su rostro era enérgico y varonil, pero estaba pálido como un muerto y me dio la impresión de que sufría una agitación terrible, que solo lograba controlar echando mano de toda su fuerza de voluntad.
       —Lamento molestarle tan temprano, doctor —dijo—, pero he sufrido un grave accidente durante la noche. He llegado en tren esta mañana y, al preguntar en Paddington dónde podría encontrar un médico, este señor tan amable me ha acompañado hasta aquí. Le he dado una tarjeta a la sirvienta, pero veo que la ha olvidado en esta mesita.
       Cogí la tarjeta y leí: «Victor Hatherley, ingeniero hidráulico, 16 A, Victoria Street (3.er piso)». Tales eran el nombre, la profesión y el domicilio de mi visitante matutino.
       —Siento haberle hecho esperar —dije, mientras me sentaba en el sillón de mi despacho—. Supongo que acaba de hacer un viaje nocturno, que es de por sí muy monótono.
       —Oh, esta noche no puede calificarse en absoluto de monótona —dijo, rompiendo a reír.
       Reía con toda el alma, en tono estridente, echándose hacia atrás y golpeándose los costados. Todo mi instinto médico reaccionó alarmado ante aquella risa.
       —¡Basta! —grité—. ¡Contrólese, por favor!
       Le escancié un poco de agua de una garrafa. No sirvió de nada. Era víctima de uno de esos ataques histéricos que sufren las personas de carácter fuerte tras una grave crisis. Por fin consiguió serenarse, pero quedó exhausto.
       —Estoy haciendo el ridículo —jadeó.
       —En absoluto. Beba esto.
       Añadí al agua un chorrito de brandy, y el color empezó a regresar a las mejillas de mi paciente.
       —¡Ya me siento mejor! —dijo—. Y ahora, doctor, quizá pueda echar usted una ojeada a mi dedo pulgar, o, mejor dicho, al lugar que antes ocupaba mi dedo pulgar.
       Desenrolló el pañuelo y extendió la mano. Incluso mis nervios endurecidos se estremecieron al mirarla. Tenía cuatro dedos extendidos y una horrible superficie roja y esponjosa allí donde debería haber estado el pulgar. Se lo habían cercenado o arrancado de cuajo.
       —¡Santo cielo! —exclamé—. Es una herida espantosa. Tiene que haber sangrado mucho.
       —Ya lo creo. En el primer momento me desmayé, y me parece que permanecí mucho tiempo sin sentido. Cuando recuperé el conocimiento todavía sangraba. Me até fuertemente un pañuelo a la muñeca y lo sujeté por medio de un palo.
       —Excelente. Usted debería haber sido médico.
       —Verá, en el fondo es una cuestión de hidráulica y entraba por tanto en mi especialidad.
       —Esto se ha hecho con un instrumento muy pesado y cortante —dije, al examinar la herida.
       —Una especie de cuchillo de carnicero —dijo él.
       —Supongo que fue un accidente.
       —De eso nada.
       —¿Cómo? ¿Fue una agresión criminal?
       —De lo más criminal.
       —Me horroriza usted.
       Pasé una esponja por la herida, la limpié, la curé y, por último, la envolví en algodón y vendajes carbolizados. Él me dejó hacer sin pestañear, aunque se mordía el labio.
       —¿Qué tal? —le pregunté cuando terminé.
       —¡Magnífico! Entre el brandy y el vendaje soy un hombre nuevo. Me sentía muy débil, pero es que esta noche me han ocurrido multitud de cosas.
       —Tal vez sea mejor que no hable del asunto. Es evidente que le altera los nervios.
       —¡Oh, no, ahora ya no! Tendré que contárselo todo a la policía. Pero, entre nosotros, le diré que, a no ser por la convincente evidencia de mi herida, me sorprendería que dieran crédito a mi declaración, pues se trata de una historia extraordinaria y no tengo demasiadas pruebas para respaldarla. Y, aunque me creyeran, las pistas que puedo darles son tan imprecisas que difícilmente podría hacerse justicia.
       —¡Vaya! —exclamé—. Si se trata de un problema que usted desea ver resuelto, le recomiendo encarecidamente que vea a mi amigo, el señor Sherlock Holmes, antes de acudir a la policía.
       —Ya he oído hablar de este individuo —respondió mi paciente—, y me gustaría mucho que se ocupase del caso, aunque desde luego también tendré que ir a la policía. ¿Podría suministrarme usted una nota de presentación?
       —Haré algo mejor. Le acompañaré yo mismo a verle.
       —Le quedaré inmensamente agradecido.
       —Voy a llamar un coche e iremos juntos. Llegaremos a tiempo para tomar un pequeño desayuno con él. ¿Se siente usted con ánimos?
       —Sí. No estaré tranquilo hasta haber contado mi historia.
       —Entonces mi sirvienta pedirá el coche y yo estaré con usted en unos momentos.
       Corrí escalera arriba, le expliqué en pocas palabras el asunto a mi esposa, y antes de cinco minutos estaba metido en un carruaje con mi nuevo amigo, rumbo a Baker Street.
       Tal como me había figurado, Sherlock Holmes estaba haraganeando en su sala, cubierto con un batín, leyendo la columna de sucesos del Times, y fumando su pipa de antes del desayuno, compuesta por los residuos que habían quedado de las pipas del día anterior, cuidadosamente secados y amontonados en una esquina de la repisa de la chimenea. Nos recibió con su discreta amabilidad habitual, pidió más beicon y más huevos, y compartimos un sustancioso desayuno. Al terminar, instaló al nuevo cliente en el sofá, le colocó un cojín debajo de la cabeza y le puso una copa de brandy con agua al alcance de la mano.
