Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Caterina (1949)
(“Caterina”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (17 de julio de 1949);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Me casé a los dieciocho años y habría podido prever cualquier cosa excepto el cambio que posteriormente se verificó en el carácter de Caterina. Entonces era una muchacha apagada, de cabellos lisos con raya en medio, con una cara inexpresiva, sin colores, pálida y regular. Lo único hermoso eran sus ojos, grandes, algo mortecinos, pero dulces. De cuerpo no era muy bien hecha, aunque a mí me gustaba precisamente porque estaba hecha de aquel modo: pecho fuerte, anchas caderas y el resto, brazos, piernas, hombros, flacos como los de una niña. Su cualidad no era ser bella, sino ser dulce, y creo que precisamente yo me había enamorado de esa dulzura. Quien no conoció a Caterina no puede comprender en qué consistía esa dulzura. Tenía gestos comedidos y serenos, que encantaban; jamás una palabra violenta, jamás una mirada dura; y tenía una manera de darme la razón, de entregarse siempre a mi voluntad y de mirarme siempre como para pedirme permiso antes de hacer cualquier cosa, que a veces incluso me embarazaba. A menudo pensaba para mí: “Realmente no merezco una mujer como ésta”. Era paciente, sumisa, devota, llena de buenos modales y de gracia. Su dulzura era conocida en todo el barrio, hasta el punto de que, en el mercado, las mujeres le decían a mi madre:
       —Tu hijo se casa con una santa... ¡Feliz él!
       A mí, incluso me habría gustado que fuera algo menos dulce, ya pueden figurárselo; y a menudo le decía:
       —Caterina, ¿no has dicho nunca una palabra dura, no has hecho nunca en tu vida un gesto brusco? —así, bromeando, y casi me parecía que hubiera deseado verla decir esa palabra, o hacer ese gesto.
       Nos casamos y nos fuimos a vivir en el piso de encima de mi madre, en la callejuela del Cinque, donde había unas buhardillas que no utilizaba nadie. Mi madre vivía debajo, en la planta baja teníamos nuestro comercio de pan y de pasta, y así trabajábamos y vivíamos todos en la misma casa. Durante los dos primeros años Caterina continuó siendo tan dulce como cuando la conocí y quizás más, incluso, porque me quería mucho y me estaba agradecida por haberme casado con ella, por haberle dado una casa y por haberla situado en mejor posición. Era dulce conmigo y con mi madre, pero también era dulce cuando estaba sola y nadie la veía. A veces, al volver a casa, al mediodía, iba de puntillas a mirarla cómo se movía en la cocina, entre el fogón y la mesa. Y me quedaba encantado observándola mientras se movía por la angosta cocina, con unos pasitos y unos movimientos graciosos, sin prisas, sin aburrimiento, cuidadosa, diligente, silenciosa. No parecía que estuviera en la cocina, preparando la comida, sino en la iglesia, ante el altar. Entonces entraba de repente y la abrazaba, y ella, después de besarme, me decía sonriendo:
       —Me has dado miedo —con su vocecita dulce que parecía un lamento.
       Después de dos años de matrimonio quedó claro que Caterina no podía tener hijos. Digo esto así, bruscamente, pero la certeza sólo la alcanzamos gradualmente. Queríamos un hijo y, cuando no llegó, discutimos ante todo, no sé cuantas veces, en familia, luego nos armamos de valor y fuimos a un primer médico, luego a un segundo y luego a un tercero, y después Caterina siguió ciertas curas muy costosas, y al final comprendimos que no servían para nada. Yo dije:
       —Paciencia..., no es culpa de nadie... Es el destino.
