Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
El amante desdichado (1943)
(“L’amante infelice”)
L’amante infelice
(Milán: Valentino Bompiani, 1943, 296 págs.)
Tras haberse peleado
de manera definitiva con su amante, Sandro, no
encontrándose a gusto en la ciudad donde hasta
entonces habían vívido juntos, se marchó a una
isla no lejana de la costa. Era junio, aún no
hacía demasiado calor, sabía que en la isla
encontraría poca gente, pues la temporada de baños
empezaba en julio. En efecto, al llegar se había
encontrado muy bien. Para estar más solo no había
ido al hotel, sino a casa de una mujer que alquilaba
habitaciones amuebladas. Estas habitaciones,
alineadas ante una terraza común protegida por una
galería, eran todo lo que restaba de un antiguo
convento. Tres lados del primitivo claustro habían
desaparecido, sólo quedaba aquella fila de
habitaciones adosadas a los acantilados de la
isla. Bajo las habitaciones había un huerto muy
sombreado y tupido; luego, la pendiente, sembrada de
blancos chalets, de chumberas y de olivos,
descendía hasta el mar. El mar se veía a lo lejos,
tranquilo y centelleante como un cristal en las
anfractuosidades de la escarpada costa.
Las habitaciones
no estaban habitadas de momento, salvo una al lado
de la de Sandro. La primera vez que salió a la
terraza vio en seguida a su ocupante. Era una
muchacha joven y de buena planta, con espléndidos
cabellos rubios y una cara parecida al hocico de
un lechón. Ella lo saludó y Sandro le devolvió el
saludo. Ella le preguntó si iba a la playa y Sandro
le contestó que a veces iba; luego volvió a entrar
en su cuarto. Desde ese día no pudo salir ni un
momento a la terraza sin que de inmediato se
abrieran las persianas de la habitación contigua y
la muchacha apareciera a hablarle. Era obstinada y
no la desanimaban las bruscas respuestas de Sandro.
Le hablaba agarrándose con las dos manos a la
barandilla, mirando ora al mar, ora a él, con sus
ojillos hundidos e inexpresivos. Por último Sandro
evitó aparecer por la galería.
Empezó a llevar
una vida muy regular. Por la mañana bajaba bastante
temprano a la playa, se desnudaba y se tendía sobre
la arena en espera de que el sol quemase lo bastante
para justificar el baño. Luego entraba en el agua,
mirándose sus pies blancos y temblorosos sobre el
fondo de gruesos guijarros. El agua subía
lentamente con un cosquilleo delicioso, primero
hasta el vientre, después hasta el pecho, luego
hasta el cuello. Apenas sentía que no hacía pie se
lanzaba a nadar y, siempre nadando, daba una vuelta
en torno a los escollos, o bien iba de un punto a
otro de la costa. Mientras nadaba, advertía que no
pensaba en nada y esto le agradaba. A veces se
tendía de espaldas, con los brazos abiertos, y
cerraba los ojos, dejando que la corriente, con
leves impulsos, lo llevara por el mar tranquilo
hacia metas imprevistas. Estaba un rato así,
supino en el agua, los ojos cerrados, las orejas
acariciadas por las ondas; luego abría los ojos y
veía, en medio de una luz intensa, cómo la gran
roca roja de la isla se desplomaba sobre él en un
cielo ardiente. El baño resultaba lo más agradable
de su jornada, pues era lo que lo distraía más que
nada. Después del baño subía al pueblo, comía
solo en una trattoria, después regresaba a
su cuarto y trataba de dormir un par (le horas.
Mientras tenía algo concreto que hacer, como nadar
o comer o tomar el sol, lograba fácilmente no
pensar en su amante y en el dolor de haberse
separado de ella. Pero por la tarde, en esas
largas horas lánguidas y vacías, le asaltaba una
especie de excitado tedio, amargo, como de una
espera que sabía que jamás quedaría satisfecha.
Así, esforzándose por distraerse, sin conseguirlo,
llegaba a la noche agotado y rabioso.
Habían
transcurrido dos semanas de esta vida cuando una
mañana le llegó una postal con recuerdos de la
mujer desde un lugar no muy alejado. La postal
llevaba la dirección y era claramente una
invitación a mantener una correspondencia. Sandro
escribió una postal algo más larga y dos días
después recibió una nota que le daba noticias de
su salud, del tiempo y de otras cosas parecidas.
Alentado, envió entonces una carta de ocho
páginas en la que pedía a la mujer que se
volvieran a ver, aunque sólo fuera un día. Pero
tan pronto como salió la carta se arrepintió de
haberla escrito. Sabía por experiencia que la
mujer tenía un carácter tal que no era capaz de
amar a no ser por despecho. y, en efecto, no
recibió ninguna respuesta. Pasaron dos semanas
más; ya Sandro había perdido la esperanza, cuando
recibió un telegrama donde ella le anunciaba su
llegada para el día siguiente.
Esa mañana se
despertó sobresaltado, temiendo haber dormido
mucho. Pero, mirando el reloj, vio que faltaba más
de una hora para la llegada de la lancha. Salió a
la terraza para escrutar el mar: estaba tranquilo,
no había peligro de que una tempestad impidiera la
llegada del vapor a puerto. Su vecina, como de
costumbre, se asomó a la terraza a toda prisa, como
si temiera verlo desaparecer, y le dijo que hacía
un bonito día. Sandro contestó que el día no
habría podido ser más bonito y entró en su
cuarto. Se le quedó grabada la imagen de la
muchacha erguida frente al mar, con las manos en la
barandilla, el rostro marcado por una expresión
boba y desilusionada.
Acabó de
vestirse y bajó sin prisas a la plaza. Era el
principio de la mañana, con esa luz especial,
fresca y clara, que en esos lugares no parece venir
del cielo, sino del mar. La plaza estaba desierta,
las mesitas de los dos o tres cafés, vacías. Unos
pocos habitantes del lugar disfrutaban de aquel
joven sol acuclillados en las escalinatas de la
iglesia. Los tenderos abrían los comercios,
quitaban los postigos de los escaparates. De vez en
cuando alguna señora madrugadora, semidesnuda,
con gafas de sol, una gran bolsa de tela al brazo,
atravesaba de prisa la plaza dirigiéndose hacia el
atajo que llevaba al mar. Sandro paseó durante un
rato por la plaza y luego fue hasta el mirador.
Desde allí se
veía toda la extensión del mar, liso y tranquilo,
con perezosos y diseminados rastros blancos: las
grandes, vagas serpientes de cristal de las
corrientes, muertas y abandonadas a sí mismas. La
lancha donde debía encontrarse su amante era ya
visible en el estrecho brazo de mar que separaba la
isla de los montes del continente. Avanzaba
silenciosamente, dejando tres ella, en el mar
diáfano y luminoso, una larga estela
centelleante. En ciertos puntos el cielo y el mar
parecían evaporarse y confundirse uno con otro y
entonces el barco simulaba navegar en una zona
indistinta que ya no era aire y todavía no era
agua. Sandro bajó la vista hacia el precipicio que
había bajo el mirador. Los raíles negros del
funicular descendían empotrados en sus cimientos
y desaparecían en el verdor de la pendiente.
Pronto, entre los pámpanos y las hojas de aquella
viña exuberante, asomaría lentamente el vagoncito
rojo que traía a su amante. Dejó el mirador y fue
a sentarse en un café, desde el que podía vigilar
la salida del funicular.
Le parecía que
estaba muy tranquilo y lúcido y ello le agradaba.
Un poco después empezaron a llegar pequeños grupos
de gentes, identificables por sus trajes urbanos
en aquel sitio donde todos llevaban sandalias y
pantalones de tela. Pero el primer vagón se
vació sin que apareciera la mujer. Asaltado por
súbita impaciencia, Sandro se levantó del café y
fue a situarse junto a la entrada del funicular.
