Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

Derrochador (1952)
[Otro título en español: “Despilfarrador”]

(“Sciupone”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (18 de abril de 1952);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Mi mujer y yo estábamos de acuerdo en todo, a no ser en el capítulo dinero. Tenía un comercio de hornillos, estufas y accesorios eléctricos en un barrio no muy señorial, el de San Giovanni, y por eso el dinero nunca era muy seguro. Había días buenos, en los que vendía un hornillo de cuarenta mil liras, y había otros malos, en los que no vendía más que una bombilla de trescientas liras. Pero esto Valentina no quería entenderlo. Según ella, yo era avaro; y mi avaricia consistía en el hecho de que llevaba las cuentas de la caja, anotaba las entradas y las salidas, y cuando no tenía dinero lo decía, precisamente porque no lo tenía. Entonces ella gritaba:
       —¡Eres un avaro!... Me he casado con un avaro.
       Y yo le respondía:
       —Pero ¿por qué dices que soy un avaro sin tener pruebas de ello? ¿Por qué no vienes a la tienda? ¿Por qué no vienes al banco? Te enseñaría lo que vendo y lo que no vendo... Te enseñaría todo lo que ha disminuido mi cuenta.
       Ella contestaba que no la vería nunca por la tienda, porque no era una tendera y su padre había sido funcionario del Estado; en cuanto al banco, no vendría porque no entendía nada; por lo cual era lo mejor que la dejara tranquila. Después explicaba, casi afectuosamente:
       —Mira, Augusto, tú eres avaro... Aunque gastaras todo lo que tienes, aunque contrajeras deudas... Eres avaro... Avaro no es el que no quiere gastar... Avaro es aquel a quien le desagrada gastar.
       —¿Y quién te ha dicho que me desagrada gastar?
       —¡Pones una cara cuando se trata de sacar dinero!
       —¿Qué clase de cara?
       —Cara de avaro.
       En aquel momento yo estaba enamorado de mi mujer: redonda, blanca, apetitosa, fresca, Valentina coronaba todos mis pensamientos. Y no encontraba nada que objetar a que se pasara todo el día sin hacer nada, fumando cigarrillos americanos, leyendo tebeos y yendo al cine con sus amigas Queriéndola como la quería, me parecía que ella tenía razón y que era yo el que estaba equivocado. La avaricia, no es preciso decirlo, es un feo defecto, y yo, al oírme decir todos los días que era un avaro, había acabado por creerlo, y hasta yo mismo me había convencido de que lo era. Así, en vez de responderle: “Déjame en paz con este asunto del avaro... Y, además, avaro o no, soy el único que sabe lo que podemos gastar”, bastaba con que ella dijese: “Ya salió el avaro”, para que yo, aterrorizado, sacara el dinero y pagara sin rechistar. Así, ella, que había comprendido ya esta debilidad mía, no me dejaba en paz.
       —Augusto,necesitamoss una radio... Todos tienen una radio.
       —Pero, Valentina, una radio cuesta muy cara.
       —¡Uf! No te hagas ahora el avaro... No vas a decirme, con todo ese dinero que tienes en el banco, que no puedes comprarte una radio.
       —Está bien, compraremos la radio.
       O bien:
       —Augusto, he visto un par de zapatos preciosos... ¿Me das dinero?
       —Pero si hace unos días te has comprado un par...
       —Eran sandalias... Venga, no seas avaro.
       —Está bien, ahí tienes el dinero.
       En resumen, había encontrado la manera de hacerme pagar y callar, infalible, no fallaba nunca.