       Y durante algún tiempo pareció que también Caterina se resignaba. Pero no siempre se hace lo que se quiere; quizás ella quería resignarse, pero no pudo. En efecto, por aquel entonces comenzó a cambiar de carácter. Quizás cambió primero en lo físico que en lo moral: sus ojos, en tiempos tan dulces, se le pusieron duros, su boca se inclinó hacia abajo con dos marcas malas y sutiles en las comisuras, su voz, que antes era como un canto, se transformó en áspera; pero, quizás, ella intentaba controlarse y yo, como suele ocurrir, me di cuenta de que en lo moral había cambiado porque el físico traicionó ese cambio. Primero, sin embargo, cesó simplemente de ser dulce; luego, a continuación, se hizo hostil, agresiva, rabiosa. Comenzó a darme esas contestaciones que dejan sin resuello: “Si te gusta así, bien, y si no te gusta, me da igual”, “no me jorobes”, “vete al diablo”, “déjame en paz”. Las primeras veces parecía que ella misma estaba sorprendida al verse hablar de ese modo; pero, con el tiempo, se abandonó y ya casi no dijo otras cosas. Por cualquier nadería comenzaba a batir puertas; en mi casa, las puertas no dejaban de batirse y me parecía que cada vez recibía una bofetada en la cara. Antes me llamaba con esos nombres afectuosos que dicen las mujeres cuando quieren a alguien: “querido, amor, tesoro”; pero, ahora, todo lo contrario: “imbécil, bobo, estúpido, ignorante” era lo menos que me decía. No admitía que la contradijeran y, antes aún de oír la objeción, me llamaba cretino: “Cállate, eres un cretino, no entiendes nada”. Y, además, cuando no había ningún motivo para pelearse entonces me provocaba. Tenía ciertos refinamientos de maldad que, de no haber sido ofensivos, me habrían asombrado, tan rebuscados y sutiles eran. Sabía encontrar, como suele decirse, el punto débil; y no valía de nada que yo pensase para mí: “Sello mis labios, no hablo, me hago el indiferente”; ella sabía decir siempre algo que penetraba bajo mi piel y me hacía saltar. Ahora sacaba a relucir a mi familia que, según ella, era una inmundicia, mientras que ella era hija de un empleado, a decir verdad un escribiente del Ayuntamiento, muerto de hambre; ahora la tomaba con mi físico y, como tengo un ojo con el que no veo, y en lugar de pupila tengo mancha como de sangre coagulada, me decía torciendo la boca:
       —No te me acerques..., tu ojo me da asco..., parece un huevo podrido.
       Y ya se sabe que, para ofender, no hay nada peor que tomarla con la familia o con el físico de uno. Y yo, en efecto, perdía la paciencia y comenzaba a gritar. Entonces ella, con una pálida sonrisa llena de hiel, decía:
       —Ya ves cómo gritas... Contigo no se puede hablar... No haces más que gritar... ¿Es que no te han enseñado educación?
       En resumidas cuentas, no me quedaba más remedio que irme; y eso es lo que hacía. Salía y me iba a pasear solo por el Lungotevere, lleno de rabia y de tristeza. Y, pese a todo, no la odiaba; me daba pena, porque comprendía que era algo más fuerte que ella y que la primera en sufrir era ella. Era la naturaleza que la atormentaba de esa manera y la ponía fuera de sí, y esto se veía sobre todo en su modo de caminar y de mirar: codicioso, inquieto, ávido, ansioso, rabioso, como de un animal que busca en vano algo. En su voz, cuando me contestaba mal, más que odio o antipatía lo que había era un gruñido de animal que sufre y que no sabe por qué sufre, y la toma con los demás, que no tienen culpa. La sospecha de que el cambio de carácter se debiera a la falta de hijos me fue confirmada por su madre que, un día que me quejaba, me contó que Caterina, cuando niña, no hacía más que acunar a sus muñecas y siempre quería hacer de madre con sus hermanitos pequeños. Luego, de mayor, se había desarrollado del modo que ya dije, como una mujer que hubiese de tener muchos hijos; y ella lo sabía y contaba con eso. Pero los hijos no habían llegado y, a pesar suyo, perdía la cabeza.
       Continuamos así durante cinco años. Los negocios marchaban bien, la tienda prosperaba, pero yo era infeliz y sentía que esto no era vida. Además, Caterina había empeorado y casi no me hablaba, puede decirse, más que con gruñidos e insultos. Ahora la gente de la vecindad ya no decía que me había casado con una santa; todos sabían que, en lugar de una santa, había metido al diablo en mi casa. Mi madre, pobrecilla, intentaba consolarme diciéndome que podría ocurrir que un día llegara el hijo y que Caterina volviera a ser tan dulce como siempre; pero yo era muy escéptico y al verla dar vueltas por la casa, con la cara tendida hacia adelante, ansiosa y mala, me daba miedo y pensaba para mis adentros que un día u otro, exactamente igual que un perro que se revuelve y muerde a su dueño, ella me mataría. Mientras tanto, no veía cómo terminaría este asunto y cuando me iba solo a pasear por el Lungotevere y miraba correr el río, pensaba: “Tengo veinticinco años... Todavía soy un muchacho, por así decirlo... Y, sin embargo, mi vida ha acabado y ya no tengo ninguna esperanza... Estoy condenado a vivir toda mi vida al lado de un demonio”. Sabía que no podía separarme de ella porque la quería, y porque sólo me tenía a mí en el mundo, pero sabía también que quedarme con ella significaba no vivir. Ante estos pensamientos me aquejaba una gran melancolía y casi casi me habría arrojado al río.
