Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)

No digo que no (1952)
(“Io non dico di no”)
Originalmente publicado en el periódico Il Corriere della Sera (1 de junio de 1952);
Racconti romani
(Milán: Bompiani, 1954, 439 págs.)



      Para que comprendan el carácter de Adele quiero contarles sólo lo que ocurrió la primera noche después de la boda; porque, como suele decirse, por la mañana se conoce el día. Así, pues, después de la cena en una trattoria del Trastevere, tras los brindis, las poesías, los parabienes, los abrazos y las lágrimas de la suegra, nos fuimos a mi casa, sobre mi comercio de herramientas, en la via dell’Anima. Ya éramos marido y mujer y ambos nos avergonzábamos un poco; cuando estuvimos en el dormitorio empecé quitándome la chaqueta y, colgándola en una silla, dije, para romper el hielo:
       —Dicen que trae suerte... ¿Has visto?... Eramos trece a la mesa.
       Adele se había quitado los zapatos nuevos, que le hacían daño, y estaba erguida frente al espejo del armario, mirándose. Respondió en seguida, contenta, como si mi frase hubiera eliminado su turbación:
       —Realmente, Gino, éramos doce..., diez invitados y nosotros dos, doce.
       Ahora bien, yo, en el restaurante, había contado a los presentes, para calcular lo que tenía que encargar, y al contarlos había visto que éramos trece, hasta el punto de decir a Lodovico, uno de los testigos:
       —Somos trece... No quisiera que nos trajera mala suerte.
       —No, todo lo contrario, da buena suerte —había respondido él.
       Me senté en el borde de la cama y comencé a quitarme el pantalón, respondiendo con calma:
       —Te equivocas... Éramos trece... Me chocó y lo comenté con Lodovico.
       Adele, de momento, no me contestó, porque tenía la cabeza y medio cuerpo arrebujados en el vestido, que estaba sacándose por arriba. Pero tan pronto como logró salir, aun antes de respirar, dijo con vivacidad:
       —No has contado bien... Éramos trece en la calle, pero luego Meo se fue y quedamos doce.
       Me había quedado ya en calzoncillos y, no sé por qué, de pronto me irrité:
       —¡Qué doce ni qué niño muerto!... Y, además, ¿qué tiene que ver Meo?... Ya te dije que eché la cuenta dentro del restaurante.
       —Bueno, entonces —dijo, yendo a colgar el vestido en el armario—, quiere decir que cuando los has contado ya habías bebido demasiado... Eso es todo.
       —¿Quién ha bebido?... Entre unas cosas y otras, habré bebido un par de vasos, contando el espumante...
       —En resumidas cuentas —dijo ella—, éramos doce... Y tú no te acuerdas porque ahora estás borracho y la memoria te engaña.
       —¿Borracho yo?... Éramos trece.
       —Y yo te digo que éramos doce.
       —¡Trece!
       —¡Doce!
       Ahora nos hablábamos nariz contra nariz, en el medio de la habitación, yo en calzoncillos y ella en combinación. La agarré por el brazo y le grité en la cara:
       —¡Trece!
       Pero luego cambié de pronto de idea e intenté abrazarla, murmurando:
       —Trece o doce, ¿qué más da?... Un beso, venga...
       Pero ella, mientras caía en la cama y no me negaba el beso, susurró, casi bajo mis labios, podría decirse, en el momento en que se encontraban con los suyos:
       —Sí, pero éramos doce.
       —¡Empiezas mal!... Eres mi mujer y debes obedecerme... Si te digo que éramos trece, trece han de ser, y no debes contradecirme.
       Ella, entonces, se levantó de la cama y gritó con fuerza:
       —Yo soy tu mujer, o, mejor dicho, lo seré..., pero éramos doce.
       —¡Y dale!... Éramos trece.
       Así voló la primera bofetada, seca y sonora. Adele se quedó atontada durante un instante, luego corrió a la puerta de la sala, la abrió y gritó desde el umbral:
       —¡Éramos doce!... Y déjame en paz!... ¡Me das asco!
