Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


La aventura de la segunda mancha (1904)
(“The Adventure of the Second Stain”)
Originalmente publicado en The Strand Magazine (diciembre 1904);
The Return of Sherlock Holmes
(Londres: George Newnes Ltd, 1905, 403 págs.)



      Tenía la intención de que La aventura de Abbey Grange fuera la última de esas hazañas de mi amigo, el señor Sherlock Holmes, que pusiese a disposición del público. Esta decisión no se debía a falta de material alguno, puesto que poseo notas de cientos de casos a los que no he aludido nunca, ni tampoco a un interés menguante de mis lectores hacia la curiosa personalidad y métodos únicos de este hombre tan notable. El auténtico motivo radicaba en la reticencia que el señor Holmes había mostrado ante la continua publicación de sus experiencias. Mientras se encontraba profesionalmente en activo, las crónicas de sus éxitos tenían cierto valor práctico para él, pero, desde que se ha retirado de manera definitiva de Londres y se ha consagrado al estudio de la apicultura en Sussex Downs, la celebridad se le ha vuelto odiosa, y ha urgido de forma tajante a que, en lo relativo a este tema, se cumplan sus deseos punto por punto. Solo al recordarle que había dado mi palabra de que La aventura de la segunda mancha sería publicada cuando fuera oportuno, y al señalarle que lo más adecuado era que esta larga serie de episodios culminara con el caso internacional más importante que le hubiesen confiado nunca, logré, por fin, obtener su consentimiento de que un relato del incidente, mantenido en riguroso secreto, saliera a la luz pública. Si, al contar la historia, parezco algo impreciso en lo referente a ciertos detalles, les será fácil comprender a los lectores que hay un muy buen motivo para mis reticencias.

       Así pues, la mañana de un martes de otoño de un año, del que no precisaré ni siquiera la década, nos vimos con dos visitantes de fama europea entre las paredes de nuestra humilde morada de Baker Street. Uno, austero y autoritario, de mirada perspicaz y gesto altivo, no era otro que el ilustre lord Bellinger, dos veces primer ministro de Gran Bretaña. El otro, moreno, de facciones marcadas y elegante, apenas de mediana edad, y dotado de las más excelsas cualidades físicas y mentales, era el muy honorable Trelawney Hope, ministro de Asuntos Europeos, y el hombre de estado más prometedor del país. Estaban sentados uno junto al otro en nuestro sofá lleno de papeles, y resultaba obvio, por sus rostros exhaustos y ansiosos, que aquello que les había llevado allí era un asunto apremiante y de suma importancia. Las finas manos de venas azules del primer ministro agarraban con firmeza el puño de marfil de su paraguas, y su rostro pálido y severo nos miraba a Holmes y a mí sombríamente. El ministro europeo se tiraba del bigote con nerviosismo y jugueteaba con los cierres de la cadena de su reloj.
       —Cuando he descubierto la pérdida, señor Holmes, que ha sido a las ocho de esta mañana, informé de inmediato al primer ministro. Hemos venido ambos a verle a sugerencia suya.
       —¿Han informado a la policía?
       —No, señor —dijo el primer ministro, con ese estilo parco y contundente por el que era famoso—. Ni lo hemos hecho, ni es posible hacerlo. Informar a la policía significa, a la postre, informar al público. Eso es lo que deseamos evitar muy en particular.
       —Y ¿por qué, señor?
       —Porque el documento en cuestión es de una importancia tan inmensa que su publicación podría conducir con suma facilidad —casi diría con toda probabilidad— a complicaciones en Europa de la mayor repercusión. No exagero si digo que la paz o la guerra pueden depender de que se publique. Si no se puede recuperar totalmente en secreto, no importa que sea recuperado en absoluto, porque el objetivo por el que se lo han llevado es que su contenido sea conocido públicamente.
       —Ya entiendo. Ahora, señor Hope, le agradecería que me contase exactamente las circunstancias en que desapareció ese documento.
       —Eso se puede explicar en muy pocas palabras, señor Holmes. La carta —porque es una carta de un poderoso hombre extranjero— se recibió hace seis días. Era de tal importancia que nunca la he dejado en mi caja fuerte, sino que la he llevado cada noche a mi casa en Whitehall Terrace y la he guardado bajo llave en mi dormitorio en una valija diplomática. Allí estaba la pasada noche. De eso estoy seguro. De hecho, abrí la valija mientras me estaba vistiendo para la cena y vi el documento allí dentro. Esta mañana ya no estaba. La valija había estado junto al espejo en mi tocador toda la noche. Al igual que mi mujer, tengo el sueño ligero. Ambos estamos dispuestos a jurar que no pudo entrar nadie en la habitación durante la noche. Y, a pesar de ello, reitero que el papel no estaba.
       —¿A qué hora cenó?
       —Siete y media.
       —¿Cuánto tiempo pasó hasta que se fueron a la cama?
       —Mi mujer había ido al teatro. La esperé levantado. Fuimos a nuestra habitación antes de las once y media.
       —Entonces, ¿la valija estuvo sin vigilar durante cuatro horas?
       —Nadie tiene permiso para entrar nunca en esa habitación, excepto la criada por la mañana y mi ayuda de cámara o la doncella de mi esposa el resto del día. Ambos son leales sirvientes que llevan cierto tiempo con nosotros. Además, a ninguno de los dos les hubiese sido posible saber que había algo más valioso en la valija que los papeles de costumbre del ministerio.
       —¿Quién sabía algo de la existencia de esa carta?
       —Nadie en la casa.
       —¿Tal vez su esposa?
       —No, señor. No le había dicho nada a mi esposa hasta que no eché de menos la carta.
       El primer ministro asintió con la cabeza.
       —Desde hace mucho sé, señor, de su gran sentido de Estado —afirmó—. Estoy convencido de que, en caso de darse un secreto de esta trascendencia, le otorgaría una relevancia mayor que a los vínculos familiares más estrechos.
       El ministro de Asuntos Europeos inclinó la cabeza.
       —No me hace sino justicia al pensarlo, señor. Hasta esta mañana, nunca le había insinuado ni una palabra del asunto a mi esposa.
       —¿Es posible que se lo imaginara?
       —No, señor Holmes, no podía imaginarse nada…, ni nadie hubiese podido imaginárselo.
       —¿Ha perdido algún documento antes?
       —No, señor Holmes.
       —¿Quiénes conocen en Inglaterra la existencia de esa carta?
       —Ayer se informó a todos los miembros del Consejo de Ministros, pero al secreto que preside cada sesión del consejo se le añadió una advertencia solemne proferida por el primer ministro. ¡Dios santo! ¡Cuando pienso que unas horas después, iba a ser yo mismo quien la perdiera!
       Un ataque de desesperación deformó su atractivo rostro, y se mesó los cabellos. Durante un momento, pudimos entrever al hombre sin máscaras: impulsivo, apasionado, profundamente sensible. Pero enseguida fue reemplazado por el aristócrata, y recobró su tono apacible:
       —Además de los miembros del consejo, había dos, o puede que tres, funcionarios del ministerio que supieran de la carta. En Inglaterra, nadie más, señor Holmes, se lo aseguro.
       —Pero ¿y en el extranjero?
       —Creo que en el extranjero no la ha visto nadie excepto el hombre que la escribió. Estoy muy convencido de que sus ministros…, de que no se han utilizados los canales oficiales de costumbre.
       Holmes meditó durante un instante.
