Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

El perro chino (1949)
(“Il cane cinese”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (12 de marzo de 1949);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Aquel invierno, no sabiendo ya a qué santo encomendarme, decidí dedicarme a la captura de perros. Pero no por cuenta del Ayuntamiento, que, además, luego mata a los perros, sino por mi cuenta, para recibir una propina por cada perro que robaba. Me iba a un barrio elegante, a la hora en que las criadas sacan a pasear a los perros, y llevaba en el bolsillo una cuerdecilla con un nudo corredizo. Apenas salía una de esas criadas, la seguía a distancia. Ya se sabe que las criadas no tienen muchas distracciones y aprovechan cada salida para encontrarse con alguna amiga o con el novio. La criada, pues, dejaba libre al perro, que en seguida echaba a correr olisqueando y levantando la pata en cada esquina. Tan pronto como yo veía que la criada estaba distraída me acercaba al perro, le echaba rápidamente la cuerda al cuello y me escabullía. Lo difícil luego era llegar a Tormarancio, donde vivía. Pero un trecho a pie y otro trecho con algunos taxistas que vivían hacia allá, llegaba a la Garbatella. Desde allí cogía la camioneta para llegar a casa. Bueno, permítanme que me ría: a casa. Digamos más bien que llegaba a un rincón de un cuarto en una de esas casuchas de Tormarancio que, junto con el catre, me alquilaba Bonifazi, un obrero amigo mío. En la misma habitación dormían él, su mujer y tres hijos, y así, por la noche, todo estaba cubierto de colchones y para salir hacía falta que alguien se levantase y enrollase el suyo. Yo dejaba el perro en depósito a Bonifazi, que conocía esta actividad mía, y al día siguiente me dirigía al edificio de dónde había visto salir a la criada. Le decía al portero que había encontrado un perro de tales señas. Inmediatamente me llamaban, me hacían entrar en un vestíbulo de mármoles y espejos, y casi me abrazaban de agradecimiento. A la mañana siguiente traía el perro, cogía la propina y vuelta a empezar.
       Un día, con el consabido sistema de la cuerda, cogí un perro muy extraño, que nunca había visto antes: parecía un león, con una gran cabeza redonda, toda cubierta de pelo, el cuerpo muy rapado, en cambio, hocico corto y una lengua de un negro violeta. Era un animal bueno, pero poco vivaz, casi triste y como pensativo, y me siguió con la cabeza gacha, como si ya hubiera sabido lo que le esperaba. Aquel día llovía, yo no tenía más que una mala chaqueta y un jersey bajo ella, los zapatos estaban desfondados y, en suma, me mojé tanto que en la camioneta castañeteaba los dientes y al mover los dedos de los pies sentía que exprimía agua de los calcetines y del cuero de los zapatos. Además, en Tormarancio, como de costumbre, la lluvia había inundado las casas, porque está en el fondo de un valle; así, en vez de encontrar algo de calor en el cuarto de Bonifazi, me encontré con el agua, con la mujer que gritaba desesperada, los hijos que lloraban y él que intentaba echar pasarelas sobre el pavimento encharcado. Me fui a la cama sin cenar y aquella misma noche tuve fiebre y al día siguiente me quedé en cama. La fiebre no me dejó durante toda una semana. Yo estaba en un rincón, en el catre, bajo dos cuerdas atadas de una pared a otra sobre las que colgaban mis cuatro harapos, y miraba desde el fondo de la fiebre el cuarto, con todos los colchones enrollados en los rincones y otras cuerdas con otros harapos colgantes que se entrecruzaban en todas las direcciones, y en el suelo algo viscoso sembrado de manchas negras que se movían y eran esas cucarachas que cada vez que llueve salen de los ladrillos de aquellas paredes podridas. Estaba casi oscuro, porque seguía lloviendo, y dos de cada tres ventanas tenían cartones en lugar de cristales. La mujer de Bonifazi cocinaba en la habitación de al lado y yo estaba siempre solo y no me desagradaba porque cuando estoy malo no tengo ganas de hablar: pienso en muchas cosas y me estoy callado. El perro, por su parte, se portaba realmente bien, y yo, para que no enfermase a causa de la humedad, le había hecho una cama con virutas y trapos, bajo mi catre, y de vez en cuando tendía una mano y le acariciaba la cabeza. Tenía una fiebre muy alta, ardiente, y, sin embargo, sólo pensaba en el perro y de cuando en cuando le daba dinero a la mujer de Bonifazi para que le comprase algo de comer, no tanto por la propina como porque quiero a los animales y no me gusta hacerles sufrir. Al séptimo día comencé a delirar y se me antojó que querían quitarme el perro y le pedí a Bonifazi que me lo pusiera sobre el catre. Lo puso, y yo entonces me abracé con fuerza al perro, hundiendo la cara en su pelo tan cálido, y me dormí abrazándolo; el perro no se movía. Durante la noche, quizás a causa del pelo del perro, sudé tanto que hubieran podido retorcerme para que escurriera, y luego sentí como si me desataran, y por la mañana ya no tenía fiebre. El perro, durante toda la noche, no se había movido, y cuando me despertaba lo sentía respirando sobre mi cara, con un aliento un poco débil, quizás porque lo apretaba muy fuerte.