       Yo pagaba porque esperaba que un día ella reconociese por fin que yo no era avaro, e incluso que era generoso, como creía yo ser. Pero era una ilusión que se desvaneció en seguida. En efecto, cuanto más gastaba, más avaro era yo para ella. Quizás comprendía que gastaba por un puntillo de honor, para hacerle cambiar de idea y triunfar sobre su obstinación de considerarme avaro; y también ella, por el mismo puntillo, no quería darse por vencida. Pero quizás era sólo culpa de su estupidez: se imaginaba que le ocultaba quién sabe cuántas riquezas, como hacen los verdaderos avaros, que cuando tienen cien andan por ahí lamentándose de no tener más que diez. Por otra parte, ella tenía razón al decir que me desagradaba gastar. Me desagradaba porque sabía lo que teníamos, y sabía también que, a este paso, pronto no tendríamos nada. Me había casado con el comercio bien encarrilado y con una cuenta en el banco de casi un millón. Ahora, por muchos esfuerzos que hiciera, y aunque ya no metía dinero en el banco y pasaba todas mis ganancias a la casa, la cuenta disminuía cada vez más, de mes en mes. Primero, novecientas mil, luego ochocientas, luego setecientas, luego seiscientas. Está claro, gastábamos más de lo ganábamos; y, a este paso, en un año, a lo sumo, la cuenta estaría agotada. Decidí que me pararía en las quinientas mil, y que se lo diría. He de decir que esperaba ese día con ansiedad; me daba cuenta de que si ese día no lograba afirmar bien los pies, estaba perdido. Entre tanto, el tiempo pasaba y la cuenta disminuía. Eran seiscientas mil liras, luego quinientas cincuenta, luego quinientas veinticinco. Una de esas mañanas retiré veinticinco mil liras, fui a mi casa y le dije a Valentina:
       —Mira..., ¿los ves? Son veinticinco billetes de mil.
       —Bueno, ¿para qué me los enseñas? —dijo ella—. ¿Quieres hacerme un regalo?
       —No, no quiero hacerte un regalo.
       —¡Figúrate! ¡Tú hacerme un regalo!... Sería demasiado hermoso...
       —Espera... Te los enseño porque son los últimos.
       —No te creo.
       —Pues es verdad.
       —¿Quieres decirme que ya no tienes dinero en el banco?
       —Lo tengo... Pero es lo mínimo que un comerciante como yo puede tener... Si gastamos también eso, ya puedo cerrar la tienda.
       —¿Ves como tienes?... Entonces, ¿por qué me atormentas? Déjame en paz..., y luego no quieres que te diga que eres avaro.
       Había jurado conservar la calma. Pero, al oír aquella palabra de avaro, salté enfurecido:
       —¡No soy avaro!... Gastamos más de lo que ganamos..., eso es todo... Pero ¿por qué no vienes a la tienda?... ¿Por qué no vienes al banco?
       —Déjame en paz con tu banco y con tu tienda... Haz lo que quieras. Si te gusta ser avaro, puedes serlo... Pero déjame en paz.
       —¡Imbécil!
       Era la primera vez, desde que estábamos casados, que la insultaba. ¿Han visto ustedes brotar la llama de un poco de petróleo al acercarle una cerilla? Pues así reaccionó Valentina, siempre tan tranquila e incluso indolente, ante aquella palabra que se me había escapado. Empezó a insultarme, y cuanto más me insultaba, más insultos se le ocurrían, como si uno tirase de otro, como las cerezas. Hay que reconocer que debía tenerla tomada conmigo desde hacía tiempo, y que lo que me estaba diciendo ahora me lo debía haber dedicado en su cabeza con anterioridad. Además, no eran insultos sencillos, brutales, de hombre, como “canalla, sinvergüenza, bribón”, que, en el fondo, a nadie le duelen. No, eran insultos de mujer, sutiles, de esos que penetran en ti como agujas y que luego se quedan dentro, y más tarde, si te mueves, los sientes removerse el demonio sabe dónde. Insultos referentes a la familia, al oficio, al físico; no exactamente insultos, sino frases malignas, rebuscadas con perfidia, capaces de dejarle a uno sin resuello. ¡Ah!, no conocía yo a Valentina, y si no hubiera experimentado tanto dolor al oírla hablar de aquel modo, habría podido asombrarme. Bueno, por fin se calmó, y yo, en parte mortificado y en parte por el cansacio de una escena tan larga, me eché a llorar como un niño, arrodillado ante ella, con la cara contra sus piernas. Pero, mientras lloraba y le pedía perdón, sentía que todo había acabado y que ya no la quería; y este pensamiento me resultaba tan amargo que recomencé a llorar de nuevo, con más fuerza que antes. Al final, dejé de llorar, le regalé cinco mil liras y me marché.