Esperó unos
diez minutos repitiéndose que no había nada que
temer, que su amante había telegrafiado que venía
y que, con toda seguridad, vendría. Llegó el
segundo vagón, uno tras otro descendieron los
viajeros y la mujer no apareció. Sandro fue a
comprar un paquete de cigarrillos y esperó al
tercer vagón. Fumaba rabiosamente los cigarrillos
hasta la mitad o la tercera parte y luego los
tiraba.
He aquí el
tercer vagón. El barco, como había notado desde el
mirador, no estaba muy lleno. En efecto, esta vez
bajaron tres o cuatro viajeros, no más, y muchos
porteros de hotel. La mujer no estaba.
Maquinalmente,
sin saber qué hacer, aturdido por el desengaño
como por una insolación, se encaminó por la
carretera que llevaba al mar. A medio camino vio que
venía hacia él un carruaje. El cochero, para
evitar un camión lleno de verduras que estaba
parado ante una tienda, llevó al carruaje al borde
de la carretera. Entonces vio a su amante.
Esperó que el
carruaje llegase a su altura y llamó por su nombre,
con voz clara, a la mujer. Ella se volvió y él vio
que seguía siendo la misma, seria y como
descontenta de su encuentro. Dijo:
—Ah, eres tú
—y ordenó al cochero que se detuviese.
—Te esperaba
en el funicular —dijo Sandro, acercándose al
carruaje pero sin subir.
—Sí, me lo he
imaginado —respondió ella con tono descontento—,
pero había tanta gente... Preferí coger un coche.
Se miraron.
—¿Qué haces
ahí? —añadió con su acostumbrada voz dura y
lisonjera—. ¿Por qué no subes?... Ante todo,
tengo que ir al hotel.
Sandro subió y
el carruaje volvió a partir al trote.
—Te he
reservado una habitación —dijo él, tan pronto
como se hubo sentado.
—Gracias —contestó
ella, distraída.
Miraba a su
alrededor con una curiosidad suficiente, luego dijo:
—¿Sabes que
es un sitio bonito?
—Es famoso —contestó
Sandro con una sonrisa.
Pero se
arrepintió en seguida de esta frase, que le
pareció estúpida, y añadió:
—¿Te
quedarás mucho?
—No lo sé —contestó
ella con tono indeciso—, depende.
Sandro se
arrepintió también de su pregunta, pensando que
ella podía deducir su ansiedad sobre su estancia
en la isla. Y concluyó:
—Si te
apetece, te quedas... Y si no, te vas.
—Exactamente
—dijo ella con una risa maligna—. ¡Qué
descubrimiento!
Sandro se
mordió los labios hasta hacerse sangre y no volvió
a abrir la boca hasta llegar a la plaza. En la plaza
bajaron y Sandro preguntó al cochero cuánto
quería. El cochero pidió treinta liras. Sandro
sabía que la tarifa era la mitad de eso y contestó
sin reflexionar:
—Es mucho.
—Vamos,
vamos... cuántas discusiones —dijo ella mirando a
su alrededor y fingiendo avergonzarse.
Sandro se
mordió de nuevo los labios y pagó.
Atravesaron la
plaza, pasaron bajo un estrecho arco, empezaron a
subir por una callejuela encajada entre altas y
apretadas casas blancas. Sandro llevaba la maleta y
la mujer lo precedía unos pasos mirando todo con su
atención suficiente y asombrada. De vez en cuando
se paraba, alzaba la vista y examinaba aquella
singular arquitectura. Entre las terrazas y los
balcones, muy arriba, brillaba el cielo azul. La
callecita giraba, se transformaba en un tramo de
escalones, entraba en un pasaje oscuro, continuaba
subiendo. A las casas les sucedieron largos muros
blancos, desbordantes de verdor. Desde la cima de
los muros, medio confundidos con las plantas,
muchachos y niños semidesnudos los miraban pasar.
—Es realmente
un sitio precioso —dijo ella, con énfasis—,
parece un sueño.
Ella hablaba
así, pensó Sandro, porque era poco inteligente y
se expresaba con lugares comunes. y, pese a todo,
cuánto mayor peso tenían las frases de ella, tan
convencionales, que las suyas, más rebuscadas y
agudas. Quiso decir algo que estuviera a su nivel y
contestó:
—Sí, un
sueño..., pero para soñarlo dos...
Ella no pareció
oírlo y preguntó:
—¿Aún falta
mucho?
—Hemos llegado
—dijo Sandro.
Dejó la maleta
en el suelo, sacó del bolsillo una gran llave de
hierro y la introdujo en la cerradura de la vieja
puerta verde y maltrecha del antiguo convento.
Entraron por un corredor oscuro y fresco.
—¡Qué muros
tan gruesos! —dijo la mujer, mirando las
claraboyas encajadas en el espesor de las bóvedas.
—Era un
convento —dijo Sandro. Fue hasta el final del
corredor, abrió la puerta y añadió—: Te he
reservado una habitación al lado de la mía...
Mientras tanto, puedes entrar aquí.
Ella no dijo
nada y fue derecha a mirarse en el espejo colgado
sobre el lavabo. Sandro se sentó en el borde de la
cama, observándola. En el espejo veía el rostro de
ella, serio y atento. Le agradó mirarla ahora,
porque en la calle no se había atrevido a ponerle
la vista encima por miedo a revelarle sus
sentimientos. Ella tenía ojos grandes, oblicuos, de
un azul encendido y como furioso que le comían la
frente bajo los rubios y rizados cabellos. La
estrecha frente y el tamaño de los ojos hacían
pensar en un animal. Y la nariz, aguda y perfilada,
las mejillas delgadas que parecían desahogarse en
la gran boca hinchada confirmaban esta impresión de
animalidad. Era una cara que recordaba el hocico de
tuna cabra: una cabra apacible, loca y un poco
obscena. Ella era flaca y ardiente, con cuello largo
y nervioso, hombros huesudos, cintura muy esbelta;
pero tenía unas rotundas caderas y, bajo estas
caderas, las piernas flacas y desgalichadas, al
salir de la ancha falda, daban una sensación de
alegría danzarina y maliciosa; uno esperaba verlas
alzarse y marcar el ritmo en un baile de sátiro,
con los grandes pies calzados de altas sandalias.
Con seguridad temía parecer cansada después del
viaje; pero cl examen de su rostro debió de
satisfacerla porque, de pronto, lo miró de reojo,
por encima del hombro, y empezó a canturrear. Era
la única canción que sabía de memoria, una
canción que Sandro conocía bien por habérsela
oído cantar en la época de su amor. Solía
cantarla con una ironía pintoresca, parodiando
los gestos torpes y provocativos y el descarado
acento de las tonadilleras de ínfima categoría.
Ella canturreó un momento, sin dejar de mirarse
al espejo, luego se volvió, puso las manos en
jarras y entonó en voz alta la canción, meneando
las caderas y echando los pies al aire en el angosto
espacio que quedaba entre la cama y el lavabo.
Cuando estaba de frente a Sandro tenía los ojos
bajos, pero si le daba la espalda volvía la cara
para mirarlo por encima del hombro, Su gran boca
roja se abría ampliamente, se veía la gran lengua
ágil moverse cantando. Ella sabía que esta actitud
era irresistible; en efecto, Sandro, cuando se
puso a tiro, no supo resistir' e hizo ademán de
agarrarla. De inmediato ella dejó de cantar y de
contonearse y dijo:
—Seamos
serios.
—¿Quieres ver
tu habitación? —dijo Sandro, despechado.
Su amante
asintió y Sandro la precedió en la terraza. En
seguida las persianas contiguas se abrieron y la
chica rubia apareció a su vez. Estaba a punto de
hablar, tenía ya la boca abierta, luego vio a la
mujer, recogió de prisa un traje de baño tendido
en la barandilla y se retiró a su cuarto.
—¿Quién es?
—preguntó la mujer.
—No lo sé.
—Vamos, lo
sabes de sobra, apuesto a que ya le has hablado, si
no algo más... —el tono era bromista enteramente
desprovisto de celos.