       —Ahora, señor, debo preguntarle más en concreto qué es ese documento y por qué tendría su desaparición unas consecuencias tan trascendentales.
       Ambos hombres de estado intercambiaron una breve mirada, y las pobladas cejas del primer ministro se fruncieron.
       —Señor Holmes, el sobre es largo, fino y de color azul. Tiene un sello de lacre estampado con un león rampante. Está dirigida con trazo amplio y enérgico a…
       —Me temo, señores —dijo Holmes—, que por muy interesantes y esenciales que sean esos detalles, mis preguntas se dirigen más a la raíz del asunto. ¿Qué contenía la carta?
       —Eso es un secreto de Estado de importancia crucial, me temo que no puedo decírselo, ni veo que sea necesario que lo haga. Si con la ayuda de esas aptitudes que se dice que posee puede encontrar un sobre como el que le he descrito, con su contenido, le habrá hecho un gran servicio a su país y será merecedor de la recompensa que esté en nuestro poder ofrecerle.
       Sherlock Holmes se levantó con una sonrisa.
       —Son dos de los hombres más ocupados del país —les dijo—, y, a mi humilde nivel, yo también tengo muchos asuntos que atender. Lamento sumamente no poder ayudarles en este caso; continuar con esta entrevista sería una pérdida de tiempo.
       El primer ministro se puso en pie de un salto con un breve y feroz destello en los ojos hundidos ante el cual se amilanaba todo un Consejo de Ministros.
       —No tengo costumbre, caballero… —comenzó, pero dominó su ira y volvió a tomar asiento.
       Durante un minuto o más, nos quedamos todos sentados en silencio. Entonces, el viejo estadista se encogió de hombros.
       —Tenemos que aceptar sus términos, señor Holmes. No cabe duda de que tiene razón y que no tiene sentido por nuestra parte esperar que actúe sin concederle nuestra entera confianza.
       —Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo el hombre de estado más joven.
       —Así que se lo contaré y pondré mi confianza enteramente en su honor y en el de su colega, el doctor Watson. Puedo apelar también a su patriotismo, porque no podría imaginar una desgracia más grande para el país que la que se produciría si se hiciera público este asunto.
       —Puede confiar sin miedo en nosotros.
       —La carta, pues, es de cierto gobernante extranjero que se ha alterado por algunos recientes acontecimientos coloniales relacionados con este país. La escribió apresuradamente y bajo su entera responsabilidad. La investigación ha revelado que sus ministros no sabían nada del asunto. Por otra parte, está formulada de una manera tan desafortunada, y ciertas frases en ella tienen un carácter tan provocador, que es indiscutible que su publicación conduciría a un estado de opinión peligrosísimo en este país. Causaría tal trastorno, señor, que osaría decir que, en una semana de la publicación de esa carta, este país se vería implicado en una gran guerra.
       Holmes escribió un nombre en un trozo de papel y se lo tendió al primer ministro.
       —Exacto. Fue él. Y es esta carta —esta carta que bien puede significar el despilfarro de miles de millones y las vidas de cientos de miles de hombres— la que se ha perdido de tan incomprensible manera.
       —¿Han informado al remitente?
       —Sí, señor Holmes, se le ha despachado un telegrama encriptado.
       —Tal vez desee la publicación de la carta.
       —No, señor, tenemos poderosas razones para creer que ha comprendido ya que ha actuado de una forma indiscreta y precipitada. Sería un golpe más duro para él y para su país que para nosotros el que esta carta saliera a la luz.
       —Si eso es así, ¿quién tiene interés en que la carta salga a la luz? ¿Por qué querría nadie robarla o publicarla?
       —Aquí me hace entrar, señor Holmes, en el terreno de la alta política internacional. Pero no le costará deducir el motivo si reflexiona un poco en la situación europea. Toda Europa es un campamento armado. Existen dos alianzas igualadas en potencia militar. Gran Bretaña mantiene la balanza en equilibrio. Si llevaran a Inglaterra a una guerra contra una de las confederaciones, esto aseguraría la supremacía de la otra confederación, ya se sumase o no a la guerra. ¿Me estoy explicando?
       —Meridianamente. Entonces, ¿a los enemigos de este gobernante les interesa conseguir y publicar esa carta con el fin de crear una ruptura entre el país de este y el nuestro?
       —Sí, señor.
       —Y ¿a quién enviarían este documento si cayera en manos enemigas?
       —A cualquiera de las grandes cancillerías de Europa. Es probable que, en este mismo momento, se dirija hacia allí tan rápido como el vapor que pueda llevarla.
       El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y dejó escapar un suspiro. El primer ministro le puso bondadosamente la mano en el hombro.
       —Ha sido mala suerte, mi querido amigo. Nadie puede culparle de nada. No hay ninguna precaución que no haya tomado. Ahora, señor Holmes, se encuentra en plena posesión de los hechos. ¿Qué recomienda que hagamos?
       Holmes negó con la cabeza entristecido.
       —¿Cree usted, señor, que, a menos que se recupere ese documento habrá una guerra?
       —Creo que es muy probable.
       —Entonces, señor, prepárese para la guerra.
       —Eso es difícil de aceptar, señor Holmes.
       —Considere los hechos, señor. Es inconcebible que se la llevaran después de las once y media de la noche, pues, por lo que he entendido, el señor Hope y su esposa se encontraban ambos en la habitación desde esa hora hasta que se descubrió la pérdida. Luego, la cogieron ayer por la noche entre las siete y media y las once y media, probablemente más hacia la primera hora, dado que, evidentemente, quienquiera que se la llevara sabía que se hallaba allí y la hubiese querido obtener lo antes posible. Ahora bien, señor, si se llevaron a esa hora un documento de esa importancia, ¿dónde puede estar? Nadie tiene razón alguna para guardarla. La han enviado rápidamente a aquellos que lo requieran. ¿Qué posibilidades tenemos ahora de adelantarnos o de ir tras su pista siquiera? Está más allá de nuestro alcance.
       El primer ministro se levantó del sofá.
       —Lo que dice es absolutamente lógico, señor Holmes. Me parece que, de hecho, el asunto ya no está en nuestras manos.
       —Supongamos, por poner un ejemplo, que hubieran robado el documento la doncella o el ayuda de cámara…
       —Ambos nos han servido lealmente durante años.
       —Le he creído entender que su habitación se encuentra en el segundo piso, que no hay entrada desde el exterior y que nadie hubiese podido acercarse desde el interior sin ser visto. Luego, debió cogerlo alguien de la casa. ¿A quién se la llevó el ladrón? A uno de los varios espías internacionales y agentes secretos cuyos nombres me son medianamente familiares. Hay tres que se pueden considerar los más destacados de su profesión. Empezaré mis pesquisas por ahí e investigaré si se encuentran todos en sus puestos. Si falta uno —sobre todo si ha desaparecido tras la pasada noche—, tendremos algún indicio de adónde ha ido el documento.
       —Y ¿por qué iba a faltar? —preguntó el ministro de Asuntos Europeos—. Es muy probable que haya llevado la carta a una embajada en Londres.
       —No lo creo. Esos agentes trabajan de forma independiente, y sus relaciones con las embajadas son a menudo tensas.
       El primer ministro asintió con la cabeza.