       —Es fácil ver que ha pasado usted por una experiencia poco corriente, señor Hatherley —le dijo—. Por favor, póngase cómodo y considérese como en su propia casa. Cuéntenos lo que pueda, pero deténgase cuando se sienta fatigado y recupere fuerzas con un trago.
       —Gracias —dijo mi paciente—. Me siento otro hombre desde que el doctor me vendó y creo que su desayuno ha completado la cura. Intentaré abusar lo mínimo de su valioso tiempo y empezaré a narrar de inmediato mi extraordinaria experiencia.
       Holmes se arrellanó en su butaca, con esa expresión fatigada y soñolienta que enmascara su temperamento sagaz y despierto, mientras yo me sentaba delante de él, y ambos escuchamos en silencio el singular relato de nuestro visitante.
       —Deben saber ustedes —dijo— que soy huérfano y estoy soltero, y vivo solo en un apartamento de Londres. Tengo la profesión de ingeniero hidráulico y adquirí una experiencia considerable durante los siete años de aprendizaje que pasé en Venner and Matheson, la conocida empresa de Greenwich. Hace dos años, cumplido ya mi periodo de prácticas, y disponiendo además de una buena suma de dinero que heredé a la muerte de mi pobre padre, decidí establecerme por mi cuenta y alquilé un despacho en Victoria Street.
       »Supongo que, al principio, emprender un negocio independiente es una experiencia dura para todo el mundo. Para mí lo ha sido de modo excepcional. Durante dos años no he tenido más que tres consultas y un trabajo de poca monta, y eso es absolutamente todo lo que mi profesión me ha proporcionado. Mis ingresos brutos ascienden a veintisiete libras y tres chelines. Todos los días, de nueve de la mañana a cuatro de la tarde, aguardaba en mi pequeño cubil, hasta que por fin empecé a desanimarme y llegué a creer que nunca conseguiría clientes.
       »Sin embargo, ayer, justo cuando pensaba dejar la oficina, entró mi secretario a decirme que un caballero quería verme para tratar de negocios. Me entregó además una tarjeta con el nombre “Coronel Lysander Stark” grabado en ella. Pisándole los talones, entró el propio coronel en persona. Un hombre de estatura muy superior a la media, pero extraordinariamente delgado. No creo haber visto nunca un hombre tan flaco. Su cara se afilaba hasta llegar a la nariz y la barbilla, y la piel de sus mejillas se tensaba sobre los prominentes huesos. No obstante, tal delgadez parecía natural en él y no debida a ninguna enfermedad, porque su mirada era brillante, su paso vivo y su porte firme. Vestía con sencillez pero con pulcritud, y su edad me pareció más próxima a los cuarenta que a los treinta.
       »—¿El señor Hatherley? —preguntó con un ligero acento alemán—. Usted me ha sido recomendado, señor Hatherley, como persona, no solo eficiente en su profesión, sino discreta y capaz de guardar un secreto.
       »Hice una inclinación, y me sentí tan halagado como cualquier otro joven ante semejante preámbulo.
       »—¿Puedo preguntarle quién le ha dado una imagen tan favorable de mí? —pregunté.
       »—Tal vez sea mejor que de momento no se lo diga. He sabido a través de la misma fuente que es usted huérfano y soltero y que vive solo en Londres.
       »—Completamente cierto —respondí—, pero perdone que le pregunte qué relación puede guardar esto con mi competencia profesional. He entendido que quería usted verme para una cuestión de trabajo.
       »—En efecto. Pero ya verá usted que todo cuanto digo guarda relación con el asunto. Tengo un encargo profesional para usted, pero el secreto absoluto es completamente esencial. Secreto absoluto, ¿me entiende? Y, por supuesto, es más fácil esperarlo de un hombre que vive solo que de otro que vive en el seno de una familia.
       »—Si yo prometo guardar un secreto —dije—, puede estar absolutamente seguro de que así lo haré.
       »Me miró muy fijamente mientras yo hablaba, y a mí me pareció no haber visto jamás una mirada tan inquisitiva y suspicaz.
       »—¿Lo promete, pues?
       »—Sí, lo prometo.
       »—¿Silencio completo y absoluto, antes, durante y después? ¿Ninguna referencia al asunto, ni de palabra ni por escrito?
       »—Ya le he dado mi palabra.
       »—Muy bien.
       »De pronto se levantó, atravesó la habitación como un rayo y abrió la puerta de par en par. El pasillo estaba vacío.
       »—Todo en orden —dijo, mientras volvía a sentarse—. Sé que los empleados sienten a veces curiosidad por los asuntos de sus jefes. Ahora podemos hablar tranquilos.
       »Aproximó su silla a la mía y empezó a escudriñarme con la misma mirada inquisitiva y recelosa.
       »Yo empezaba a experimentar cierta repulsión, junto con algo parecido al miedo, ante la extraña actitud de aquel hombre esquelético. Ni siquiera el temor a perder un cliente me impidió dar muestras de impaciencia.
       »—Le ruego que me exponga lo que sea, señor —le dije—. Mi tiempo es valioso.
       »¡Que Dios me perdone esta última frase, porque las palabras salieron solas de mis labios!
       »—¿Qué le parecerían cincuenta guineas por una noche de trabajo? —me preguntó.
       »—Me parecería fantástico.
       »—He dicho una noche de trabajo, pero hablar de una hora sería más exacto. Quiero simplemente su opinión sobre una prensa hidráulica que se ha estropeado. Si nos dice en qué consiste la avería, nosotros mismos nos ocuparemos de repararla. ¿Qué le parece el trabajo?