       Me cuidé todavía durante unos días; mientras tanto había vuelto el sol y yo salía de paseo entre las casas de Tormarancio, llevando tras de mí al perro, atado con una cuerda. Fuera de Tormarancio hay unas barracas que son peores que las casas de Tormarancio. Figúrense lo que serán: tablas y latas de gasolina, techos de chapa ondulada, vallas de saúco alrededor y unas puertas tan bajas que para entrar hay que inclinarse. En una de esas barracas vivía un chino, de esos que venden corbatas. Hacía algunos años que había llegado allí y luego se había quedado y vivía con una mujer llamada Fesseria. Era una mujer de la vida: flaca, blanca, casi transparente, con un rostro largo y espesas cejas negras y ojos negros. Tenía un pelo tupido y negro, suave como la seda, y cuando se ponía un poco de colorete hasta parecía hermosa. El chino era un chino; visto por detrás podía parecer incluso italiano, bajo y robusto como era; pero luego se volvía y se veía que era chino. Salí, pues, de paseo con el perro y pasé ante la barraca del chino; inmediatamente aparecieron los dos, ella con un cubo lleno de agua que casi me tiró entre las piernas y el chino con una olla en la mano: era él quien cocinaba. El chino se me acercó y me dijo, en buen italiano:
       —Ese es un perro de mi tierra... es un perro chino.
       Y me explicó que ese tipo de perros, allá en China, son tan corrientes como entre nosotros los perros de lanas. Dijo que, si yo quería, se quedaba con el perro, porque le recordaba a su país y le gustaba mucho. Pero no podía darme nada a cambio, sólo un par de corbatas de seda natural; y yo rehusé; prefería la propina a las corbatas. Fesseria, con el cubo en la mano, me dijo:
       —¿Qué, Luigi, no nos das el perro? —provocativa, alegre, saltando de un charco a otro con sus piernas largas, delgadas y blancas.
       Aunque todavía me encontraba mal, no pude dejar de experimentar deseo de ella, tan delgada y blanca, con sus grandes cejas negras. Pero no dije nada y volví a casa de Bonifazi.
       Al día siguiente fui a Roma, al edificio del que había visto salir a la criada con el perro. Pero, ¡lo que es la mala suerte!
       —Era de una familia de americanos —me dijo la portera— y se han ido precisamente ayer... Han armado mil y una por culpa del perro, pero al final tuvieron que irse y se fueron.
       Así, me encontraba de pronto con un perro de raza, sin saber qué hacer con él. Primero pensé en venderlo, pero nadie lo quería: miraban mis harapos y luego decían que era robado, lo cual era cierto. Por otra parte, me disgustaba llevarlo al Ayuntamiento, porque lo sacrificarían, al pobre animal, y no podía olvidar aquella noche en que me había curado con su pelo y no se había movido en todo el tiempo. Pero, mientras tanto, me resultaba caro, porque comía mucho y no era un perro pequeño.
       Una de aquellas tardes, en vez de ir a la ciudad, salí de Tormarancio, que, con el sol, del pantano que era se había convertido en una zanja de polvo, y trepé por una de las colinas de los alrededores. Ya era primavera, sin una nube en el cielo, con un aire suave y sol, e incluso Tormarancio, visto desde allá arriba, con todas sus casitas largas y bajas de tejados rojos, parecía menos carcelaria que de ordinario. La colina estaba cubierta por una hierba tierna, tan fresca y verde que daba gusto mirarla, y parecía como si acá y allá hubiera nevado, a causa de las margaritas que crecían muy tupidas y escondían la hierba. Empecé a vagar de una colina a otra, con las manos en los bolsillos, silbando: la enfermedad me había sentado bien y sentía no sé qué esperanza en mi corazón al mirar hacia el horizonte lleno de sol, con unas grandes mariposas blancas, en parejas, que parecían volar hacia allá. El perro, caso extraño, hasta se había puesto vivaz y empezó a correr ante mí. Luego volvía hacia atrás y me ladraba. Pero todo esto lo hacía torpe y pesadamente, como un animal triste que era. En cierto punto descendí hasta el fondo del valle y costeé un arroyuelo, entre dos colinas altas. Luego oí ladrar al perro, levanté los ojos y vi a Fesseria que también iba de paseo, con los cabellos sueltos sobre los hombros, una brizna de hierba entre los dientes, las manos en los bolsillos del delantal de rayadillo. Se paró y se inclinó para hacerle fiestas al perro, y luego dijo, riendo:
       —¿Qué, nos das el perro?