—No... no —dijo
Sandro, riendo, halagado por la idea de que ella
pudiera sospechar que la traicionaba; pero
comprendió de pronto que volvía a caer en el
acostumbrado error de demostrar sus sentimientos y
se puso de nuevo serio.
—Esta es tu
habitación.
Era una
habitación enteramente similar a la de Sandro. La
mujer se sentó en la cama y dijo:
—Pero aún no
sé si me quedaré esta noche o me ire por la tarde.
—Puedes hacer
lo que gustes —dijo Sandro, rabiosamente.
Ella lo miró,
fue hacia él anhelante y alegre y le acarició la
cara:
—¿Estás
enfadado?
—No —dijo
Sandro; e hizo un gesto para tomarla por la cintura.
Pero ella se soltó en seguida.
—Es muy
pronto... Deja que me acostumbre, por lo menos... y,
además, no estoy muy segura de quedarme.
—¿Quieres que
vayamos a la playa?
—Vamos.
Ella dejó la
maleta en la catea y sacó todos los objetos de
tocador, que dispuso uno a uno en la repisa del
lavabo. Luego metió en una bolsa de tela el
bañador, el gorro de goma, un pañuelo y una
botella de aceite de nuez y dijo que estaba lista.
Salieron, Sandro se mantenía algo detrás porque
quería mirar a la mujer sin que ella lo advirtiese.
Pero cuando estuvieron en la plaza ella dijo con
calma:
—Anda a mi
lado... no puedo soportar que vayas detrás con los
ojos clavados en mí...
—No te miraba
—dijo Sandro.
—Cuentos.
Atravesaron la
plaza, cogieron el atajo que llevaba al mar. El
atajo, durante un buen trecho, giraba entre
tupidos jardines cuyos árboles apenas dejaban
entrever las fachadas ennegrecidas de viejos chalets
de estilo árabe o pompeyano. Era la parte más
antigua de la isla, como explicó Sandro a la mujer,
aquellos chalets tenían todos unos cincuenta años.
Luego el atajo se metió entre dos rocas altísimas
y tras las rocas apareció el mar, al fondo de un
acantilado sembrado de enormes peñascos aislados.
El atajo bajaba en zigzag entre los peñascos. El
parapeto encalado le hacía parecerse a una cinta
grisorlada de blanco, caída del cielo y blandamente
dispuesta entre las rocas.
—¿Dónde
está la playa? —preguntó la mujer, parándose
y asomándose al parapeto.
—Allá abajo
—dijo Sandro, indicando al final de la pared
vertical de la isla unas remotas casetas verdes
alineadas entre las rocas, a lo largo de la orilla.
Iniciaron el
descenso por el empinado caminito de cemento,
lentamente primero; luego la mujer aligeró el paso
y empezó a correr precipitadamente riendo y
volviéndose de vez en cuando a mirar a Sandro.
Llegaron sin aliento y recorrieron en silencio el
sendero terroso entre hierbas amarillas y secas,
bajo un sol que quemaba las orejas. Ahora el mar
estaba cerca y se veía muy tranquilo. Débiles y
sin espuma, las olas se esparcían de cuando en
cuando sobre los guijarros dé la orilla,
desenrollándose con lentitud, como una alfombra.
Se oía también la resaca sobre los cantos,
fresca y sonora.
Cuando llegaron
al mar y vieron que había poca gente, apenas
algún bañista tendido boca abajo en la playa, con
una toalla bajo la cabeza, o bien erguido en la
orilla recibiendo en los pies la lánguida
fluctuación del plácido mar. Sandro llevó a la
mujer a la caseta, ella dijo que se desvestiría en
seguida y cerró la puerta. Salió pronto, con un
bañador color herrumbre, estirando los bordes sobre
las piernas y mirando a su alrededor a través de
sus gafas negras. Sandro se encerró a su vez en la
caseta, se desnudó muy de prisa y, dejando en el
suelo los pantalones, salió atándose el bañador.
Pero ella ya no estaba en la veranda; como si Sandro
no existiera bajaba ya la escalerilla del
establecimiento de baños que llevaba a la playa.
Se reunió con
ella corriendo y juntos caminaron por la playa, que
era estrecha y de gruesos guijarros. Los guijarros
ardían bajo los pies obligando a Sandro a una
especie de danza; en cambio, la mujer caminaba
segura con sus babuchas de suela de goma. Ella
buscó un rincón apartado y, tan pronto como se
sentó, le tendió a Sandro el frasco de aceite de
nuez:
—Untame.
Sandro cogió el
frasco, lo destapó, vertió un poco de aceite en la
palma de la mano y empezó a untar la espalda de
la mujer. Ella tenía un dorso flaco y, al estar
inclinada, las vértebras afloraban bajo la piel,
que el aceite ponía reluciente y morena. Untada la
espalda, ella se dio aceite en los brazos y el
pecho; después desplegó sobre los guijarros una
toalla, se tendió boca abajo y desató los
tirantes del bañador, bajándoselo sobre el pecho.
En esta posición se veían las tetas pálidas y
exiguas aplastadas entre la axila y el suelo. El
cuerpo, que en movimiento era siempre poco
agraciado y saltón, revelaba, al extenderse, su
armonía. Tenía una espalda de hombros anchos que
se estrechaba gradualmente hasta la menuda cintura.
Luego las caderas, la única parte carnosa y
redonda de toda la figura. Las piernas eran rectas
desde los muslos a los talones, unidas y sin
divergencias. Bajo el borde del bañador, los muslos
mostraban como unas grietas de la piel, y éste era
el único signo que recordaba que ya no era muy
joven.
Sandro se tumbó
también sobre el vientre, aunque semejante
posición le resultaba incómoda. y, acercando su
cara a la de la mujer, le preguntó:
—¿En qué
piensas?
—En nada.
Ella estaba
inmóvil, con el rostro escondido tras las grandes
gafas ahumadas, los codos sobre las piernas, la
cabeza hundida entre los hombros. Las manos le
colgaban hacia delante, lánguidamente. Eran
descarnadas, duras, nerviosas, con los finos dedos
separados entre sí y curiosamente divergentes y
doblados, como torcidos. Un gran anillo macizo con
las armas de la familia sobre el engaste bailaba en
torno a su flaco índice. Sandro sentía la
tentación de esas manos, y el propio ardor del sol
que le quemaba la espalda le parecía el de la
tentación. Por fin alargó una mano y agarró la
derecha de la mujer. Ella no se movió.
—Tu querida
mano —dijo él, en un soplo.
La mujer no dijo
nada, pero un leve estremecimiento de su nariz le
advirtió a Sandro que estaba descontenta. Siempre
le temblaban de ese modo las puntiagudas aletas
nasales, como a un perro a punto de morder. Le
acometió una especie de pánico y buscó de
improviso un pretexto más racional para aquel
apretón de manos.
—¿Qué es
este anillo?
—Lo habrás
visto mil veces —dijo ella secamente. Y con un
gesto duro y poco gracioso se quitó el anillo del
dedo y lo dejó caer sobre las piedras.
—Es cierto, ya
lo había visto —dijo Sandro, devolviéndoselo.
Alguien caminó
ante sus ojos, pero sólo vieron los pies largos,
blandos y blancos que se posaban contraídos sobre
los guijarros ardientes.
—No esperaba
volver a verte —empezó Sandro tras un momento—;
más aún, había decidido que si me escribías no
te contestaría.
Ella no dijo
nada.
—Me has
tratado horriblemente mal —continuó Sandro,
sintiendo confusamente que estaba diciendo
precisamente todo lo que no debía—, y sé por
qué ha ocurrido esto.
—¿Por qué?
—Porque te di
a entender demasiado pronto que te amaba y te lo
dije demasiadas veces.
Ella cogió la
bolsa, la abrió, sacó la pitillera y encendió
un cigarrillo. Luego ofreció la pitillera a Sandro,
que rehusó.