       Y desapareció. Tras un momento de estupor me recobré, fui a la puerta, golpeé, rogué. Nada. En resumen, pasé la noche de bodas completamente solo, dormitando, a medio vestir, sobre la cama; y creo que ella hizo lo mismo en el sofá de la sala. Al día siguiente, de común acuerdo, fuimos junto a su madre y le preguntamos cuántos éramos. Vino a resultar que, en realidad, éramos catorce, a causa de dos niños, tan pequeños que se habían deslizado de sus sillas y se habían puesto a jugar bajo la mesa. Cuando yo había echado la cuenta, uno de ellos estaba aún sentado; cuando había contado Adele, habían desaparecido los dos. De forma que ambos teníamos razón; pero Adele, como mujer, estaba equivocada.
       Después de aquella primera vez no pueden contarse las ocasiones en las que Adele mostró este carácter suyo, tan terco. Tenía la manía de discutir sobre cualquier tontería; si yo decía blanco, ella decía negro; jamás cedía, jamás admitía que se equivocaba. No acabaría nunca si quisiera contarlas todas; como aquella vez, por ejemplo, que sostuvo durante todo un día que no había recibido el dinero de la compra, y después, tras haber discutido durante veinticuatro horas seguidas, apareció el dinero en el antepecho de la ventanita del baño, tomando el fresco, como una rosa en un jarrón. Naturalmente la discusión continuó, porque ella sostenía que yo había puesto el dinero en la ventana, mientras que yo, en cambio, le demostraba con hechos que no podía ser y que ella había ido al cuartito oscuro después de haber recibido el dinero, y no antes. O aquella otra vez en la cual, siempre terca, sostuvo que Alessandro, el barman del café de enfrente, tenía cuatro hijos, mientras que yo sabía perfectamente que tenía tres, y así continuamos discutiendo toda una semana, porque el barman estaba ausente; luego volvió y descubrimos que tenía tres hijos cuando había comenzado la discusión y que ahora tenía cuatro, porque le había nacido uno. Tonterías; y como suele ocurrir, unas veces tenía yo razón y otras la tenía ella; pero lo que intentaba hacerle comprender en vano era que no importaba la razón, y que su vicio de discutir por naderías acabaría por estropearlo todo. Ella respondía:
       —Tú no quieres una mujer, quieres una esclava.
       Así, a fuerza de discutir, la situación iba de mal en peor, como suele decirse, y apenas yo decía algo, por cierto que fuera, como, por ejemplo: “Hoy hace sol”, me sentía ya irritado ante la idea de que podía llevarme la contraria. Y la miraba, y, en efecto, en seguida decía:
       —Pero, Gino, hoy no hace sol... Está nublado.
       Entonces cogía el sombrero y escapaba de casa, porque si me hubiera quedado habría reventado de rabia.
       Uno de esos días, pasando por Ripetta, me encontré con Giulia, una muchacha a la que había cortejado poco antes de conocer a Adele. Entonces me había cansado pronto de ella, porque no me parecía bastante independiente y aprobaba todo lo que yo decía y nunca me negaba la razón, ni siquiera cuando hasta un ciego hubiera visto que no tenía razón. Pero ahora que me había casado con la mujer independiente y disfrutaba de ella, echaba de menos a Giulia, tan dulce y sumisa, y me mordía los puños por haber preferido a Adele. Aquella mañana me dio mucho gusto encontrarla, aunque no fuera más No digo que no que por la diferencia entre su carácter y el de Adele; y así, mientras ella se excusaba diciendo que tenía que ir al mercado a hacer la compra, la retuve, sólo por el placer de verla darme la razón, siempre tan dulce, sin contradecirme ni una vez. Le dije, para ponerla a prueba:
       —Entonces, ¿te has arrepentido del daño que me has hecho? ¿Te has dado cuenta que yo era mejor que otros muchos? Dime, ¿por qué no me quisiste?
