Alberto Moravia
(Roma, Italia, 1907 - Roma, 1990)
Final de una relación (1933)
(“Fine di una relazione”)
Originalmente publicado en la revista Oggi (19 de noviembre de 1933);
La bella vita
(Milán: Giuseppe Carabba Editore, 1935, 277 págs.)
Una tarde de
noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en
automóvil hacia su casa, donde sabía que su
querida lo estaba esperando hacía ya más de media
hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente
con una lluvia desordenada e intermitente y un
viento muy desagradable, que encontraba siempre la
manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la
dirección en que se marchara, cierto insomnio que
todas las noches, tras las primeras horas de sueño,
lo despertaba de improviso y lo mantenía en vela
hasta el alba, una sensación de pánico, de
persecución y de opacidad de la que hacía meses no
conseguía librarse, todo contribuía a poner a
Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso.
“Acabar con todo esto”, se repetía continuamente
mientras conducía el coche por las calles de la
ciudad y sentía que la menor nadería —el
limpiaparabrisas que interrumpía un momento su
vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las
marchas que en medio del tráfico, bajo su mano
frenética, no entraba bien, los inútiles clamores
de las bocinas de los automóviles parados tras el
suyo— le producía una pena aguda y
miserable, con ganas de gritar: “Pero ¿acabar
con qué?” Lorenzo no habría podido responder con
exactitud a esta pregunta. Cada vez que dirigía la
mirada desde su injustificada miseria a su propia
vida comprendía que no le faltaba nada, que no
había nada que cambiar, que había obtenido todo lo
que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico?
¿Y no hacía de sus riquezas un uso juicioso y
refinado?
Casa, automóvil,
viajes, trajes, diversiones, juego, veraneos, vida
de sociedad y querida; a veces se le ocurría
enumerar todo lo que poseía, con una especie de
hastío vano y orgulloso, para acabar concluyendo
que el origen de su malestar debía buscarse en
algún trastorno físico. Pero los médicos a los
que había acudido con el alma llena de esperanzas
lo habían desilusionado de inmediato: estaba
sanísimo, no aparecía en él ni la más leve
sombra de enfermedad, Así, sin motivo, la vida se
había convertido en un árido y opaco tormento para
Lorenzo. Cada noche, al acostarse después de un
día vacío y tétrico, se juraba a sí mismo: “Mañana
será el día de la liberación.” Pero a la mañana
siguiente, al despertarse de un sueño fatigoso, le
bastaba con abrir no ya los dos ojos, sino uno solo,
para comprender que aquel día no sería muy
distinto de los que lo habían precedido. Le bastaba
con echar una ojeada a su dormitorio, en el cual
todos los objetos parecían recubiertos con la
pátina opaca de su pena, para estar seguro de que
tampoco ese día la realidad aparecería más
nítida, más alentadora y más comprensible de lo
que había sido una semana o un mes antes. Sin
embargo, se levantaba, se poma una bata, abría la
ventana, lanzaba un disgustado vistazo a la calle ya
llena de la madura luz de muy entrada la mañana, y
luego, como esperando que el agua fría y caliente
pudiera quitarle de encima aquella especie de
funesto encantamiento, como le quitaba los sudores y
las impurezas de la noche, se encerraba en el baño
y se dedicaba a un arreglo personal que parecía
hacerse cada vez más refinado y minucioso a medida
que se ahondaba su extraña miseria. Así
transcurrían dos horas en cuidados inútiles; dos
horas durante las cuales Lorenzo, una y mil veces,
tomaba un espejo y se quedaba escrutando su propio
rostro, como si esperara sorprender en él una
mirada, hallar una arruga que pudiera hacerle intuir
los motivos de su cambio. “Es la misma cara —reflexionaba
rabiosamente— que tenía cuando era feliz, la
misma cara que les gustó a las mujeres a las que
amé, que sonrió, que estuvo triste, que odió,
envidió y deseó; en suma, que tuvo su vida. Y
ahora, en cambio, quién sabe por qué, todo parece
acabado.” Pero a pesar de la vaciedad y la amargura
de esos cuidados dedicados a su persona física,
aquellas dos horas eran las únicas de la jornada
durante las que lograba olvidarse de sí mismo y de
su miserable estado, quizá debido a que el empleo
que les daba era preciso y limitado y no exigía
ninguna reflexión. Por lo demás, él lo sabía (“una
prueba más —solía pensar a veces— de que no
soy ya más que un cuerpo sin alma, un animal que
pasa su tiempo alisándose el pelo”) y las
prolongaba de intento. Después comenzaba
verdaderamente la jornada, y con ella su árido
tormento.