—Tengo sueño
—dijo ella—, déjame dormir un poco.
Puso la cabeza
entre los brazos y cerró los ojos.
—¿Cómo te
las arreglas para dormir y fumar al mismo tiempo?
—preguntó Sandro, tratando de dar a su voz un
tono alegre y desenvuelto.
—Fumaré un
rato y después dormiré —murmuró ella, con el
cigarrillo entre los labios.
—No se pueden
hacer las dos cosas.
—¿Por qué
hablas sin parar? —preguntó ella con aspereza—.
¡Se está tan bien al sol en silencio!
Sandro se
mordió los labios y miró a su alrededor. Ahora la
playita estaba discretamente atestada. Mujeres y
hombres yacían, unos boca abajo, otros supinos,
inmóviles, como muertos, sobre los guijarros
ardientes. En la veranda del establecimiento, que se
adentraba entre los escollos como la toldilla de una
nave, se veía una hilera de dorsos desnudos de
bañistas, encaramados en la barandilla, que
reían y charlaban con otros tendidos en las
tumbonas.
—Voy a darme
un chapuzón —anunció, levantándose.
La mujer no
contestó; y Sandro, desanimado, se alejó sobre los
guijarros, que quemaban. Pasó bajo el
establecimiento y se dirigió hacia un escollo
que, adentrándose a guisa de promontorio en el mar,
formaba una pequeña ensenada donde en plena
temporada se apiñaban los bañistas, numerosos
como las olas. En este escollo, en un punto alto,
había un trampolín de cemento para las
zambullidas. A Sandro no le gustaba tirarse ni
sabía hacerlo. Pero esperaba que una vez que él
se había marchado la mujer dejaría de dormir y
lo seguiría con los ojos. Entonces él se tiraría
desde el elevado trampolín y ella, al verlo
realizar semejante hazaña, quizá volviera a sentir
algo por él.
Trepó por el
escollo, agujereado y lleno de cortantes
excrecencias que herían sus pies. El escollo estaba
blanco de sal y entre una punta y otra, en el fondo
de los huecos, se estancaba un poco de agua verde y
pútrida, llena de detritus y de papelotes. Desde
una punta a otra llegó al trampolín. Subió a él
y muy erguido, de pie, pensando que su cuerpo debía
hacer un bello efecto sobre el fondo del cielo,
miró hacia abajo. Cuatro metros por debajo de él,
el agua verde, veteada de azul y blanco, palpitaba y
corría brillando al sol. Parecía muy lejana y daba
vértigo. Se preguntó si tenía que llamar la
atención de su amante sobre la zambullida, y
decidió que no. Pero en el último momento un
impulso venido de no sabía dónde lo obligó a
agitar los brazos gritando fuertemente el nombre
de la mujer. No consiguió saber si ella estaba
allí y lo miraba. Cerró los ojos, unió los brazos
sobre la cabeza y se tiró.
La caída le
pareció larga, sin gracia, similar en todo a la de
un peñasco o de cualquier objeto pesado e informe.
Luego la cabeza hendió el agua y todo el cuerpo se
metió por la hendidura. Abrió los ojos en una
densa claridad verde, se liberó luchando y
comprendió que salía a flote. Le parecía haberse
ido muy lejos, pero cuando asomó fuera del agua
advirtió que estaba aún bajo el escollo desde el
que había saltado. Con el ánimo lleno de no sabía
qué temeroso alborozo se lanzó a nado hacia la
orilla.
Encontró a la
mujer ante una cesta llena de erizos de mar.
Acurrucado junto a ella, un chaval de pelo
enmarañado los abría con una navajita y les
echaba unas gotas de zumo de limón.
—¿Has visto?
—le dijo jadeante, llegando a su lado sobre los
guijarros ardientes—, me he tirado desde el
trampolín más alto...
—Caíste de
barriga —observó ella.
El chaval le
tendió un erizo ya abierto y condimentado; ella
cogió con precaución, entre dos dedos, la negra
envoltura erizada de espinas y con una cucharita
comió, haciendo melindres, los sedimentos
anaranjados.
—¿Quieres que
salgamos en barca? —propuso Sandro, que a pesar de
la seca respuesta había cobrado valor tras la
heroica zambullida.
—Vamos.
Sandro corrió a
la orilla y batió palmas, llamando al bañero. El y
el bañero echaron la barca al mar. Luego, tanto él
como el bañero, ofrecieron el brazo a la mujer para
subir. Ella eligió al bañero y, dando un salto,
fue a sentarse a popa. Sandro se apresuró a subir a
su vez, se apoderó de los remos y con unas pocas
remadas llevó a la barca fuera de la ensenada.
Remó con fuerza un rato, impulsando la barca hacia
el mar abierto. Quería doblar cierto promontorio
formado por una roca enhiesta y puntiaguda. Sabía
que detrás de aquella roca no había baños ni
bañistas, sólo peñas y mar. Mientras tanto la
mujer estaba sentada en la popa, dándole la
espalda, y contemplaba los cantiles de la isla.
El promontorio
estaba más lejos de lo que parecía. Cuando
llegaron bajo la roca vieron que estaba rodeada por
completo de bancos rocosos, sumergidos a medias y
hormigueantes de algas, sobre los que el mar fluía
y refluía, cubriéndolos y descubriéndolos
según el movimiento de la resaca. Sandro giró al
llegar a estos bancos y se encontró al otro lado
del promontorio. Apareció una ensenada más
angosta que aquella donde se encontraban los baños.
Los acantilados de la isla adoptaban allí la forma
de un castillo, con puntas agudas, escollos
erguidos, paredes verticales que hacían pensar en
torres, miradores y murallas; el agua, entre estas
rocas que caían a plomo y la encerraban por todas
partes, estaba tranquila, de un color oscuro a causa
de las matas submarinas de algas, sombríamente
brillante al sol y llena de una majestuosa soledad.
Al fondo de la ensenada, contra la roja pared de la
isla, blanqueaba una minúscula playa de guijarros.
Sandro impulsó la barca hacia la playa. La barca
surcó el agua, chocó con la proa en la grava.
Después él saltó a tierra y tendió la mano a la
mujer, que bajó a su vez.
—¿Por qué
hemos venido aquí? —preguntó, mirando en torno
suyo.
—Ya ves —dijo
Sandro, con voz estrangulada—, para estar solos.
Ella lo miró
atentamente y después preguntó:
—¿Qué hora
es?
Sandro miró el
reloj que llevaba en la muñeca y dijo la hora.
—Es tarde —profirió
ella—, hay que volver... Tenemos que comer
pronto porque luego yo tengo que tomar la lancha.
Y al hablar
así, se dirigió con decisión, tropezando en los
guijarros, hacia la barca. Sandro corrió tras ella
y en el momento en que ponía las manos en la proa
de la barca le ciñó la cintura con un brazo. Ella
volvió la cara hacia él, interrogativamente. Sin
decir nada, Sandro acercó sus labios a los de la
mujer y la besó. Ella primero le devolvió el
beso, como por instinto; luego Sandro sintió que
trataba de echarse hacia atrás y de rechazar sus
labios. Entonces le pasó una mano detrás de la
nuca y sujetó la cabeza que intentaba soltarse.
Por fin se
separaron. Y de inmediato la mujer, bajando la
cabeza, subió de prisa a la barca, se lanzó sobre
los remos y con espasmódicos movimientos trató de
llevar la barca hacia el mar abierto. Sandro
comprendió las intenciones de la mujer y, saltando
a su vez en la barca, le quitó con violencia los
remos y de un empujón la hizo caer a popa.
—Volvamos —dijo
ella, con una voz seca y jadeante—; te he dicho
muchas veces que conmigo no valen estos modales...
Si antes podía tener la intención de quedarme esta
noche... ahora ya está decidido... No podías
encontrar mejor manera de obligarme a marchar.
—Mentira...,
ya habías decidido irte... Desde el momento en
que llegaste no has hecho sino hablar de
marcharte.
