Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Una magnífica cena (1952)
[Otro título en español: “Una estupenda velada”

(“La bella serata”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (13 de enero de 1952);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      ¿Cuántos éramos? Éramos seis: dos mujeres, Adele, la mujer de Amilcare, y Gemma, su sobrina de Terni, de excursión en Roma; y cuatro hombres, Amilcare, Remo, Sirio y yo. Por lo pronto, el primer error fue invitar a Sirio, que por culpa de la úlcera de estómago es muy irascible y se encoleriza por nada. El segundo fue hacer caso de Amilcare en la elección de la trattoria; como tenía que pagar por tres y no quería gastar mucho, insistió, cuando nos encontramos en la Plaza de la Indipendenza, en que fuéramos a una hostería de por allí cerca que él conocía: el dueño era amigo suyo, se comía bien, nos harían un precio especial. Teníamos que haberlo pensado antes: ¿es que puede haber algo bueno en aquel barrio de mala muerte, junto a la estación? Es una parte de Roma a la que no llegan más que forasteros de paso o conscriptos de los cuarteles del Macao. Así, pues, nos encaminamos por aquellas calles rectas, entre edificios grises, con un frío propio de enero, seco y cortante. Amilcare, que es un comilón, no hacía más que repetir:
       —Ah, jovencitos, quiero pegarme una comida de primera... Esta vez comeré y beberé sin pensar en el hígado, en los riñones, en el estómago y en las demás tripas... Te lo digo de antemano, Adele, para que no empieces con las quejas de siempre.
       —Por mí —dijo Adele, una mujer tan seca y triste como él era gordo y alegre— hazlo... Ya hablaremos mañana.
       Remo, mientras tanto, bromeaba con Gemma, una hermosa muchacha morena, y Sirio y yo comentábamos las novedades del fútbol. Recorrimos así varias calles apagadas, con nombres de batallas patrias: Castelfidardo, Calatafimi, Palestro, Marsala, y finalmente, entre dos globos de luz con la muestra “Trattoria África”, entramos.
       La hostería no era gran cosa, como pudimos advertir pronto. Había una primera sala con mesas de mármol, de esas para sentarse a beber un medio litro, y después había otra segunda sala, dividida en dos partes por un tabique: a un lado la cocina, y al otro la trattoria propiamente dicha, con cinco o seis mesas con sus manteles. Por lo demás, la habitual escualidez de los locales de alrededor de la estación: serrín en el suelo, pintura desconchada en las paredes, sillas desvencijadas, mesas ídem, manteles remendados, agujereados y, por añadidura, sucios. Pero lo que más nos llamó la atención fue el frío: intenso, húmedo, de caverna. Hasta el punto de que Siro, al entrar, exclamó:
       —Ah, esto no es precisamente África... Aquí nos pescamos una pulmonía.
       Efectivamente, hacía un frío enorme; en la hostería, los bebedores estaban ante las mesas con sombrero, abrigo, y las solapas levantadas; al respirar, se veía en el aire una nubecilla, como si estuviéramos en la calle. Nos sentamos ante una de aquellas mesas y en seguida acudió el dueño, un hombrazo de cara tétrica, cuadrada, y ojos descontentos rodeado de ojeras. Amilcare, muy alegre, le preguntó:
       —¿Seor Giovanni, se acuerda de mí?
       —Me llamo Serafino y no Giovanni... —contestó el otro sin sonreír—. A decir verdad, no me acuerdo de usted.
       Amilcare no se quedó a gusto y comenzó a asaetearlo a preguntas; el otro fruncía el ceño, inseguro, y por fin exclamó:
       —Ah, sí... Usted estuvo aquí el día de Año Viejo, comiendo lacón con lentejas.
       Amilcare respondió que el Año Viejo lo había pasado en casa; en resumidas cuentas, no se reconocieron. Después el patrón sacó de su blusa blanca, toda llena de manchas, la lista de platos, preguntando:
       —¿Qué comen los señores? —y así se acabó la discusión de los recuerdos.