       »—El trabajo parece fácil y la paga generosa.
       »—Exacto. Nos gustaría que fuera allí esta misma noche, en el último tren.
       »—¿Adónde?
       »—A Eyford, en Berkshire. Es un pueblecito cercano a los límites de Oxfordshire y a menos de siete millas de Reading. Hay un tren desde Paddington que le dejará allí hacia las once y cuarto.
       »—Muy bien.
       »—Iré a esperarle en un coche.
       »—¿Hay que hacer un trayecto en coche después?
       »—Sí, nuestra localidad se adentra en la campiña. Está a unas siete millas de la estación de Eyford.
       »—En tal caso, no creo que podamos llegar antes de medianoche. Supongo que no habrá posibilidad de regresar en tren y que tendré que pernoctar allí.
       »—Sí, pero no habrá dificultad en proporcionarle una litera.
       »—Resultará bastante incómodo. ¿No podría acudir a otra hora más conveniente?
       »—Nos ha parecido mejor que vaya usted de noche. Para compensarle por la incomodidad le pagamos a usted, un joven desconocido, unos honorarios con los que podríamos obtener el dictamen de las figuras más prestigiosas de la profesión. No obstante, si usted prefiere abandonar el asunto, no necesito decirle que aún está a tiempo de hacerlo.
       »Pensé en las cincuenta guineas y en lo bien que me vendrían.
       »—Nada de eso —dije—. Tendré mucho gusto en acomodarme a sus deseos. Sin embargo, me gustaría tener una idea más clara de lo que quieren que haga.
       »—Desde luego. Es muy natural que la promesa de secreto que le hemos exigido despierte su curiosidad. No tengo intención de comprometerle en nada sin habérselo explicado antes. Supongo que estamos totalmente a salvo de oídos indiscretos.
       »—Totalmente.
       »—En tal caso, el asunto es el siguiente. Probablemente esté usted enterado de que la tierra de batán es un producto valioso, que en Inglaterra solo se encuentra en uno o dos lugares.
       »—Eso he oído.
       »—Hace algún tiempo adquirí una pequeña propiedad, muy pequeña, a diez millas de Reading. Tuve la suerte de descubrir que en uno de mis campos había un yacimiento de tierra de batán. Al examinarlo, comprobé que se trataba de un filón relativamente escaso, pero que formaba un puente entre otros dos, mucho mayores, situados a derecha y a izquierda, ambos, no obstante, en tierra de mis vecinos. Aquella buena gente ignoraba por completo que su propiedad contuviera algo prácticamente tan valioso como una mina de oro. A mí, claro, me interesaba comprar sus tierras antes de que descubrieran su auténtico valor, pero, por desgracia, carecía del capital para hacerlo. Confié el secreto a unos pocos amigos, y ellos me propusieron explotar, sin que nadie se enterara, nuestro pequeño yacimiento, y reunir así el dinero que nos permitiría adquirir los campos vecinos. Lo venimos haciendo desde hace un tiempo, y, para ayudarnos en nuestro trabajo, hemos instalado una prensa hidráulica. Esta prensa, como ya le he explicado, se ha estropeado, y queremos que usted nos aconseje al respecto. Pero guardamos nuestro secreto celosamente, y, si se llegara a saber que acuden a nuestra casa ingenieros hidráulicos, alguien podía sentir curiosidad, y, si salieran a relucir los hechos, adiós posibilidad de hacernos con los campos y llevar a cabo nuestros planes. Por eso le he hecho prometer que no dirá a nadie que esta noche irá a Eyford. Espero haberme explicado con claridad.
       »—Lo he comprendido perfectamente —dije—. Lo único que no acabo de entender es para qué les sirve una prensa hidráulica en la extracción de la tierra, que, según tengo entendido, se extrae como la grava de un pozo.
       »—¡Ah! —dijo, sin darle importancia—. Tenemos nuestros propios procedimientos. Comprimimos la tierra en ladrillos, para poder transportarlos sin que se sepa qué son. Pero se trata de meros detalles. Ahora ya se lo he revelado todo, señor Hatherley, y le he demostrado que confío en usted —prosiguió, mientras se levantaba—. Le espero en Eyford a las once y cuarto.
       »—No faltaré.
       »—Y ni una palabra a nadie.
       »Me dirigió una última mirada, inquisitiva y prolongada, y después, tras estrecharme la mano en un apretón frío y húmedo, salió presuroso de mi despacho.
       »Pues bien, cuando pensé en ello con calma, me sorprendió mucho, como pueden imaginar, aquel repentino trabajo que se me había encomendado. Por una parte estaba, como es natural, contento, pues los honorarios eran como mínimo diez veces superiores a lo que yo habría pedido de haber fijado precio, y era además posible que a raíz de este encargo surgieran otros. Pero, por otra parte, el aspecto y los modales de mi cliente me habían causado una pésima impresión, y no acababa de convencerme de que su explicación sobre la tierra de batán bastara para justificar hacerme ir a medianoche, ni su machacona insistencia en que no hablara a nadie del trabajo. Sin embargo, acabé por disipar todos mis temores, tomé una buena cena, cogí un coche hasta Paddington y emprendí el viaje. Había obedecido al pie de la letra la orden de guardar silencio.
       »En Reading tuve que cambiar no solo de tren sino también de estación, pero tuve tiempo de alcanzar el último tren a Eyford, a cuya pequeña estación mal iluminada llegué pasadas las once. Fui el único pasajero que se apeó allí, y en el andén no había nadie, salvo un soñoliento mozo de equipajes con una linterna. No obstante, al salir vi al individuo que había conocido por la mañana, que me esperaba entre las sombras al otro lado de la calle. Sin mediar palabra, me cogió del brazo y me introdujo a toda prisa en un carruaje, que mantenía la puerta abierta. Subió las ventanillas de ambos lados, dio unos golpecitos en la madera y salimos a toda la velocidad de que era capaz el caballo.
