Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

La vida en el campo (1949)
[Otro título en español: “La vida campestre”]

(“La vita in campagna”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (15 de mayo de 1949);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Después de aquel asunto de la sorpresa en la timba, el aire de Roma no me resultaba muy saludable, y los amigos me aconsejaron que me alejara durante algún tiempo. También mi madre que, fingiendo no saber nada, se comprendía que lo sabía por su cara larga y su aire preocupado, me decía:
       —Estás muy demacrado, Attilio... ¿Por qué no te vas a Bracciano, a casa del compadre?
       Yo me resistí un poco porque he nacido y vivido en la ciudad y el campo no me dice nada, más aún, no puedo aguantarlo; pero finalmente me decidí. Mi madre telegrafió al compadre, y tan pronto como se recibió el telegrama con la respuesta me preparó ella misma la maleta. Quería meterme mi ropa más ordinaria: total, decía, era el campo; pero yo le dije que quería llevar mis mejores trajes porque, si no estoy bien vestido, en el campo o dónde sea, no me siento a gusto. Ella repetía:
       —Pero, ¿con quién vas a hacerte el lechuguino? ¿Con las vacas? ¿Con los cerdos?
       —No te preocupes —le contesté—, es una debilidad mía..., también tú tienes las tuyas.
       De forma que me hizo la maleta como yo quería; sólo que, ante cada prenda, lanzaba un suspiro; un suspiro por cada camisa, un suspiro por cada corbata, un suspiro por cada par de calcetines. Hasta el punto de que, al final, le dije:
       —¡Quieres dejarme en paz con todos esos suspiros!... Me das mala suerte.
       Y ella mirándome:
       —Hijo mío..., ¿tu madre te da mala suerte?
       —Claro que sí, con todos esos suspiros.
       —Hijo mío, tu madre sólo quiere tu bien... Si no anduvieras con ciertas compañías ahora no tendrías que ir a Bracciano.
       En resumidas cuentas, acabó con la maleta; y al día siguiente, muy de mañana, tras haberla abrazado, bajé al portal, donde me esperaba Gino con el coche; y partimos.
       Salimos de Roma por la Cassia. Estábamos en julio y, aunque había nubes, el sol, sobre el asfalto caldeado de la carretera, entre los campos áridos, ya quemaba y nos cegaba como si fuera mediodía. El sitio al que íbamos no es exactamente Bracciano, que por lo menos es un pueblo y tiene el lago, sino una localidad en pleno campo que se llama Castelbruciato. Como nombre ya no prometía mucho, pero cuando, después de una hora de viaje, llegamos allí, advertí que era bastante peor de lo que había imaginado. Primero vimos un gran árbol sombrío y polvoriento, un eucalipto, que despuntaba detrás de una colinita pelada, luego vimos unos establos y cuadras en torno a una era, y luego, al final, un caserón de tres pisos, con los muros oblicuos como una prisión, ennegrecido, macizo, antiguo, adosado a la colina: y eso era Castelbruciato. Todo alrededor, la campiña desierta, sin un árbol, sin una casa, con los campos ya segados, rapados e híspidos.
       —¡Te vas a divertir aquí! —me dijo Gino, dándome la maleta.
       Yo estaba tan consternado que ni le contesté. Cuando me di la vuelta ya había marchado y yo estaba solo.
       Desde la alquería, a través de la era, llegó una muchacha caminando descalza sobre el polvo. Dijo, cuando estuvo cerca:
       —Soy Filomena... la hija de tu compadre.
       Hablaba con las vocales transformadas en u, como hablan los campesinos de la región. Era una chica campesina, con una cabeza grande, cabellos crespos, frente baja, ojillos hundidos, una cara morena y tosca. Robusta, con un pecho exuberante que le levantaba la blusa, y unas caderas de caballo. Me cogió la maleta como si hubiera sido un pajita y yo la seguí a través de la explanada, teniendo cuidado de donde ponía los pies a causa de las muchas porquerías que allí habían dejado las gallinas y otros animales. Entramos en una gran habitación oscura y fresca, pero maloliente: había una enorme chimenea negra de hollín y una mesa y algunas sillas que parecían hechas a hachazos. Pese a que del techo pendían varias tiras de papel engomado, negras de moscas pegadas, por donde entraba la luz de las ventanas enrejadas se veían otras nubes de moscas que volaban a media altura. En las paredes, como adornos, colgaban sillas y jaeces de mulos y caballos, de forma que parecía que estábamos en un establo. Ella subió por una escalera de piedra, de techo abovedado, y me llevó al segundo piso. Allí, en un corredor, entre muchas puertas en fila, empujó una y me hizo entrar en un cuarto con una gran cama de hierro, una cómoda y un trípode con una palangana. ¿Y el retrete? Me hizo una señal y me condujo a otro cuarto casi más grande que el anterior, completamente vacío. En un rincón había un agujero negro, al ras del pavimento, y, encima de él, las consabidas moscas. Dijo que tenía que hacer y me dejó plantado ante aquel agujero.