       —Creo que está en lo cierto, señor Holmes. Un trofeo tan valioso lo entregaría en mano a la comandancia. Considero que su planteamiento es excelente. Mientras tanto, Hope, no podemos desatender todos nuestros otros deberes a causa de esta calamidad. Si hubiera cualquier novedad durante el día, nos comunicaríamos con usted, y no dude en hacernos saber el resultado de sus propias investigaciones.
       Los dos hombres de estado se despidieron inclinando la cabeza y salieron muy serios de la habitación.
       Cuando nuestros ilustres visitantes se habían marchado, Holmes encendió su pipa en silencio y se quedó sentado un rato sumido en sus pensamientos. Yo había abierto el periódico de la mañana y me hallaba inmerso en un crimen estremecedor que había ocurrido en Londres la noche anterior, cuando mi amigo soltó una exclamación, se puso en pie de un salto y dejó la pipa encima de la repisa de la chimenea.
       —Sí —dijo—, no hay mejor manera de plantearlo. La situación es desesperada, pero no irremediable. Incluso ahora, si pudiera estar seguro de quién de ellos la ha robado, sería posible que todavía no se hubiera desprendido de ella. Después de todo, con estos tipos todo es una cuestión de dinero, y tengo el apoyo del Tesoro británico. Si está a la venta, la compraré…, aunque signifique un penique más de impuestos. Entra dentro de lo concebible que el tipo la retuviera para ver qué oferta hacen los de este bando antes de probar suerte con el otro. Solo hay tres tipos capaces de jugar a algo tan temerario: tenemos a Oberstein, La Rothiere y Eduardo Lucas. Iré a verlos a todos ellos.
       Le eché un vistazo a mi periódico.
       —¿Habla del tal Eduardo Lucas de Godolphin Street?
       —Sí.
       —No va a verlo.
       —Y ¿por qué no?
       —Lo asesinaron ayer por la noche en su casa.
       Mi amigo me había asombrado tantas veces en el transcurso de nuestras aventuras que me regocijó advertir que lo había dejado absolutamente pasmado. Se me quedó mirando atónito, y entonces me arrancó el periódico de las manos. Este era el párrafo que había comenzado a leer cuando se levantó de su silla:

ASESINATO EN WESTMINSTER

    La pasada noche se cometió un crimen de misteriosa naturaleza en el 16 de Godolphin Street, una de las vías vetustas y recoletas de casas dieciochescas que se encuentran entre el río y la abadía, casi a la sombra de la gran torre del Parlamento. Durante varios años, esta pequeña pero distinguida mansión ha sido la residencia del señor Eduardo Lucas, célebre en los círculos sociales tanto por su trato agradable como por su merecida reputación de ser uno de los mejores tenores aficionados del país. El señor Lucas era un hombre soltero, de treinta y cuatro años de edad, y a su servicio se encuentran una anciana ama de llaves, la señora Pringle, y su ayuda de cámara, Mitton. La primera se acuesta temprano y duerme en el último piso de la casa. El ayuda de cámara había salido por la tarde para visitar a un amigo en Hammersmith. Desde las diez, el señor Lucas dispuso de la casa para él solo. Todavía no se sabe lo sucedido en ese tiempo, pero, a las doce menos cuarto, el agente de policía Barrett, que pasaba por Godolphin Street, advirtió que la puerta del número 16 se encontraba entreabierta. Llamó, pero no obtuvo respuesta. Al ver luz en la habitación delantera, avanzó por el pasillo y volvió a llamar, y tampoco hubo respuesta. Entonces, empujó la puerta y entró. La habitación se hallaba en un estado caótico, habían corrido todos los muebles a un lado, y había una silla tirada sobre su respaldo en el centro. Junto a esa silla, y aferrado todavía a una de sus patas, yacía el desgraciado inquilino de la casa. Lo habían apuñalado en el corazón y debió de morir de inmediato. El cuchillo con que se había perpetrado el crimen era una daga curva de origen indio, tomada de una panoplia de armas orientales que decoraba una de las paredes. No parece que el motivo del crimen haya sido el robo, porque ni siquiera se intentaron llevar nada del valioso contenido de la habitación. El señor Eduardo Lucas era tan célebre y popular que su violento y misterioso fallecimiento despertará un hondo interés y una enorme consternación en su amplio círculo de amigos.

       —Y bien, Watson, ¿qué le parece a usted? —preguntó Holmes tras una larga pausa.
       —Que es una coincidencia sorprendente.
       —¡Una coincidencia! Tenemos aquí a uno de los tres hombres que habíamos citado como posibles personajes de este drama y que muere violentamente a las mismas horas en que sabemos que se representó. Las probabilidades en contra de que sea una coincidencia son abrumadoras. No hay números suficientes para expresarla. No, mi querido Watson, ambos acontecimientos están relacionados…, tienen que estar relacionados. Nos toca encontrar esa relación.
       —Pero ahora la policía debe saberlo todo.
       —En absoluto. Saben todo lo que han visto en Godolphin Street. No saben —ni sabrán— nada de Whitehall Terrace. Solo nosotros conocemos ambos incidentes y podemos rastrear el vínculo entre ellos. De todos modos, hay un elemento obvio que hubiese dirigido mis sospechas hacia Lucas. Godolphin Street, en Westminster, esta solo a unos minutos andando desde Whitehall Terrace. Los otros agentes secretos que he citado viven en los límites del West End. Por lo tanto, era más fácil para Lucas que para los demás establecer contacto o recibir un mensaje del servicio del ministro de Asuntos Europeos… Es una nimiedad que, sin embargo, cuando los incidentes se concentran en pocas horas, puede resultar esencial. ¡Vaya, vaya! ¿Qué tenemos aquí?
       La señora Hudson había traído la tarjeta de una dama en su bandeja. Holmes le echó una ojeada, levantó las cejas y me la tendió.
       —Ruéguele a lady Hilda Trelawney Hope que haga el favor de entrar —le dijo.
       Poco después, nuestro humilde domicilio, que ya había sido honrado esa mañana, fue aún más distinguido por la entrada de la mujer más encantadora de Londres. Había oído hablar a menudo de la belleza de la menor de las hijas del duque de Belminster, pero ninguna descripción ni ninguna desvaída fotografía me había preparado para el encanto delicado y sutil y el deslumbrante brillo de aquella persona bellísima. Y, sin embargo, cuando la vimos aquella mañana de otoño, no fue su belleza lo primero que impresionó al observador. Tenía una tez preciosa, pero estaba pálida por la emoción; los ojos le brillaban, pero con un brillo febril; la delicada boca estaba fruncida y tensa en un intento por dominarse. Era el terror, no la belleza, lo primero que saltaba a la vista cuando nuestra bella visitante se quedó de pie enmarcada por un instante en la puerta.
       —¿Ha estado aquí mi marido, señor Holmes?
       —Sí, señora, ha estado aquí.
       —Señor Holmes, le suplico que no le diga que he venido.
       Holmes inclinó la cabeza con frialdad y le indicó a la dama un asiento.
       —Su señoría me pone en una posición muy delicada. Le ruego que se siente y me diga qué desea, pero me temo que no puedo hacerle ninguna promesa categórica.
       Cruzó la habitación y se sentó de espaldas a la ventana. Era una presencia majestuosa: alta, elegante e intensamente femenina.