       —¿Un caballo? —le interrumpió Holmes.
       —Sí, solo uno.
       —¿Se fijó usted en el color?
       —Lo vi a la luz de los faroles, mientras subía al coche. Era castaño.
       —¿Parecía cansado o estaba fresco?
       —Oh, estaba fresco y reluciente.
       —Gracias. Lamento haberle interrumpido. Continúe, por favor, su interesantísima exposición.
       —Como le decía, salimos aprisa y viajamos durante al menos una hora. El coronel Lysander Stark había dicho que estaba solo a siete millas, pero, a juzgar por la velocidad que llevábamos y por lo que duró el trayecto, yo diría que más bien eran doce. El permaneció todo el trayecto a mi lado en silencio; y advertí, más de una vez, al mirarle, que mantenía la vista fija en mí. En aquella parte del mundo, las carreteras rurales no parecían encontrarse en muy buen estado, pues dábamos terribles tumbos y bandazos. Intenté mirar por las ventanillas para ver por dónde íbamos, pero eran de cristal esmerilado y no dejaban ver nada, excepto una luz borrosa y fugaz de vez en cuando. En un par de ocasiones, aventuré un comentario para romper la monotonía del viaje, pero el coronel solo me respondió con monosílabos, y la conversación decayó de inmediato. Finalmente, el traqueteo del camino fue sustituido por la lisa uniformidad de un sendero de grava, y el carruaje se detuvo. El coronel Lysander Stark se apeó de un salto, y, cuando yo bajé tras él, me empujó rápidamente hacia un porche que se abría ante nosotros. Podría decirse que pasamos directamente del coche al vestíbulo, de modo que no pude echar siquiera un vistazo a la fachada de la casa. En cuanto crucé el umbral, la puerta se cerró de golpe a nuestras espaldas y oí el traqueteo de las ruedas del coche al alejarse.
       »En el interior de la casa reinaba una oscuridad absoluta, y el coronel buscó a tientas una cerilla, mientras rezongaba en voz baja. De pronto se abrió una puerta al otro extremo del pasillo y un largo rayo de luz dorada se proyectó hacia nosotros. Se fue ensanchando, y apareció una mujer con un farol en la mano. Lo levantaba por encima de su cabeza y adelantaba el rostro para mirarnos. Pude observar que era muy bonita, y, por el brillo que provocaba la luz en su vestido negro, comprendí que la tela era de calidad. Dijo unas palabras en un idioma extranjero y en tono interrogativo y, cuando mi acompañante correspondió con un ronco monosílabo, experimentó tal sobresalto que casi se le cayó el farol. El coronel Stark corrió hacia ella, le susurró algo al oído y luego, tras empujarla dentro de la habitación de donde había salido, regresó a mi lado sosteniendo el farol en la mano.
       »—¿Tendría usted la amabilidad de aguardar aquí unos minutos? —dijo mientras me abría otra puerta.
       »Era una habitación pequeña y recogida, amueblada con sencillez, con una mesa redonda en el centro, sobre la cual había varios libros en alemán. El coronel Stark colocó el farol encima de un armario situado junto a la puerta.
       »—No le haré esperar mucho —dijo, y desapareció en la oscuridad.
       »Eché una ojeada a los libros que había encima de la mesa y, pese a mi desconocimiento del alemán, pude advertir que dos de ellos eran tratados científicos, y los demás, volúmenes de poesía. Me acerqué a la ventana, con la esperanza de otear el campo, pero estaba cerrada con postigos de roble y barras de hierro. Reinaba en la casa una quietud mortal. En algún lugar del pasillo se oía el sonoro tic-tac de un viejo reloj, pero por lo demás el silencio era absoluto. Empezó a adueñarse de mí una rara inquietud. ¿Quiénes eran aquellos alemanes y qué hacían en aquel lugar extraño y apartado? ¿Y dónde estábamos? A unas millas de Eyford, eso era todo lo que yo sabía, pero ignoraba si al norte, al sur, al este o al oeste. Por otra parte, Reading y posiblemente otras poblaciones de cierto relieve se encontraban dentro de aquel radio, por lo que cabía la posibilidad de que la casa no estuviese a fin de cuentas tan aislada. El absoluto silencio no dejaba, sin embargo, lugar a dudas de que nos encontrábamos en pleno campo. Para elevarme el ánimo, caminé de un extremo al otro de la habitación, tarareando entre dientes una cancioncilla, y diciéndome que me estaba ganando a conciencia mis honorarios de cincuenta guineas.
       »De pronto, sin que ningún sonido preliminar lo advirtiera, se abrió despacio la puerta de mi habitación. La mujer apareció en el hueco de la puerta, con la oscuridad del vestíbulo a sus espaldas y la luz amarilla de mi farol inundando su rostro hermoso y angustiado. Bastaba una ojeada para advertir que estaba enferma de miedo, y advertirlo me produjo escalofríos. Ella levantó un dedo tembloroso, para indicarme que guardara silencio, y me susurró unas entrecortadas palabras en defectuoso inglés, mientras sus ojos miraban como los de un caballo asustado hacia la oscuridad que tenía a sus espaldas.
       »—Yo me iría —dijo, haciendo un gran esfuerzo por guardar la calma—. Yo de usted me iría. No se quede aquí. No es bueno para usted quedarse aquí.
       »—Pero, señora —dije—, todavía no he hecho lo que he venido a hacer. No puedo marcharme sin haber visto la máquina.