El departamento
de Lorenzo estaba en la planta baja de un palacete
nuevo, situado al final de una callejuela aún
incompleta que, partiendo de la avenida suburbana,
se perdía en el campo pocas casas más allá. Salvo
la suya, todas las casas del callejón se hallaban
deshabitadas o en trance de construcción; no
existía adoquinado, sino un fango espeso surcado
por las rodadas profundas y duras que habían dejado
los carros en su ir y venir a las obras con su
cargamento de tierra y de piedras; sólo había dos
farolas junto a la entrada de la calle, de forma que
aquel día, tan pronto como atravesó el vasto y
antiguo charco que obstruía el comienzo, por una
luz que brillaba al final de la oscura calle,
húmeda y reluciente, más o menos en el punto en
que estaba su dormitorio, Lorenzo comprendió que
—como se había figurado— su amante ya había
llegado y estaba esperándolo. Ante este pensamiento
le asaltó un mal humor intenso e irracional contra
la mujer, que no tenía ninguna culpa y que había
acudido a la cita que él le diera; y, al mismo
tiempo, un presentimiento de que estaba a punto de
ocurrir algo decisivo. Apretando los dientes debido
a la gran ferocidad del sentimiento que oscurecía
su mente, detuvo el coche ante la puerta, cerró con
ira la portezuela y entró en la casa.
Sobre el mármol
amarillo de la mesita de falso estilo Luis XV que
había en el vestíbulo vio, junto al corto paraguas
y al bolso, un curioso paquete erizado de puntas
agudas. Intrigado, deshizo la envoltura del papel:
era una pequeña locomotora de lata; antes de acudir
a la cita, su amante, que estaba casada desde hacía
ocho años y tenía dos niños, había ido, como
buena madre que era, a comprar un juguete para
regalárselo aquella noche cuando, cansada y
lánguida, volviera a casa poco antes de la cena.
Lorenzo envolvió de nuevo el juguete en su papel,
colgó el impermeable y el sombrero y pasó al
dormitorio.
De inmediato, a
la primera mirada, comprendió que la mujer, para
entretenerse durante la espera, se había
preparado a sí misma y al cuarto de manera que
él, al llegar desde la noche fría y lluviosa,
recibiera inmediatamente la impresión de una
intimidad afectuosa y confortante. Sólo estaba
encendida la lámpara de la cabecera, y ella la
había envuelto con su camisa de seda rosa para que
la luz fuera cálida y discreta; en una mesita
estaban preparadas la tetera y las tazas; su bata
de seda, desplegada en una butaca, y sus pantuflas
afelpadas puestas en el suelo, bajo la bata,
parecían dispuestas a saltar encima de él y a
revestirlo, tan grande era el cuidado con que
habían sido arregladas. Pero el malhumor que le
inspiraron estas atenciones casi conyugales se
redobló cuando vio que la mujer, para recibirlo
dignamente, había tenido la idea de ponerse un
pijama suyo. La mujer estaba tendida de lado sobre
la colcha amarilla y suntuosa de la cama, y el
pijama de grandes rayas azules, demasiado estrecho
para sus caderas amplias y rotundas y para su pecho
lleno y prominente, mal abrochado y mal puesto, la
obligaba a adoptar una torpe e inconveniente actitud,
que contrastaba desagradablemente con sus cabellos,
negros y largos, y con la expresión plácida e
indolente de su rostro. Todo esto lo observó
Lorenzo en la primera y aguda ojeada que echó al
cuarto. Luego, sin decir palabra, se sentó sobre la
colcha, al borde de la cama.
Hubo un instante
de silencio.
—¿Sigue
lloviendo? —preguntó por fin la mujer,
mirándolo con una serena e inerte curiosidad y
acurrucándose junto a él, como si hubiera
percibido inconscientemente la crueldad que había
en los ojos inmóviles y absortos de Lorenzo.
—Llueve —contestó
él.
Hubo un nuevo
silencio, la amante le dirigió tres o cuatro
preguntas, recibiendo siempre las mismas breves y
angustiadas respuestas, y en seguida le preguntó:
—¿Qué tienes?
Y, mientras
hablaba así, se arrastró hasta él y se
acurrucó a su lado.
—¿Qué tienes?
—repitió anhelante, con un principio de
aprensión en sus hermosos ojos, negros e
inexpresivos.
