Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
Cara de bellaco (1952)
[Otro título en español: “Cara de truhán”]
(“Faccia di mascalzone”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (21 de diciembre de 1952);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)
Nunca recibo paquetes, pero uno de estos días voy a enviarme uno yo mismo para darme el gusto de ir a Correos, a la oficina de paquetes postales, y retirarlo. Porque allí, en esa oficina tan fea y vieja, entre las pilas de paquetes de todas clases y pesos, las manchas de tinta, el olor a cerrado y a serrín húmedo, allí, digo, comenzó mi suerte. No una gran suerte, entendámonos, pero siempre mejor que distribuir paquetes.
Quién sabe si Valentina estará aún allí, con su bata negra, con los cabellos castaños ondulados cayéndole sobre los hombros, como los de las niñas mediopensionistas en los colegios, con sus ojos que parecen dos estrellas tranquilas, el rostro paliducho y redondo, que el color negro del guardapolvo resalta y hace casi lívido. Con toda su dulzura, yo sé que Valentina es orgullosa, y probablemente, al verme aparecer ante la ventanilla, fingiría que no me reconoce y se limitaría a tenderme el cuaderno de las firmas, todo manchado y roto, y a decirme, indicándome el sitio con su dedo rosa de muchacha seria que no se pinta las uñas:
—Firme aquí.
Y luego me tiraría el paquete a la cara, sin mirarme siquiera, y se iría a la parte de atrás, entre los estantes cargados de paquetes, a leer una de sus muchas revistas de cine.
Y, sin embargo, mi suerte, como ya dije, comenzó precisamente en esa oficina, y, para ser más exactos, comenzó precisamente a causa de Valentina, o, mejor dicho, a causa de su pasión por el cine. En aquella oficina, yo, feo y con la cara muy negra y torcida, no pensaba más que en distribuir paquetes, contento de hacerlo después de algunos años de desocupación. Pero Valentina, con su hermosa cara, no estaba contenta y pensaba en el cine. No sé muy bien por qué pensaba en él, quizás porque iba a menudo, y hay gentes a quienes les basta con ir al cine para hacerse la ilusión de que podrían ser actores. Pero estaba obsesionada; y entre nosotros dos no se habló nunca, no digo de amor, aunque yo estaba enamorado de ella y llegué a decírselo, sino ni siquiera de salir juntos, aunque sólo fuera para sentarse en un café. Valentina nos miraba de arriba abajo a todos los de la oficina, y prefería estar sola a dejarse ver por ahí con nosotros, gente sin importancia. A mí, además, me lo dijo un día, sin grandes cumplidos:
—Renato, contigo no quiero salir porque tienes una cara demasiado fea.
—¿Cómo demasiado fea?
—No te ofendas, ya sé que eres una buena persona, pero tienes una cara, perdóname, de bellaco.
Uno de esos días se asomó a la ventanilla una cabecita rubia, emperifollada, con una corbata de pajarita bajo la barbilla. Valentina tomó el volante y se encaminó lentamente hacia las estanterías. Pero aquel joven, de repente, la volvió a llamar:
—¡Señorita!
Ella se volvió de inmediato.
—Señorita —dijo el otro—, ¿nadie le ha dicho nunca que usted podría hacer cine?
Yo estaba en un rincón, observando, y vi que Valentina se ponía roja hasta la raíz del pelo; por primera vez en su vida tenía colores.
—No, nadie, ¿por qué?
—Porque —dijo el otro, siempre con idéntica ligereza— usted tiene una cara muy bonita.
—Gracias —balbuceó Valentina, erguida en medio de la oficina, con las manos juntas ante sí.
Pero el joven, ahora, no parecía tener nada más que decir. Miró todavía con atención, durante un momento, a Valentina, y luego continuó:
—Bueno, de momento vaya a buscarme ese paquete. Ella obedeció, y yo, disimuladamente, la seguí, y la alcancé mientras, con manos temblorosas, desplazaba los paquetes de la estantería. Me acerqué y le susurré:
—Supongo que no creerás a ese lechuguino.
Valentina, también en un susurro, me contestó:
—¡Déjame en paz!
—Entonces, ¿te lo crees?
—¡Te he dicho que me dejes en paz!
Luego encontró el paquete y se lo llevó al joven, que, mientras tanto, había sacado la estilográfica y había escrito algo en una tarjeta. Retiró el paquete y le dio la tarjeta, diciendo:
—Vaya el martes a esta dirección, a los estudios... Necesitamos precisamente una cara como la suya... Pregunte por mí.
Más muerta que viva, Valentina se metió la tarjeta en el bolsillo del guardapolvo y el otro se fue.