       —Señor Holmes —le dijo mientras juntaba y separaba sus manos enguantadas de blanco—, le voy a hablar con franqueza, con la esperanza de que eso le lleve a hablar a usted también de la misma manera. Mi marido y yo compartimos todos nuestros secretos excepto en un tema. La política. En ese, es una tumba. No me cuenta nada. Ahora bien, soy consciente de que ayer por la noche sucedió un hecho lamentable en nuestra casa. Sé que ha desaparecido un documento. Pero, como es un asunto político, mi marido se niega a confiar en mí. Ahora es esencial…, esencial le digo…, que lo comprenda plenamente. Usted es la única persona, la única excepto los políticos, que conoce los hechos. Le ruego, por tanto, señor Holmes, que me cuente pormenorizadamente lo que ha ocurrido y cuáles serán sus consecuencias. Cuéntemelo todo, señor Holmes. No guarde silencio por respeto a los intereses de su cliente, porque le aseguro que, si él lo comprendiera, le sería más útil compartirlo conmigo. ¿Qué era ese papel que ha sido robado?
       —Señora, lo cierto es que lo que me pide es imposible.
       Gimió y hundió el rostro entre sus manos.
       —Debe comprender que sea así, señora. Si su marido considera apropiado ocultarle este asunto, ¿quién soy yo, que me he enterado de los hechos al amparo del secreto profesional, para contarle lo que no le ha revelado él? No es justo que me pida eso. Es a él a quien se lo tiene que pedir.
       —Se lo he pedido. Recurro a usted como último recurso. Pero, sin contarme nada concreto, señor Holmes, podría hacerme un gran favor si me iluminara sobre un único aspecto.
       —¿Cuál, señora?
       —¿Es probable que se resienta la carrera política de mi marido por este incidente?
       —Bueno, señora, a menos que se encarrile, desde luego es posible que tenga un efecto lamentable.
       —¡Ah! —respiró profundamente como alguien que ha despejado sus dudas—. Una pregunta más, señor Holmes. Por una expresión que mi marido ha dejado escapar con la conmoción inicial del desastre, he comprendido que se podrían originar consecuencias públicas terribles de la pérdida de ese documento.
       —Si así lo dijo, desde luego, no se lo negaré.
       —¿Qué carácter tendrían?
       —No, señora, ya me está preguntando otra vez más de lo que puedo responderle.
       —Entonces, no le robaré más tiempo. No le culpo, señor Holmes, por haberse negado a hablar de manera más abierta, y usted, por su parte, estoy segura de que no pensará mal de mí porque desee, incluso contra su propia voluntad, compartir sus preocupaciones con mi esposo. De nuevo, debo rogarle que no le diga nada de mi visita.
       Se volvió para mirarnos desde la puerta, y obtuve una última imagen de ese rostro bello y atormentado, de ojos azorados y boca tensa. Luego se marchó.
       —Le toca, Watson, el bello sexo es su especialidad —dijo Holmes con una sonrisa cuando el menguante roce de su falda culminó con un portazo en la puerta de entrada—. ¿A qué juega la hermosa dama? ¿Qué es lo que quiere en realidad?
       —Lo que afirma es evidente, y su ansiedad, muy natural, creo yo.
       —No sé, no sé. Piense en su apariencia, Watson: su comportamiento, su nerviosismo contenido, su agitación, su empeño en hacer preguntas. Recuerde que procede de una casta que no muestra la más mínima emoción.
       —Desde luego, estaba muy alterada.
       —Recuerde también la extraña vehemencia con la que nos ha asegurado que era mejor para su marido que ella lo supiera todo. ¿Qué quería decir con eso? Y tiene que haberse dado cuenta, Watson, de cómo se las ha ingeniado para tener la luz a su espalda. No quería que pudiéramos interpretar sus gestos.
       —Sí, ha elegido la única silla de toda la habitación.
       —Y, con todo, las razones de las mujeres son tan inescrutables… Recuerda a la mujer de Margate de quien sospeché por la misma razón. No se había empolvado la nariz: esa resultó la solución correcta. ¿Cómo se puede construir algo sobre tales arenas movedizas? Sus actos más triviales pueden significarlo todo, o su conducta más fuera de lo común pueden depender de una horquilla o de un rizador. Que pase un buen día, Watson.
       —¿Se va?
       —Sí, voy a pasar la mañana en Godolphin Street con nuestros amigos funcionarios de la ley. En Eduardo Lucas reside la solución de nuestro problema, aunque debo admitir que no tengo ni idea de qué manera puede hacerlo. Es un error descomunal elaborar una teoría antes de conocer los hechos. Quédese de guardia, mi buen Watson, y reciba a cualquier nueva visita. Me reuniré con usted para comer si me es posible.
       Durante todo aquel día y el siguiente y al otro, Holmes se encontraba de un humor que sus amigos hubiesen dicho taciturno y los demás malhumorado. Venía y se iba de casa a la carrera, fumaba sin parar, tocaba fragmentos sueltos en su violín, se sumía en sus meditaciones, devoraba bocadillos a horas intempestivas y contestaba a duras penas a las preguntas sin importancia que yo le hacía. Me parecía evidente que algo no iba bien con él o con su misión. No me diría nada del caso, y me enteré por los periódicos de los detalles de la investigación y del arresto con la subsiguiente puesta en libertad de John Mitton, el ayuda de cámara del fallecido. El jurado del juez de instrucción pronunció el veredicto obvio «homicidio premeditado», pero las partes seguían siendo tan desconocidas como antes. No se sugería motivo alguno. La habitación se encontraba llena de objetos valiosos, no se habían llevado nada. No habían manipulado los documentos del difunto. Fueron examinados a conciencia, e indicaron que era un estudioso aplicado de la política internacional, un infatigable chismoso, un notable lingüista y un incansable escritor de cartas. Era confidente de destacados políticos de varios países. Pero no se descubrió nada extraordinario entre los documentos que llenaban sus cajones. En cuanto a sus relaciones con las mujeres, parecían haber sido promiscuas, aunque superficiales. Mantenía trato con muchas de ellas, pero pocas eran amigas, y no había ninguna de la que estuviese enamorado. Llevaba una vida ordenada, tenía un comportamiento inofensivo. Su muerte era un absoluto misterio, y probablemente seguiría siéndolo.
       En cuanto al arresto de John Mitton, el ayuda de cámara, fue un acto de desesperación para no quedarse mano sobre mano. Pero no se pudo sustanciar un proceso contra él. Había estado visitando a unos amigos en Hammersmith esa noche. La coartada era perfecta. Es cierto que salió de casa a una hora en la que hubiese llegado a Westminster antes del momento en que se descubrió el crimen, pero su propia explicación de que había hecho parte del camino andando pareció bastante probable considerando que hacía una noche excelente. De hecho, había llegado a las doce, y parecía estar abrumado por la inesperada tragedia. Siempre había tenido una buena relación con su jefe. Se encontraron varias de las posesiones del difunto —una cajita de navajas concretamente— en los cajones del ayuda de cámara, pero explicó que habían sido obsequios del difunto, y la ama de llaves pudo corroborar la historia. Mitton había sido durante tres años empleado de Lucas. Era destacable que Lucas no se lo hubiera llevado con él nunca al continente. Algunas veces había estado en París tres meses seguidos, pero había dejado a Mitton al frente de la casa de Godolphin Street. En cuanto al ama de llaves, no había oído nada la noche del crimen. Si su jefe había tenido visita, la había recibido él mismo.