       Ahora bien, yo sabía perfectamente que esto no era verdad; había sido yo quien la había dejado, aduciendo precisamente que no me gustaban las mujeres como ella, demasiado dóciles. Pero quería ver qué respondía a mi acusación, tan falsa e injusta. Ella, pobrecita, al oírme hablar de aquel modo, abrió mucho los ojos, sorprendida. Durante un momento tuvo, ciertamente, la tentación de contestarme que el daño se lo había hecho yo, como era verdad, y que había sido yo el que la abandonara. Pero luego, en cambio, se reveló su carácter. Dijo, con su voz dulce:
       —Gino... Debió de haber un malentendido... Yo no te habría dejado jamás de los jamases... Te quería mucho.
       Observarán ustedes que no me acusaba de decir una mentira, como habría hecho Adele con toda seguridad; trataba de disculparse, en cambio, y, por darme gusto, admitía incluso que quizás ella había tenido algo de culpa. Estallé entonces en una risotada agria ante el pensamiento de la tontería que había cometido al preferir a Adele. Y exclamé, haciéndole una caricia en la mejilla:
       —Ya sé que toda la culpa fue mía... Y, por desgracia, no hubo ningún malentendido... Toda la culpa fue mía... Lo dije por decir... Para ver qué me contestabas.
       Luego le hice otra caricia en la mejilla, haciéndola ruborizarse de placer, y me marché. Pero antes de doblar la esquina me volví: aún estaba allí, en la acera, con la cesta de la compra colgada del brazo, y me miraba aturdida.
       Estábamos a finales de mayo, y al día siguiente fuimos Adele y yo a Fregene, en scooter, a darnos el primer baño de la temporada. Encontramos la playa desierta, con un cielo azul y un sol enceguecedor, con un viento que soplaba con fuerza, a ras del suelo, punzante, lleno de arena. El mar, junto a la orilla, era todo olas verdes y blancas que se encabalgaban y se arrojaban unas contra otras; a lo lejos presentaba tiras de un azul casi negro, con algún borde blanco aquí y allá. Adele dijo que quería ir en barca, y yo, aunque el mar no estaba bien, para no contradecirla y no oírle decir, a lo mejor, que el mar estaba como una balsa de aceite, alquilé una barquilla y me la hice sacar al agua. Estaba en traje de baño, pero Adele estaba completamente vestida, y yo, siempre por miedo a las discusiones, no había insistido en que se desvistiese. El bañero me dio un empujón, yo agarré los remos y comencé a remar con fuerza hacia las olas. No eran muy altas, y cuando salí de los bajíos remé más despacio, pero prestaba atención para coger las olas de proa, porque si me ponía de costado podía ocurrir que la barca, un cascarón de nuez, volcase. Adele estaba sentada a proa, y subía y bajaba con el movimiento de las olas; de pronto, al mirarla y verla vestida, acordándome de que no me había atrevido a aconsejarle que se desnudase, me irrité y me dieron ganas de decirle que me había encontrado a Giulia. Y así, mientras remaba, le conté cómo había querido poner a prueba el carácter de Giulia y cómo ella no me había llevado la contraria. Adele me escuchó, mientras la barca subía y bajaba con las olas, y finalmente dijo con calma:
       —Te equivocas... Precisamente fue de ella la culpa..., ella fue la que te dejó.
       Di otro golpe fuerte con los remos, para evitar una ola más alta que las demás, y respondí con rabia:
       —¿Quién te lo ha dicho?... Fui yo, una noche, el que le dio a entender que ya no la quería... Hasta me acuerdo del sitio..., en el Lungotevere.
       Adele, con algo maligno en la voz, los cabellos revoloteantes en el viento, contestó:
       —Como siempre, te acuerdas mal... Fue ella quien te dejó..., dijo, y con toda razón, que eras de carácter pendenciero... y que no se sentía con fuerzas para vivir contigo.