He dicho que Valentina no había querido aceptar nunca mis invitaciones. Pero cuando llegó el momento de ir a los estudios fue a mí a quien recurrió.
—Acompáñame —me dijo la tarde anterior—, no me siento capaz de ir yo sola.
Todavía hoy no se por qué me pidió que la acompañase, quizás por timidez, porque era muy tímida, o quizás, aunque fuera sin darse cuenta, para humillarme, para hacerme asistir a su triunfo.
El martes, en la cita en el piazzale Flaminio, Valentina se presentó vestida como para una fiesta: un bonito abrigo nuevo de lana azul, medias de seda, zapatos con borlas y, en la mano, un paraguas rojo, también con borla. La cuarta borla se la había anudado encima de la cabeza, sobre los cabellos, que habitualmente llevaba sueltos sobre los hombros. Digo la verdacercamos, ya tan mona, con aquellos ojos dulces parecidos a dos estrellas, no puede dejar de experimentar un sentimiento de afecto.
—Puedes estar tranquila —le dije—, seguro que te contratan... No te volveremos a ver por la oficina.
Los estudios estaban al pie de Monte Mario, en la cima de un caminito herboso casi campestre, inundado por el mal tiempo. Recorrimos aquel sendero saltando de un charco a otro; al fondo se veían la cerca y la verja y los tejados de los barracones de los estudios, que sobresalían del muro. El guardián, al abrirnos, nos dijo no sé qué, pero nosotros, intimidados, no nos atrevimos a insistir y nos adentramos en la explanada, aunque no sabíamos a dónde teníamos que ir. La explanada era muy amplia, con muchos coches alineados a cada lado, y había grupos de personas que paseaban por la explanada, y algunos eran como nosotros, y otros, en cambio, estaban vestidos de manera extravagante y tenían la cara teñida de color ladrillo. Yo le dije entonces a Valentina:
—Esos son actores..., pronto tú también pasearás con ese maquillaje.
Valentina no hablaba, la felicidad y el temor la habían dejado sin palabras. No sabíamos dónde estaban los estudios, pero luego vimos unos números en las puertas de los barracones, y yo, al azar, me acerqué a una de esas puertas, aferré el tirador y la abrí: era una puerta acolchada, tan pesada como la de una caja fuerte. Entré, y Valentina me siguió de puntillas. Ahora estábamos dentro del estudio, casi a oscuras, salvo en un punto, donde una lámpara iluminaba una construcción baja, que parecía de cartón, con medio techo de tejas sobre medio muro de ladrillos, con una media puerta y, a través de la media puerta, media habitación con media pared y media cama. Una mujer medio desnuda estaba tendida sobre la cama, y un haz de luz blanca la revestía, y la mujer se retorcía las manos, y un hombre se le echaba encima con el puño alzado y una rodilla en la cama. Dije en voz baja a Valentina:
—Ves, están rodando.
Y en ese mismo momento un grito: “¡Silencio!”, me hizo dar un salto, y me pareció que me lo habían dicho a mí. Nos acercamos, entonces, detrás de la media cama, descubrimos la cámara, con mucha gente a su alrededor, y otros estaban encaramados allá arriba, en la oscuridad del barracón, como cornejas, y aquella pobre actriz medio desnuda tenía que volver a empezar ahora a retorcerse las manos, y él tenía que empezar de nuevo a levantar el puño. Luego alguien sacó dos trozos de madera y los hizo entrechocar con un sonido de castañuelas, y hubo otro grito pidiendo silencio, y después comenzó el zumbido de la máquina que rodaba, rodaba, y mientras tanto la actriz se retorcía las manos sobre la cama y el actor le daba por fin el puñetazo, pero en serio, hasta el punto de que ella lanzó un gemido que, en mi opinión, no era fingido. Así se me presentó el estudio la primera vez que entré. Y así debió de presentársele a la pobrecita Valentina, que tantas veces había soñado con él y nunca lo había visto.
Luego, al grito de “¡Basta!”, cesó el zumbido, la actriz se levantó de la cama, las lámparas se apagaron y todos empezaron a moverse y a circular. Comprendí que era el momento oportuno, me acerqué a un maquinista y le pregunté:
—Por favor, ¿el señor Zangarini?
—¿Y quién es ese Zangarini? —preguntó él, como un verdadero ignorante.
Me quedé aturdido. Por suerte, otro maquinista, más amable, intervino:
—Zangarini... No está aquí..., está en el plató número tres.