—Hablaba,
sí..., pero quizás me hubiera quedado. Ahora, en
cambio, se acabó.
—Pero tú me
has devuelto el beso en cierto momento —dijo él,
con rencor.
—No es
cierto... Me sujetabas la cabeza y no podía
soltarme.
Siguió un largo
silencio. La mujer miraba a lo lejos, con aire
severo y despechado, y Sandro remaba. Mantenía la
barca pegada a la pared de la isla. Se veía, a ras
del agua, sobre la roca roja, a la menor resaca del
mar, la barba chorreante de las algas oscuras y
verdes que emergía bajo un rastro de sal seca. A
cada resaca, el mar hacía contra la roca un ruido
agradable y sonoro, como el de un beso. Allá a lo
lejos, el sol centelleaba intensamente en cada ola.
—Está bien,
te irás —dijo de pronto Sandro, con esfuerzo—,
pero no es preciso seguir de ese humor la hora o dos
que aún nos queda juntos. Antes te gustaba
bañarte en el mar abierto. Olvidemos lo sucedido,
te bañas, y luego te llevo a la orilla.
Su amante lo
miró, tentada.
—Está bien...
con tal de que no lo intentes más.
—Pero si soy
yo quien te lo ha propuesto...
Sandro detuvo la
barca y la mujer se puso de pie en la popa. Se
colocó el gorro de goma, metiéndose dentro los
rizos que asomaban. Luego se ató el gorro bajo la
barbilla y miró al mar. La cabeza encerrada en el
gorro tenía un aspecto belicoso, se veían, sobre
todo, los gruesos labios prominentes y el gran
tamaño irritado y oblicuo de los ojos. Subió a
popa, alzó los brazos, juntó las manos por encima
de la cabeza.
—No te muevas.
Dobló algo las
piernas, como probando su fuerza, y dio un salto.
Cayó impecablemente, la cabeza hacia adelante y
el cuerpo detrás, y lo último que Sandro vio
fueron los muslos de piel morena y algo agrietada,
de mujer madura, que, apretados y lisos, penetraban
en el agua entre la blancura de la espuma. En la
transparencia del agua la vio volverse sobre sí
misma y alejarse nadando, una especie de sombra
verde e hirviente. Después, impulsada hacia
arriba como un muelle, su cabeza horadó la
superficie del mar a bastante distancia de la barca.
Se zambullía muy bien, era una buena nadadora y
sabía permanecer mucho tiempo bajo el agua.
Sandro la vio
sacudir la cabeza y nadar con fuerza y sin prisas en
dirección a la barca. Cuando estuvo junto a ella,
se agarró con las dos manos al borde y dijo,
jadeando un poco:
—Está fría.
—¿Quieres
tirarte otra vez?
—No.
—Entonces, me
tiraré yo.
Cruzó los remos
dentro de la barca, subió a la popa y sin muchas
precauciones, pues ahora ya no esperaba que lo
admirasen, se tiró de cabeza. Cayó mal, de
través, y hasta sintió un dolor en un costado.
Volvió a salir pronto a la superficie y se sonó
las narices, mirando a su alrededor y buscando con
los ojos a la mujer.
—Has dado una
buena panzada —dijo ella, con calma.
—Ya lo sé y
no me importa nada.
—Si no pones
algo de interés —insistió ella—, no
aprenderás nunca.
Sandro habría
querido nadar mar adentro y dejar plantada a la
mujer. Quizás ella habría subido a la barca y
habría corrido tras él. En cambio, asombrado,
advirtió que nadaba hacia ella. Cuando estuvo a su
lado se agarró también él a la barca. Sus
piernas, mientras las agitaba para mantenerse a
flote, se encontraron con las de la mujer y durante
un momento se trenzaron fraternalmente con ellas.
—Ahora —dijo,
mirándola—, si quisiera, podría cogerte por
los hombros y mantenerte bajo el agua hasta que te
ahogases... Nadie vendría en tu ayuda.
Ella lo miró y
contestó:
—No bromees...
No soporto las bromas en el mar.
—¿Quién te
ha dicho que sea una broma?
La mujer no dijo
nada y Sandro, aferrándose al borde de la barca,
subió de un salto y se sentó entre los remos.
—Oye —dijo
ella—, voy a nadar hacia el establecimiento de
baños... Tú, sígueme con la barca.
—Está bien
—contestó Sandro.
Ella dejó la
barca y empezó a nadar en dirección al
promontorio. En aquella ensenada tranquila y
solitaria, oscurecida por las severas sombras de las
rocas, un centelleo seguía y rodeaba sus gestos
lentos y enérgicos, parecidos a los que hace una
tribu de peces hormigueando a ras del agua. Nadaba
bien, con ritmo, sin fallar ni desviar nunca una
sola brazada. Sandro agarró los remos y empezó a
remar lentamente. El sol quemaba fuerte, un vago
tedio se había apoderado de su alma. Le parecía
que realmente no le importaba nada la mujer. Haría
lo que había dicho, la llevaría a comer a un buen
restaurante, haría todo lo que tenía que hacer y
luego al final la acompañaría al funicular. Con
estas ideas remaba despacio y sin ganas. El sol lo
había secado ya; se inclinó, cogió del bolso de
su amante la pitillera y encendió un cigarrillo. La
mujer estaba bastante lejos, bajo las altas rocas
aparecía pequeña y perdida; y, sin embargo,
parecía que aquel sitio, con sus castillos de
rocas y sus flujos solitarios servía de escenario
para su natación. Luego Sandro la vio detenerse y
agitar un brazo, como llamándole. Empezó a remar
más de prisa y con pocas remadas la alcanzó.
—Ya basta —dijo
ella, jadeando y agarrándose a la barca—, ya no
resisto tanto como antes. Se ve que envejezco.
Ayúdame...
Sandro dejó los
remos y la cogió por las axilas. Ella subió
trabajosamente a la barca y se quitó el gorro,
sacudiendo los cabellos comprimidos. Sus
músculos, bajo la delgadez, estaban aún tensos y
temblorosos, el agua no se adhería a la piel, sino
que la perlaba con raras y gruesas gotas.
—¿Sabes que
es precioso esto? —dijo ella tras un momento,
echando una ojeada a la ensenada desierta y
brillante entre las altas paredes rojas.
—¿Por qué no
te quedas? —preguntó Sandro, asombrándose en
seguida de haber dicho semejante cosa—; podrías
quedarte esta noche y después, mañana, bañarte y
marcharte por la tarde.
Temió una
respuesta negativa y pensó: «Si me contesta de
malos modos, cojo un remo y le doy en la cabeza».
En cambio, con gran asombro suyo, ella dijo de
pronto, haciéndole una señal con la mano.
—Ven aquí.
Sandro obedeció
y fue a sentarse a su lado. Ella se volvió con
decisión, le cogió la cara entre las palmas y lo
besó en la boca. Sandro vio, por un momento, por
encima de sus cabezas, la roca más alta del monte y
después cerró los ojos. Por primera vez después
de tanto tiempo volvió a percibir el sabor de
aquella boca, tan parecido a ella, un licor viejo y
embriagador, y la dulzura casi le hizo desmayarse.
Había deseado tanto aquel momento y por fin había
llegado.
Cuando se
separaron, él le preguntó casi con ira: —¿Por
qué has hecho eso?
—Ya ves —contestó
ella, mirándolo con una sonrisa—, de repente
sentí muchas ganas...
Sandro no dijo
nada y recogió los remos. Ahora experimentaba una
gran alegría y, al mismo tiempo, un gran miedo.
Alegría por la esperanza de reanudar los lazos tan
añorados, miedo de dar un paso en falso, de cometer
un error que habría podido comprometer de forma
definitiva la resurrección de su amor. Era como
salir a la caza de un animal ágil,
desconfiadísimo, inasible, pensó, una
luciérnaga, una mariposa, un pájaro, y saber que
el menor ruido puede espantar la ansiada presa. No
debía cometer más errores, pensó aún, tenía que
ser perfecto. Con estas reflexiones continuaba
remando.