       Me quedaban veinte mil liras, pero ya no quería a mi mujer y, por despecho, estaba decidido a demostrarle que no era avaro, aunque para ello tuviera que arruinarme. Pero antes de hacer lo que tenía en la cabeza experimenté una duda, una vacilación, casi un terror, como cuando, en el mar, uno va a zambullirse y el agua que se mueve allá al fondo, bajo sus pies, la da miedo. Me encontraba en el Lungotevere, hacia Ripetta, con un sol de primavera que calentaba suavemente, sin quemar. Vi al comienzo del puente un mendigo que alzaba el rostro hacia el sol, sin dejar de tender la mano, acurrucado en el suelo. Y al ver este rostro tan contento, con los ojos cerrados y la boca casi sonriente, pensé: “¿De qué tengo miedo?... Aunque me convirtiera en alguien como él, sería más feliz que ahora”. Entonces apreté en un puño todas aquellas sábanas de a mil que tenía en el bolsillo, y al pasar le tiré una en el sombrero. Como era ciego, no me dio las gracias, y continuó tendiendo el rostro hacia el sol, repitiendo las consabidas palabras que dicen los mendigos.
       Un poco más arriba, pasado el puente, había una relojería; fui hacia allí y, de inmediato, sin vacilar, compré un reloj para mi mujer, que me costó dieciocho mil liras. Me quedaban mil liras, tomé un taxi y me hice conducir a la tienda. Ya me encontraba mejor, aunque todavía me quedaba algo de miedo; pero me tranquilicé negándoles a los clientes, durante toda la mañana, las cosas que me pedían. A unos les decía que el artículo estaba agotado; a otros les pedía un precio excesivo; a otro le explicaba que el artículo lo tenía, pero que no estaba a la venta, era una muestra. Incluso me permití el lujo de tratar mal a un par de clientes de esos antipáticos. Entre tanto, continuaba repitiendo en mi interior: “No hay que tener miedo... El primer paso es el más difícil, luego todo viene rodado”.
       Volví a casa aquella mañana casi temiendo descubrir que, después de todo, quería a mi mujer; lo temía porque, entonces, tendría que volver a luchar por el céntimo, a oírme tachar de avaro, y, en suma, a repetir la vida que había llevado en aquellos dos últimos años. Pero, cuando la miré, advertí que ya no la amaba; me parecía un objeto; observé incluso que, bajo los polvos, le brillaba un poco la nariz. Le dije:
       —Querida, te he traído un regalito; como te quejabas siempre de no tener un reloj de pulsera...
       Me tendió la muñeca, y yo, antes de colocarle el reloj, le di un gran beso sonoro, de marido enamorado. Pero mientras tanto pensaba: “Toma... Este beso es más falso que el de Judas”. Hay que decir que ese día ella sentía remordimientos por todas las cosas horribles que me había dicho, y por eso se mostró mimosa y cariñosa. Pero yo ya no sentía nada: dentro de mí se había roto el muelle del amor y no había nada que hacer.
       Los días sucesivos continué poniendo en práctica mi plan. No pasaba día sin que le hiciera algún regalo; en la tienda me negaba incluso a escuchar a los clientes, declarando desde el principio:
       —No vendo nada.
       Entre tanto, la cuenta del banco disminuía. Medio millón no es, además, una gran suma, y al cabo de dos meses o de poco más no me quedaba casi nada. Valentina no abrigaba la menor sospecha. Continuaba leyendo tebeos, fumando cigarrillos americanos y yendo al cine con sus amigas. Sólo de vez en cuando, por guardar las formas, me decía ante un nuevo regalo:
       —¿Ves como tenía yo razón cuando decías que no tenías dinero y que eras pobre y que no sabías cómo arreglártelas?... Ahora gastas mucho más, no digo que seas generoso, pero por lo menos eres menos avaro, y sigues encontrando siempre el dinero.
       Yo no decía nada, pero repetía en mi interior: “Espera antes de cantar victoria”.
       Uno de aquellos días retiré del banco las últimas cinco mil liras, y compré muchos paquetes de cigarrillos americanos, hasta quedarme con sólo trescientas liras. Era por la mañana, temprano, y en vez de ir a la tienda volví a casa, fui al dormitorio y me tendí, vestido como estaba y con los zapatos puestos, sobre las sábanas aún deshechas. Valentina, que dormía, se movió entre sueños, diciendo:
       —¿No vas a la tienda?... ¿Es domingo hoy? —y se volvió a dormir.
       Comencé a fumar un cigarrillo tras otro, esperando que se levantara.
       Durmió todavía una hora, luego se despertó y me preguntó inmediatamente:
       —Pero ¿qué ocurre? ¿Es fiesta hoy?