       —Te lo doy, pero con una condición —respondí sin pensarlo dos veces.
       En resumen, hicimos el amor en el suelo, entre las dos colinas altas, junto al arroyo. El perro, mientras tanto, lamía el agua del arroyo con su lengua violeta y luego se sentó sobre la hierba, no muy apartado de nosotros, y se quedó allí mirándonos, que casi me cohibía. Y yo hice lo que hice no sólo porque la mujer me gustaba sino también porque me gustaba entregar al perro por el precio de un poco de amor; porque me había encariñado con él y me parecía que así me lo pagaban en lo que valía. Al final nos levantamos y Fesseria cogió la cuerda del perro, diciendo:
       —Él se alegrará, porque le recuerda a su país.
       Yo me quedé donde estaba, mirándola mientras se alejaba con el perro, y seguía gustándome. Luego me tendí en el suelo y dormí un par de horas.
       A la mañana siguiente fui a la ciudad y me quedé allí durante la noche, con un perro pachón que había cogido por la Plaza Santiago de Chile. Dormí en un dormitorio público y luego volví a Tormarancio. Después, por la tarde, salí de paseo con el pachón y, sin saber cómo, llegué ante la barraca del chino.
       Fesseria no estaba, debía de haber ido a Roma. Pero él sí estaba y salió con un cubo lleno de inmundicias que tiró detrás de la barraca. No sé por qué, me habría gustado que me diera las gracias por el perro y le pregunté dónde estaba. Él sonrió, me hizo un gesto que no comprendí y luego volvió a la barraca. El pachón hurgaba entre la basura y yo me acerqué y entonces vi, entre papelotes y tronchos, la patita del perro, sucia de sangre pero con todo el pelo.
       Luego me explicaron que en su tierra comen perros y que todos lo saben y no hay nada malo en ello. Pero en aquel momento se me subió la sangre a la cabeza: entré en la barraca, él estaba de espaldas, atareado ante el fogón. Dio media vuelta sonriendo, con un plato que contenía una carne oscura en medio de una salsa, y comprendí que era carne del perro y que me la ofrecía para que la comiese. De un puñetazo le tiré el plato a la cara, gritando:
       —¡Asesino! ¿Qué has hecho con el perro?
       Y en seguida me di cuenta de que él no comprendía por qué había montado en cólera. Se me escapó, salió de la barraca y echó a correr hacia Tormarancio. Yo cogí un adoquín y se lo tiré y luego lo perseguí y lo atrapé por el cuello. Salió mucha gente; y él, con una cara asombrada y completamente embadurnada de salsa de carne, repetía:
       —¡Agarradlo! ¡Está loco!
       Y yo lo sacudía por el cuello y gritaba hasta quedarme sin voz:
       —¿Qué has hecho con el perro?... ¡Asesino!... ¿Qué has hecho con el perro?
       Por fin nos separaron, y Bonifazi y los demás me hicieron subir a la camioneta que iba a Roma.
       Aquel mismo día devolví el pachón a su amo y me dieron la propina. Pero no volví a Tormarancio. No poseía nada y en casa de Bonifazi nada había dejado. Le debía un mes y pensé que no hay mal que por bien no venga. Por otra parte, esta historia del perro chino había hecho que me disgustara mi oficio y decidí cambiarlo. Me hice vendedor ambulante, yendo por ahí con un carrito lleno de todo un poco: aceitunas dulces, semillas de melón, castañas pilongas, avellanas, higos secos y nueces. Hacía cartuchos todo el día, en el puente nuevo, a la entrada del túnel del Gianicolo, y entre unas cosas y otras iba tirando. En aquella época siempre estaba triste, y la vida no me decía nada, quizás por culpa del perro. Sólo una vez vi a Fesseria, a lo lejos, pero no le hablé: si me hubiera dicho que también había comido del perro creo que la habría matado.




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