Mientras tanto
habían doblado ya el promontorio y se divisaban de
nuevo las casetas alineadas en torno a la ensenada,
entre peñascos desiguales. La playa hormigueaba
de gente. En el agua se veían muchos bañistas,
unos agrupados, otros solitarios, nadando. Una que
otra piragua erraba mar afuera.
—Entonces,
¿de verdad quieres marcharte hoy? —preguntó
Sandro.
—Ya
veremos..., según me sienta después de comer.
Sandro continuó
remando y la mujer volvió a contemplar el
horizonte. Sandro habría querido no mirar a su
amante; pero invenciblemente sus ojos se dirigían
siempre a la popa, donde estaba sentada. Ella
había cruzado las flacas piernas musculosas y
fumaba con aire reflexivo. Repentinamente, como
siguiendo el hilo de sus pensamientos, dijo:
—Esa
habitación que me has encontrado no me gusta...
No tiene agua corriente.
—Creía que
sólo te ibas a estar un día —dijo Sandro,
contento—, pero si te quedas más, podrás ir a un
hotel... Hay muchos...
—¿Y hay
paseos?
A ella le
gustaba caminar; junto con la natación, era su
pasatiempo preferido.
—Todos los que
quieras.
Ahora habían
entrado en la ensenada, entre los bañistas que
alborotaban y se agitaban en el agua poco
profunda. Sandro llevó la barca a la orilla,
acudió el bañero y los ayudó a bajar. Ya era
tarde. Muchos bañistas dejaban el agua, que
parecía caliente y cansada bajo el sol ardiente;
otros, ya vestidos, subían despacio las empinadas
escalerillas que llevaban desde el establecimiento a
la carretera. Sandro se vistió el primero y
después su amante entró a su vez en la caseta.
No se quedó dentro mucho tiempo y salió vestida,
llevando en una mano la bolsa y en la otra el
bañador mojado.
—¿Por qué no
lo dejas aquí? —preguntó Sandro, indicando al
bañador—. El bañero lo pondrá a secar.
—¿Y si me
marcho?
—Haz lo que
quieras —dijo Sandro, y empezó a subir la
escalerilla dando la espalda a la mujer.
Tenía que obrar
así, pensó, no darle importancia, no importunarla,
no ocuparse de ella. Pero cuando estuvieron en el
carruaje que, al lento paso del caballo, subía por
la carretera en cuesta, se sintió casi seguro de
que la mujer se quedaría y su amor volvería a
empezar. El carruaje subía lentamente entre espesos
jardines que extendían ramas de árboles sobre
sus cabezas; su amante hablaba con el cochero,
pidiéndole información sobre los chalets que se
entreveían entre los bosquetes; el cochero, medio
vuelto en el pescante, le contestaba en su
dialecto; hacía un gran calor y no había ni
sombra de tensión o de mal humor. Ella vestía un
traje de color agua marina y sobre aquel color sus
brazos, morenos y cálidos, resultaban hermosos a
la vista.
Sandro se
preguntó de pronto si podía o no cogerle un brazo.
Recordaba que en los primeros tiempos de estar
juntos, cada vez que él le agarraba el brazo ella
le apretaba fuertemente la mano sobre el costado y
lo miraba largamente, en silencio, con ojos llenos
de amor.
El cochero cesó
de hablar y como habían llegado a un terreno llano
puso el caballo al trote.
—¡Cómo me
alegro de que estés aquí! —dijo Sandro,
cogiendo a la mujer de un brazo.
Ella no dijo
nada, sólo que con la mano libre se ajustó las
gafas ahumadas, frunciendo las cejas.
—Elena... —murmuró
Sandro.
—Sigues siendo
el mismo —dijo ella, sin maldad, aunque como si
hiciera una comprobación definitiva.
—¿Qué
quieres decir?
—No es éste
el momento ni el lugar para abandonarse a estas
efusiones.
Un carruaje
tirado por un caballo blanco, más fuerte y más
joven que el suyo, se puso a su lado y los
adelantó. Dentro iban un hombre y una mujer. Se
tenían de las manos y la mujer reclinaba la cabeza
en el hombro de su compañero.
—Para ellos
—dijo Sandro, indicando el carruaje que los
adelantaba— sí es el momento y el lugar.
Ella se encogió
de hombros y no dijo nada. El carrueje empezó a
rodar entre las casas del pueblo, sobre grandes
losas desiguales. La gente se hacía a un lado ante
su paso ruidoso y vehemente. El cochero restallaba
el látigo y despertaba frescos ecos entre las
casas.
En la plaza se
bajaron. Sandro pagó al cochero y la mujer se
encaminó con decisión a la casilla del funicular.
Resultó que la lancha salía bastante pronto, por
la tarde.
—Me parece —dijo
ella, dirigiéndose con él hacia la plaza— que
tendré que pernoctar aquí.
—¿Quieres ir
al hotel?
—No seas bobo.
Desde la plaza,
por una escalinata, pasaron a una especie de
soportales que, como una galería, giraban por el
interior del pueblo, detrás de la hilera de casas
que daba al mar. Los soportales eran muy blancos,
con redondas bóvedas blancas, paredes torcidas,
pilares blancos, y parecían justamente una
galería excavada dentro de un único bloque de sal
o de mármol. De vez en cuando se abría una arcada
y entonces, en medio de una luz intensa, se
descubría el mar azul y resplandeciente hasta los
nublados límites del horizonte.
—Conozco un
restaurante que tiene una pérgola sobre el mar —dijo
Sandro.
—No importa
gran cosa, con tal de que se coma: me muero de
hambre.
La terraza del
restaurante, bajo las hojas y los racimos aún
verdes de la pérgola, estaba desierta, salvo una
pareja de ancianos extranjeros que comían en un
rincón.
—Tienen un
vino estupendo —dijo Sandro, sentándose
satisfecho.
Sabía que su
amante bebía de buena gana y que cuando estaba
borracha era más amable.
—También este
sitio es precioso —dijo ella, mirando hacia el mar
entre las macetas que había en el parapeto de la
terraza.
—Ya te lo
dije... Una vez que se está aquí, no se tienen
ganas de irse —ahora sentía grandes deseos de
mostrarse alegre y despreocupado—. Voy a ver qué
tienen en la cocina —añadió; y, sin esperar la
respuesta de la mujer, se levantó de la mesa.
La cocina daba a
la terraza por una ventana de postigos abiertos. Se
asomó a la ventana y miró hacia dentro. La
dueña, bajita y redonda, movía el soplillo ante
los hornillos. La ayudaban dos niñas y un chico.
Había muchas cacerolas, ollas y sartenes bajo la
ennegrecida campana de la chimenea. Sobre una mesa
de mármol, montones de fruta, manojos de hortalizas
y pescados de distinto tamaño se mezclaban en
desorden.
—¿Qué hay
para comer?
—Tenemos pulpo
—contestó la dueña, sin volverse, con voz
cantarina—, tenemos budín de patatas, tenemos
berenjenas, pimientos, albóndigas; las albóndigas
son muy buenas... —levantó la tapa de una olla y
enseñó las albóndigas.
—Sírvame dos
raciones de berenjenas —dijo Sandro.
Quería darle
una sorpresa a la mujer, llevando él mismo la
comida. La dueña destapó otra cacerola y con sólo
dos cucharones le llenó dos platos hasta el horde.
Sandro cogió
los platos a través de la ventana, se hizo dar dos
panes que se puso bajo el brazo y volvió a la mesa.
—¿Qué es
eso?
—Berenjenas...,
las hacen muy bien.
Hubo una pausa.
«Ahora me va a
decir que no le gustan», pensó Sandro. Se
sintió tonto por aquel gesto de ir a buscar los
platos a la cocina, que ya no le gustaba. Pero, ante
su sorpresa, la mujer, tras haber probado
remilgadamente con la punta del tenedor un trocito
de berenjena, dijo:
—¡Están muy
buenas! —y empezó a comer con apetito.
