Arthur Conan Doyle
(Edinburgh, Inglaterra, 1859 - Crowborough, Inglaterra, 1930)


El problema del puente Thor (1922)
(“The Problem of Thor Bridge”)
Originalmente publicado, simultáneamente, en las revistas The Strand Magazine, Inglaterra
y Hearst’s, Estados Unidos (febrero y marzo de 1922);
The Case-Book of Sherlock Holmes
(Londres: John Murray, 1927, 320 págs.)



      En algún lugar de las bóvedas del banco Cox & Co., sito en Charing Cross, hay una caja oblonga de latón, abollada y desgastada por los viajes, que lleva mi nombre, doctor John H. Watson, médico licenciado del ejército de la India, escrito en la tapa. Está a rebosar de papeles y casi todos ellos son expedientes de los casos que ilustran los curiosos problemas que el señor Sherlock Holmes tuvo que estudiar en diversos momentos. Algunos, y no los menos interesantes, fueron absolutos fracasos y, por ello mismo, difícilmente sostendrían su publicación, ya que no se logró una explicación final. Un problema sin solución puede interesar al estudiante, pero es poco probable que no aburra al lector despreocupado. Entre esos relatos inacabados se encuentra el del señor James Phillimore a quien, cuando desanduvo el camino a casa para coger el paraguas, no se le volvió a ver nunca más con vida. No menos extraordinario es el del cúter Alicia, que una mañana de primavera se introdujo en un pequeño banco de niebla de donde nunca volvería a salir, y no se supo más ni del barco ni de su tripulación. Un tercer caso es el de Isadora Persano, el célebre periodista y aficionado a los duelos, a quien se encontró loco de remate con una caja de cerillas enfrente que contenía un extraordinario gusano, por lo visto desconocido para los especialistas. Además de esos casos sin desentrañar, hay algunos que implican secretos de familias distinguidas de tal magnitud que supondría una gran consternación en muchos círculos de la alta sociedad el mero hecho de pensar que hay una posibilidad de que llegaran a publicarse. No hace falta decir que es impensable que se produzca semejante traición a su confianza y que, ahora que mi amigo tiene tiempo para dedicar sus energías a ello, se entresacarán y destruirán esos expedientes. Queda un remanente considerable de casos de mayor o menor interés que habría publicado antes si no hubiese tenido miedo de empachar al público lector con ellos, lo que habría tenido un efecto pernicioso en la reputación del hombre a quien respeto por encima de todos los demás. En algunos me vi yo mismo involucrado y puedo hablar de ellos como testigo presencial, mientras que en otros o no estaba presente o desempeñé un papel tan insignificante que no podría contarlos sino en tercera persona. El siguiente relato lo extraigo de mi propia experiencia.
       Era una mañana tormentosa de octubre y contemplaba, mientras me vestía, cómo las últimas hojas que quedaban caían arremolinándose de un plátano solitario que adorna el patio de atrás de nuestra casa. Bajé a desayunar con idea de encontrarme a mi compañero deprimido, porque, como todos los grandes artistas, le afectaba enseguida su entorno. Por el contrario, me encontré con que casi se había terminado el desayuno y que estaba especialmente alegre y simpático, con esa jovialidad algo siniestra de sus momentos de lucidez.
       —Tiene un caso, ¿no, Holmes? —le comenté.
       —Desde luego, Watson, la capacidad de deducción resulta contagiosa —me respondió—. Le ha permitido averiguar mi secreto. Sí, tengo un caso. Después de un mes de banalidades e inactividad, los engranajes se vuelven a poner en marcha.
       —¿Puede compartirlo conmigo?
       —No hay mucho que compartir, pero podemos hablar de ello cuando haya dado cuenta de los dos huevos duros con los que nuestra nueva cocinera nos ha obsequiado. Es posible que su condición no deje de estar relacionada con la copia del Family Herald que vi ayer encima de la mesa del vestíbulo. Incluso un asunto tan trivial como pasar un huevo por agua requiere estar atento del paso del tiempo y es incompatible con las historias de amor de esa excelente revista.
       Un cuarto de hora después habían recogido la mesa y estábamos el uno enfrente del otro. Se había sacado una carta del bolsillo.
       —¿Ha oído hablar de Neil Gibson, el llamado rey del oro? —me dijo.
       —¿Se refiere al senador norteamericano?
       —Bueno, es cierto que fue senador de algún estado del oeste, pero es más conocido por ser el mayor propietario de minas de oro del mundo.
       —Sí, algo he leído. Sé que estuvo viviendo una temporada en Inglaterra. Su nombre es muy conocido.
       —Es cierto, compró una propiedad nada desdeñable en Hampshire hace más o menos cinco años. Quizá se haya enterado también del trágico final de su esposa.
       —Claro, ahora caigo. Por eso me resultaba familiar su nombre. Pero la verdad es que no conozco los detalles.
       Holmes hizo un gesto con la mano en dirección a unos periódicos que había encima de una silla.
       —Si hubiese sabido que me toparía con este caso, habría tenido mi colección de artículos al día —dijo—. En realidad, el problema, aunque muy llamativo, no parece presentar dificultad alguna. La fascinante personalidad del acusado no proyecta ninguna sombra sobre la claridad de las pruebas. Así lo consideran los autos del tribunal de instrucción y del juzgado de guardia. Ahora lo han trasladado a la audiencia de Winchester, así que me temo que este asunto va a resultar poco satisfactorio. Puedo descubrir los hechos, Watson, pero no puedo cambiarlos. A menos que salgan a la luz datos nuevos e insospechados, no veo qué esperanza le puede quedar a mi cliente.
       —¿Su cliente?
       —Ah, me había olvidado de que no se lo había dicho. Me está contagiando esa incomprensible manía suya, Watson, de contar las historias al revés. Lo mejor es que se lea esto lo primero de todo.
       La carta que me tendió, escrita con una letra exquisita y decidida, decía lo siguiente:

Claridge’s Hotel,
3 de octubre

    Estimado señor Holmes:
     No puedo ver cómo la mejor mujer que haya creado Dios se encamina a la muerte sin hacer todo lo que esté en mi mano para salvarla. No puedo explicar lo sucedido, no puedo ni siquiera empezar a explicarlo, pero sé, no me cabe en absoluto ninguna duda, que la señorita Dunbar es inocente. Conocerá los hechos, ¿y quién no? Han sido la comidilla del país. ¡Y no se ha levantado ni una voz en su defensa! Es la maldita injusticia de todo esto lo que me exaspera. Esa mujer tiene un corazón tan grande que no sería capaz de matar ni a una mosca. Bueno, me acercaré mañana a las once y veré si puede aportar algo de luz a tanta oscuridad. Quizá yo mismo tenga una pista que desconozco. En cualquier caso, todo lo que sé y todo lo que tengo y todo lo que soy está a su disposición a condición de que la salve. Si alguna vez en su vida ha utilizado todas sus habilidades, hágalo de nuevo ahora con este caso.