       »—No vale la pena que espere —siguió diciendo la mujer—. Puede salir por la puerta y nadie se lo impedirá.
       »Al ver que yo sonreía y denegaba con la cabeza, abandonó de repente toda compostura y dio un paso hacia mí con las manos entrelazadas.
       »—¡Por amor de Dios! —exclamó—. ¡Salga de aquí antes de que sea demasiado tarde!
       »Pero yo soy testarudo por naturaleza, y basta que en un asunto surja algún obstáculo para que sienta más ganas de meterme en él. Pensé en mis cincuenta guineas, en el fatigoso viaje y en la desagradable noche que me aguardaba. ¿Y todo habría sido en balde? ¿Por qué había de escapar sin haber realizado mi trabajo y sin haber recibido la paga que me correspondía? Aquella mujer bien podía ser una maníaca. Así pues, volví a negar enérgicamente con la cabeza, aunque su comportamiento me había afectado más de lo que estaba dispuesto a admitir, e iba a repetirle mi intención de quedarme allí, y ella estaba a punto de insistir en sus súplicas, cuando sonó un portazo en el piso de arriba y se oyó el rumor de varios pasos en la escalera. La mujer escuchó un instante, levantó las manos en un gesto de desesperación y se esfumó tan súbita y silenciosamente como había venido.
       »Los que llegaban eran el coronel Lysander Stark y un hombre bajo y rechoncho, con una barba hirsuta como chinchilla creciéndole entre los pliegues de su doble papada, y que me fue presentado como el doctor Ferguson.
       »—Es mi secretario y administrador —dijo el coronel—. Por cierto, tenía la impresión de haber dejado esta puerta cerrada. Le habrá entrado a usted frío.
       »—Al contrario —repliqué—. La he abierto yo, porque la habitación me parecía un poco claustrofóbica.
       »Me dirigió una de sus miradas recelosas.
       »—Quizá sea mejor ponerse manos a la obra. El señor Ferguson y yo le acompañaremos a ver la máquina.
       »—Tendré que ponerme el sombrero, supongo.
       »—Oh, no hace falta. Está dentro de la casa.
       »—¿Cómo? ¿Extraen tierra de batán dentro de la casa?
       »—No, no. Aquí solo la comprimimos. Pero no se preocupe. Lo único que queremos de usted es que examine la máquina y nos diga qué le pasa.
       »Subirnos juntos al piso de arriba. Delante el coronel con la lámpara, detrás el obeso administrador, y yo cerrando la marcha. La casa era un verdadero laberinto, con pasillos, corredores, estrechas escaleras de caracol y puertecillas bajas de umbrales desgastados por las generaciones que habían cruzado por ellos. Por encima de la planta baja no había alfombras ni rastro de muebles, el revoco se desprendía de las paredes y se veían manchones verdes y malsanos de humedad. Me esforcé en adoptar un aire lo más despreocupado posible, pero no había olvidado las advertencias de la mujer, aunque no hubiera hecho caso de ellas, y no les quitaba ojo de encima a mis acompañantes. Ferguson parecía un tipo malhumorado y silencioso pero, por lo poco que dijo, supe que era por lo menos compatriota mío.
       »El coronel Lysander Stark se detuvo por fin ante una puerta baja y abrió la cerradura. Daba a un cuartito cuadrado, donde apenas había sitio para los tres.
       »Ferguson se quedó fuera y el coronel me hizo pasar.
       »—Ahora —dijo— nos encontramos dentro de la prensa hidráulica, y sería bastante desagradable para nosotros que alguien la pusiera en marcha. El techo de este cuartito es en realidad el extremo del émbolo que desciende con la fuerza de muchas toneladas sobre ese suelo metálico. Fuera hay unos pequeños cilindros laterales de agua, que reciben la fuerza y que la transmiten y multiplican del modo que le es familiar. La máquina se pone en marcha, pero con cierta rigidez, y ha perdido potencia. ¿Tendrá usted la amabilidad de echarle un vistazo y explicarnos cómo podemos repararla?
       »Le cogí la lámpara e inspeccioné a conciencia la máquina. Era, desde luego, gigantesca y capaz de ejercer una presión enorme. Sin embargo, cuando pasé al exterior y accioné las palancas del control, supe al instante, por el siseo que se produjo, que había una pequeña fuga de agua en uno de los cilindros laterales. Un nuevo examen reveló que una de las bandas de caucho que rodeaban el cabezal de un eje impulsor se había encogido y no llenaba por entero el cilindro por el que se deslizaba. Aquella era evidentemente la causa de la pérdida de potencia, y así se lo hice saber a mis acompañantes, que escucharon con gran atención mis palabras e hicieron varias preguntas de tipo práctico sobre el modo de corregir la avería. Tras explicárselo con toda claridad, volví a entrar en la cámara y le eché un buen vistazo para satisfacer mi propia curiosidad. Bastaba una sola mirada para advertir que la historia de la tierra de batán era pura invención, porque carecería de sentido utilizar una máquina tan potente para unos fines tan inadecuados. Las paredes eran de madera, pero el suelo consistía en una gran plancha de hierro y, cuando me agaché a examinarla, pude advertir una capa de sedimento metálico en toda su superficie. Estaba en cuclillas, rascándolo para descubrir qué era exactamente aquello, cuando oí mascullar una sorda exclamación en alemán y vi el rostro cadavérico del coronel que me miraba desde arriba.
       »—¿Qué está usted haciendo? —preguntó.
       »Yo estaba furioso al ver que me habían engañado con una historia tan descabellada como aquella que me habían contado.