Al verla tan
cerca, viva y ansiosa, y al mismo tiempo tan remota
a causa de su malestar, Lorenzo sintió que un
mutismo árido y angustioso oprimía su garganta. “Quizá
toda la culpa sea de ese maldito pijama que se le ha
metido en la cabeza ponerse”, pensó. Y,
mientras contestaba que no tenía nada, intentó
quitarle la chaqueta de gruesas rayas con manos
desmañadas e impacientes.
Creyendo que el
joven quería desnudarla para acariciarla mejor,
bastante satisfecha por poder atribuir su
inquietante silencio a una turbación de los
sentidos, la mujer se apresuró a deshacerse del
pijama y, desnuda y plácida, se tendió de nuevo en
la actitud de pasiva espera en la que Lorenzo la
había encontrado al entrar en el cuarto. Siempre
sin decir una palabra, él se sentó a su lado y
comenzó a acariciarla de manera distraída y
preocupada, casi sin mirarla y como pensando en otra
cosa. Sus dedos se enredaban ociosamente en los
negros cabellos, desordenándolos y volviéndolos
a alisar, su mano se posaba abierta e insegura ora
en su pecho desnudo, como si quisiera sentir la
tranquila respiración que lo animaba a intervalos,
ora sobre el vientre, como teniendo la curiosidad de
sorprender bajo su amplia e inmóvil blancura el
latido del deseo; pero, en realidad, para él era
como tocar un tronco exánime e informe; con lucidez,
mientras lo acariciaba, advertía que no
experimentaba ningún amor por aquel hermoso cuerpo
y que ni siquiera percibía su vida, fuera aliento o
deseo; y esta irremediable sensación de
alejamiento se agudizaba dolorosamente debido a las
miradas angustiadas e interrogativas con las que su
amante no dejaba de examinarlo, como un enfermo
tendido en la camilla de hierro de un médico. Luego,
Lorenzo se acordó de pronto del tranquilo e
indiferente disgusto con que un gato suyo, cuando ya
no tenía hambre, desviaba el hocico ante el plato
que se le ofrecía.
—El animal
está saciado —exclamó entonces, con voz irónica
y triunfante— y no quiere comer más.
—¿Qué
animal, Renzo? —preguntó, inquieta, la mujer—.
¿Qué te pasa?
Lorenzo no
contestó nada a esta pregunta, pero al mirarla,
con ojos aguzados por el árido sufrimiento que le
oprimía, su vista se detuvo en la mano con la cual
—en un gesto lánguido y patético de inconsciente
defensa— ella se cubría el pecho. Era una mano
bastante bonita y más bien grande, ni demasiado
gordezuela ni demasiado nerviosa, blanca y lisa, y
llevaba en el anular un sencillo anillo de bodas.
Durante un rato
Lorenzo miró ese anillo, miró el cuerpo desnudo,
joven y espléndido, aovillado con cierto empacho
sobre la colcha amarilla y lisa del lecho, y luego,
de repente, fue como si —en un arrebato
irresistible— todo el odio acumulado durante los
tristes últimos meses en las zonas interiores de su
conciencia rompiera los debilitados diques de su
voluntad e inundase su alma.
—¿Qué anillo
es ése? —preguntó, indicando la mano.
La amante,
sorprendida, bajó los ojos sobre su pecho.
—Pero Renzo
—contestó luego, sonriendo—, ¿en qué estás
pensando? ¿No ves que es la alianza?
Hubo de nuevo un
breve silencio; Lorenzo trataba en vano de dominar
el extraño y cruel sentimiento que se había
apoderado de él. Después:
—¿No te da
vergüenza? —preguntó de pronto, bajando la voz—.
Dime, ¿no te da vergüenza estar así, desnuda, en
mi cama? Tú, una mujer casada y madre de dos niños.
Si le hubiera
dicho que era de madrugada y que el sol estaba a
punto de salir, la mujer no se habría quedado más
asombrada. Con todos los signos de una sorpresa
dolorida y aprensiva, se sentó en la cama y lo
miró.
—¿Qué
quieres decir con eso? —interrogó.
Absolutamente
incapaz ya de contenerse, Lorenzo sacudió con
violencia la cabeza y no contestó.
—¿No te da
vergüenza? —repitió después—, ¿no te
preguntas qué pensarían tu marido y tus hijos si
te vieran aquí, en mi cama, sin nada de ropa
encima, o si pudieran verte cuando nos abrazamos y
observar cómo la cara se te pone roja y excitada, y
cómo meneas el cuerpo, y qué posturas adoptas? ¿O
si pudieran oír las cosas que me dices a veces?
Más que la
vergüenza de la que Lorenzo hablaba, parecía que
la mujer experimentaba una sensación de espanto.