       Así comenzó mi vida campestre. La mañana era el mejor momento porque aún duraba el fresco de la noche y porque me vestía. Pero tan pronto como acababa de vestirme, comenzaba la desesperación. Bajaba y me sentaba a la mesa para el desayuno. A veces estaba el padre, tan rústico como la hija, grande y grueso, con bigotes negros, siempre vestido de boyero, con polainas de vaqueta, con pantalones reforzados en los fondillos. Mi madre, al irme, me había dicho:
       —Ya verás, tienen leche recién ordeñada, exquisita.
       Sí, sí, leche. Café mezclado con achicoria, embutido lleno de granos de pimienta, de ese que llaman culatello, y pan reseco cortado en tajadas de cuarto kilo cada una. El padre, además, tan temprano, bebía un vino negro, denso, áspero y caliente que parecía zumo de moras. Era realmente grosero y cuando creía ser amable era cuando más insultaba; figúrense lo que era cuando quería insultar de verdad. La había tomado con mis trajes:
       —¿Qué pasa? ¿En Roma vais a trabajar con camisa de seda?
       O bien:
       —¿Para quién te vistes? Hoy no es domingo... ¿Qué, vas a misa?
       La hija, ante estas palabras, se reía, tapándose la cara con el brazo, de una manera que no podía ser más rústica. Inmediatamente después el padre salía a la explanada, montaba a caballo y me decía con un gesto, indicándome la campiña incendiada por el sol:
       —Date una vuelta... ¿No te gusta el campo?... Mira esas tierras... ¿Tienes miedo de caminar?
       En resumidas cuentas, se burlaba de mí. Cuando se había ido me quedaba solo con la hija. De los campesinos que vivían por allí cerca, mejor no hablar: gentes parecidas a los animales, con los que no se podían cambiar dos palabras. La hija creo que estaba algo enamorada de mí: coqueteaba, pero a su estilo, como una palurda. Al pasar junto a la mesa, por ejemplo, me rozaba como por casualidad, pero tan fuertemente que casi me tiraba de la silla. O bien, si yo vagabundeaba por la explanada, se ponía a cortar los ingredientes para un picadillo de carne, de pie, ante la ventana de la cocina, abierta de par en par, y cantaba para mí, con intención, con su voz de hombre baja y ronca, ciertas coplas campesinas. Una vez, no sé cómo, le pregunté:
       —Filomena, ¿tienes novio?
       Y ella estalló en risas y me dio un manotazo en el pecho, como una campesina, que casi me dejó la marca. Y no digo que como muchacha campesina, en el campo, no estuviera bien. Pero a mí las mujeres me gustan más de ciudad: blancas, delgadas, limpias, bien vestidas, incluso hasta pintadas. Y ella, en cambio, me parecía justamente una vaca.
       —Dale, dale —pensaba para mí—, tú, desde luego, eres una vaca..., pero yo no seré el toro.
       Los días eran largos y no acababan nunca. Para pasar el tiempo, me sentaba a la mesa, en la gran habitación de la planta baja, y jugaba a las cartas conmigo mismo. Luego también las cartas me aburrieron y pensé en pasear, pero advertí que era imposible: en varias millas a la redonda no había más que un árbol y este árbol era el árbol que se alzaba en la explanada. Iba a tirarme sobre la paja, tras un henil, en aquel calor incendiario, pero al cabo de un rato me sentía lleno de pruritos y de picazones por culpa de los insectos que había en la paja, y tenía que levantarme. Había cantidad de moscas, avispas hasta un punto increíble y, por la noche, unos enormes mosquitos que pinchaban más que cuchillos. Quise fumar y el compadre me trajo cigarrillos del estanco del pueblo: secos, vacíos, al encenderlos ardían crepitando y luego no quedaba más que el papel.
       Yo, además, soy muy delicado para la comida y su cocina me hacía daño: siempre cosas fuertes, pedazos de carne con ajo y romero, salsas negras, habas y garbanzos con cerdo, judías en su salsa. Después de comer me quedaba dormido en mi cama, tan dura, sobre el colchón delgado y lleno de pelotillas, y dormía como un muerto, con la boca abierta, un par de horas; luego me despertaba bañado en sudor, con la lengua pastosa y ardiente y dolor de cabeza. En resumen, el padre se burlaba de mí, la hija me hacía la corte a manotazos y empujones y yo sólo pensaba en Roma. Por la mañana, cuando me levantaba y me asomaba a la ventana, y veía aquella extensión de campos amarillos y secos con alguna ruina de ladrillos romanos que se levantaba acá y allá, y descubría en la explanada a la hija que pasaba llevando cubos de desperdicios a los cerdos, se me encogía el corazón y maldecía el día en que había venido. La hija, pobrecilla, habría querido ser amable conmigo; hasta un día me puso un ramillete de flores del campo en una jarra sobre la cómoda. Pero, como ya dije, no quería darle muchas confianzas. No fuera que después el padre pretendiera obligarme a casarme con ella. Tenía una escopeta de dos caños colgada en la pared, en la gran habitación común, y yo sabía que era un tipo capaz, si comprometía a su hija en lo más mínimo, de imponerme el matrimonio con aquella escopeta. Lo que faltaba.