       »—Estaba admirando su tierra de batán. Creo que sería capaz de aconsejarle mejor acerca de su máquina si conociera el propósito exacto para el que la utiliza.
       »En el mismo instante de pronunciar estas palabras lamenté mi atrevimiento. La expresión del coronel se endureció y se encendió en sus ojos una luz siniestra.
       »—De acuerdo —dijo—. Va a saberlo usted todo acerca de la máquina.
       »Dio un paso atrás, cerró de golpe la puertecilla e hizo girar la llave en la cerradura. Yo me precipité contra la puerta y tiré del picaporte, pero estaba bien sujeto, y la puerta resistió todas mis patadas y empujones.
       »—¡Oiga! —grité—. ¡Oiga usted! ¡Sáqueme de aquí!
       »Y entonces, en el silencio de la noche, oí de pronto un sonido que me heló la sangre en las venas. Era el chasquido metálico de las palancas y el silbido del escape del cilindro. Habían puesto la máquina en funcionamiento. La lámpara seguía en el suelo donde yo la había dejado al examinarlo. A su luz pude advertir que el negro techo descendía sobre mí, despacio y a sacudidas, pero, como yo sabía mejor que nadie, con una fuerza que en menos de un minuto me reduciría a una pulpa informe. Me arrojé contra la puerta gritando y forcejeé en la cerradura con las uñas. Imploré al coronel que me dejara salir, pero el implacable chasquido de las palancas sofocó mis gritos. El techo estaba ya solo a dos o tres pies de mi cabeza y levantando la mano pude palpar su dura y rugosa superficie. Entonces se me ocurrió que mi muerte iba a ser más o menos dolorosa según la posición en que yo me encontrara. Si me tumbaba boca abajo, el peso caería sobre mi columna vertebral y me estremecí al imaginar el terrible chasquido. Tal vez fuera mejor al revés, pero ¿tendría suficiente sangre fría para quedar quieto y tumbado, viendo descender oscilante sobre mí aquella mortífera sombra negra? Ya me resultaba imposible permanecer de pie, cuando mis ojos vislumbraron algo que inyectó en mi corazón un soplo de esperanza.
       »He dicho que, si bien el techo y el suelo eran de hierro, las paredes eran de madera. Al echar una última apresurada mirada a mi alrededor, descubrí una fina hendidura de luz amarillenta entre dos de las tablas, que se ensanchaba más y más al empujar hacia atrás un pequeño panel. Durante unos instantes casi no me atreví a creer que allí se abría una puerta por la que escapar a la muerte. Un momento después, me lancé a través de ella y caí, medio desvanecido, al otro lado. El panel se había vuelto a cerrar a mis espaldas, pero el crujido de la lámpara al romperse y, poco después, el choque de las dos planchas de metal me indicaron que había escapado por los pelos.
       »Un frenético tirón de la muñeca me hizo volver en mí, y me encontré en el suelo de piedra de un estrecho pasillo. Había una mujer inclinada sobre mí, y tiraba de mi brazo con la mano izquierda mientras sostenía una vela en la derecha. Era la misma buena amiga cuyas advertencias había rechazado yo tan imprudentemente.
       »—¡Vamos! ¡Vamos! —gritaba sin aliento—. ¡Los tendremos aquí dentro de un momento! ¡Verán que usted no está allí! ¡No pierda un tiempo precioso! ¡Vamos!
       »Esta vez no desoí su consejo. Me levanté tambaleante, corrí con ella por el pasillo, bajamos una escalerilla de caracol. Esta conducía a otro corredor más amplio y, justo cuando llegábamos a él, oímos ruido de pies que corrían y gritos de dos voces, una respondiendo a la otra, en el piso donde estábamos y en el de abajo. Mi guía se detuvo y miró a su alrededor, como si hubiera agotado sus recursos. Después abrió una puerta que daba a un dormitorio, a través de cuya ventana brillaba la luna.
       »—¡Es su única oportunidad! —me dijo—. Está a bastante altura, pero quizá consiga usted saltar.
       »Mientras decía estas palabras, surgió una luz en el extremo opuesto del corredor, y vi la flaca figura del coronel Lysander Stark que corría hacia nosotros con una linterna en una mano y un arma parecida a un cuchillo de carnicero en la otra. Atravesé a toda prisa la habitación, abrí la ventana y me asomé al exterior. ¡Qué tranquilo, acogedor y agradable parecía el jardín a la luz de la luna! La ventana no podía estar a más de treinta pies de altura. Me encaramé al antepecho, pero decidí no saltar hasta haber oído lo que sucedía entre mi salvadora y el rufián que me perseguía. Si él la maltrataba, yo estaba decidido a acudir en su ayuda pasara lo que pasara. Apenas había tenido tiempo de pensar en ello, cuando él llegó a la puerta y apartó a la mujer de un empujón, pero ella le echó los brazos al cuello e intentó detenerlo.
       »—¡Fritz! ¡Fritz! ¡Recuerda lo que me prometiste la última vez! —gritaba en inglés—. Dijiste que no volvería a ocurrir nunca. ¡Él no hablará! ¡Te aseguro que él no hablará!
       »—¡Estás loca, Elisa! —gritó él, forcejeando para desprenderse de sus brazos—. ¡Serás nuestra ruina! Este hombre ha visto demasiado. ¡Te digo que me dejes pasar!
       »La arrojó a un lado, corrió a la ventana y me atacó con su arma. Yo me había descolgado al otro lado y me sujetaba con las manos al alféizar cuando descargó el golpe. Sentí un dolor sordo, mi mano se desprendió y caí al jardín.