Replegando las piernas bajo los muslos, se
incorporó aún más en la cama, y al hacer este
gesto sus largos y negros cabellos cayeron sobre su
pecho y sus hombros; en seguida, suplicante y
cohibida, puso una mano en la mejilla del joven.
—Pero ¿qué
tienes? —volvió a preguntar—. ¿Por qué me
haces esas preguntas? ¿Qué tienen que ver con
nosotros?
—Tienen que
ver —contestó Lorenzo; y con un rudo movimiento
de la cara apartó aquella mano afectuosa. Sin
comprender, perpleja, la amante se calló un rato,
mientras lo observaba.
—Pero yo te
quiero —objetó por último, dejando al
descubierto la verdadera naturaleza de su
preocupación—. ¿Es que crees que no te quiero?
Su sinceridad
era evidente; pero volvía a hacer sentir a Lorenzo
su propia incapacidad para hablar, sin mentir, el
vago e impreciso lenguaje del amor; y esto ensanchó
la distancia que ya los separaba. Durante mucho
tiempo, mudo y trastornado, él la miró sin moverse.
“Lo malo es que yo no te quiero”, le habría
gustado contestar. En vez de ello se levantó y
comenzó a pasear de arriba a abajo por la amplia
habitación llena de sombra. De vez en cuando
lanzaba una ojeada a la mujer, allá sobre la cama,
y veía cómo cada vez que sus miradas se detenían
en ella cambiaba atemorizada de actitud, ora
cubriéndose el regazo, ora sacudiéndose los
cabellos, ora poniendo una mano sobre los pies
aplastados por los pesados muslos, sin dejar de
seguir con sus ojos intimidados su silencioso ir y
venir. “Me quiere —pensaba mientras tanto—. ¿Cómo
puede decir que me quiere si ni siquiera remotamente
sabe cómo soy ni quién soy? ”
La aridez de su
sentimiento le secaba la garganta; se detuvo de
improviso ante un bargueño dorado y falso como
todos los otros muebles del cuarto, lo abrió, sacó
una botella y se sirvió un gran vaso de soda.
Entonces, en el momento en que se disponía a beber:
—Renzo —profirió
la mujer con su voz bonachona, calida y un poco
vulgar—, Renzo, dime la verdad. Alguien te ha
hablado mal de mí y tú te lo has creído. Dime la
verdad, ¿no es así?
Ante estas
palabras detuvo el vaso que se estaba llevando a
los labios y se demoró un momento observándola:
con el rostro desconcertado y suplicante, con los
cabellos blandamente esparcidos sobre el pecho y los
brazos, con el cuerpo blanco y lleno, enteramente
plegado y recogido, le pareció que su amante no
habría podido dar a entender más claramente su
propia ceguera ante lo que ocurría. Sin
responderla, bebió y dejó el vaso sobre el
bargueño.
—Vístete —le
dijo luego brevemente—. Es mejor que te vistas y
te vayas.
—Eres malo —dijo
la mujer, con aquel tono suyo indolente y juicioso,
como si estuviera segura de que esta conducta de
Lorenzo se derivaba de un mal humor pasajero—,
eres malo e injusto. También yo creo que será
mejor que me vaya.
Se echó el pelo
hacia atrás, sobre los hombros, con un gesto pleno
de indiferencia y de seguridad, bajó de la cama e
hizo un ademán para acercarse a la butaca donde
había dejado sus ropas. En estas palabras y en esta
actitud sólo había la serenidad indolente y un
poco bovina con que la mujer lo hacía todo. Pero a
Lorenzo, irritado, le pareció descubrir una ironía
insolente y despreciativa; y de golpe le acometió
un cruel deseo de humillarla y castigarla. Se
encaminó rápidamente hacia su ropa, la cogió y
empezó a recorrer la habitación lentamente,
tirando las prendas al suelo una a una y
preocupándose de elegir los sitios más recónditos
y difíciles. “Así tendrá que inclinarse al
suelo para recogerlas”, pensaba; y le parecía que
no podía haber nada más humillante para su querida,
desnuda como estaba, que esta ridícula y penosa
búsqueda.
—Y ahora
recógelas —dijo, volviéndose hacia la cama.
Muy asombrada,
aunque ya enteramente segura de sí y de los motivos
de su resentimiento, la mujer lo miró un momento
sin abrir la boca.
—Te has vuelto
loco —dijo por fin, tocándose la frente con el
dedo en un gesto expresivo.
—No, no estoy
loco —contestó Lorenzo; fue hasta la lámpara,
cogió la camisa rosa con la que la mujer la había
envuelto y la tiró debajo de la cama.