       Así que, durante tres mañanas, el misterio siguió siéndolo, hasta donde alcancé a saber por los periódicos. Si Holmes sabía más, guardaba silencio, pero, como me había dicho que el inspector Lestrade le había confiado los detalles del caso, sabía que se mantenía al corriente de todas las novedades. Al cuarto día apareció un largo telegrama de París que parecía resolver todo el asunto.

    La policía parisina acaba de hacer un descubrimiento [decía el Daily Telegraph] que desvela lo sucedido en torno al trágico destino del señor Eduardo Lucas, que halló violentamente la muerte el pasado lunes por la noche en Godolphin Street, Westminster. Nuestros lectores recordarán que se encontró al fallecido caballero apuñalado en su habitación y que se habían tenido sospechas de su ayuda de cámara, pero que su coartada las había echado por tierra. Ayer, los criados de una dama, conocida como madame Henri Fournaye, residente de un pequeño chalé de la rue Austerlitz, denunciaron ante las autoridades que se había vuelto loca. Un examen evidenció que era cierto que había desarrollado una manía de un tipo peligroso y permanente. Al investigarlo, la policía había descubierto que madame Henri Fournaye acababa de volver de un viaje a Londres el pasado martes, y hay pruebas que la relacionan con el crimen de Westminster. Una comparación de sus fotografías ha probado de manera concluyente que monsieur Henri Fournaye y Eduardo Lucas eran en realidad la misma persona, y que el fallecido había tenido por alguna razón una doble vida en Londres y París. Madame Fournaye, de origen criollo, es de una naturaleza sumamente nerviosa, y había sufrido en el pasado ataques de celos que la habían llevado a la histeria. Se conjetura que en uno de ellos cometiese el horrible crimen que ha causado tanto revuelo en Londres. Todavía no se han trazado sus movimientos del lunes por la noche, pero no cabe duda de que una mujer que responde a su descripción llamó mucho la atención en la estación de Charing Cross el martes por la mañana por su aire trastornado y la violencia de sus gestos. Es probable, por tanto, que, o bien cometiera el crimen enloquecida, o que, como efecto inmediato, este le provocara a la desdichada que perdiera el juicio. En este momento, es incapaz de contar nada referente al pasado, y los médicos no tienen esperanza en que recupere la razón. Hay testimonios de que se vio a una mujer, que quizá fuera madame Fournaye, durante varias horas la noche del lunes vigilando la casa de Godolphin Street.

       —¿Qué opina de esto, Holmes? —le había leído la crónica en voz alta mientras terminaba de desayunar.
       —Mi querido Watson —dijo cuando se levantó de la mesa y comenzó a ir y venir por la habitación—, es usted muy sufrido, pero, si no le he contado nada en los tres últimos días, es porque no hay nada que contar. Ahora mismo estas noticias de París no nos ayudan mucho.
       —Sin duda alguna son concluyentes en lo referente a la muerte de ese hombre.
       —La muerte de ese hombre es un mero incidente, un episodio trivial, en comparación con nuestra verdadera tarea, que es rastrear ese documento y evitar una catástrofe europea. Solo ha pasado una cosa importante en los últimos tres días y es que no ha pasado nada. Recibo informes casi cada hora del gobierno, y están seguros de que no hay en ningún lugar de Europa señal alguna de altercados. Ahora bien, si esa carta anduviera por ahí… No, no puede andar por ahí… Pero si no anda por ahí, ¿dónde puede estar? ¿Quién la tiene? ¿Por qué la oculta? Esa es la pregunta que me golpea en el cerebro como un martillo. ¿Fue, en definitiva, una coincidencia que Lucas hallase la muerte la noche en que desapareció la carta? ¿Estuvo en sus manos alguna vez la carta? Si fue así, ¿por qué no se encuentra entre sus papeles? ¿Se la llevó consigo la loca de su mujer? Si es así, ¿está en su casa de París? ¿Cómo podría ir a buscarla sin despertar las sospechas de la policía francesa? Estamos ante un caso, mi querido Watson, en que la policía es tan peligrosa para nosotros como los criminales. Todos están en nuestra contra; sin embargo, los intereses en juego son enormes. Si lograse concluirlo con éxito, representaría sin lugar a dudas la apoteosis de mi carrera. Ah, ¡aquí está mi último parte del frente! —Le echó una mirada a toda prisa a la nota que le habían entregado—. ¡Vaya, vaya! Parece que Lestrade ha descubierto algo interesante. Póngase el sombrero, Watson, y vamos a dar un paseo juntos hasta Westminster.
       Era mi primera visita a la escena del crimen, una casa alta, sombría, espiritada, que resultaba altiva, ceremoniosa y sólida como el siglo que la vio nacer. Con sus facciones de bulldog, Lestrade nos miraba asomado a la ventana de la fachada, y nos saludó efusivamente después de que un agente corpulento nos abriera la puerta y nos permitiera pasar. La habitación en la que nos hicieron entrar era aquella en la que se había cometido el crimen, pero ya no quedaba ni rastro de él, excepto una fea e irregular mancha en la alfombra. Esa alfombra era un pequeño cuadrado de droguete en el centro de la habitación, rodeado de una amplia extensión de un bonito suelo de madera a la antigua con tablas cuadradas muy pulidas. Encima de la chimenea había una panoplia de armas, una de las cuales había sido utilizada esa trágica noche. Junto a la ventana había un escritorio suntuoso, y cada detalle del estudio, las pinturas, las alfombras, las colgaduras, todo apuntaba a un gusto que era lujoso en el límite con lo amanerado.
       —¿Han leído lo de París? —dijo Lestrade.
       Holmes asintió.
       —Parece que esta vez nuestros amigos franceses han estado atinados. No hay duda de que tienen razón. Llamó a la puerta —una visita sorpresa, supongo, porque separaba sus vidas mediante compartimentos estancos—, él la hizo entrar, no podía dejarla en la calle. Le dijo cómo le había seguido la pista, se lo reprochó todo, una cosa llevó a la otra, y, entonces, con esa daga que estaba a mano, se terminó aquello pronto. Aunque no sucedió enseguida, porque arrastraron todas estas sillas allí, y tenía una en la mano como si tratara de mantenerla apartada con ella. Lo hemos tenido todo tan claro como si lo hubiésemos visto.
       Holmes enarcó las cejas.
       —¿Y a pesar de ello me ha mandado llamar?
       —Ah, sí, ese otro asunto —no es más que una nimiedad, pero es la clase de cosas que le interesan—. Es tan extraño, ¿sabe? Y quizá hasta le parezca extravagante. No tiene nada que ver con la cuestión principal…, no puede tenerlo, a primera vista.
       —Bien, ¿y qué es?
       —Bueno, ya sabe, después de un crimen de esta clase, tenemos mucho cuidado de dejar las cosas como están. No se ha movido nada. Un agente aquí al cargo día y noche… Esta mañana, cuando enterraban al difunto y acababa la investigación —en lo referente a esta habitación al menos—, pensamos en ordenar un poco esto. Esta alfombra. Como ve, no está sujeta al suelo, solo puesta encima. Tuvimos ocasión de levantarla. Encontramos…
       —¿Sí? Encontraron…
       A Holmes se le tensó el rostro por la ansiedad.
       —Bueno, estoy seguro de que no adivinaría ni en cien años lo que encontramos. ¿Ve esa mancha en la alfombra? Bueno, pues, debería haberla traspasado al empaparla, ¿no?
       —Desde luego, debería haberlo hecho.
       —Bueno, pues le sorprenderá oír que no hay ninguna mancha en este entarimado blanco que se corresponda con ella.