       —¿Quién te lo ha dicho?
       —Me lo dijo ella... unos días después.
       —Pero no es cierto... Lo dijo para ocultar su contrariedad: la zorra y las uvas...
       —Fue ella, Gino, no insistas..., me lo confirmó también su madre.
       —Y yo te digo que no es cierto... Fui yo.
       —Fue ella.
       No sé qué diablos me ocurrió en aquel momento. Hubiera soportado que me contradijera en cualquier cosa, pero no en ésa. Supongo que también contaba mi amor propio de hombre. Dejé los remos y, poniéndome en pie, grité:
       —Fui yo... Y ya basta... No quiero discutir más... Si dices otra palabra, te doy con un remo en la cabeza.
       —Inténtalo —dijo ella—; cuando te enfureces, es que estás equivocado... Ya sabes que fue ella.
       —Fui yo.
       Ahora estaba en el centro de la barca, de pie, y aullaba, para hacerme oír en medio del estrépito de las olas. La barca subía y bajaba con los remos abandonados y, sin que yo lo advirtiera, se había puesto de costado. Recuerdo que Adele, de pronto, se levantó también y me gritó en la cara: “Fue ella”, juntando las manos alrededor de la boca para que le sirvieran de altavoz. En aquel mismo momento se levantó una ola muy grande, verde, como de vidrio, con la cresta blanca, y chocó contra nosotros, derrumbándose dentro de la barca. Caí al agua, pensando que, por suerte, la barca no había volcado, y en seguida me hundí, arrastrado por los pies por un remolino. Bajé, tragué un poco de agua y luego volví a flote, luchando contra la corriente y llamando a Adele. Pero cuando miré a mi alrededor vi que la barca estaba ya muy lejos, y que estaba vacía: Adele había desaparecido. Llamé una vez más a Adele y empecé a nadar hacia la barca, sin saber lo que hacía. Pero, a cada ola, la barca se alejaba más, y yo me llenaba la boca de agua cada vez que llamaba a Adele, y entre tanto pensaba que era inútil que persiguiese a la barca, puesto que Adele ya no estaba en ella. Finalmente renuncié y comencé a nadar en círculo, buscando a Adele por el mar. Pero no se veía ya a Adele, sólo se veían las olas, que se perseguían hasta la orilla; mientras tanto, las fuerzas me faltaban. Me dio miedo de ahogarme y comencé a nadar hacia la playa. Después toqué con los pies el fondo, y aunque aún estaba lejos de la orilla, me detuve y empecé a gritar, y un patín se separó de la orilla y vino hacia mí. Mientras llegaba, yo miraba a mi alrededor, buscando a Adele en el mar, que estaba desierto hasta donde alcanzaba la vista, salvo la barquichuela vacía, que se alejaba a la deriva, con los remos abandonados; comencé a llorar, repitiendo “Adele, Adele” en voz baja, como para mí. Me parecía que el mar, con su estruendo, me contestaba: “Fue ella”, como si la voz de la desaparecida Adele se hubiera quedado en el aire y me contradijese todavía. Luego llegaron los bañeros con el patín y buscamos durante más de tres horas, pero el cuerpo de Adele no fue encontrado ni aquella mañana ni en los días siguientes.
       Así me quedé viudo. Pasó un año, y por fin me armé de valor y me fui a ver a Giulia. Su madre me hizo pasar al comedor, y cuando ella entró, le dije:
       —Giulia, he venido a pedirte que seas mi mujer.
       Ella enrojeció de placer y respondió con su voz dulce:
       —No digo que no..., pero tengo que hablar con mamá.
       Esta primera frase me impresionó, y luego la recordé como un augurio: “No digo que no”...
       En resumen, nos casamos, y si quieren ustedes conocer a una pareja bien avenida, vengan a vernos. Giulia sigue igual que aquella mañana en que me contestó: “No digo que no”...




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