       Cogimos la lista y en segida vimos que no había gran cosa que elegir: pasta asciutta, cordero o pollo, queso y fruta. Amilcare, para no quedar mal, insistió ante el dueño:
       —Tendrán la especialidad de la casa... Spaghetti all’amatriciana.
       El patrón dijo que, en efecto, tenían spaghetti all’amatriciana, y todos pedimos entremeses, spaghetti, y unos, pollos asados, y otros, cordero al horno. En cuanto al postre, dijimos que ya lo pensaríamos. Pero Sirio protestó diciendo que quería una sopita, y el patrón le aseguró que tenía un caldo de pollo. Después preguntó qué vino queríamos: blanco o tinto, seco o semiseco. Nos decidimos por un frascati seco y el dueño trajo las botellas, los vasos, el pan, los cubiertos envueltos en las servilletas, y se fue a la cocina. Amilcare, tranquilizado, preguntó:
       —¿Qué os parece?... ¿Verdad que se está bien?
       Nos miramos las caras y, por último, interpretando el sentir general, Sirio dijo:
       —Lo que es estar bien, ya veremos... De momento, me parece que estamos en una letrina pública.
       Esta respuesta no le agradó a Amilcare, que inició una discusión más bien agria: eres un aguafiestas; y tú quieres ahorrar; tienes una úlcera y no deberías venir a un restaurante; y tú quieres comer sin gastar nada; y así sucesivamente. Mientras tanto pasaba el tiempo y nosotros, como ocurre siempre en estos locales mal acondicionados, nos hartábamos de vino y pan, discutiendo de todo un poco.
       Hacía realmente frío, todos teníamos los pies helados y las posaderas ateridas; el vino, además, quizás porque estaba aguado, como dijo Sirio, cuanto más lo bebíamos menos nos calentaba. Amilcare se inquietó por fin y se fue a la cocina, volviendo poco después, satisfecho, para anunciar que comeríamos en seguida. En efecto, llegó el patrón y distribuyó los entremeses. Todos miramos los platos: una miseria. Dos alcachofitas, una loncha de jamón, una sardina. Sirio le dijo a Amilcare:
       —Me huelo que esta noche no te pegas la comilona esa.
       Comenzamos a comer, pero todos dijeron que el jamón estaba horriblemente salado, no se podía comer.
       —Jamón africano —dijo Sirio, que parecía hacerlo a propósito para burlarse de Amilcare.
       En suma, los entremeses se quedaron en los platos; por suerte, llegaron en su socorro los spaghetti. Humeaban, porque el aire estaba helado; pero bajo los dientes no resultaron más que tibios. Sirio, entre tanto, según su costumbre, removía la sopa con la cuchara, como si hubiera querido encontrar perlas. Luego llamó al dueño y, con gran seriedad, le preguntó:
       —¿Usted es cazador?
       El dueño contestó que no entendía, y Sirio:
       —Porque, desde luego, ha disparado usted un escopetazo en este caldo.
       —¿Qué quiere decir?
       —Quiere decir que el caldo sabe a humo.
       El dueño protestó de malos modos:
       —¡Qué humo ni que ocho cuartos!... ¿A humo, mi caldo?... El humo lo tiene usted en su cabeza.
       Y Sirio, palideciendo, dijo, alzando la voz:
       —He dicho que sabe a humo y usted debe creerlo.
       Refunfuñando, el patrón se fue a la cocina y volvió trayendo la olla, para que viéramos las carnes con que estaba hecho el caldo. Mientras giraba alrededor de la mesa mostrando la olla, un grito:
       —¡Ay, una cucaracha!
       Nos volvimos; era Gemma, la sobrina de Amilcare, que indicaba algo negro entre los spaghetti. El dueño dijo:
       —¡Qué cucaracha ni cucarachal... Será un trozo de tocino quemado.
       Pero Gemma insistió.