     Sinceramente suyo,

J. NEIL GIBSON

       —Ahí lo tiene —dijo Sherlock Holmes, mientras sacaba la ceniza de la pipa de después de desayunar y la volvía a llenar con calma—. Ese es el caballero al que estoy esperando. En cuanto a la historia, difícilmente le dará tiempo a digerir todos esos periódicos, así que tendré que contárselo en pocas palabras si va a participar de manera racional en los acontecimientos. Este hombre es la mayor potencia financiera del mundo, y, según tengo entendido, es un hombre impulsivo con un carácter espantoso. Se casó con su esposa, la víctima de esta tragedia y de la cual no sé nada excepto que no estaba en la flor de la vida, y fue una pena, porque una institutriz muy atractiva supervisaba la educación de los dos chiquillos. Esas son las tres personas involucradas y el escenario es una imponente y vetusta mansión, centro de una histórica finca inglesa. Pasemos a la tragedia. Se encontró a la esposa dentro de la propiedad, a unos ochocientos metros de la casa, bien entrada la noche, con un vestido de noche, un chal en los hombros y una bala de revólver en el cerebro. No se encontró ninguna arma cerca de ella y no había ninguna pista acerca del asesino en el lugar. Ninguna arma cerca de ella, Watson: ¡quédese con eso! Parece que el crimen se cometió a primeras horas de la noche y el cuerpo fue encontrado por un guardabosques alrededor de las once, momento en que fue examinado por la policía y por un médico antes de ser trasladado a la casa. ¿Estoy resumiendo demasiado o está todo claro?
       —Todo muy claro. Pero ¿por qué sospechar de la institutriz?
       —Pues bien, en primer lugar existen algunas pruebas inequívocas. Se encontró en el suelo de su armario un revólver con una recámara vacía y un calibre que se corresponde con el de la bala. —Su mirada se perdió en el vacío y recalcó las palabras—: En-el-suelo-de-su-armario.
       Entonces, se sumió en un absoluto silencio y me di cuenta de que se habían desencadenado en su mente una serie de pensamientos que habría sido una idiotez interrumpir. De repente, con un respingo, volvió en sí.
       —Sí, Watson, lo encontraron. Bastante incriminatorio, ¿no? Eso pensaron dos jurados. Por añadidura, la fallecida llevaba una nota con ella, firmada por la institutriz, en que la citaba en ese mismo lugar. ¡Ya me contará! Por último, hay un móvil. El senador Gibson tiene su interés. Si su esposa muere, ¿qué sucesora más probable que la joven dama a quien, según se dice, su jefe ya había colmado de insistentes atenciones? Amor, dinero, poder, todo ello condicionado por la vida de una mujer de mediana edad. Pinta mal, Watson, ¡muy mal!
       —Pues sí, la verdad, Holmes.
       —Ni siquiera tiene una coartada. Al contrario, tuvo que admitir que estaba cerca del puente Thor —lugar de la tragedia— a esas horas. No podía negarlo, porque un lugareño la había visto allí al pasar.
       —Eso parece ya definitivo.
       —A pesar de todo eso, Watson, a pesar de todo… Ese puente —no es más que una ancha pasarela de piedra con barandilla a los lados— hace que el camino de acceso pase por la parte más estrecha de una superficie de agua extensa, profunda y llena de cañas. La llaman el lago Thor. La fallecida se hallaba a la entrada del puente. Esos son básicamente los hechos. Pero, si no me equivoco, acaba de llegar nuestro cliente, bastante antes de la hora.
       Billy había abierto la puerta, pero el nombre que anunció nos resultó inesperado. El señor Marlow Bates era desconocido para ambos. Era un personajillo delgado e inquieto con ojos aterrados y un comportamiento nervioso y vacilante: un hombre de quien habría dicho, como médico, que se encontraba al borde de una crisis nerviosa.
       —Parece alterado, señor Bates —dijo Holmes—. Le ruego que se siente. Me temo que solo puedo concederle unos minutos, porque tengo una cita a las once.
       —Sé lo de su cita —soltó nuestro visitante entrecortadamente, como si le faltara el aliento—. Viene el señor Gibson. Y el señor Gibson es mi jefe. Soy el administrador de la finca. Señor Holmes, es un canalla, un maldito canalla.
       —Eso son palabras muy duras, señor Bates.
       —Debo ser rotundo, señor Holmes, dado que disponemos de tan poco tiempo. No me gustaría que él me encontrara aquí por nada del mundo. Debe de estar casi al llegar. Pero me veía en tal situación que no he podido venir antes. Su secretario, el señor Ferguson, no me ha dicho hasta esta mañana que tenía cita con usted.
       —¿Y usted es el administrador?
       —Le he avisado de que me marcho. En un par de semanas, me habré librado de su maldito yugo. Un hombre despiadado, señor Holmes, despiadado con todo lo que le rodea. Esas obras benéficas de cara al público son una cortina de humo para ocultar su maldad en privado. Pero su esposa ha sido su víctima principal. Se comportaba como un animal con ella, sí, señor mío, ¡como un animal! Cómo murió, eso no lo sé, pero estoy seguro de que convirtió su vida en una pesadilla. Venía del trópico, nació en Brasil, como sin duda sabrá.
       —No, se me había escapado.
       —Tropical de nacimiento y tropical de carácter. Una hija del sol y de la pasión. Había estado tan enamorada de él como se enamoran las mujeres así, pero, cuando sus atractivos físicos se fueron desvaneciendo —y, según me contaron, los tuvo y muchos—, ya no poseía nada con qué retenerlo. Todos le teníamos cariño y lo sentíamos por ella y lo odiábamos por la manera en que la trataba. Pero es un tipo persuasivo y con malicia. Eso es todo lo que tenía que decirle. No se fíe de las apariencias. Mire más allá. Y ahora me voy. No, no, ¡déjeme ir! Está casi al llegar.
       Tras echar una aterrorizada ojeada al reloj, nuestro extraño visitante se fue literalmente corriendo a la puerta y desapareció.
       —¡Vaya, vaya! —dijo Holmes, después de un rato en silencio—. Pues sí que tiene el señor Gibson unos empleados fieles. Pero, como advertencia, es bastante útil, y ahora no podemos hacer más que esperar hasta que aparezca el susodicho.
       A las once en punto, oímos unos pasos subir pesadamente por la escalera, y se hizo pasar al célebre millonario a nuestro salón. Cuando lo observé, comprendí no solo el miedo y la antipatía de su administrador, sino también las atrocidades que tantos rivales en los negocios le habían achacado. Si fuera escultor y deseara representar al típico triunfador en los negocios, de nervios de acero y conciencia correosa, elegiría al señor Neil Gibson como modelo. Su figura alta, flaca y pétrea evocaba avidez y rapacidad. Un Abraham Lincoln entregado a viles ocupaciones en lugar de a metas elevadas, para hacernos una idea. Su rostro habría podido ser cincelado en granito, duro, obstinado, implacable, y con profundas arrugas, cicatrices de más de una crisis. Unos ojos grises y fríos, que nos miraban astutamente bajo unas cejas encrespadas, nos escrutaron a uno y luego al otro. Me saludó inclinando levemente la cabeza cuando Holmes mencionó mi nombre y luego, como si tomara posesión del lugar, acercó una silla a mi compañero y se sentó con sus huesudas rodillas casi rozándole.
       —Permítame decirle para empezar, señor Holmes —comenzó—, que en este caso el dinero me da igual. Puede quemarlo si eso sirve de algo para esclarecer la verdad. Esta mujer es inocente y debe ser absuelta y depende de usted hacerlo. ¡Ponga usted el precio!
       —Tengo tarifas fijadas para mi remuneración —dijo Holmes con frialdad—. Solo las cambio cuando rehúso a ella por completo.
       —Bueno, si los dólares no suponen nada para usted, piense en su reputación. Si lo logra, aparecerá en todos los periódicos de Inglaterra y Estados Unidos. No se hablará de otra cosa en dos continentes.
       —Se lo agradezco, señor Gibson, no creo que me vea en la necesidad de ser famoso. Puede que le sorprenda saber que prefiero trabajar de manera anónima y que es el problema en sí lo que me llama la atención. Pero estamos perdiendo el tiempo. Vayamos al grano: los hechos.
       —Creo que encontrará lo esencial en las noticias de los periódicos. No sé qué más puedo añadir que le ayude. Pero si hay algo que desea aclarar, estoy aquí para hacerlo.
       —Bueno, tan solo un detalle.
       —Dígame.
       —¿Qué relación había exactamente entre usted y la señorita Dunbar?
       El rey del oro dio un violento respingo y casi se levanta de la silla. Luego recobró su extraordinario aplomo.
       —Supongo que está en su derecho, y puede que en su obligación, de preguntar algo así, señor Holmes.
       —Estaremos de acuerdo en suponerlo —dijo Holmes.
       —Entonces, le puedo asegurar que nuestras relaciones eran absolutamente y en todo momento las de un jefe con una joven con la que nunca hablaba, ni siquiera veía, excepto cuando la acompañaban mis hijos.
       Holmes se levantó de su silla.
       —Soy un hombre bastante ocupado, señor Gibson —dijo—, y no tengo tiempo ni ganas de hablar por hablar. Que pase un buen día.
       Nuestro visitante también se había levantado y su figura enorme y desgarbada sobresalió por encima de la de Holmes. Se veía un destello de furia bajo esas cejas encrespadas y algo de color en sus pálidas mejillas.
       —¿Qué demonios quiere decir con eso, señor Holmes? ¿Rechaza mi caso?
       —Bueno, señor Gibson, como poco le rechazo a usted. Creí haber sido claro.
       —Bastante claro, pero ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Subirme el precio, miedo a fracasar o qué? Tengo derecho a una respuesta clara.
       —Vaya, puede que lo tenga —dijo Holmes—. Le daré una. Este caso ya es lo suficientemente complejo para aumentar su dificultad con informaciones falsas.
       —Quiere decir que estoy mintiendo.
       —Bueno, estaba intentando expresarlo de la manera más delicada posible, pero si se empeña en esa expresión, no le llevaré la contraria.
       Me puse en pie de un salto, porque el gesto del rostro del millonario era de profunda maldad y había levantado un puño nudoso y gigantesco. Holmes sonrió lánguidamente y estiró la mano para coger su pipa.
       —No se altere usted, señor Gibson. Después de desayunar, me sienta mal hasta la discusión más ligera. Le sugiero que dé un paseo: el aire matutino y meditar un poco a solas le resultará muy beneficioso.
       Con algo de esfuerzo, el rey del oro dominó su ira. No pude sino admirarle, porque, gracias a un absoluto control sobre sí mismo, había pasado en un minuto de un ardiente arrebato de cólera a una indiferencia fría y desdeñosa.
       —Bueno, haga lo que quiera. Me imagino que sabrá cómo llevar su negocio. No puedo obligarle a que se ocupe del caso en contra de su voluntad. Señor Holmes, no se ha hecho usted ningún favor esta mañana, porque les he destrozado la vida a hombres más poderosos que usted. Ningún hombre se ha interpuesto nunca en mi camino y ha salido bien parado por ello.
       —Eso me lo han dicho muchos y, sin embargo, aquí me tiene —dijo Holmes sonriendo—. Conque, buenos días, señor Gibson. Todavía le queda mucho por aprender.
       Nuestro visitante salió haciendo bastante ruido, pero Holmes fumaba en un silencio imperturbable con una mirada soñadora clavada en el techo.
       —¿Alguna opinión, Watson? —preguntó por fin.
       —Pues, la verdad, Holmes, he de confesar que, si me paro a pensar en que este tipo es la clase de hombre que, sin lugar a dudas, se deshace de cualquier obstáculo que haya en su camino, y cuando recuerdo que es posible que su esposa haya sido un obstáculo y objeto de su antipatía, como el tal Bates nos ha dicho claramente, me parece…
       —Exactamente. Y a mí también.
       —Pero ¿qué relación tenía con la institutriz y cómo lo ha descubierto?
       —Era un farol, Watson, ¡un farol! Cuando me he acordado del tono apasionado, insólito, informal de su carta y lo he comparado con la serenidad de su presencia y de sus modales, me ha resultado muy claro que sentía alguna emoción profunda por la mujer acusada antes que por la víctima. Tenemos que desentrañar la naturaleza exacta de las relaciones entre esas tres personas si queremos obtener la verdad. Ya ha visto cómo me he enfrentado a él sin miramientos y la manera imperturbable en que ha reaccionado. Entonces, me eché mi farol y le dejé creer que estaba absolutamente seguro de ello, cuando, en realidad, solo tengo una enorme sospecha.
       —¿Cree que volverá?
       —Seguro que vuelve. Tiene que volver. No puede dejar las cosas como están. ¡Ajá! ¿No es el timbre? Sí, se oyen sus pasos. Pues sí, señor Gibson, acabo de decirle ahora mismo al doctor Watson que ya estaba tardando.
       El rey del oro había vuelto a entrar en la habitación con la cabeza más gacha de lo que había salido. La herida de su orgullo todavía podía verse en su mirada de rencor, pero su sentido común le había dictado que tendría que claudicar si quería alcanzar sus objetivos.
       —He estado pensando en ello, señor Holmes, y sospecho que me he precipitado al tomarme a mal sus comentarios. Tiene motivos para dejarse de rodeos e ir a los hechos, sean cuales sean estos, y eso hace que piense mejor todavía de usted. Pero, a pesar de ello, le puedo asegurar que las relaciones entra la señorita Dunbar y yo no tienen nada que ver con este caso.
       —Eso me toca decidirlo a mí, ¿no le parece?
       —Sí, supongo que sí, que es como un cirujano que quiere conocer todos los síntomas antes de poder dar un diagnóstico.
       —Eso es. Bien dicho. Y solo un paciente que tuviera intención de engañar a su cirujano le ocultaría los hechos relacionados con su caso.
       —Puede que sí, pero admitirá, señor Holmes, que a muchos hombres les alteraría un poco que les preguntasen de buenas a primeras sobre sus relaciones con una mujer… si de verdad hubiese algún sentimiento serio en juego. Supongo que muchos hombres tienen en algún rincón de su alma una reserva de privacidad, y que los intrusos no son bien recibidos allí. Y usted ha irrumpido en él. Pero tiene sus motivos, puesto que ha sido para tratar de salvarla. Bueno, las cartas están sobre la mesa, y la reserva, abierta, y puede hurgar donde quiera. ¿Qué desea estar?
       —La verdad.
       El rey del oro se quedó un rato en silencio como si pusiera en orden lo que pensaba. Su rostro ceñudo y surcado por profundas arrugas se entristeció aún más.
       —Puedo contársela en muy pocas palabras, señor Holmes —dijo por fin—. Hay algunas cosas que son tan dolorosas como difíciles de contar, así que no profundizaré más de lo necesario. Conocí a mi mujer cuando me aventuré como buscador de oro en Brasil. Maria Pinto era la hija de un funcionario del gobierno en Manaos y era guapísima. Yo era joven y apasionado por aquel entonces, pero, incluso ahora, cuando echo la vista atrás, más templado y de manera más crítica, reconozco que era de una extraña y maravillosa belleza. Además, tenía muchísimo carácter: ardiente, entregada, tropical, desequilibrada, muy diferente de las mujeres americanas que había conocido. Bueno, por abreviar una historia muy larga, estaba enamorado y me casé con ella. Fue solo cuando dejé de estarlo —y el enamoramiento duró varios años— cuando me di cuenta de que no teníamos nada, absolutamente nada, en común. Mi amor por ella desapareció. Si el suyo también hubiese desaparecido, quizá habría sido más fácil. Pero ¡ya sabe lo asombrosas que son las mujeres! Hiciera lo que hiciese yo, nada la alejaba de mí. Si me he portado de manera cruel con ella, incluso como un animal como algunos han dicho, se debe a que sabía que, si conseguía matar su amor, o si se transformaba en odio, sería más fácil para ambos. Pero eso no le hizo cambiar. Me adoraba en estos bosques ingleses como me adoró hace veinte años a orillas del Amazonas. Hiciera lo que hiciese, seguía venerándome como siempre.
       »Entonces llegó la señorita Grace Dunbar. Respondió a nuestro anuncio y se convirtió en la institutriz de nuestros dos hijos. Es posible que hayan visto su fotografía en los periódicos. Todo el mundo afirma que ella también es una mujer muy guapa. Pero no voy a fingir que soy más recto que el prójimo y le admitiré que no podía vivir bajo el mismo techo con una mujer así y tratar con ella todos los días sin mirarla con deseo. ¿Me está reprochando eso, señor Holmes?
       —No le reprocho que la desease. Se lo reprocharía si le hubiese hablado de ello, puesto que esa señorita estaba de alguna manera bajo su protección.
       —Bueno, quizá sí —dijo el millonario, aunque, por un instante, la reprimenda hizo que volviera el anterior brillo de ira a sus ojos—. No fingiré que soy mejor hombre de lo que soy. Supongo que, durante toda mi vida, he sido alguien que ha cogido lo que ha querido y nunca he querido nada tanto como que esa mujer me amase y poseerla. Y así se lo dije.
       —Ah, así que se lo dijo.
       Holmes podía resultar temible cuando se alteraba.
       —Le dije que, si hubiese podido, me habría casado con ella, pero que no estaba en mi mano. Le dije que el dinero no era un inconveniente y que, si podía hacer que viviera feliz y sin preocupaciones, lo haría.
       —Es usted todo generosidad —dijo Holmes con desprecio.
       —Mire, señor Holmes. He venido a verle por una cuestión legal, no por una moral. Así que no me venga con moralinas.
       —He aceptado hablar sobre su caso únicamente en interés de la joven y solo por eso —replicó Holmes con severidad—. Dudo que ninguna de las cosas de las que se la acusa, en realidad, sean peores que lo que acaba de admitir, que ha intentado hacer que una chica indefensa, que vivía bajo su techo, se perdiese. A algunos hombres ricos como usted hay que enseñarles que no pueden sobornar a todo el mundo para que se toleren sus atropellos.
       Para mi sorpresa, el rey del oro se tomó la reprimenda con serenidad.
       —Así es como me siento ahora mismo. Le doy gracias a Dios de que mis planes no resultaran como pretendía. Rechazó de forma terminante mi proposición y quiso abandonar la casa de inmediato.
       —¿Por qué no lo hizo?
       —Bueno, en primer lugar, tenía gente que dependía de ella, y para ella no era un asunto menor defraudarlos a todos renunciando a su sustento. Cuando le juré —como hice— que nunca volvería a molestarla, aceptó quedarse. Pero había otra razón. Sabía la influencia que tenía sobre mí y que era más poderosa que cualquier otra en este mundo. Quería utilizarla para hacer el bien.
       —¿Cómo?
       —Bueno, sabía algo de mis negocios. Son numerosos, señor Holmes, más numerosos de lo que cree el hombre de a pie. Puedo crear o destruir, y suelo destruir. No solo ha sucedido con individuos. Sociedades, ciudades, incluso naciones. Los negocios son un juego duro y el débil va a la bancarrota. He jugado aceptando todas las reglas. Nunca me he quejado y nunca me ha preocupado que los demás lo hicieran. Pero ella lo veía de manera diferente. Supongo que tenía razón. Creía y decía que la fortuna de un hombre que poseía más de lo que necesitaba no debía levantarse sobre la ruina de diez mil hombres a quienes se les dejaba sin medios para subsistir. Así era como lo veía ella y supongo que era capaz de imaginarse algo más duradero más allá de los dólares. Se dio cuenta de que yo escuchaba lo que decía y creyó que ayudaba al mundo al influir en mis actos. Así que se quedó. Y luego pasó todo esto.
       —¿Puede aclarar alguna cosa al respecto?
       El rey del oro se quedó callado uno o dos minutos, con la cabeza hundida entre las manos, completamente sumido en sus pensamientos.
       —Lo tiene muy negro. No puedo negarlo. Y las mujeres tienen su vida interior y pueden hacer cosas que los hombres no son capaces de entender. Al principio, me dejó todo tan confuso y perplejo que estuve dispuesto a admitir que había sido víctima de algún extraño extravío que iba claramente en contra de su manera de ser. Me vino una explicación a la cabeza. Se la cuento, señor Holmes, por si vale de algo. No cabe duda de que a mi esposa la corroían los celos. Se pueden tener celos por una afinidad espiritual y pueden ser tan enfermizos como los celos por algo físico, y aunque mi esposa no tenía motivo —y creo que lo daba por sentado— para lo segundo, era consciente de que esta chica inglesa ejercía una influencia en mi manera de pensar y de actuar que ella misma no tuvo nunca. Era una buena influencia, pero eso no mejoraba las cosas. Estaba fuera de sí por culpa del odio, y el calor del Amazonas le encendía la sangre. Era posible que hubiese planeado matar a la señorita Dunbar, o pongamos que amenazarla con una pistola y así aterrorizarla y que nos dejara. Y luego quizá habría habido un forcejeo y se hubiese disparado la pistola y alcanzado a la mujer que la tenía en la mano.
       —Esa posibilidad ya se me había ocurrido a mí —dijo Holmes—. De hecho, es la única alternativa obvia a un asesinato premeditado.
       —Pero ella lo niega de manera rotunda.
       —Bueno, eso no es concluyente, ¿verdad? Se puede entender que una mujer en una situación tan horrible corriera ofuscada a casa con el revólver todavía en la mano. Incluso podría haberlo tirado entre sus ropas sin ser consciente apenas de lo que estaba haciendo y, cuando fue encontrado, intentara mentir para salir del paso negándolo todo, porque no había explicación posible. ¿Hay algo en contra de esta hipótesis?
       —Pues la señorita Dunbar misma.
       —Ya, puede ser.
       Holmes miró su reloj.
       —Seguro que podemos obtener los permisos necesarios ahora por la mañana y llegar a Winchester en el tren de la tarde. Cuando haya visto a esta joven, es muy posible que pueda resultarle más útil, aunque no puedo prometerle que mis conclusiones sean forzosamente las que usted desea.
       Hubo algún retraso con la autorización oficial y, en lugar de ir a Winchester ese día, nos acercamos a Thor Place, la finca del señor Neil Gibson en Hampshire. Él, por su parte, no nos acompañó, pero teníamos la dirección del sargento Coventry, de la policía local, quien se había encargado de la investigación del caso en un comienzo. Era un hombre alto, delgado y cadavérico, con un comportamiento misterioso y taciturno que invitaba a pensar que sabía o sospechaba mucho más de lo que se atrevía a decir. Tenía la manía, además, de ponerse a susurrar las cosas de pronto, como si hubiese llegado a un aspecto de vital importancia, aunque la información solía ser de lo más corriente. Exceptuando esas peculiaridades suyas, enseguida demostró ser un tipo decente y honrado sin tanto orgullo para no admitir que se sentía perdido y que le alegraba cualquier ayuda.
       —De todas formas, señor Holmes, prefiero tenerle aquí a usted que a Scotland Yard —dijo—. Si los llaman a ellos, entonces los de aquí nos quedamos sin el mérito en caso de éxito y cabe la posibilidad de que nos culpen de un fracaso. Ahora que, por lo que me cuentan, usted juega limpio.
       —A mí no me hace falta que se me mencione en absoluto —aseguró Holmes para alivio evidente de nuestro melancólico conocido—. Si soy capaz de aclararlo, no le pido que cite mi nombre.
       —Bueno, es muy generoso por su parte, ya lo creo. Y ya sé que se puede confiar en su amigo, el doctor Watson. Oiga, señor Holmes, de camino al lugar de los hechos, hay una pregunta que me gustaría hacerle. Esto ni se me pasa por la cabeza decírselo a nadie, solo a usted. —Miró a su alrededor como si casi ni se atreviera a pronunciar las palabras—: ¿No cree usted que es posible que el culpable sea el propio señor Neil Gibson?
       —Lo he estado sopesando.
       —Usted no ha visto a la señorita Dunbar. Es una auténtica maravilla de mujer, se mire por donde se mire. Puede que deseara quitarse a su mujer de en medio. Y estos americanos están mucho más sueltos con las pistolas que nosotros. Era su pistola, ¿sabe?
       —¿Eso ha quedado claramente establecido?
       —Sí, señor. Era una de un par que tenía.
       —¿Una de un par? ¿Dónde está la otra?
       —Bueno, el caballero en cuestión tiene muchas armas de fuego de todas clases. Nunca hemos logrado dar con la pareja de esa pistola en concreto, pero el estuche era para dos.
       —Si pertenecía a un par, seguramente deberían ser capaces de encontrarla.
       —Bueno, las tenemos todas expuestas en la casa, por si quisiera analizarlas.
       —Puede que más tarde. Creo que daremos un paseo juntos y le echaremos un vistazo al lugar de la tragedia.
       Esta conversación había tenido lugar en un saloncito de la humilde casa de campo del sargento Coventry que hacía las veces de comisaría local. Una caminata de casi un kilómetro por un páramo azotado por el viento, cubierto de oro y bronce por los helechos marchitos, nos condujo hasta una puerta lateral que daba a las tierras de la finca de Thor Place. Un sendero nos llevó por un coto de faisanes y entonces, desde un claro, vimos la mansión con entramado de madera, mitad Tudor y mitad georgiana, en lo alto de la colina. A nuestro lado había un estanque alargado y rodeado de cañas, que se estrechaba en el centro, donde la calzada principal pasaba por encima de un puente de piedra, pero que se dilataba a ambos lados en sendas lagunas. Nuestro guía hizo un alto a la entrada del puente y señaló al suelo.
       —Ahí es donde yacía el cuerpo de la señora Gibson. Lo señalé con esa piedra.
       —Doy por hecho que estaba usted aquí antes de que lo trasladaran.
       —Sí, mandaron a buscarme enseguida.
       —¿Quién?
       —El propio señor Gibson. Cuando se dio la alarma, vino corriendo con los demás desde la casa e insistió en que no se moviera nada hasta que llegara la policía.
       —Fue sensato. Deduje por la crónica del periódico que el disparo se realizó a bocajarro.
       —Sí, señor, desde muy cerca.
       —¿Junto a la sien derecha?
       —Justo detrás, señor.
       —¿Cómo se encontraba el cuerpo?
       —De espaldas, señor. Sin signos de lucha. Sin huellas. Sin armas. Tenía agarrada la breve nota de la señorita Dunbar con la mano izquierda.
       —¿Agarrada, dice?
       —Sí, señor, nos costó separar los dedos.
       —Eso tiene mucha importancia. Descarta la idea de que alguien hubiese podido poner la nota ahí después de la muerte para proporcionar una pista falsa. ¡Madre mía! Según recuerdo, la nota era bastante breve:
       »Estaré en el puente de Thor a las nueve.

G. DUNBAR

       »¿No decía así?
       —Sí, señor.
       —¿Reconoció la señorita Dunbar haberla escrito?
       —Sí, señor.
       —¿Cuál fue su explicación?
       —Se la reservó para su defensa ante los tribunales. No quiso decir nada.
       —Desde luego, el problema es muy interesante. El detalle de la carta resulta incomprensible, ¿no cree?
       —Pues, señor —respondió el guía—, parecía, si me lo permite, el único detalle verdaderamente claro de todo el caso.
       Holmes negó con la cabeza.
       —Suponiendo que la carta es auténtica y que se escribiera de buena fe, sin duda la recibió algún tiempo antes, pongamos una hora o dos. ¿Por qué, entonces, esta señora la seguía teniendo cogida en su mano izquierda? ¿Por qué llevarla con tanto cuidado? No tenía nada que decir acerca de ella en la entrevista. ¿No le parece extraño?
       —Bueno, señor, tal como usted lo expone, quizá lo sea.
       —Creo que me gustaría sentarme tranquilo durante unos minutos a meditar sobre ello.
       Se sentó en el borde de piedra del puente y pude ver cómo sus perspicaces ojos grises lanzaban inquisitivas miradas en todas las direcciones. De repente, se puso en pie de un salto de nuevo y cruzó corriendo al antepecho contrario, cogió rápidamente la lupa de su bolsillo y empezó a inspeccionar la sillería de piedra.
       —Es curioso —dijo.
       —Sí, señor, vimos la mella en el borde. Me imagino que lo haría alguien que paseaba por aquí.
       La piedra era gris, pero en ese único punto parecía blanca en una extensión no mayor a una moneda de seis peniques. Cuando se examinaba más de cerca, se podía ver que la superficie estaba desportillada como por un fuerte golpe.
       —Para hacer eso, hay que golpearlo con cierta violencia —dijo Holmes pensativo y atizó el borde con su bastón varias veces sin dejar huella—. Sí, fue un buen golpazo. En un sitio curioso, además. No se dio desde arriba, sino desde abajo, como puede deducir por estar en la parte inferior del borde del antepecho.
       —Pero está a unos cinco metros del cuerpo por lo menos.
       —Sí, está a unos cinco metros del cuerpo. Quizá no tenga nada que ver con el asunto, pero es un detalle digno de destacar. No creo que vayamos a descubrir nada más aquí. ¿Dijo que no había huellas de pisadas?
       —El suelo estaba helado, señor. No había huellas en absoluto.
       —Entonces podemos irnos. Subiremos a la casa primero para inspeccionar esas armas que me decía. Luego nos pondremos en camino hacia Winchester, pues desearía visitar a la señorita Dunbar antes de avanzar más.
       El señor Neil Gibson no había regresado de la ciudad, pero vimos en la casa al neurótico señor Bates, el hombre que nos había visitado por la mañana. Nos mostró con siniestro placer la impresionante colección de armas de fuego de varios tipos y tamaños que su jefe había ido reuniendo a lo largo de una vida azarosa.
       —El señor Gibson tiene sus enemigos, como cualquiera que lo conozca a él y sus métodos podría esperar —dijo—. Duerme con un revólver cargado en el cajón de la mesilla. Es un hombre violento, señor, y hay veces que a todos nos asusta. Estoy seguro de que a menudo la pobre señora, que en paz descanse, sentía terror.
       —¿Presenció algún episodio de violencia física contra ella?
       —No, no puedo afirmarlo. Pero he oído palabras que eran casi igual de malas, palabras de un desprecio frío y cortante, incluso delante de los sirvientes.
       —Nuestro millonario no parece destacar por su vida privada —comentó Holmes cuando nos dirigimos a la estación—. Bueno, Watson, nos hemos topado con una buena cantidad de datos, algunos de ellos nuevos, y, sin embargo, me parece que me queda camino para llegar a una conclusión. A pesar de la antipatía tan evidente que siente el señor Bates por su jefe, gracias a él he sacado en claro que, cuando se dio la voz de alarma, el señor Gibson estaba, sin lugar a dudas, en su biblioteca. Terminaron de cenar alrededor de las ocho y media y hasta ese momento todo era normal. Es verdad que se dio la alarma algo más tarde esa noche, pero la tragedia sucedió, con seguridad, a la hora mencionada en la nota. No hay ninguna prueba de que el señor Gibson hubiese salido de casa desde su regreso de la ciudad a las cinco. Por otra parte, la señorita Dunbar, según tengo entendido, reconoce que se había citado con la señora Gibson para reunirse en el puente. Fuera de eso, no quiso decir nada, puesto que su abogado le había aconsejado que se la reservase para la audiencia. Tenemos varias preguntas trascendentales que hacerle a la joven y no me sentiré tranquilo hasta que la hayamos visto. Debo confesar que el caso parecería estar muy negro para ella de no ser por una cosa.
       —¿El qué, Holmes?
       —El haber encontrado la pistola en su armario.
       —¡Vaya, hombre, Holmes! —exclamé—. Justo lo que a mí me parecía el punto más incontestable de todos.
       —Pues no lo es, Watson. Ya me había extrañado a mí incluso al leerlo la primera vez por encima y ahora que tengo una perspectiva más directa del caso es lo único sólido que tengo para conservar la esperanza. Debemos revisar la coherencia del asunto. Cuando falta esta, debemos sospechar que se ha producido un engaño.
       —No consigo seguirle.
       —Bueno, ahora, Watson, imagínese por un momento, como hipótesis, que se encuentra en el lugar de una mujer que, de una manera fría y premeditada, está a punto de deshacerse de una rival. Tiene un plan. Ha escrito una nota. La víctima ha acudido al encuentro. Usted tiene su arma. Se comete el crimen. Un trabajo concienzudo, perfecto. ¿Me va a decir ahora que, después de llevar a cabo un crimen de manera tan hábil, hundiría su reputación como criminal olvidándose de arrojar su arma a esas matas de caña cercanas que la ocultarían para siempre, porque siente la necesidad de llevársela cuidadosamente a casa para meterla en su armario, que es el primer lugar donde la van a buscar? Ni sus mejores amigos dirían que es usted un intrigante, Watson, aunque no logro hacerme a la idea de que se le ocurriera semejante memez.
       —Son los nervios del momento.
       —No, no, Watson, no admitiré esa posibilidad. Cuando hay un crimen premeditado fríamente, también se premeditan fríamente los medios para que no salga a la luz. Espero, por tanto, que nos hallemos en presencia de un grave malentendido.
       —Pero, entonces, hay mucho que explicar.
       —Bueno, empecemos a explicarlo. Una vez cambie su punto de vista sobre el asunto, el mismo detalle que era tan incontestable se convierte en un indicio de la verdad. Por ejemplo, tenemos ese revólver. La señorita Dunbar niega saber nada de él. Según nuestra nueva teoría, está diciendo la verdad cuando lo afirma. Por lo tanto, alguien lo puso en el armario. ¿Quién lo puso allí? Alguien que deseara incriminarla. ¿No sería esa persona el auténtico criminal? Ya ve cómo nos topamos así con una línea de investigación muy provechosa.
       Nos vimos obligados a pasar la noche en Winchester, porque todavía no habían acabado con todas las formalidades, pero a la mañana siguiente, en compañía del señor Joyce Cummings, el prometedor abogado a quien se le había encargado la defensa, nos permitieron visitar a la joven en su calabozo. Me había esperado, por todo lo que había oído, encontrarme con una mujer guapa, pero nunca olvidaré lo impresionado que me dejó la señorita Dunbar. No era de extrañar que hasta el tiránico millonario hubiese descubierto en ella algo más poderoso que él, algo que pudiera dominarlo y guiarlo. Además, cuando uno observaba ese rostro firme de facciones marcadas, y, aun así, delicado, se daba cuenta de que hasta ella sería capaz de algún acto impulsivo, pero que, a pesar de ello, había una nobleza innata en su carácter que la inclinaba siempre a hacer el bien. Era alta, morena, de apariencia noble y porte imponente, pero había en sus ojos oscuros la conmovedora expresión de desamparo de la criatura acosada que presiente las redes a su alrededor, pero no sabe cómo escapar del peligro. Entonces, cuando se percató de la presencia y de la ayuda de mi célebre amigo, sus pálidas mejillas recobraron algo de color y se empezó a ver un brillo de esperanza en los ojos que nos miraban.
       —Quizá el señor Neil Gibson le haya contado algo de lo que ocurrió entre nosotros —preguntó en voz baja y alterada.
       —Sí —respondió Holmes—, no hace falta que sufra entrando en esa parte de la historia. Después de verla, estoy dispuesto a admitir lo dicho por el señor Gibson, tanto que ejercía cierta influencia sobre él como que las relaciones entre ustedes eran inocentes. Pero ¿por qué no se ha sacado a relucir toda esa situación en los tribunales?
       —Me parecía increíble que se mantuviese esa acusación. Pensaba que, si esperábamos, todo el asunto se tendría que aclarar por sí mismo sin que nos viésemos obligados a entrar en detalles dolorosos sobre la vida íntima de la familia. Pero ahora comprendo que, lejos de aclararse, se ha vuelto todavía más grave.
       —Mi querida señorita —exclamó Holmes muy serio—, le ruego que no se haga ilusiones sobre el tema. El señor Cummings, aquí presente, le podría decir que ahora mismo todo está en nuestra contra y que debemos hacer todo lo posible si queremos ganar claramente. Sería muy cruel por mi parte fingir que no se encuentra en una situación enormemente peligrosa. Así que, ayúdeme todo lo que pueda a obtener la verdad.
       —No le voy a esconder nada.
       —Cuéntenos, entonces, cuáles eran sus auténticas relaciones con la esposa del señor Gibson.
       —Me odiaba, señor Holmes. Me odiaba con todo el fervor de ese carácter tropical suyo. No era una mujer que hiciese las cosas a medias, y en la misma medida en que quería a su esposo me odiaba también a mí. Es probable que malinterpretase nuestra relación. Yo no le deseaba ningún mal, pero ella quería de una manera tan intensa en el sentido físico que era incapaz de comprender el vínculo intelectual, o incluso espiritual, que nos unía a su marido y a mí, y ni se le pasaba por la cabeza que yo solo pretendía quedarme bajo su techo para inclinarle a hacer el bien. Ahora soy consciente de que me equivoqué. Nada podía justificar que permaneciera en un lugar donde yo era la causa de la infelicidad, aunque es cierto que, si me hubiese marchado de la casa, esa infelicidad habría seguido existiendo.
       —Ahora, señorita Dunbar —intervino Holmes—, le ruego que nos cuente exactamente qué sucedió esa noche.
       —Le puedo contar la verdad hasta donde sé, señor Holmes, pero no estoy en condiciones de poder probar nada y hay detalles, los más trascendentales, que no puedo ni explicar ni imaginarme explicación alguna.
       —Si usted descubre los hechos, quizá otros puedan descubrir las explicaciones.
       —Bueno, en lo que se refiere a mi presencia en el puente de Thor esa noche, recibí una nota de la señora Gibson por la mañana. Estaba encima de la mesa de la habitación donde impartía las clases, y es posible que la dejara allí ella misma. Me suplicaba que la viese allí después de cenar, afirmaba que tenía algo importante que decirme y me pedía que le dejara mi respuesta en el reloj de sol del jardín, que no deseaba que nadie estuviera al tanto. No entendía a qué venía tanto secreto, pero hice lo que me pedía y acepté vernos. Me rogaba que destruyera su nota y la quemé en la chimenea de la sala de estudio. Ella tenía mucho miedo de su marido, que la trataba con crueldad, cosa que le reproché muchas veces, y lo único que se me ocurrió para que se comportara así era que no deseaba que supiese nada de nuestra entrevista.
       —Pero ella se guardó su respuesta con mucho cuidado.
       —Sí. Me sorprendió cuando me dijeron que la tenía en la mano al morir.
       —Y bien, ¿qué pasó entonces?
       —Bajé allí como había prometido. Cuando llegué al puente, me estaba esperando. Hasta ese momento nunca me había percatado de cuánto me odiaba aquella pobre mujer. Estaba como loca, la verdad es que creo que estaba loca, loca de una forma sutil, con esa enorme capacidad para fingir que puede tener la gente trastornada. ¿Cómo si no habría podido tratarme día tras día con esa indiferencia y, sin embargo, odiarme con tanta rabia en su interior? No le contaré lo que me dijo. Desató toda su furia contra mí diciéndome unas cosas terribles y violentas. Ni siquiera respondí… no me dejaba. Era horrible verla en ese estado. Me llevé las manos a los oídos y me fui corriendo. Cuando me marché, se quedó allí; seguía maldiciéndome a gritos a la entrada del puente.
       —¿Donde fue encontrada luego?
       —A unos pocas metros del lugar.
       —Sin embargo, pese a que suponemos que falleció poco después de que se marchara usted, no oyó ningún disparo.
       —No, no oí nada. Pero, la verdad, señor Holmes, estaba tan nerviosa y asustada después de ese horrible arrebato que me volví corriendo a refugiarme en mi habitación y fui incapaz de darme cuenta de nada de lo que sucedía.
       —Dice que regresó a su habitación. ¿Volvió a salir de allí antes de la mañana siguiente?
       —Sí, cuando se dio la alarma de que la pobre mujer había fallecido, salí corriendo con los demás.
       —¿Vio al señor Gibson?
       —Sí, acababa de regresar del puente cuando lo vi. Había mandado llamar al médico y a la policía.
       —¿Le pareció fuera de sí?
       —El señor Gibson es un hombre muy fuerte y seguro de sí mismo. No creo que haya mostrado sus emociones en público nunca. Pero yo, que lo conozco muy bien, me daba cuenta de que estaba profundamente afectado.
       —Vayamos ahora al asunto crucial. Encontraron esa pistola en su habitación. ¿La había visto antes?
       —Nunca, se lo juro.
       —¿Cuándo la encontraron?
       —A la mañana siguiente, cuando la policía procedió al registro.
       —¿Entre su ropa?
       —Sí, en el suelo de mi armario, debajo de mis vestidos.
       —¿Podría decir cuánto tiempo llevaba allí aproximadamente?
       —La mañana anterior no estaba allí.
       —¿Cómo lo sabe?
       —Porque estuve organizando el armario.
       —Eso es concluyente. Entonces, alguien entró en su habitación y colocó la pistola allí con el fin de inculparla.
       —Tuvo que ser eso.
       —Y ¿cuándo?
       —Solo pudo hacerse a la hora de comer o también a las horas en que estuviera en clase con los niños.
       —Como lo estaba cuando recibió la nota.
       —Así es, desde ese momento hasta el final de la mañana.
       —Gracias, señorita Dunbar. ¿Algún otro detalle que pudiera ayudarme en mi investigación?
       —No se me ocurre ninguno.
       —Había algunos indicios de violencia en la piedra del puente… una muesca recentísima justo enfrente del cadáver. ¿Podría sugerirnos alguna explicación posible para ello?
       —Me imagino que será una mera coincidencia.
       —Es curioso, señorita Dunbar, muy curioso. ¿Por qué aparecería en el mismo momento que la tragedia y por qué en el mismo lugar?
       —Pero ¿qué lo habría causado? Una cosa así solo sucede si se golpea con mucha violencia.
       Holmes no respondió. En su rostro pálido e impaciente había aparecido aquella expresión crispada y distante que yo había aprendido a relacionar con las manifestaciones supremas de su genio. Resultaba tan evidente el momento crucial en el que se había sumido su mente que ninguno de nosotros se atrevió a hablar, y nos quedamos, el abogado, la presa y yo mismo, mirándolo con un intenso y absorto silencio. De repente, saltó de su silla temblando de energía nerviosa y necesidad apremiante de actuar.
       —¡Venga, Watson, venga! —gritó.
       —Pero ¿qué le pasa, señor Holmes?
       —Nada grave, señorita. Le haré llegar noticias mías, señor Cummings. Con la ayuda del dios de la justicia, le proporcionaré a usted un caso que causará sensación en toda Inglaterra. Tendrá noticias nuestras mañana, señorita Dunbar, y, entre tanto, le garantizo que se está abriendo el cielo y que tengo más que esperanzas de que la luz de la verdad se abra paso entre las nubes.

       El viaje de Winchester a Thor Place no era demasiado largo, pero, impaciente como estaba, a mí sí me lo parecía, mientras que resultaba evidente que a Holmes se le estaba haciendo interminable. Y es que estaba demasiado nervioso para conseguir quedarse quieto y caminaba arriba y abajo por el vagón o tamborileaba con largos y finos dedos en los cojines de al lado. De repente, no obstante, cuando nos acercábamos a nuestro destino, se sentó enfrente de mí —teníamos un vagón de primera clase a nuestra disposición—, y, poniendo una mano en cada una de mis rodillas, me miró a los ojos con esa mirada particularmente pícara que era característica de sus estados de ánimo más traviesos.
       —Watson —me dijo—, que yo recuerde, usted solía ir armado a estas excursiones nuestras.
       Y mejor que lo hiciera yo por él, porque ponía poco empeño en su propia seguridad cuando estaba absorto en un problema; más de una vez mi revólver había resultado ser un buen amigo en caso de apuro. Le recordé ese pequeño detalle.
       —Sí, sí, soy un poco despistado para esas cosas. Pero ¿lleva el revólver consigo?
       Lo extraje de mi bolsillo de atrás: un arma corta, pequeña y manejable, aunque muy práctica. Quitó el seguro, sacó los cartuchos sacudiéndola, y la examinó con atención.
       —Pesa… pesa de manera notable —comentó.
       —Sí, es una pieza sólida.
       Holmes se paró a meditar sobre ella un minuto.
       —¿Sabe, Watson? —comenzó a decir—. Creo que su revólver va a tener una estrecha relación con el misterio que estamos investigando.
       —Mi querido Holmes, estará de broma.
       —No, Watson, lo digo muy en serio. Tenemos un ensayo por delante. Si el ensayo sale bien, se aclarará todo. Y el ensayo depende del comportamiento de esta pequeña arma. Saquemos un cartucho. Ahora volvamos a colocar los otros cinco y pongamos el seguro. ¡Así! Eso aumenta el peso y así lo reproduciremos mejor.
       No sabía ni por asomo qué tenía en mente, ni me lo aclaró, sino que se sumió en sus pensamientos allí sentado hasta que nos detuvimos en la estación de Hampshire. Nos procuramos un coche desvencijado y, en un cuarto de hora, estábamos en la casa de nuestro amigo de confianza, el sargento.
       —¿Una pista, señor Holmes? ¿Cuál es?
       —Todo depende del comportamiento del revólver de Watson —respondió mi amigo—. Aquí lo tiene. Y ahora, agente, ¿puede suministrarme una cuerda de unos diez metros?
       La tienda del pueblo nos proporcionó un ovillo de bramante resistente.
       —Creo que esto es todo lo que necesitamos —concluyó Holmes—. Ahora, por favor, salgamos ya hacia la que espero que sea la última estación de nuestro viaje.
       Se estaba poniendo el sol, transformando el páramo ondulado de Hampshire en un magnífico paisaje otoñal. El sargento avanzaba a nuestro lado a trompicones, con muchas miradas críticas de incredulidad que daban cuenta de sus hondas dudas sobre la cordura de mi compañero. A medida que nos aproximábamos a la escena del crimen, se me hizo evidente que mi amigo, bajo toda esa frialdad suya de costumbre, estaba, en realidad, tremendamente nervioso.
       —Sí —dijo en respuesta a mi comentario—, ya me ha visto errar el tiro antes, Watson. Tengo instinto para estos asuntos; aun así hay veces en que me juega malas pasadas. La primera vez, cuando me vino de pronto a la mente en la celda de Winchester, me pareció irrefutable, pero uno de los inconvenientes de una mente ágil es que se le ocurren siempre explicaciones alternativas y estas habrían convertido nuestra pista en una falsa. Pero, aun así, aun así… Bueno, Watson, no podemos hacer otra cosa que intentarlo.
       Mientras caminaba, había atado con fuerza un cabo de la cuerda a la empuñadura del revólver. Habíamos llegado ya al lugar de la tragedia. Con mucho cuidado, bajo la dirección del policía, señaló el punto exacto donde había estado tendido el cadáver. Luego, rebuscó entre el brezo y los helechos hasta que encontró una piedra de buen tamaño. Ató esta al otro extremo de la cuerda y la descolgó por encima del antepecho del puente de modo que quedó bamboleándose sobre el agua. Entonces, se puso encima del aciago punto, a cierta distancia del borde del puente, con mi revólver en la mano, la cuerda tirante entre el arma y la pesada piedra del otro lado.
       —¡Allá va! —gritó.
       Dicho esto, levantó la pistola a la altura de la cabeza y luego la soltó. En un instante, el peso de la piedra había tirado de ella, había chocado con un violento chasquido contra el antepecho y había desaparecido, pasando por encima de este, en el agua. Apenas había sucedido cuando Holmes se había arrodillado junto al murete de piedra y un grito de alegría confirmó que había dado con lo que esperaba.
       —¿Se ha visto una demostración más certera en este mundo? —exclamó—. Mire, Watson, ¡su revólver ha resuelto el problema!
       Mientras decía esto, señalaba a una segunda desportilladura de igual tamaño y forma de la primera que había aparecido en el borde de abajo de la balaustrada de piedra.
       —Esta noche nos quedaremos en la posada —continuó diciendo cuando se levantó y miró hacia el estupefacto sargento—. No lo dude, hágase con un gancho y recupere el revólver de mi amigo. Encontrará junto a este también el revólver, la cuerda y el peso con que esta rencorosa mujer trató de disimular su propio crimen y de cargar con una acusación por asesinato a una víctima inocente. Puede informar al señor Gibson de que lo veré por la mañana, cuando se pueda iniciar el proceso para la exculpación de la señorita Dunbar.
       Esa tarde, a última hora, cuando estábamos sentados juntos fumándonos nuestras pipas en la posada del pueblo, Holmes me hizo un breve repaso de lo que había ocurrido.
       —Me temo, Watson —afirmó—, que no mejorará la reputación que haya podido adquirir si añade el caso del misterio del puente de Thor a sus anales. He estado lento mentalmente y carente de esa mezcla de imaginación y realismo que es la base de mi arte. Confieso que la mella en el murete de piedra era pista suficiente para sugerir la solución verdadera y que me acuso de no haber llegado a ella antes.
       »Hay que reconocer que las maquinaciones de esa infeliz eran retorcidas y sutiles, de modo que no era un asunto muy sencillo desenredar su montaje. No recuerdo que nos hayamos encontrado nunca, en nuestras aventuras, un ejemplo más extraño de lo que puede traer consigo un amor viciado. A sus ojos resultaba tan imperdonable que la señorita Dunbar fuera su rival en un sentido físico como en el meramente intelectual. Sin duda culpaba a esta inocente señorita de todo ese trato cruel y esas palabras desagradables con las que su marido intentaba ahuyentar ese cariño tan efusivo suyo. Su primera decisión fue terminar con su propia vida. La segunda, hacerlo de tal manera que implicara a su víctima en un destino que resultara mucho peor que una muerte repentina.
       »Podemos seguir con bastante facilidad sus diferentes pasos, y ciertamente evidencian una sutileza intelectual fuera de lo común. Se las ingenió para que la señorita Dunbar le escribiera una nota en la que pareciera que había sido ella quien había elegido la escena del crimen. Estaba tan ansiosa por que la descubrieran que cargó un poco las tintas quedándosela en la mano hasta el final. Este mero indicio debería haber suscitado mis sospechas mucho antes de lo que lo hizo.
       »Entonces, cogió uno de los revólveres de su marido —como pudo ver, había un arsenal en la casa— y se lo guardó para sus propios fines. Esa mañana escondió uno parecido en el armario de la señorita Dunbar después de realizar un disparo, lo que pudo hacer fácilmente en el bosque sin llamar la atención. Luego bajó al puente, donde había ideado ese método tan ingenioso para deshacerse del arma. Cuando la señorita Dunbar apareció por allí, con su último aliento desató todo su odio contra ella, y, luego, cuando ya no la podía oír, consumó su terrible designio. Ya tenemos cada eslabón en su lugar y hemos completado la cadena deductiva. Los periódicos cuestionarán por qué no se empezó por dragar el lago, pero es fácil sabérselas todas a toro pasado, y, en cualquier caso, a menos que se tenga conciencia clara de qué se está buscando y dónde, no resulta fácil dragar toda la extensión de un lago lleno de cañas. En fin, Watson, hemos ayudado a una mujer excepcional y también a un hombre formidable. Si unieran sus fuerzas en el futuro, lo que no parece improbable, el mundo financiero quizá descubra que el señor Neil Gibson ha sacado en claro algo de esa escuela del dolor donde se imparten las lecciones de la vida.



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