Vino una de las
niñas y dejó en la mesa una botella llena de vino.
La botella, panzuda, de vidrio opaco y áspero que
quería imitar el empañamiento del recipiente
helado en contacto con el aire caliente, llevaba la
etiqueta de una naranjada. Sandro sirvió el vino
en los vasos y bebió: era fresco y ligero,
agradable como un refresco en aquel calor.
—¿Está
bueno, verdad? —le preguntó, dejando el vaso en
la mesa.
—Sí, muy
bueno —contestó la mujer, convencida.
Después de las
berenjenas comieron pulpo y, después del pulpo, una
ensalada de tomate. Sandro creía que estaba
haciendo beber a la mujer, pero en realidad era él
quien bebía. Con la borrachera perdía la timidez y
el miedo a su amante. Le parecía que ya no le
importaba nada; y, al mismo tiempo, comprendía que
nunca había estado tan apegado a ella y a su amor
como en ese momento. Cuando acabaron de comer se
quedaron en silencio, frente a frente. La mujer
abrió el bolso, sacó la polvera y empezó a
retocarse la cara. Tenía una expresión fría y
como fastidiada. Sandro temió de pronto que se
aburriese; y recordando que en otros tiempos ella
había demostrado que le gustaban ciertas anécdotas
chistosas, dijo sonriendo:
—Me gustaría
contarte una historia..., pero no sé si tienes
ganas...
—Veamos.
—Una señora
tenía un amante...
Sandro odiaba
las historietas alegres pero sabía que a ella le
gustaban y puso mucho brío en su relato. Acabada
la historia, ella rió de una manera provocativa y
halagüeña; y Sandro, animado, inició una segunda
anécdota más fuerte y más picante que la
primera. Ella se rió de nuevo y esta vez con
abandono, llevándose la mano al pecho y cerrando
los ojos. Sandro contó una tercera historia, pero
tan subida que ella se rió con prudencia, como si
temiera comprometerse; había más complicidad en
esa risa discreta que en las carcajadas
desenfrenadas que la habían precedido.
—Ahora te
haré un juego —dijo Sandro; y, levantándose de
su sitio, fue a sentarse junto a ella; y le hizo un
juego con unos palillos.
También este
juego tenía un significado obsceno y ella se lo
hizo repetir dos veces, para aprenderlo.
—Es muy fácil
—dijo al final, con asombro.
Ahora estaban
uno junto al otro, la terraza estaba desierta, los
extranjeros habían pagado y se habían ido.
—¿Me quieres?
—preguntó de pronto Sandro.
E, inclinándose
un poco, le rozó el cuello con los labios.
Sintió que, bajo su boca, el cuello se estremecía
y se ponía rígido y pensó que se debía a un
temblor de placer. Ella no contestó; estaba con el
rostro inclinado sobre la mesa, el cigarrillo
entre los dedos.
Sandro,
alentado, la cogió del brazo, muy arriba, bajo la
axila, apretándoselo fuerte. Entonces, de repente,
ella se volvió con furia, iluminados los ojos por
el fuego de un encarnizado resentimiento, y le dio
un golpe en la mano:
—No me
toques... Por favor, no me toques...
El gesto había
sido tan violento, tan encendidos los ojos en el
rostro furioso, que Sandro de momento no supo qué
decir. La mano le dolía a causa del gran anillo que
ella llevaba en el dedo. El se levantó, dio la
vuelta a la mesa y fue a sentarse en su sitio de
antes.
—Está bien,
no te tocaré —dijo—, pero tú..., tú eres
incapaz de amar.
Quería decirle
algo cruel y todo su pensamiento se tensaba en esta
voluntad.
—No puedo
soportar que me pongan las manos encima.
—Tu corazón
es árido... Ya no eres joven... Jamás serás capaz
de amar...; es más, no has amado nunca.
La cara de ella
se puso roja de pronto, lo que era señal de
mortificación y dolor. Sandro vio, con asombro, que
sus ojos azules se llenaban de lágrimas.
—Vámonos —dijo
ella, poniéndose en pie.
Sandro llamó a
la dueña y pagó. Durante todo ese tiempo ella
estaba junto a él, con el rostro obstinadamente
vuelto hacia el mar. Se veía perfectamente que
tenía los ojos llenos de lágrimas y que ano
divisaba el mar, ni el cielo ni nada, sólo la hosca
niebla del llanto. Tan pronto como Sandro pagó
empezó a andar de prisa, precediéndolo fuera del
restaurante.
Las calles
estaban desiertas y llenas de sol, todas las
persianas de las casas estaban cerradas, en la plaza
la radio voceaba sola en uno de los cafés, entre
las mesitas vacías. Atravesaron la plaza y tomaron
la callejuela en cuesta que llevaba al convento.
Durante un rato
caminaron en silencio. Después Sandro dijo:
—De saber que
ibas a sentirlo tanto, no te hubiera dicho
aquello...
Ella contestó
en seguida, sin volverse:
—No es nada...
Estoy nerviosa..., eso es todo.
Y Sandro se
sintió de nuevo animado. Aquel no era el tono de
una persona que odiaba.
Cuando llegaron
al convento, Sandro buscó la llave en el bolsillo y
ella esperó mansamente a que la puerta se abriese,
como una mujer que ya está de acuerdo y que sabe
que una vez dentro de la casa sólo habrá el amor.
Sí, pensó Sandro, ahora irían al cuarto, se
abrazarían largamente, se tenderían juntos sobre
la cama. Experimentaba una sensación agradable y
punzante de seguridad e impaciencia, como en la
época de sus primeras citas afortunadas.
En el pasillo,
tras cerrar la puerta, le dijo:
—Esta casa
tendrá muchos defectos..., pero es muy
tranquila..., como hecha adrede para descansar.
—Ahora
dormiré —contestó ella—, estoy muy cansada.
Entraron en la
habitación y Sandro cerró la puerta. Ella se
dirigió en seguida al espejo del lavabo y se
escrutó con atención, levantando los labios
sobre los dientes.
Sandro habría
querido quedarse lejos de ella, pero sin saber cómo
se encontró de pronto muy cerca, a sus espaldas. Le
preguntó:
—¿Estás
enfadada conmigo?
—No —dijo la
mujer distraídamente, sin dejar de mirarse al
espejo.
—Creía que me
odiabas.
Ella se miraba
en el espejo y no respondió. A través de la
ventana abierta se veía el mar, que resplandecía
hasta perderse de vista. Del huerto cercano llegaba,
en el silencio del sol, el cloqueo de una gallina.
Ella dijo con convicción:
—Ahora, me
dormiré —y fue a tumbarse en la cama.
—¿Qué
quieres que haga? —preguntó Sandro, de pie en
medio del cuarto—. Si quieres me voy..., pero, si
no te molesta, me quedo.
—Puedes
quedarte.
Ella se había
tendido supina, un brazo sobre los ojos. La otra
mano fue hasta el vestido, que al subir a la cama
había dejado al descubierto sus rodillas, y lo
estiró hacia abajo.
Sandro pensó
que no debía aprovecharse de una invitación tan
desganada y que debía marcharse. Aunque sólo fuera
a la habitación contigua. Ella dormiría, quizás
fuera cierto que estaba nerviosa a causa del viaje,
y después de dormir todo iría mejor. Pero aunque
estaba persuadido de la prudencia de estos
propósitos no consiguió llevarlos a cabo. En
cambio, se acercó a la cama y, procurando no hacer
ruido y no mover el colchón, se sentó al lado de
su amante. Ella no dijo nada, ni se inmuto. Tenía
el brazo sobre los ojos y parecía amodorrada.
Sandro, procurando siempre obrar lo más despacio
posible, subió las piernas y se tendió boca
arriba. Pensaba dormir también él. Era dulce
dormir juntos.