       —Le digo que es una cucaracha... Mírela..., con sus patitas y todo.
       El dueño fue a mirar y, en efecto, era una cucaracha. Pero dijo, quitándola con un tenedor:
       —Bueno, ya se sabe... Puede haber caído de la chimenea... Son cosas que pasan...
       Y, sin añadir nada más, se volvió a la cocina con su olla y su cucaracha.
       Nos miramos unos a otros, asombrados.
       —Yo tengo hambre, y como —dijo por fin Amilcare, tomando el tenedor.
       Lo imitamos, aunque con repugnacia. Solamente Gemma dijo que le daba asco y no tocó el plato.
       Hacía más frío que nunca y, después de los spaghetti, fuimos todos a recoger los abrigos y nos sentamos a la mesa con ellos puestos. Volvió el patrón y distribuyó rápidamente las raciones de pollo y de cordero. El pollo estaba seco, era un pollo de horno de asar de cuarto orden; el cordero no tenía más que huesos, piel y grasa, y encima había sido recalentado desde el mediodía. Amilcare pinchó su cordero levantándolo en el aire y luego gritó, hecho una fiera:
       —Esto no se puede comer... ¡Patrón!... ¡Patrón!
       Llegó otra vez el dueño, con su carota oscura, y Amilcare le dijo:
       —¿Puede decirme usted por qué tiene una casa de comidas?
       —¿Qué tendría que hacer?
       —¿Cualquier otro oficio: tranviario, barrendero, sepulturero..., ¡pero no fondero!
       En resumen, se produjo un altercado, pero desganado, porque el patrón, en su tetricidad, ni siquiera era susceptible. Luego se asomó desde la cocina el cocinero con su gorro, y llamó al dueño; éste nos dejó. Amilcare le gritó al cocinero:
       —¡Cocinero!... Nos has envenenado.
       Pero el cocinero no contestó y nosotros continuamos luchando con las costillas del cordero y con los huesos del pollo.
       Estábamos todos de muy mal humor, tan helados como si nos encontráramos al aire libre, con el estómago lleno de cosas mal cocinadas y peor digeridas. Amilcare, que se daba cuenta ya de su error, quiso enderezar la situación y encargó dos botellas de vino tinto para beberlas con el pan dulce. Fueron lo único bueno de la velada, y el dueño no tuvo en ello ningún mérito, porque las botellas estaban precintadas y el pan dulce venía de Milán. Bebimos el vino, un barbera, comimos el pan dulce y nos calentamos un poco. Mientras tanto, la hostería se había vaciado y sólo había quedado un grupo de jóvenes en una mesa junto a la nuestra: jugaban a las cartas y, poco después, se unieron a ellos también el dueño y el cocinero. Remo, que en toda la noche no había dejado de bromear con Gemma, propuso entonces que cantáramos, animado por el vino. Siempre hacía así, a los postres se ofrecía a cantar, y no digo que no cantara bien, pero eran siempre las mismas canciones y las conocíamos de sobra. Pero esa noche quería cantar para Gemma, que era nueva, y nosotros, comprendiendo su intención, le dijimos que bueno, que cantase. Pero, para entender lo que para él significaba cantar, es preciso que lo describa: Remo es bajito, con una cara morena y colorada, frente baja llena de ricitos negros, ojos entornados e inyectados en sangre. Pese a esta complexión ligeramente brutal, Remo, cuando canta, no es nunca vulgar, si acaso demasiado dulzón. Toma la mano de la muchacha, se inclina hacia ella, entornando los ojos y achicando los labios, y canta en sordina, con voz apasionada, escurridiza, insinuante. Sus canciones, además, tienen todas rimas en “or”: dolor, amor, o bien en “ón”: pasión, perdición, corazón, devoción. Bueno, aquella noche, como de costumbre, agarró la manecita de Gemma y comenzó a cantarle con la mejilla pegada a su mejilla, mientras nosotros callábamos, embarazados, mirándolo. Gemma sonreía y él, animado por la sonrisa, cuando acabó la primera canción dio principio a la segunda. Entre tanto, en la mesa de al lado habían enmudecido y nos miraban; luego comenzaron a reírse entre sí; y después uno de ellos empezó a cantar imitando a Remo y otro, escondiéndose bajo el mantel, imitó el maullido de un gato. Remo quizás no lo advirtió, o no quiso advertirlo. Pero a la tercera canción, en vista de que los otros insistían con sus maullidos y sus risotadas, se interrumpió, diciendo con dignidad:
       —Basta, será mejor que lo deje...
       Pero Sirio, con quien no iba nada, saltó bruscamente:
       —Canta... No te preocupes por cierta gente ignorante y malcriada... Canta.
       Inmediatamente, como a una señal, un rubito rizoso, bajo, con un jersey rojo que le llegaba hasta las orejas, se levantó y se enfrentó con Sirio, preguntando:
       —¿Quién sería esa gente ignorante y malcriada?
       Sirio es un tipo bilioso y no teme a nadie. Respondió:
       —Ustedes.
       —¿Ah, sí?... ¿Y por qué?... Estamos en una hostería..., es un lugar público... Hacemos lo que nos parece y nos da la gana.
       —Y también nosotros hacemos lo que nos parece y nos da la gana... Y, justamente, decimos que ustedes, los de esa mesa, son ignorantes y malcriados.
       Mientras tanto, el dueño, el cocinero y otros dos se habían levantado y se acercaron también. En nuestra mesa, en cambio, estábamos todos sentados. El rubito dijo:
       —Pero ¿tú quién eres? ¿Qué quieres?... ¿Puede saberse qué quieres? —levantando al mismo tiempo la mano como para agarrar a Sirio por la corbata.
       —¡Quita de ahí esa mano!... ¡Quítala! —le respondió Sirio, también de pie, con la nariz pegada a la del otro, bajándole la mano con un golpe.
       El rubio, entonces, lo agarró de verdad por las solapas de la chaqueta, doblándolo hacia atrás. Las dos mujeres lanzaron un chillido. Remo gritó:
       —Vámonos..., ¿qué nos importa...?
       Fue cosa de un momento. Luego, de forma imprevista, Amilcare se puso en pie, agarró al rubito por el jersey, en el pecho, y rodó con él hasta allá abajo, al fondo de la sala, arreándole golpes a tontas y a locas. Sacudido contra la nevera, el rubito se protegía con un brazo mientras Amilcare estaba sobre él, con todo su cuerpo, zurrándole. Pero, de pronto, vimos que las anchas espaldas de Amilcare se echaban hacia atrás y luego lo vimos caer como un piedra, boca arriba. El rubito, como un pugilista, le había dado un golpe seco en el mentón, y ahora Amilcare estaba tendido en el suelo, sobre el serrín.
       Acabó como tenía que acabar: con los guardias que tomaban los nombres; con las dos mujeres que se quejaban; con Amilcare que se sostenía el mentón con la mano y repetía que no pensaba sacar ni un céntimo; con Sirio, Remo y yo que pagábamos la cuenta; con el patrón que nos gritaba, desde la cocina:
       —¿Qué diablos vienen a hacer en una trattoria? ¿Por qué no se quedan en sus casas?
       Cuando salimos, además, se abrió una ventana y alguien lanzó a la calle un paquete de desperdicios que dio en la cabeza de Amilcare.
       —Oh, perdón —dijo una vocecita—; era para los gatos.
       En efecto, había cantidad de gatos acurrucados en la calle, esperando que nos fuésemos para acercarse al paquete. Pero Amilcare había perdido la cabeza; convencido, quién sabe por qué, de haber sido blanco del patrón, quería volver atrás; y tuvimos que llevárnoslos poco menos que en vilo, mientras maldecía y se limpiaba el sombrero de las raspas de pescado. En resumidas cuentas, lo que se dice una magnífica cena.




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