       —¡Ninguna mancha! Pero debería…
       —Sí, eso diría uno. Pero el hecho es que no hay.
       Cogió la esquina de la alfombra con la mano y, dándole la vuelta, nos mostró que era tal y como él decía.
       —Pero la parte de abajo está tan manchada como la de encima. Debería haber dejado una huella.
       Lestrade se rió entre dientes encantado de haber dejado perplejo al célebre experto.
       —Y ahora le mostraré la explicación. Hay una segunda mancha, pero no se corresponde con la primera. Véalo usted mismo —mientras hablaba, le daba la vuelta a otra parte de la alfombra, y allí, en efecto, había un reguero escarlata sobre el revestimiento cuadrado blanco del anticuado suelo—. ¿Qué le parece esto, señor Holmes?
       —Vaya, es bastante sencillo. Las dos manchas se correspondían, pero giraron la alfombra. Como era cuadrada y no estaba sujeta, lo hicieron con facilidad.
       —El cuerpo de policía no le necesita, señor Holmes, para que le diga que debieron girar la alfombra. Eso está bastante claro, porque las manchas coinciden una sobre la otra… si coloca la alfombra encima de esta manera. Pero lo que quiero saber es quién la movió y por qué.
       Pude ver por el rostro rígido de Holmes que, en su interior, se estremecía de inquietud.
       —Oiga, Lestrade —le dijo—, ¿ha estado ese agente del pasillo a cargo del lugar todo el tiempo?
       —Sí, así ha sido.
       —Bueno, siga mi consejo. Interróguele a fondo. No lo haga delante de nosotros. Le esperaremos aquí. Lléveselo a la habitación de atrás. Es más probable que obtenga su confesión a solas. Pregúntele cómo se ha atrevido a permitir que pasase alguien y dejarlo solo en esta habitación. No le pregunte si lo hizo. Delo por hecho. Dígale que sabe que aquí ha estado alguien. Presiónelo. Dígale que una confesión completa es la única posibilidad de perdón. Haga exactamente lo que le he dicho.
       —¡Por Dios que, si lo sabe, se lo voy a sacar! —exclamó Lestrade.
       Se precipitó al vestíbulo y, poco después, se oyó su voz amenazadora procedente de la habitación de atrás.
       —Ahora, Watson, ¡ahora! —exclamó Holmes impaciente y frenético.
       Toda la fuerza demoniaca oculta bajo esa desgana prorrumpió en un paroxismo de energía. Arrancó la alfombra del suelo, y, en un momento, estaba en el suelo a cuatro patas arañando todos los cuadrados de madera que había debajo. Uno se volvió de lado cuando metió las uñas en el borde. Giró sobre sí como la tapa de una caja. Debajo se abrió una pequeña cavidad negra. Holmes hundió su impaciente mano en ella, y la sacó con un amargo gruñido de enfado y decepción. Estaba vacía.
       —Rápido, Watson, ¡rápido! ¡Dejémoslo todo como estaba!
       Volvimos a colocar la tapa de madera, y no acabábamos sino de tirar de la alfombra de droguete para ponerla en su sitio cuando se oyó la voz de Lestrade en el pasillo. Se encontró a Holmes apoyado lánguidamente en la repisa de la chimenea, resignado y paciente, tratando de disimular sus incontenibles bostezos.
       —Siento haberle hecho esperar, señor Holmes. Ya veo que le aburre mortalmente todo el asunto. Bueno, pues ha confesado, desde luego. Entre, MacPherson. Que estos caballeros se enteren de su imperdonable comportamiento.
       El agente corpulento, muy acalorado y arrepentido, entró silenciosamente en la habitación.
       —Fue sin mala intención, señor, se lo aseguro. La joven llamó a la puerta la pasada noche…, se había equivocado de casa, sí. Y, entonces, nos pusimos a hablar. Se está muy solo aquí de servicio todo el día.
       —Y bien, ¿qué pasó entonces?
       —Quiso ver dónde se había cometido el crimen…, se había enterado leyendo el periódico, eso dijo. Era una mujer joven muy respetable y hablaba muy bien, señor, y no vi mal alguno en dejarla echar un vistazo. Cuando vio esa mancha en la alfombra, cayó al suelo desmayada y se quedó como muerta. Corrí a la parte de atrás y traje un poco de agua, pero no logré que volviera en sí. Entonces, fui aquí a la vuelta, al Ivy Plant, por un poco de coñac, y, para cuando había vuelto con él, la joven se había recuperado y se había ido… Puede que se avergonzara de sí misma y no se atreviera ni a mirarme a la cara.
       —¿Y lo de mover esa alfombra?
       —Bueno, señor, estaba un poco arrugada, claro, cuando llegué. Ya sabe, se había caído encima, y estaba en un suelo pulido sin nada que la mantuviera en su sitio. Luego la dejé bien estirada.
       —Que le sirva de lección, agente MacPherson: a mí no se me puede engañar —dijo Lestrade muy digno—. Sin duda, pensaba que nunca se descubriría su incumplimiento del deber, y, sin embargo, un mero vistazo a esa alfombra me ha bastado para convencerme de que había dejado pasar a alguien en la habitación. Tiene suerte, amigo mío, de que no falte nada, o se iba a enterar usted. Lamento haberle hecho llamar por un asunto tan insignificante, señor Holmes, pero pensé que le interesaría el detalle de la segunda mancha sin coincidencia con la primera.
       —Desde luego, era muy interesante. Agente, ¿esa mujer ha estado solo una vez aquí?
       —Sí, señor, solo una.
       —¿Quién era?
       —No sé su nombre. Venía a responder a un anuncio de mecanógrafa y se había equivocado de número… Una mujer joven muy agradable y elegante, señor.
       —¿Alta? ¿Atractiva?
       —Sí, señor, una mujer joven muy hecha y derecha. Supongo que se podría decir que era atractiva. Puede que algunos hasta dijeran que era muy atractiva. «Venga, agente, ¡déjeme echar un ojo!», me dijo. Se puso muy zalamera, me engatusaba, se podría decir, y pensé que no le hacía mal a nadie solo por dejarla que asomara la cabeza en la habitación.
       —¿Cómo iba vestida?
       —Discreta, señor…, un abrigo largo hasta los pies.
       —¿A qué hora fue?
       —Justo al anochecer. Se estaban encendiendo las farolas cuando volvía con el coñac.
       —Muy bien —dijo Holmes—. Venga, Watson, creo que tenemos que hacer cosas más importantes en otro sitio.
       Cuando abandonamos la casa, Lestrade se quedó en la habitación de la fachada, mientras el compungido agente nos abría la puerta para permitirnos salir. Holmes se volvió en el escalón de la entrada y le enseñó algo que tenía en la mano. El agente lo miró atentamente.
       —¡Por Dios bendito, señor! —exclamó con cara de asombro.
       Holmes puso un dedo sobre sus labios, volvió a meterse la mano en el bolsillo de la camisa y se echó a reír cuando torcimos para bajar la calle.
       —¡Magnífico! —dijo—. Vamos, amigo Watson, va a dar comienzo el último acto. Le tranquilizará saber que no habrá guerra, que el muy honorable Trelawney Hope no sufrirá ningún revés en su brillante carrera, que el indiscreto gobernante no será castigado por su indiscreción, que el primer ministro no tendrá que lidiar con ninguna complicación europea y que, con un poco de tacto y mano izquierda por nuestra parte, nadie saldrá perdiendo por lo que podría haber acabado siendo un incidente muy desagradable.
