Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
El camionero (1950)
(“Il camionista”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (13 de agosto de 1950);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)
Soy flaco, nervioso, con brazos
delgados, piernas largas y el vientre tan plano que los pantalones se me
escurren; en suma, soy justamente lo contrario de lo que hace falta para ser un
buen camionero. Miren a los camioneros; son todos hombres grandes, con hombros
anchos, brazos de cargadores, espalda y vientre fuertes. Porque el camionero se
basa sobre todo en los brazos, la espalda y el vientre: los brazos, para mover
la rueda del volante, que en los camiones tiene casi el diámetro de un brazo, y
que a veces, en las curvas de montaña, hay que darle una vuelta completa; la
espalda, para resistir el cansancio de estar sentado horas y horas, siempre en
la misma posición, sin quedarse dolorido y rígido, y, por último, el vientre,
para estar perfectamente quieto, hundido en el asiento, encajado como una
piedra. Esto en lo que respecta al físico. En cuanto a lo moral, todavía soy
menos adecuado. El camionero no debe tener nervios, ni la cabeza llena de
grillos, ni nostalgias, ni otros sentimientos delicados; la carretera es
exasperante, capaz de matar a un buey. Y lo que es en mujeres, el camionero
debe pensar poco, igual que el marinero; porque si no, con su continuo partir y
volver a partir, se volvería loco. Pero yo estoy lleno de pensamientos y de
preocupaciones; soy de temperamento melancólico, y me gustan las mujeres.
Sin embargo, pese a que no era un
oficio para mí, quise ser camionero y conseguí que me contratara una empresa de
transportes. Me asignaron como compañero a un tal Palombi, que era, puedo
decirlo, un verdadero bruto. Exactamente el camionero perfecto; y no es que los
camioneros no sean, a menudo, inteligentes, pero él tenía también la suerte de
ser estúpido, de manera que formaba un todo con el camión. Aunque ya era un
hombre mayor de treinta años, había quedado en él algo de muchacho: una cara
redonda de mejillas abultadas, unos ojos pequeños bajo una frente estrecha, una
boca cortada como la de una alcancía. Hablaba muy poco, casi nada, y
preferiblemente por medio de gruñidos. Solo se aclaraba un poco su inteligencia
cuando se trataba de cosas de comer. Recuerdo una vez que entramos, cansados y
hambrientos, en una hostería de Itri, en el camino de Nápoles. No había más que
judías con tocino, y yo apenas si las probé, porque me sientan mal. Palombi
devoró dos platos llenos, y luego, repantigándose en la silla, me miró un
momento, con solemnidad, como si fuera a decirme algo muy importante.
Pronunció, por último, pasándose una mano por la barriga:
—Me comería otros cuatro platos.
Este era el gran pensamiento que
había tardado tanto tiempo en expresar.
Con este compañero, que parecía
de madera, no les digo lo contento que me puse la primera vez que encontramos a
Italia. En aquella época hacíamos la ruta Roma— Nápoles, llevando las cosas más
diversas: ladrillos, chatarra, madera, fruta, bobinas de papel e incluso,
algunas veces, pequeños rebaños de ovejas que se desplazaban de un pasto a
otro. Italia nos paró en Terracina, pidiéndonos que la lleváramos a Roma.
Nuestras órdenes eran no recoger a nadie, pero, tras haberle echado una ojeada,
decidimos que en aquella ocasión no valía la orden.
Le hicimos señas de que subiera y
trepó ágilmente, diciendo:
—¡Vivan los camioneros, siempre
tan amables!
Italia era una muchacha
provocativa; no hay otra palabra. Tenía un busto con una cintura larga,
increíble, y, encima, un pecho que se erguía, agudo, venenoso, bajo unos
jerseys ajustados que le llegaban hasta las caderas. También su cuello era
largo, con una cabeza pequeña y morena y dos grandes ojos verdes. Bajo aquel
busto tan largo tenía unas piernas cortas y torcidas, hasta el punto de que
daba la impresión de que andaba doblando las rodillas. No era guapa, en suma,
pero era más que guapa; la prueba la tuve en aquel primer viaje, cuando, a la
altura de Cisterna, mientras conducía Palombi, introdujo su mano en la mía y me
la apretó con fuerza, sin dejarla hasta Velletri, donde reemplacé a Palombi.
Era verano, hacia las cuatro de la tarde, que es la hora más calurosa, nuestras
manos estaban resbaladizas a causa del sudor, pero ella, de vez en cuando, me
lanzaba una ojeada con sus ojos verdes de gitana y me parecía que la vida, tras
haber sido durante tanto tiempo nada más que una cinta de asfalto, volvía a
sonreírme. Había encontrado lo que buscaba: una mujer en la que pensar. Entre
Cisterna y Velletri, Palombi se detuvo y bajó para mirar las ruedas, y yo
aproveché para darle un beso. En Velletri
reemplacé muy a gusto a Palombi; un apretón de manos y un beso me
bastaban, por aquel día.