Salimos a toda prisa y, a través de la explanada, nos dirigimos al plató número tres. Volvimos a abrir otra de aquellas puertas tan pesadas, entramos en un barracón muy parecido al primero. Pero aquí no se rodaba: había mucha luz y se veían varias personas discutiendo. Nos acercamos, pero no mucho, porque estábamos intimidados y aquellos lanzaban unos gritos feroces y parecían enfadados muy en serio. Uno, flaco como un clavo, con gafas de concha y un par de bigotazos negros que le bailaban sobre los dientes blancos, aullaba gesticulando:
—¡No sirve, no sirve, no sirve!
Y Zangarini, el propio Zangarini, preguntaba:
—Pero ¿por qué no sirve?
El hombre del bigotazo contestaba, siempre chillando:
—Porque es demasiado bueno... Porque tiene cara de buena persona... Y yo, en cambio, quiero una cara de delincuente, de hampón, de Barrabás.
—Coge a Proietti entonces.
—No, no, también él es demasiado bueno... Es de buena pasta..., un bonachón... ¡No sirve, no sirve!
—Coge a Serafini.
—Tampoco sirve, no sirve... Serafini no es bueno, es un ángel, más aún, un serafín... ¿Quién se lo cree si hace de malo?... ¿Quién se lo cree?
Comprendí que habíamos llegado en mal momento, pero tanto daba: estábamos en el baile y teníamos que bailar. Aproveché un momento en que el director, sin dejar de desvariar y de gritar, se había alejado, y me acerqué a Zangarini, diciéndole en voz baja:
—Señor Zangarini, hemos venido.
—¿Hemos venido? ¿Quién? —preguntó con voz enojada.
—La señorita Valentina —contesté haciéndome a un lado. Valentina se adelantó e hizo una leve inclinación—: La señorita de la oficina de paquetes... Usted le dijo que viniera.
Zangarini debía de haberse olvidado de todo. Luego miró a Valentina, pareció acordarse y dijo, esforzándose por poner una voz amable:
—Lo siento, señorita, pero no hay trabajo para usted.
—Pero ¿cómo? El viernes usted dijo que necesitaba precisamente una muchacha como ésta.
—Necesitaba..., pero ahora ya no; la hemos encontrado.
—Pero, oiga —le dije acalorándome—, ésta no es la manera de... Hacernos venir aquí y luego decirnos que ha encontrado otra.
—¿Qué quiere que le haga?
Estaba a punto de contestarle de malos modos cuando, de pronto, estalló un grito:
—¡Es él..., es él! ¡Justo lo que necesito!
Era el director, que se me echaba encima, apuntándome al pecho con el índice, con ojos llameantes. Pregunté confuso:
—¿Él? ¿Quién?...
—¡Usted! —chilló el director—. Usted es un bellaco, un explotador de mujeres, un hampón, un sinvergüenza... ¿No es verdad?... Dígame, ¿no es usted un bellaco?
—¡Cuidado con lo que habla! —contesté ofendido—. Soy un funcionario estatal... Me llamo Renato Parigini...
—No, usted es el bellaco que necesitábamos; usted, con esa cara, es precisamente el bellaco que buscaba... Usted es el bellaco.
En resumen, para acabar pronto, Zangarini intervino y me explicó que estaban buscando una cara de bellaco para un papel secundario, que mi cara les venía muy bien, y que si quería, podía pasar ese mismo día para hacer una prueba. ¿Y Valentina?
—No, no hay nada que hacer, tenemos todas las que queremos —gritó el director en el colmo del entusiasmo.
Pero luego, al ver que Valentina tenía los ojos llenos de lágrimas, se corrigió y añadió con voz cariñosa:
—Señorita, hoy necesitamos una cara de bellaco y la hemos encontrado... Cuando necesitemos una cara de ángel, pensaremos en usted.
Así, nos marchamos. Pero tan pronto como estuvimos fuera de los estudios, en el sendero herboso, Valentina se separó de mí y no dijo ni media palabra. En la parada del tranvía había mucha gente y ella miró a su alrededor, como perdida. Debía parecerle una humillación coger el tranvía, como una pobreta, después de haber soñado con la riqueza, porque de repente me dijo:
—Adiós, Renato..., cojo un taxi porque tengo prisa... No te digo que vengas porque vivimos en barrios opuestos.
Y sin dejarme tiempo de resollar, se alejó, con todas sus borlas, a través de la calle inundada, hacia los taxis.
No la he vuelto a ver más, porque al día siguiente no fui a la oficina e hice la prueba, y la prueba salió bien, y comencé a trabajar en los estudios, y desde entonces, más o menos, no lo he dejado. Estoy especializado en papelitos secundarios, incluso mudos, de hampón, explotador de mujeres, fullero, ladronzuelo y similares. Lo último que he sabido de ella, por un compañero de la oficina de paquetes a quien encontré en la calle, es que Valentina se ha comprometido con un empleado de la lista de correos, cuatro ventanillas más allá de la suya.
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