Se miraron.
Después la mujer se encogió de hombros con
indiferencia, bajó de la cama e inclinándose aquí
y allá, sin la menor vergüenza, recorrió el
cuarto recogiendo las ropas que Lorenzo había
tirado al suelo. Hundido en su butaca, Lorenzo la
seguía atentamente con la mirada; la veía,
blanca y ligera, recorrer la oscura habitación, ora
doblándose con la cabeza hacia abajo y las nalgas
al aire, ora agachándose diligentemente con la cara
pegada al suelo y el pelo esparcido alrededor, ora
inclinándose hacia un lado con los senos colgantes
y un pie en el aire; y le parecía que se había
castigado a sí mismo en vez de a su amante; porque,
mientras ella no parecía experimentar vergüenza ni
humillación, y sí solamente fastidio, a él, que
la miraba con crueldad, le parecía en cambio que
aquellas grotescas actitudes de animal torpe
destruían el deseo y también cualquier sentimiento
de humana simpatía. Todo estaba perdido —reflexionaba,
lleno de sufrimiento—, jamás podría salir de
estas condiciones de disgusto y de desilusión;
incapaz de amar, semejante a un hombre que se hunde
en la arena, el menor esfuerzo que hiciera para
despertar su sentimiento muerto lo hundiría un poco
más en este pantano de la crueldad y de la fría
práctica. Absorto en estos pensamientos, le
parecía ver desde muy lejos, envuelta ya en un aire
funesto e irreparable de ruptura, a su amante,
que comedidamente se iba vistiendo una prenda tras
otra del otro lado de la cama.
—Hasta la
vista y, por favor, cúrate —le dijo ella
finalmente, con un resentimiento bonachón, pero
firme, desde el umbral.
Un minuto
después la puerta de la casa se cerró de golpe en
el vestíbulo, y sólo entonces Lorenzo, saliendo
bruscamente de su amarga distracción, advirtió que
se había quedado solo.
Permaneció
inmóvil durante mucho rato, contemplando la colcha
amarilla e iluminada de la cama, en cuyo centro
persistía aún el. hueco que había excavado al
yacer el cuerpo de su amante. Por último, se
levantó, fue a la ventana y la abrió. Ya no
llovía fuera de la habitación cálida y cerrada,
frente a la fresca noche invernal; sintió que su
mente, como una jaula repleta de malignas arpías,
se vaciaba de pronto, quedando vacía y sucia.
Estaba quieto, sus ojos veían el negro y confuso
terreno en construcción que había bajo la casa,
con sus montones de inmundicias, los hierbajos y
unas formas cautas y lentas que debían de ser gatos
famélicos; sus oídos percibían los rumores de la
cercana avenida, bocinas de automóviles, chirridos
de tranvías, pero su pensamiento permanecía inerte
y sólo creía existir a través de aquellas
laceraciones solitarias y casuales de los sentidos.
“Como yo, más aún, mejor que yo —pensaba
mientras observaba las sombras móviles y cautelosas
de los gatos sobre los blancuzcos montones de basura—,
esos gatos oyen los ruidos, ven esas cosas; ¿qué
diferencia hay entre yo, que soy hombre, y esos
gatos?” Esta pregunta le parecía absurda, pero al
mismo tiempo comprendía que en el punto al que
había llegado lo absurdo y lo real se confundían
estrechamente, hasta no distinguirse uno de otro.
“¡Qué desdichado soy! —comenzó luego a
murmurar en voz baja, sin apartarse del antepecho—.
¿Cómo me las he arreglado para verme reducido a
tanta desdicha?” De pronto se le ocurrió la idea
de quitarse una vida ya tan vacía e incomprensible;
le pareció que el suicidio era fácil y maduro,
como un fruto que le bastaría con tender la mano
para coger; pero además de una especie de desprecio
ante una acción que siempre había considerado como
una debilidad, además cíe un sentido casi de deber,
le pareció que lo retenía una esperanza extraña
y, en su presente condición, inesperada: “No vivo
—pensó de repente—, estoy soñando. Esta
pesadilla no durará lo bastante para convencerme
de que no se trata de una pesadilla, sino de la
realidad. Y un día me despertaré y reconoceré el
mundo, con el sol, las estrellas, los árboles, el
cielo, las mujeres y todas las demás cosas hermosas;
hay que tener paciencia; el despertar no puede
tardar.” Pero el frío nocturno lo iba penetrando
lentamente; al fin reaccionó y, cerrando la ventana,
volvió a sentarse en la butaca, frente a la cama
vacía e iluminada.
(1933)
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