       Una noche, volviendo a casa yo solo, casi sin pensarlo, bajé por una de esas escalerillas malolientes que llevan al arenal del Tíber y, eligiendo un lugar oscuro bajo la arcada del puente, me saqué la chaqueta, la doblé y la dejé en el suelo, luego escribí una nota, así a oscuras, y la puse sobre la chaqueta. La nota decía: “Me mato a causa de mi mujer”, y seguía la firma. Estábamos a comienzos del invierno y el Tíber iba tan crecido que daba miedo, oscuro, lleno de ramas y de detritus, frío como la boca de una cueva; cuando estaba a punto de tirarme me dio miedo y comencé a llorar. Sin dejar de llorar deshice el camino desde el arenal, subí la escalerilla, volví a casa. Me fui derecho al dormitorio, cogí por un brazo a Caterina, que ya dormía, y la desperté diciendo:
       —Ven conmigo.
       Esta vez ella estaba asustada y me siguió sin rechistar. Quizás creyó que quería matarla, porque en la escalerilla se debatió un poco. Pero estaba oscuro y no se veía a nadie y yo la obligué a descender a la fuerza. Caminamos por el arenal, ella delante y yo detrás, en mangas de camisa y chaleco; bajo el puente le mostré la chaqueta, cogí la nota, se la di y le dije:
       —Mira lo que me obligabas hacer... Pero, Caterina, ¿por qué estás tan cambiada?... Eras tan dulce... y ahora eres un diablo... ¿Por qué?
       Ante estas palabras también ella se echó a llorar de repente, y mientras lloraba, me abrazó repitiendo que de ahora en adelante se controloría; luego me ayudó a ponerme la chaqueta y volvimos a casa. He contado esta historia para explicar lo desesperado que estaba. Pero Caterina no se corrigió, al contrario: desde entonces em pezó a burlarse de mí por no haber tenido valor para matarme.
       Estábamos en 1943. Ante los primeros bombardeos, mi madre decidió que cerraríamos la tienda y que nos iríamos a su pueblo, Vallecorsa, en la Ciociaria. Caterina, como de costumbre, quería y no quería, y en esos días llegó a desesperarme. Por fin partimos en un camión que iba a recoger harina y otras cosas de mercado negro. Nos sentábamos todos en unos banquillos del camión, bajo un sol ardiente, con las maletas entre los pies. Corrimos durante un trecho y, tras pasar Frosinone, nos encontramos en campo abierto, lejos de las montañas, entre trigales segados e híspidos. Me había quedado dormido a causa del gran calor cuando, de pronto, el camión se paró en seco y el camionero gritó:
       —Un aeroplano... ¡Todos a la cuneta!
       No se veía el aeroplano, pero se oía muy cerca la voz del motor, rabiosa, metálica, rechinante, punteada de roncos estallidos; había una fila de álamos y otros árboles tupidos, la voz del motor venía de allá, el aeroplano estaba detrás de los árboles. Le dije a Caterina:
       —¡Pronto!... Bajemos...
       Pero ella se encogió de hombros y respondió, malamente:
       —Me quedo aquí.
       —¡Ven! —insistí—. ¿Quieres morirte?
       —No me importa morir.
       Esta respuesta me llegó cuando yo ya estaba en el suelo; luego corrí a la cuneta e inmediatamente después el aeroplano oscureció el cielo sobre nosotros y el estruendo del motor se desencadenó como una tempestad y entre el estruendo oí la granizada de la ametralladora, que disparaba; el camión estaba parado en medio de la carretera, con Caterina sentada, y la metralla levantaba sobre la carretera muchas nubecillas de polvo, que luego se alejaban. El aeroplano había pasado, desapareció detrás de los árboles, ahora se alzaba y se alejaba, como una libélula blanca, en el cielo encendido; y el camión seguía allí parado, con Caterina sentada, completamente sola. Entonces corrí hacia el camión llamando a Caterina, pero no me contestó; salté al camión y vi que estaba muerta.
       Así me quedé viudo a los veinticinco años, con toda la vida por delante, vasta y abierta, como había soñado cuando paseaba solo por el Lungotevere. Pero había querido mucho a Caterina y durante bastantes años no me consolé. Pensaba que, empujada por la naturaleza que la atormentaba, había deseado y buscado algo que ella misma no sabía; y como no había encontrado ese algo, se había vuelto mala, pero sin voluntad, inocentemente; y, al final, en vez de aquello que buscaba había encontrado la muerte. Y todo esto había sucedido sin que nosotros pudiéramos hacer nada; había cambiado y había muerto por causas que no dependían de ella; yo había sufrido y había sido liberado de mi sufrimiento por las mismas causas. Y la dulzura, que tanto me había gustado, ella la había recibido como un don, igual que la maldad y la muerte.




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