       »La caída fue violenta, pero no sufrí daño alguno. Me incorporé, pues, y eché a correr con todas mis fuerzas entre los arbustos, porque comprendí que no estaba fuera de peligro. Y de pronto, mientras corría, se apoderó de mí un terrible mareo y estuve a punto de desmayarme. Me miré la mano, que palpitaba dolorosamente, y entonces vi por vez primera que me habían seccionado el pulgar y que la sangre salía a borbotones por la herida. Intenté vendármela con un pañuelo, pero me aturdió un repentino zumbido en los oídos y un instante más tarde yacía desvanecido entre los rosales.
       »No podría decir cuánto tiempo permanecí inconsciente. Tuvo que ser bastante prolongado, porque cuando recuperé el sentido se había ocultado la luna y despuntaba un radiante amanecer. Tenía las ropas empapadas de rocío y la manga de la chaqueta manchada de sangre de la herida. El dolor me trajo a la memoria en un instante todos los detalles de mi aventura nocturna, y me levanté de un salto, con la sensación de que todavía no me encontraba a salvo de mis perseguidores. Pero me llevé una gran sorpresa al mirar a mi alrededor y descubrir que no había rastro de la casa ni del jardín. Había estado tumbado junto a un seto al borde de la carretera. Un poco más abajo se veía un edificio largo, que al acercarme resultó ser la misma estación a la que había llegado la noche anterior. A no ser por la fea herida de mi mano, hubiera podido tomar todo lo ocurrido durante aquellas horas terribles por una pesadilla.
       »Medio aturdido, llegué a la estación y pregunté por el tren de la mañana. Salía uno para Reading antes de una hora. Estaba de servicio el mismo mozo que había visto a mi llegada. Le pregunté si había oído hablar del coronel Lysander Stark. El nombre le era desconocido. ¿Se había fijado, la noche anterior, en el carruaje que me esperaba? No, no se había fijado. ¿Había una comisaría de policía cerca de allí? Sí, había una a unas tres millas.
       »Era demasiado lejos para mí, débil y maltrecho como estaba. Decidí esperar hasta llegar a Londres para contarle mi historia a la policía. Eran poco más de las seis cuando llegué. Fui en primer lugar a que me curaran la herida, y después el doctor ha tenido la amabilidad de traerme aquí. Pongo el caso en sus manos y haré exactamente lo que usted me aconseje.
       Ambos guardamos silencio unos minutos, tras escuchar un relato tan extraordinario. Finalmente Sherlock Holmes cogió de un estante uno de los voluminosos libros donde guardaba sus recortes.
       —Aquí hay un anuncio que puede interesarle —dijo—. Apareció en todos los periódicos hace aproximadamente un año. Escuche esto: «Desaparecido el nueve del corriente el señor Jeremiah Hayling, veintiséis años, ingeniero hidráulico. Salió de su domicilio a las diez de la noche y no se le ha vuelto a ver. Vestía…». Ajá. Imagino que fue la última vez que el coronel necesitó arreglar su máquina.
       —¡Cielo santo! —exclamó mi paciente—. Esto explica lo que dijo la mujer.
       —Sin duda alguna. Es evidente que el coronel es un hombre frío y temerario, absolutamente decidido a que nada se interponga en su camino, como aquellos piratas desalmados que no dejaban supervivientes en los buques que capturaban. Bien, no hay tiempo que perder, así que, si se siente usted con fuerzas para ello, haremos ahora mismo una visita a Scotland Yard como paso previo a nuestro viaje a Eyford.
       Unas tres horas más tarde, nos encontrábamos todos en el tren que salía de Reading con destino al pueblecito de Berkshire. Éramos Sherlock Holmes, el ingeniero hidráulico, el inspector Bradstreet de Scotland Yard, un agente de paisano y yo. Bradstreet había desplegado sobre el asiento un mapa militar de la región y estaba muy ocupado trazando con sus compases un círculo que tenía Eyford como centro.
       —Aquí está —dijo—. Este círculo tiene un radio de diez millas a partir del pueblo. El sitio que buscamos debe estar en algún punto cercano a esta línea. Habla usted de diez millas, ¿no es cierto, señor?
       —Una hora de trayecto, a buena velocidad.
       —¿Y cree que lo trajeron de regreso cuando estaba usted inconsciente?
       —Tuvo que ser forzosamente así. Conservo un vago recuerdo de haber sido levantado y transportado a alguna parte.
       —Lo que no acabo de entender —intervine yo— es por qué no lo mataron cuando lo encontraron desmayado en el jardín. Puede que el asesino se ablandara ante las súplicas de la mujer.
       —No lo creo probable. No he visto en toda mi vida un rostro tan implacable.
       —Bien, pronto aclararemos esto —dijo Bradstreet—. Y ahora, una vez trazado el círculo, solo me gustaría saber en qué punto del mismo podemos encontrar a la gente que buscamos.
       —Creo que podría señalarlo con el dedo —dijo Holmes, tranquilamente.
       —¡Válgame Dios! —exclamó el inspector—. ¡Ya se ha formado una opinión! Veamos qué opinan los demás. Yo digo que está al sur, porque es la zona menos poblada de la región.
       —Y yo me inclino por el este —dijo mi paciente.
       —Pues yo por el oeste —apuntó el agente de paisano—. Por esa parte hay varios pueblecitos muy tranquilos.
       —Y yo voto por el norte —afirmé—. Por allí no hay colinas, y nuestro amigo asegura que no observó que el coche subiera ninguna cuesta.
       —¡Vaya! —dijo el inspector echándose a reír—. No puede haber mayor diversidad de opiniones. Hemos recorrido toda la brújula. ¿A quién apoya usted con el voto decisivo, señor Holmes?
       —Todos se equivocan.