Desde entonces, con regularidad,
Italia hizo que la lleváramos de Roma a Terracina, y a la inversa, una o dos
veces por semana. Nos esperaba por la mañana, siempre con algún bulto o maleta,
junto a las murallas, y luego, si conducía Palombi, me estrechaba la mano hasta
Terracina. A la vuelta de Nápoles nos esperaba en Terracina, volvía a subir y
recomenzaban los apretones de mano y, aunque ella no quería, los besos a
hurtadillas cuando Palombi no podía vernos. En resumidas cuentas, me enamoré
muy en serio, quizás también porque hacía mucho tiempo que no quería a una
mujer y no estaba acostumbrado. Hasta el punto de que bastaba ahora con que ella me mirase de cierta manera
para que yo me conmoviera en seguida, como un niño, hasta saltárseme las
lágrimas. Eran lágrimas dulces, pero a mí me parecían una debilidad indigna de
un hombre y me esforzaba, sin lograrlo, en retenerlas. Cuando conducía yo,
aprovechando que Palombi dormía, hablábamos en voz baja. No recuerdo nada de lo
que decíamos, señal de que eran cosas sin importancia, bromas, charlas de
enamorados, Lo único que recuerdo es que el tiempo pasaba muy de prisa: hasta
la recta de Terracina, que nunca acaba, desaparecía como por encanto. Yo
disminuía la velocidad a treinta, a veinte por hora, dejando que me adelantasen
incluso los carros; pero siempre llegábamos al final e Italia bajaba. De noche
era todavía mejor: el camión andaba casi solo, yo sostenía con una mano el
volante y con la otra ceñía la cintura de Italia. Cuando, allá al fondo, en la
oscuridad, se encendían y apagaban los faros de los otros coches, hubiera
querido componer con las luces, al responder a las señales, alguna palabra que
les dijese a todos lo feliz que era. Por ejemplo, “yo amo a Italia e Italia me
ama”.
Palombi ni se dio cuenta de nada,
o por lo menos fingió no darse cuenta. El hecho es que no protestó ni una sola
vez por aquellos viajes tan frecuentes de Italia. Cuando ella subía, le
dirigía, por todo saludo, un gruñido, y luego se hacía a un lado para que se
sentase. Ella estaba siempre en el medio, porque yo debía observar la carretera
y avisar a Palombi, cuando se trataba de adelantar a otro vehículo, de que el
camino estaba libre. Palombi no protestó siquiera cuando, infatuado, quise
escribir en el cristal del parabrisas algo referente a Italia. Lo pensé un poco
y escribí luego, con letras blancas: “Viva Italia”. Pero Palombi, el muy
estúpido, solo advirtió el doble sentido cuando ciertos camioneros, bromeando,
nos preguntaron cómo nos habíamos vuelto tan patriotas. Sólo entonces me miró
abriendo la boca, y luego, esbozando una sonrisa, me dijo:
—Se creen que es Italia, y, en
cambio, es la chica... Eres inteligente, lo has resuelto muy bien.
Todo esto continuó durante un par
de meses, o acaso más. Uno de aquellos días, después de haber dejado a Italia,
como de costumbre, en Terracina, al llegar a Nápoles recibimos la orden de
descargar y volver inmediatamente a Roma, sin pernoctar. Lo sentí, porque la
cita con Italia era para la mañana siguiente; pero las órdenes son las órdenes.
Yo cogí el volante y Palombi empezó en seguida a roncar. Hasta Itri todo fue
bien, porque la carretera esta llena de curvas y por la noche, cuando empieza
el cansancio, las curvas, que obligan a tener los ojos muy abiertos, son las
amigas del camionero. Pero después de Itri, entre los bosquecillos de naranjos
de Fondi, me entró el sueño, y, para espabilarme, empecé a pensar con todas mis
fuerzas en Italia. Pero, cuanto más pensaba, más me parecía que los pensamientos
se entrecruzaban muy tupidos en la mente, como las ramas de un bosque que se
espesa cada vez más y, al final, todo está oscuro. De pronto, recuerdo que me
dije: “Menos mal que estoy pensando en ella y eso me mantiene despierto... Si
no, ya me habría dormido”. Pero en realidad ya estaba dormido y este
pensamiento no lo tenía despierto, sino durmiendo, y era un pensamiento que el
sueño me enviaba para hacerme dormir mejor, con mayor abandono. Al mismo tiempo
sentí que el camión se me salía de la carretera y entraba en la cuneta; y
sentí, detrás, el estruendo y el golpe del remolque que se derrumbaba. Iba muy
despacio y no nos hicimos daño; pero, cuando bajamos, vimos que el remolque
estaba caído, con las ruedas al aire, y que toda la carga, pieles para curtir,
se amontonaba en la cuneta. Era una noche oscura, sin luna, pero con un cielo
lleno de estrellas. Por suerte, estábamos a las puertas de Terracina; a la
derecha teníamos el monte y a la izquierda, mas allá de los viñedos, el mar
sereno y negro.
Palombi se limitó a decir:
—La has hecho buena.
Y luego, añadiendo que debíamos
ir a Terracina en busca de ayuda, empezó a andar. Era un trecho pequeño, pero
cuando estuvimos en Terracina, Palombi, que no pensaba más que en comer, dijo
que tenía hambre y que, como antes de que llegara el coche de socorro con la
grúa pasarían algunas horas, lo mismo daba ir a la hostería. Así, cuando
entramos en Terracina, nos pusimos a buscar un local. Pero era medianoche
pasada y en aquella plaza redonda, toda agujereada por los bombardeos, no había
más que un café abierto y, encima, lo estaban cerrando. Tomamos una callejuela
que parecía dirigirse hacia el mar y pronto vimos una luz con una muestra.
Aligeramos el paso, llenos de esperanza; era realmente una hostería, pero la
persiana metálica estaba medio bajada, Como si estuvieran a punto de cerrar.
Tenía puertas de cristales y la persiana dejaba descubierta una franja de estos
cristales, por la que se podía mirar al interior.
—Ya verás como está cerrada —dijo
Palombi, y se inclinó para mirar. También yo me incliné. Entonces divisamos una
gran sala de hostería pueblerina, con pocas mesas y un mostrador. Las sillas
estaban apiladas sobre las mesas, e Italia, armada con una escoba, hacía
limpieza rápidamente, con un trapo atado a la cintura. Detrás del mostrador,
además, al fondo de la sala, había un jorobado. He visto muchos jorobados, pero
ninguno tan perfecto como aquél. Con la cara hundida entre las manos, la joroba
más alta que la cabeza, miraba fijamente a Italia con unos ojos negros y
biliosos. Ella barría muy de prisa, luego el jorobado le dijo no sé qué, sin
moverse, y ella se le acercó, apoyó la escoba en el mostrador, le echó un brazo
alrededor del cuello y le dio un largo beso. Después volvió a tomar la escoba,
dando vueltas por la habitación, como si bailase. El jorobado salió desde
detrás del mostrador hasta el centro de la hostería: era un jorobado marinero,
con sandalias tripolinas, pantalones de tela azul, de pescador, remangados, y
camisa abierta con cuello a la Robespierre. Se acercó a la puerta y nosotros
retrocedimos, como con la misma idea. El jorobado abrió la puerta de cristales
y desde dentro bajó la persiana.
Dije, para ocultar mi turbación:
—¿Quién lo hubiera dicho?
—Ya, ya —respondió Palombi, con
una amargura que me sorprendió.
Fuimos hasta el garaje y luego
pasamos toda la noche enderezando el camión y cargándolo de nuevo con todas las
pieles. Pero al alba, al bajar hacia Roma, Palombi empezó a hablar, puede
decirse que por primera vez desde que lo conocía.
—¿Has visto lo que me ha hecho
esa bruja de Italia?
—¿Qué? —repliqué, estupefacto.
—Después de haberme venido con
tantos cuentos —continuó él, lento y obtuso— y haberme apretado la mano todo el
tiempo mientras íbamos de acá para allá, y después de que yo le había dicho que
quería casarme y éramos, por así decirlo, novios... ¿Has visto? ¡Un jorobado!
Me quedé sin aliento y no dije
nada. Palombi continuó:
—Le había hecho tantos regalos:
corales, un pañuelo de seda, zapatos de charol. ..Te digo la verdad, la quería
mucho y además era exactamente lo que yo necesitaba, esa chica. ..Una ingrata
sin corazón, eso es lo que es...
Continuó así durante un rato,
lento y como hablando solo, en la luz mortecina del alba, mientras corríamos a
todo correr hacia Roma. De modo que, no pude dejar de pensar, Italia nos había
engañado a ambos, para ahorrarse los billetes del tren. Me abrasaba al oír
hablar a Palombi porque decía las mismas cosas que hubiera podido decir yo y,
además, porque en boca de él, que casi no sabía hablar, todo me parecía
ridículo. Hasta el punto que, de pronto, le dije brutalmente:
—Déjame en paz con esa fulana...
Tengo sueño.
Él, pobrecillo, respondió:
—Hay cosas que hacen daño —y
luego estuvo callado hasta Roma.
Después, durante muchos meses,
estuve siempre triste; la carretera había vuelto a ser, para mí, lo que era
antes: sin principio ni fin, nada más que una cinta amarga que hay que tragar y
volver a escupir dos veces al día. Pero lo que me convenció para cambiar de
oficio fue que Italia abrió una hostería en la carretera de Nápoles, con la
muestra de “El encuentro de los camioneros”. Sí, sí, un buen encuentro, como
para hacer centenares de kilómetros para frecuentarlo. Naturalmente, no nos
detuvimos nunca, pero era lo mismo: me hacía daño ver a Italia detrás del
mostrador y al jorobado que le pasaba los vasos y las botellas de cerveza. Me
fui. El camión, con el letrero “Viva Italia” y Palombi ante el volante, sigue
con sus viajes.
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