La mujer tuvo
una respiración más profunda, parecida a un
suspiro, y se dio vuelta hacia la pared. Pero ya
Sandro se sentía incapaz de quedarse tendido e
inmóvil al lado de la mujer amada. Se sentó en la
cama y, apoyándose en el codo, con el rostro
inclinado sobre ella, la miró.
Ella no se
movió, probablemente dormía y no lo había visto.
Durante un buen rato Sandro miró el brazo que
cubría parte del rostro de la mujer y el trozo de
rostro que se veía. Ella tenía un brazo duro y
fuerte, casi masculino, pero la muñeca era grácil,
con venas azules y finas bajo la piel. Del rostro no
se veían los ojos, cubiertos por el brazo, sino
solo la boca, carnosa y roja, como ofreciéndose.
Sandro espero un momento y después, lentamente,
se inclino hasta casi rozar con sus labios los
labios de ella. No los tocaba, pero sentía el
aliento de la nariz y el olor del carmín. Se daba
cuenta de que, comportándose así, cometía uno
más de los errores que se había jurado evitar;
pero no podía hacer otra cosa. Por último, se
inclino con decisión y apoyo sus labios sobre los
de ella. Otras veces, lo recordaba, estos besos
dados en el entumecimiento de una hora meridiana
habían sido perezosamente tensos y prolongados, y
se habían convertido en abrazos silenciosos y
fervientes.
Pero apenas sus
labios se encontraron cuando ella se sentó de un
salto, con cara exasperada.
—Pero bueno,
¿es que no se puede estar tranquila ni un momento?
—Te miraba y
no pude dejar de darte un beso.
—Pero yo
quiero dormir..., estoy cansada... y, además,
déjame en paz con tus besos.
—Pero yo te
quiero.
—¿Y tienes
miedo de que no lo sepa? ... ¡Me lo has dicho mil
veces!
—Quiero
decírtelo cuando me apetece.
—Y yo quiero
que me dejes en paz..., ¿entendido?
Ahora gritaban
ambos, uno frente a otro. Sandro alzo una mano y
abofeteo a la mujer en una mejilla.
Era la primera
vez que le pegaba; y, probablemente, la primera vez
en su vida que le pegaban: ella había dicho
siempre que sus amantes la veneraban. Sandro la vio
abrir mucho los ojos, con airado asombro.
—Ahora mismo
me voy... ¡Qué estúpida he sido al venir!
Ella puso los
pies en el suelo e hizo un ademán para dirigirse a
la puerta. Sandro se anticipó, cerro la puerta y
guardo la llave en el bolsillo. Luego, de un
empujón violento, la arrojo sobre la cama. Ella
cayo sentada, chocando con la cabeza contra la
pared.
—No te
moverás de aquí, ¿entendido?
—¡Socorro!
—gritó ella con voz aguda.
Sandro miro a la
ventana, abierta de par en par, y se le ocurrió que
alguien podía oír su altercado. Entonces se
dirigió hacia la ventana y la cerró. Pero los
postigos se cerraron junto con la ventana y el
cuarto quedo en la oscuridad.
—¡Socorro!
—oyó gritar aún, a oscuras.
Ahora la voz de
la mujer estaba llena de miedo, seguramente temía
que Sandro quisiera matarla.
Esta idea lo
exaspero, se arrojó en la cama y agarro a la mujer
por el cuello.
—Te quedarás
aquí, ¿entendido?
Apretaba con
fuerza el cuello flaco y nervioso, pero abandonó su
presa tan pronto como la sintió jadear, sofocada,
y toser. Sin saber qué hacer fue hasta la ventana y
la abrió de nuevo. Arrodillada en la cama, ella se
agarraba con una mano a la barandilla, se tocaba
con la otra el cuello y tosía.
—Vete —dijo
Sandro, abriendo la puerta—, vete de una vez... Yo
no te retengo.
Mientras seguía
tosiendo, ella le lanzó una mirada incrédula, y
Sandro esperó durante un instante que
comprendiese que no corría el menor peligro si se
quedaba con él. Pero la vio mirar con ansia hacia
la puerta abierta y comprendió que vacilaba en
marcharse sólo porque temía que la retuviese de
nuevo.
—Vete —repitió
entonces con dolor.
Esta vez ella no
se lo hizo repetir dos veces, bajó a toda prisa de
la cama y salió al corredor. Sandro la oyó entrar
en la habitación vecina y cerrar la puerta.
«Ahora —pensó
sentándose en la cama, ante la puerta que había
quedado abierta— hace su maleta y corre a la
lancha.» Esperaba que no fuera verdad, pero los
ruidos del cuarto contiguo, ruidos de pasos
apresurados y de sillas desplazadas, confirmaban
esta suposición. Se preguntó varias veces si
debía ir a pedirle perdón; pero todas ellas
renunció, comprendiendo que era inútil. Por fin
oyó que la puerta del cuarto vecino se abría
despacito, con un débil chirrido: era la mujer, que
se iba, y usaba todos esos subterfugios para no ser
observada por él. Tanta precaución renovó su
dolor, como un rasgo de hostilidad irremediable y
definitiva. Le habría gustado asomarse y decirle
que se marchara sin tapujos, que él no movería un
dedo para retenerla. Pero se quedó quieto y la oyó
caminar de puntillas por las baldosas del corredor.
También la puerta de entrada se abrió y cerró
con tanta suavidad que por un momento dudó de
haber oído mal. Entonces se asomó y vio, en medio
de una luz de abandono, la puerta de la
habitación contigua abierta de par en par y el
corredor desierto: se había marchado de veras.
Volvió a entrar
en su cuarto y, maquinalmente, arregló las mantas
arrugadas. Después salió a la terraza.
El mar, entre
las altas rocas rojas coronadas de verdor,
enceguecía azotado por la luz del sol. En el huerto
se habían callado, en aquel silencio, hasta las
gallinas. Sólo se oía el zumbido de los insectos
que disfrutan con la canícula anidados entre las
hierbas quemadas y en las grietas del árido
terreno.
Sandro apoyó la
mano en la barandilla y miró al mar.
Las persianas
del cuarto contiguo se abrieron y la muchacha
rubia apareció en la terraza.
Puso sus manos
cortas y llenas en la barandilla, y también ella
miró al mar con sus ojitos inexpresivos. Tenía
realmente un espléndido pelo rubio, pensó Sandro,
pero con aquel vestido escaso, como de muñeca, su
exuberante cuerpo estaba ridículo. Observó que la
chica no se volvía ante sus miradas, sino que,
como un caballo bajo el cepillo del amo, daba a
entender que las advertía con ciertos temblores
provocativos que corrían por sus muslos y sus
musculosas caderas. En la transparencia del vestido,
el hermoso cuerpo ponía una sombra cálida y
oscura.
Ella miró un
rato el mar, sin que los músculos de las caderas y
las piernas dejaran de temblar; después se volvió
hacia Sandro y le preguntó:
—¿No se va a
bañar?
—Me bañé
esta mañana.
—Yo también
me baño por la tarde.
—También me
bañaré yo esta tarde —dijo Sandro.
—¿Conoce...?
—y ella nombró una localidad de la isla—. Yo
siempre voy a bañarme allí, dentro de poco
salgo...
—Entonces —dijo
Sandro— podríamos ir juntos...
Ella lo miró
interrogativamente, como si no hubiera entendido:
—¿Viene a
bañarse conmigo?
—Sí.
—Voy a
prepararme —dijo ella, muy contenta. Y
desapareció en su cuarto—. En seguida estoy
lista —añadió, asomándose un momento y
desapareciendo de nuevo.
—Está bien
—contestó Sandro.
Con las manos en
la barandilla volvió a mirar el mar. En ese momento
sonaron unas campanadas en la iglesia del pueblo.
Sandro las contó, pensando en la lancha que iba a
salir. Eran las tres de la tarde. Volvió a entrar
en su cuarto y fue a sentarse en la cama.
(1942
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