       Ese hombre extraordinario me llenó de admiración.
       —¡Lo ha resuelto! —exclamé.
       —No del todo, Watson. Hay muchos aspectos que siguen estando tan oscuros como antes. Pero tenemos tanto que será culpa nuestra si no aclaramos el resto. Iremos directos a Whitehall Terrace y llevaremos este asunto hasta el final.
       Cuando llegamos a la residencia del ministro de Asuntos Europeos, Holmes preguntó por lady Hilda Trelawney Hope. Nos condujeron a la sala de estar.
       —¡Señor Holmes! —dijo la dama, y su rostro estaba rojo de indignación—. Desde luego, esto me parece muy miserable y muy mezquino por su parte. Deseaba, como ya le expliqué, que mantuviera mi visita en secreto, para que mi marido no pensara que me entrometía en sus asuntos. Y, no obstante, me compromete al venir aquí y así dar a entender que tenemos algún negocio que discutir.
       —Por desgracia, señora, no me quedaba otra alternativa. Me han encargado que recupere ese documento tan sumamente importante. Debo pedirle, por tanto, señora, que sea tan amable de dejarlo en mis manos.
       La dama se puso en pie de un salto, perdiendo el color de su precioso rostro en un instante. Se le vidriaron los ojos…, se tambaleó, creí que iba a desmayarse. Entonces, con un gran esfuerzo, se recuperó de la conmoción, y un asombro e indignación absolutos apartaron cualquier otra expresión de su semblante.
       —Me… me insulta, señor Holmes.
       —Vamos, vamos, señora, es inútil. Entregue la carta.
       Ella se precipitó hacia la campanilla.
       —El mayordomo les mostrará la salida.
       —No la toque, lady Hilda. Si lo hace, entonces, todos mis sinceros esfuerzos para evitar un escándalo se verán frustrados. Entregue la carta y todo se arreglará. Si colabora conmigo, puedo solucionar cualquier cosa. Si no lo hace, tendré que delatarla.
       Se quedó en pie a modo de majestuoso desafío: tenía un porte señorial, con los ojos clavados en él como si pudiera leer en su misma alma. Su mano estaba en la campanilla, pero se había abstenido de tirar de ella.
       —Está intentando asustarme. No es propio de hombres, señor Holmes, venir aquí e intimidar a una mujer. Dice que sabe algo. ¿Qué es lo que sabe?
       —Le ruego que se siente, señora. Ahí se hará daño si se cae al suelo. No hablaré hasta que se siente. Gracias.
       —Le doy cinco minutos, señor Holmes.
       —Con uno me basta, lady Hilda. Estoy al tanto de que visitó a Eduardo Lucas, de que le dio ese documento, de su ingenioso regreso a la habitación ayer por la noche y de la manera en que cogió la carta del escondite bajo la alfombra.
       Se lo quedó mirando con el rostro ceniciento y tragó dos veces saliva antes de poder hablar.
       —Usted está loco, señor Holmes…, ¡está loco! —exclamó por fin.
       Holmes sacó un pequeño trozo de cartón de su bolsillo. Era el rostro de una mujer recortado de un retrato.
       —Lo llevaba conmigo porque pensaba que podía ser de utilidad —dijo—. El policía la ha reconocido.
       La dama soltó un grito ahogado y dejó caer la cabeza en el respaldo de la silla.
       —Vamos, lady Hilda. Tiene la carta. El asunto todavía se puede remediar. No deseo en ningún modo causarle problemas. Mi deber termina cuando le haya devuelto la carta perdida a su marido. Haga caso de mi consejo y sea sincera conmigo. Es su única oportunidad.
       Su valor era admirable. Ni siquiera entonces admitió su derrota.
       —Le vuelvo a decir, señor Holmes, que está usted delirando.
       Holmes se levantó de su asiento.
       —Lo siento por usted, lady Hilda. He hecho todo lo que he podido. Ya veo que en vano.
       Holmes tiró de la campanilla. Entró el mayordomo.
       —¿Está el señor Trelawney Hope en casa?
       —Estará en casa, señor, a la una menos cuarto.
       Holmes le echó un vistazo a su reloj.
       —Queda un cuarto de hora —dijo—. Muy bien, esperaré.
       Apenas había cerrado la puerta el mayordomo al salir cuando lady Hilda se puso de rodillas a los pies de Holmes, tendiéndole las manos, con su precioso rostro vuelto hacia él e inundado en lágrimas.
       —¡Ay, tenga piedad, señor Holmes! ¡Tenga piedad! —le imploró trastornada—. ¡Por el amor de Dios, no se lo cuente! ¡Lo quiero tanto! No querría enturbiar su vida y sé que esto le rompería su noble corazón.
       Holmes levantó a la dama.
       —¡Le agradezco, señora, que haya entrado en razón aunque sea en el último momento! No hay ni un momento que perder. ¿Dónde está la carta?
       Cruzó corriendo la habitación hacia un escritorio, lo abrió con la llave y sacó un sobre azul alargado.
       —Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá nunca lo hubiese visto!
       —¿Cómo podemos devolverlo? —murmuró Holmes—. Rápido, rápido, ¡se nos tiene que ocurrir una manera! ¿Dónde está la valija?
       —En su dormitorio todavía.
       —¡Menudo golpe de suerte! Rápido, señora, ¡tráigala aquí!
       Un momento después aparecía con una cartera roja en la mano.
       —¿Cómo la abrió la otra vez? ¿Tiene un duplicado de la llave? Sí, claro que lo tiene. ¡Ábrala!
       Lady Hilda se había sacado del pecho una llave pequeña. La cartera se abrió de golpe. Estaba repleta de papeles. Holmes entremezcló el sobre azul con ellos, entre las hojas de algún otro documento. Cerraron la valija, echaron la llave y la volvieron a llevar al dormitorio.
       —Ahora estamos preparados para cuando llegue —dijo Holmes—, todavía nos quedan diez minutos. Me arriesgo mucho al encubrirla, lady Hilda. A cambio, va a emplear este rato en contarme con sinceridad qué hay detrás de este extraordinario asunto realmente.
       —Señor Holmes, voy a contárselo todo —exclamó la dama—. Ay, señor Holmes, antes me cortaría la mano derecha que hacerle daño ni por un segundo. No hay mujer en todo Londres que quiera a su marido como yo lo quiero, pero, a pesar de todo, si se entera de lo que he hecho —de lo que me han forzado a hacer—, nunca me perdonaría. Porque tiene un concepto tan alto de su honor que no podría ni olvidar ni perdonar una falta ajena. ¡Ayúdeme, señor Holmes! ¡Mi felicidad, su felicidad, nuestras propias vidas están en juego!
       —¡Hable rápido, señora, que el tiempo apremia!
       —Había una carta mía, señor Holmes, una carta indiscreta escrita antes de mi matrimonio…, una carta atolondrada, una carta de una chica enamorada e impulsiva. No hice ningún mal, y, sin embargo, él pensaría que es una vergüenza. Si hubiese leído esa carta, su confianza en mí hubiese quedado hecha añicos. Han pasado años desde que la escribí. Había creído que todo el asunto era agua pasada. Pero, entonces, me enteré por ese hombre, Lucas, de que había llegado a sus manos y de que se la entregaría a mi marido. Le supliqué piedad. Me dijo que me devolvería mi carta si le llevaba cierto documento que se encontraba en la valija de mi marido. Tenía algún espía en el ministerio que le había hablado de su existencia. Me aseguró que no le acarrearía ningún mal a mi marido. ¡Póngase en mi lugar, señor Holmes! ¿Qué podía hacer yo?