       —Sí, es fiesta —respondí yo.
       Entonces ella se levantó y se vistió muy lentamente, sin hablar gran cosa y preguntándome a menudo:
       —Pero ¿qué fiesta es? —como si hubiera presentido que no era fiesta en absoluto.
       Yo esperaba el momento en que ella me pidiera dinero para la compra; era ella, con toda su pereza, quien hacía la compra y luego cocinaba, con ayuda de una criadita que venía por horas. Fue al cuarto de baño, acabó de vestirse y luego fue a la cocina y habló con la criadita y preparó el café. Me levanté por fin de la cama y también fui a la cocina. Tomamos el café en silencio, salvo que ella insistió:
       —Pero ¿qué fiesta es hoy?... Lucía dice que no es fiesta y que todas las tiendas están abiertas.
       Entonces respondí con sencillez:
       —Hoy es mi fiesta.
       Y me fui al dormitorio, donde me tendí de nuevo sobre las sábanas, con zapatos y todo.
       De momento Valentina no dijo nada, y se quedó un rato en la cocina hablando con la criadita, dándome tiempo, según creo, para demostrar que no me tomaba en serio. Por último se asomó al umbral, con las manos en las caderas, y dijo:
       —Si no te apetece trabajar, no te lo discuto... Eres muy dueño de quedarte en cama... Pero si te apetece comer, tienes que darme dinero para la compra.
       Lancé el humo hasta el techo y contesté:
       —¿Dinero? No lo tengo.
       —¿Cómo que no lo tienes?
       —¡No lo tengo!
       —Oye, ¿qué caprichos son éstos? —dijo ella entonces—. ¿Qué es lo que se te ha metido en la cabeza?... Si no me das dinero, no hago la compra, no comemos...
       —En efecto —respondí—, creo que no comeremos.
       —Bueno —dijo ella—, me voy a la cocina, no tengo tiempo que perder... Deja el dinero en la mesilla de noche.
       Yo continué fumando, y cuando regresó, tras unos minutos, le dije con sinceridad:
       —Valentina, estoy hablando en serio, no tengo ni un céntimo... Me quedan, en total, trescientas liras... No tengo nada más.
       —Tienes tu cuenta en el banco... ¿Qué nueva avaricia es ésta?
       —No soy avaro, no poseo nada... Mira, por lo demás.
       Saqué del bolsillo el talonario del banco y se lo mostré; esta vez no dijo que no entendía de eso y que la dejase en paz; había comprendido que hablaba en serio y mostraba una cara espantada. Miró el talonario y se dejó caer luego en una silla, sin aliento. Le expliqué:
       —Tú me decías que era avaro; y cuanto más gastaba, más avaro era para ti... Ahora me he arruinado a propósito..., lo he gastado todo... No he querido vender nada en la tienda..., y ahora se acabó... Ya no tengo nada y no tenemos ni para comer..., pero, por lo menos, no podrás decirme que soy avaro.
       De pronto ella se echó a llorar, más, según me pareció, porque comprendía que yo ya no la quería que por el hecho en sí. Luego dijo:
       —No me has querido nunca, y ahora hasta me dejas sin comer.
       —A la fuerza... —dije—. No tengo dinero.
       —Te dejo... —dijo ella—, me voy con mi madre.
       —Adiós.
       Se fue a la otra habitación, y en resumidas cuentas, también se fue de mi vida, porque no la he vuelto a ver desde aquella mañana. Un rato después me levanté de la cama y salí yo también. Era un día soleado, compré un panecillo y fui a comérmelo junto al Lungotevere. Mientras miraba cómo corría el agua me sentí de repente muy feliz y pensé que aquellos dos años de matrimonio no habían sido más que una aventura sin consecuencias; cuando fuera viejo, me acordaría de ellos no como de dos años, sino como de dos días. Comí lentamente mi pan y luego me acerqué al chorro de una fuente y bebí. Más tarde fui a ver a mi hermano y le pedí que me albergara hasta que encontrase un trabajo. Lo encontré, en efecto, como electricista, a las pocas semanas.
       A Valentina, como ya he dicho, no la he vuelto a ver. Pero ¿saben ustedes lo que va diciendo? Que soy un derrochador, que tengo las manos agujereadas, que ella no fue capaz de hacerme ahorrar, y que por eso me dejó.




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