       La hija me hostigaba. Un día que hacía un solitario a oscuras, con las moscas que se posaban en grupos en las esquinas de las cartas, me preguntó, insinuante:
       —Entonces, ¿te gusta el campo?
       Yo, duro, le contesté:
       —No, no me gusta.
       Ella se quedó a disgusto, quizás porque esperaba que, por cumplido, le dijera que me gustaba. Y preguntó:
       —¿Por qué no te gusta?
       —Porque ésta no es vida.
       —¿Y qué es vida?
       Y yo, de un tirón:
       —Vida es estar en la ciudad, donde hay cafés y tiendas iluminadas y hay cine y teatros... Vida es encontrarse con los amigos en el bar, tomar un aperitivo sentados ante una mesita bien ventilada, leer el periódico deportivo y comentar las noticias, y por la tarde jugar una partida de billar y por la noche.. ir a ver una buena película y, más tarde, dar vueltas por ahí... Vida es ir el domingo al partido de fútbol al estadio, o a las carreras de caballos y a lo mejor a las de galgos... O, en verano, ir a bañarse a Ostia con alguna muchacha... Vida es ir en automóvil y no a caballo, no encontrarse siempre a las gallinas entre los pies, sino en la pollería, y no ver ni una sola mosca porque hay flit para matarlas, y tener en casa agua corriente caliente y fría, y cocinar con gas y no con carbón, y fumar cigarrillos americanos, y, por la mañana, en vez de vino, tomar un café con crema o un café negro bien fuerte.
       Después de hablar así me arrepentí, porque la pobre muchacha se quedó muy mortificada y se fue a la cocina sin decir ni una palabra. Pero, ¿podrán creerlo? Tres días después me pidió que la acompañara a la bodega a coger vino. En la bodega, en aquella oscuridad fresca de gruta, se acerca a un barril y me dice:
       —Huele aquí, huele mi perfume —y con las dos manos me coge la cabeza y me empuja la nariz contra su pecho.
       Había comprado un perfume, quizás en Bracciano, y se había inundado con él el pecho, sobre el sudor y el olor a silvestre. Estábamos solos, bajo tierra, y ella ponía una cara especial, como diciendo: —“¡Bésame!”. Le dije, a toda prisa:
       —Huele muy bien —y me fui, dejándola con cara de amargura.
       Mi madre me daba a entender, de vez en cuando, por medio de alguna tarjeta postal, que era mejor que no me moviese de allí; pero yo estaba harto y decidí partir. La noche que anuncié mi marcha la muchacha se levantó bruscamente y se fue a la cocina. El compadre me dijo:
       —¿Te vas? Creía que querías quedarte hasta la fiesta.
       Respondí que en Roma tenía que ocuparme de un asunto y después de cenar subí para hacer la maleta. La chica, poco después, con el pretexto de traerme un jarro de agua para la noche, entró en el cuarto y se sentó en la cama, después me dijo:
       —¿Sabes que anoche soñé contigo?
       Yo metía la ropa en la maleta y no dije nada. Ella continuó:
       —Estabas vestido de novio y yo estaba vestida de novia y nos casábamos en la iglesia de Bracciano.
       Yo contesté duro:
       —Y yo he soñado, en cambio, que estaba en Roma y que entraba en un bar y tomaba un café... Fíjate qué distintos son nuestros sueños.
       —Tu madre es modista, ¿no? —dijo ella.
       —Claro.
       —¿Por qué no le dices que me haga ir a Roma a trabajar como modista?
       Yo, entonces, para consolarla, le prometí hablar de ello a mi madre, y luego, para mostrarme amable, saqué de la maleta un pañuelo grande de seda y se lo di como recuerdo. Ella fue a ponérselo, bastante contenta, ante el espejo de la cómoda, y luego se quedó allí, cohibida, con aquel pañuelo en la cabeza, y yo le dije:
       —Filomena, ahora me desvisto y me meto en la cama... No está bien que una muchacha vea a un hombre mientras se desviste.
       Y me quité la camisa, quedando desnudo de cintura para arriba. Ella entonces se me acercó, me tocó un brazo con un dedo, diciendo:
       —¡Huy, qué blanco eres!
       Y luego estalló en risas y escapó. Pero a la mañana siguiente me llevó la maleta y me dijo:
       —Adiós, Attilio —desde lejos, enfurruñada, con la cara medio escondida tras mi pañuelo.
       En Roma, mi madre me recibió con aprensión. Pero bajé al bar y los amigos me dijeron que precisamente el día anterior se había resuelto el asunto de la timba. Todo marchaba bien, era un hermoso día de verano, pero fresco y sin moscas. Encargué un café y me senté con el periódico ante una mesita, exactamente igual que en el sueño. Me parecía que había vuelto a nacer y casi no creía que estaba en Roma y no en Castelbruciato.




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