       —Contarle a su marido el secreto.
       —No podía, señor Holmes, ¡no podía! Por un lado, se me presentaba una vida destrozada; por el otro, por terrible que pareciera robarle un papel a mi marido, no era más que un asunto de política del que no podía barruntar las consecuencias, mientras que en lo que se refería a su amor y a su confianza las tenía muy claras. ¡Lo hice, señor Holmes! Me hice un molde de su llave. Fue ese hombre, Lucas, quien me proporcionó un duplicado. Abrí su valija, cogí el documento y lo llevé a Godolphin Street.
       —¿Qué pasó allí, señora?
       —Golpeé la puerta según la señal convenida. La abrió Lucas. Lo seguí a su habitación, dejé la puerta del vestíbulo entornada tras de mí, porque me daba miedo estar a solas con ese hombre. Recuerdo que había una mujer fuera cuando entré. Cerramos nuestro negocio enseguida. Él tenía mi carta encima de su escritorio, yo le tendí el documento. Me dio la carta. En ese momento, se oyó un ruido en la puerta. Sonaron pasos en el pasillo. Lucas levantó la alfombra rápidamente, introduciendo el documento en algún escondrijo y lo volvió a cubrir.
       »Lo que pasó después es como un sueño terrorífico. Tengo el recuerdo de un rostro oscuro y frenético, de la voz de una mujer que gritaba en francés: “Mi espera no ha sido en vano. ¡Por fin, por fin te he descubierto con ella!”. Hubo una pelea feroz. Lo vi con una silla en la mano, un cuchillo brillaba en la de ella. Huí de esa escena terrible, salí corriendo de la casa, y solo al día siguiente me enteré por el periódico del horrible resultado. Esa noche fui feliz, porque tenía mi carta, y todavía no había visto lo que depararía el futuro.
       »Fue por la mañana cuando me di cuenta de que no había hecho más que cambiar un problema por otro. La angustia de mi marido por la pérdida de su documento me partió el corazón. Apenas pude contenerme, allí, en ese momento, de arrodillarme a sus pies y contarle lo que había hecho. Pero eso hubiese significado también una confesión de mi pasado. Fui a usted esa mañana para comprender toda la magnitud de mi delito. Desde el mismo momento en que lo entendí, en mi mente no hubo más pensamiento que devolverle el documento a mi marido. Debía de estar todavía donde Lucas lo había dejado, porque lo había escondido antes de que esa terrible mujer entrase en la habitación. Si no hubiese sido por su llegada, no hubiese sabido dónde tenía su escondite. ¿Cómo logré entrar en la habitación? Durante dos días, estuve vigilando el lugar, pero nunca se dejaban la puerta abierta. La pasada noche hice un último intento. De lo que hice y de cómo lo conseguí, ya se han enterado. Me traje el documento conmigo, y pensaba destruirlo porque no se me ocurría ninguna otra forma de devolverlo sin confesárselo a mi marido. Cielos, ¡oigo sus pasos en la escalera!».
       El ministro de Asuntos Europeos irrumpió alterado en la habitación.
       —¿Alguna novedad, señor Holmes, alguna novedad? —exclamó.
       —Tengo cierta esperanza.
       —Ah, ¡gracias a Dios! —se le iluminó el rostro—. El primer ministro va a comer conmigo. ¿Podemos compartir con él nuestra esperanza? Aunque tiene los nervios de acero, sé que apenas ha dormido desde que ocurrió esta desgracia. Jacobs, ¿le importaría rogarle al primer ministro que suba? Con respecto a ti, cariño, me temo que es un tema de política. Nos reuniremos contigo en el salón en pocos minutos.
       El primer ministro se contenía, pero supe por el brillo de sus ojos y la crispación de sus huesudas manos que compartía el nerviosismo de su joven colega.
       —¿Tengo entendido que tiene algo de lo que informar, señor Holmes?
       —Por eliminación meramente, de momento —respondió mi amigo—. He investigado en todos los lugares en los que pudiera estar y estoy seguro de que no hay peligro de que la intercepten.
       —Pero eso no basta, señor Holmes. No podemos vivir siempre con semejante volcán bajo nuestros pies. Debemos tener algo seguro.
       —Tengo esperanza de lograrlo. Esa es la razón por la que estoy aquí. Cuanto más pienso en el asunto, más convencido estoy de que la carta nunca ha salido de esta casa.
       —¡Señor Holmes!
       —Si hubiese salido, sin duda la hubieran hecho pública ya.
       —Pero ¿por qué se la iba a llevar nadie con el fin de guardarla en su casa?
       —No estoy convencido de que se la llevara nadie.
       —Entonces, ¿cómo pudo salir de la valija?
       —No estoy convencido de que saliera de la valija en ningún momento.
       —Señor Holmes, no es momento para bromas. Le aseguro que salió de la valija.
       —¿Ha examinado la valija desde el martes por la mañana?
       —No, no era necesario.
       —Me imagino que puede haberla pasado por alto.
       —Le digo que es imposible.
       —Pero yo no estoy tan convencido. He conocido casos semejantes. Supongo que hay más papeles en ella. Pues bien, puede haberse traspapelado con ellos.
       —Estaba encima.
       —Alguien puede haberse tropezado con la valija y que se hayan entremezclado.
       —No, no, lo había sacado todo.
       —Sin duda, se puede averiguar fácilmente —dijo el primer ministro—. Hagamos que traigan la valija.
       El ministro tocó la campanilla.
       —Jacobs, tráigame mi valija. Esto es una absurda pérdida de tiempo; no obstante, si no hay otra manera de convencerle, así lo haremos. Gracias, Jackobs, colóquela aquí. Siempre tengo la llave en la cadena de mi reloj. Aquí están los papeles, como ve. Carta de lord Merrow, informe de sir Charles Hardy, memorándum de Belgrado, anotaciones sobre los impuestos rusogermanos a los cereales, carta de Madrid, nota de lord Flowers…, ¡por Dios bendito! Pero ¿qué es esto? ¡Lord Bellinger! ¡Lord Bellinger!
       El primer ministro le arrebató el sobre azul de la mano.
       —Sí, es este… y la carta está intacta. Hope, le felicito.
       —¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué peso me quita de encima! Pero esto es inconcebible…, imposible. Señor Holmes, es usted un mago, ¡un hechicero! ¿Cómo sabía que estaba ahí?
       —Porque no podía estar en ningún otro sitio.
       —¡No me puedo creer lo que ven mis ojos! —corrió exaltado hacia la puerta—. ¿Dónde está mi esposa? Tengo que decirle que ya ha pasado todo. ¡Hilda! ¡Hilda! —Su voz se perdió en la escalera.
       El primer ministro miró a Holmes con una mirada risueña.
       —Vamos, señor mío —dijo—. Aquí hay más de lo que se ve. ¿Cómo ha vuelto la carta a la valija?
       Con una sonrisa en los labios, Holmes apartó la mirada del intenso escrutinio de esos ojos fascinantes.
       —Nosotros también tenemos nuestros secretos diplomáticos —dijo y, cogiendo su sombrero, se dirigió hacia la puerta.



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