       —Pero no nos podemos equivocar todos.
       —Oh, sí pueden hacerlo. Yo voto por este punto —dijo, mientras apoyaba un dedo en el centro del círculo—. Es aquí donde los encontraremos.
       —Pero ¿y el recorrido de doce millas? —protestó Hatherley.
       —Seis millas de ida y seis millas de vuelta. No puede ser más sencillo. Usted mismo dijo que el caballo estaba fresco y reluciente cuando subió al coche. ¿Cómo podía ser así, si había recorrido doce millas por caminos accidentados?
       —Bueno, es un truco bastante verosímil —reconoció Bradstreet pensativo—. Y, por supuesto, no hay dudas sobre a qué se dedica esa banda.
       —Ninguna duda en absoluto —corroboró Holmes—. Son falsificadores de moneda a gran escala, y utilizan la máquina para la aleación que sustituye a la plata.
       —Hace bastante tiempo que conocemos la existencia de una banda muy hábil —dijo el inspector—. Han puesto en circulación millares de monedas de media corona. Les seguimos la pista hasta Reading, pero no pudimos continuar, porque han borrado sus huellas con una pericia que delata a verdaderos expertos. Sin embargo ahora, gracias a este golpe de suerte, creo que les echaremos el guante.
       Pero el inspector se equivocaba, pues aquellos criminales no estaban destinados a caer en manos de la justicia. Cuando entrábamos en la estación de Eyford, vimos ascender una gigantesca columna de humo tras una pequeña arboleda cercana. Se cernía sobre el paisaje como una inmensa pluma de avestruz.
       —¿Una casa incendiada? —preguntó Bradstreet, mientras el tren arrancaba de nuevo y proseguía su camino.
       —Sí, señor —respondió el jefe de estación.
       —¿A qué hora se inició el fuego?
       —He oído que durante la noche, señor, pero ha ido en aumento y ahora está todo en llamas.
       —¿De quién es la casa?
       —Del doctor Becher.
       —Dígame —interrumpió el ingeniero—, ¿el doctor Becher es un alemán muy flaco con la nariz larga y afilada?
       El jefe de estación se echó a reír con ganas.
       —Nada de eso. El doctor Becher es inglés, y no hay en toda la parroquia un individuo que rellene mejor el chaleco. Pero en su casa vive un caballero, creo que un paciente, que sí es extranjero y al que, a juzgar por su aspecto, no le caería mal un buen filete.
       El jefe de estación no había terminado todavía de hablar y ya corríamos todos en dirección al incendio. La carretera remontaba una pequeña colina, y desde su cima pudimos ver ante nosotros un gran edificio encalado que vomitaba llamas por todas sus ventanas y aberturas, mientras en el jardín tres bombas de incendios trataban en vano de sofocar el fuego.
       —¡Es aquí! —gritó muy excitado Hatherley—. ¡Este es el sendero de grava, y estos son los rosales donde caí! Aquella segunda ventana es la que utilicé para saltar.
       —Al menos ha conseguido usted vengarse de ellos —le dijo Holmes—. No cabe duda de que fue su lámpara de aceite, al ser aplastada por la prensa, lo que prendió fuego a las paredes de madera. Pero esa gente estaba tan ocupada persiguiéndole que no se dio cuenta a tiempo. Ahora abra bien los ojos, por si puede reconocer entre este gentío a sus amigos de anoche, aunque mucho me temo que a estas horas se encuentren por lo menos a cien millas de aquí.
       Los temores de Holmes se vieron confirmados, porque hasta la fecha no se ha vuelto a tener noticia de la hermosa mujer, el siniestro alemán y el sombrío inglés. A primera hora de aquella mañana, un campesino se había cruzado con un carruaje que rodaba veloz en dirección a Reading, cargado con varias personas y algunas cajas voluminosas, pero en este punto desaparecía la pista de los fugitivos, y ni siquiera el ingenio de Holmes fue capaz de descubrir el menor indicio de su paradero.
       Los bomberos se sorprendieron mucho ante los extraños instrumentos que encontraron en la casa, y todavía más al descubrir un pulgar humano recién amputado en el alféizar de una ventana del primer piso. Hacia el atardecer sus esfuerzos dieron por fin resultado y lograron controlar el fuego, pero no sin que antes se desplomara el techo y en la casa, absolutamente reducida a escombros, no quedara ni rastro de la maquinaria que tan cara había costado a nuestro desdichado ingeniero. En un cobertizo adyacente se encontró grandes cantidades de níquel y de estaño, pero ni una sola moneda, lo cual podría explicar las voluminosas cajas que hemos mencionado.
       El modo en que nuestro ingeniero hidráulico fue trasladado desde el jardín hasta el punto donde recuperó el conocimiento habría permanecido en el misterio, a no ser por el mantillo del jardín, que nos reveló una sencilla historia. Era evidente que lo habían transportado dos personas, una de ellas de pies muy pequeños y la otra con unos pies extraordinariamente grandes.
       En resumen, parecía bastante probable que el taciturno inglés, menos audaz o menos sanguinario que su compañero, hubiera ayudado a la mujer a transportar al hombre inconsciente a un lugar donde estuviera a salvo.
       —¡Bonito negocio he hecho! —dijo nuestro ingeniero en tono quejoso, mientras ocupábamos nuestros asientos para regresar a Londres—. He perdido un dedo, he perdido unos honorarios de cincuenta guineas, y ¿qué es lo que he ganado?
       —Experiencia —dijo Holmes, echándose a reír—. En cierto aspecto, puede resultarle valiosa. Le basta ponerla en palabras, para ganarse reputación de ameno conversador durante el resto de su vida.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar