Alberto
Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
El amante rechazado (1941)
(“L’amante respinto”)
Originalmente publicado en La Gazzetta del Popolo (18 de noviembre de 1941);
Racconti dispersi (1928-1951)
(ed. de Simone Casini y Francesca Serra)
(Milán: Bompiani, 2000, 389 págs.)
La calle se mostraba como una
especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde
y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados
árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada,
que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores.
Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el
pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas
haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio
se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el
amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de
un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña
visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza
inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero
sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me
habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que
una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así,
en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas
hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no
tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante,
me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.
Empezamos a caminar delante y
atrás sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire
ahumado y azulado del crepúsculo otoñal.
–En fin –dijo Livio con un
furor contenido–, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te
amo, paciencia... Por lo menos ésta sería una razón clara... pero
¿por qué inventar todas esas mentiras? Roberto es un constructor,
tú un destructor... Roberto un constructor... ja, ja... con esa cara
de buey, esa frente estrecha, esos ojos redondos... Un bruto, eso es
lo que es.
Dulcemente le contesté,
observando el bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se
aglomeraban alrededor de los árboles hasta formar una alfombra, que
Silvia era una de esas mujeres que no saben reconocer la verdad y
necesitan siempre creer que están justificadas por razones de orden
moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después prosiguió:
–La verdad, en cambio, es que
él es rico y yo soy pobre... constructor, si, claro que lo es, futuro
constructor de su desprovisto guardarropa... constructor de vestidos,
zapatos, joyas... ¿Has oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de
vivir entre estrecheces?
Dije que lo había notado todo.
Pero ¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer,
eso era todo. Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba
la tierra entre la hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un
montón resistente que yo sentía adherido al asfalto por una
película adhesiva de agua de lluvia.
Livio dijo:
–Ella es una boba... o, mejor
dicho, una persona muy simple... esos discursos sobre la construcción
y destrucción no son cosa suya... son de Roberto... con esos
discursos, en mi ausencia, la ha fascinado... porque él de veras cree
ser un hombre positivo por los cuatro costados, un constructor,
precisamente... y ella, en su pérfida ingenuidad, me los ha ofrecido
tal cual... como un papagayo... tanto es así que, cuando la he
interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha
quedado con la boca abierta y no ha sabido decir nada... diantre... no
podía contestarme que por constructor entendía un hombre rico y nada
más...
Le dije que razonar de esa manera
era en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación
de la amante, le importase demostrar su propia superioridad y la
poquedad de esos dos. Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos
llegado al final de la calle, allí donde desemboca en la avenida a lo
largo del río.
Livio me indicó que nos
acercásemos al parapeto y después prosiguió:
–¿Yo destructor?... ¿y qué
destruía, por favor? Tal vez sus malas costumbres... Cuando la
conocí ella creía que la vida fuese una cuestión de dinero, de
automóviles, de vestidos, de excursiones, de cenitas y diversiones...
lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni pudiese haber en el
mundo nada más... la verdad es que ella andaba a cuatro patas... y yo,
por algún tiempo, la he hecho caminar erguida... pero ahora ha vuelto
a caer en cuatro patas, la cara en el comedero... y para siempre...
Por encima de las defensas del
río, en el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo
pesado de nubes oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa
y fruncida. Como un rostro detrás de un brazo, la ciudad nos miraba
desde detrás de la barrera de sus puentes, tendida y mortecina. A lo
largo del parapeto se alineaban unos plátanos que habían crecido
hasta gran altura, de manera que al pasear no se veía otra cosa que
troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas elevadas
hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a
puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una
tras otra, hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia
sobre las aceras. Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre
cuántas patas había de caminar la hermosa mujer que no quería tener
más nada que ver con él. Probablemente le había pedido demasiado;
ella se había esforzado por seguirlo, después le habían fallado las
fuerzas y había vuelto a su vieja vida.
–Ah, ¿no se debería pedir nada
a la gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente...
en cambio ya has oído lo que ha dicho... que yo la hacía volverse
fea... ¿has oído con qué tono de obstinada desolación lo ha dicho?
Nadie pasaba por la avenida junto
al río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos
montones, verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.
–Tal vez no la halagabas lo
suficiente –dije.
Livio repuso:
–¿Para qué sirven los halagos?
Yo quería que se convirtiese en una persona, eso es todo... y para
lograrlo le dije que ante todo tenía que reconocer la verdad de sus
propias condiciones... tenía que darse cuenta de que era pobre,
ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada, que mentía
constantemente ante sí misma y ante los demás... yo pensaba que la
verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más avlor que los
halagos que le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes...
Me eché a reír y le dije que las
mujeres querían dulces frases y no sermones. [...]
–Sin embargo –dijo Livio como
acordándose–, al principio me amó precisamente porque le decía
esas verdades... me explicaba que nadie la había hablado jamás de
esa manera... me agradecía que lo hiciese... y ¿te acuerdas? Al
principio conseguí que abandonase a ese Santoro...
Yo volví a reír:
–Probablemente, para abandonarlo
le habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel
momento le ibas propinando... habrá hecho con aquel pobre Santoro lo
que ha hecho hoy conmigo... le habrá dicho que tú eras un
constructor y él un destructor... y entonces, como hoy, no era cosa
de ella... ¿no crees que habrá sido así?
Él dijo con estupor:
–Así ha sido... pero era la
verdad... yo era el único que podía hacerle bien... y ella lo sabe...
y por eso está tan empecinada contra mí...
De pronto nos encontramos en un
remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos
escalinatas hacia el río. Las hojas se elevaban del suelo girando
hacia lo alto. [...]
Dije:
–Tu error ha sido tomarte
demasiado en serio tu papel de moralista, de constructor, como dice
Silvia... Tenías que pensar que nada es más fácil que un moralista
revele después ser inmoral, y que el constructor de ayer se vuelva el
destructor de mañana... ¿Qué frenesí es el vuestro? Esta Silvia me
parece una mujer a la que no se acercan sino hombres que la quieren
salvar... se comprende que termine por creerle sucesivamente a cada
uno de ellos.
Meneó la cabeza y contestó:
–Será como dices tú... pero lo
que hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el
tiempo, mientras hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía
que era en vano... y que pese a todo, precisamente por eso, había que
hacerlo... tal vez tú nunca hayas experimentado esa sensación... me
parecía estar entregado a una empresa que no tenía ninguna
posibilidad de éxito... pero esa sensación de fundamental vanidad
era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia...
la sensación de hacer algo sin esperanza...
El crepúsculo se había ya
convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús
de rojos faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle
transversal, lo hizo hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche.
caminando en la oscuridad, contesté:
–Entonces no te quejes... has
obtenido lo que deseabas... ella te ha inspirado la voluntad de
cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos
querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio... De ella,
más no podías esperar.
Contestó: –Eso es verdad...
pero no quita que perderla sea muy amargo...
Me reí:
–Cuántas cosas querrías –dije.
Yo había entrado en un gran
montón de hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los
pies y haciendo el mayor ruido posible.
–Acaba con eso –dijo Livio–,
¿qué te ha dado?
Yo tenía las hojas hasta la mitad
de la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:
—Así que se acabó.
–Eso, se acabó –dije como un
eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía incapaz de
tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una
especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido
según un orden preestablecido y superior.
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